CAPÍTULO VI

Enfrente del viejo y glorioso Covent Garden se levantaba un triste edificio de piedra gris, el Palacio de Justicia de Bow Street, que era en realidad el más conocido de los catorce tribunales correccionales de Londres. Una hilera de lujosos coches, cada uno con su correspondiente chófer, estaban aparcados delante del edificio, dando testimonio de la importancia del acto que tenía lugar detrás de las cerradas puertas de una sala de conferencias inmensa, destartalada y plagada de corrientes de aire.

Allí estaba Robert Highsmith, escondiendo su tensión dentro de una postura muy erguida. Allí estaba el mismísimo Richard Smiddy, mordisqueándose el labio inferior. Estaban también el docto magistrado míster Griffin; Nathan Goldmark, el cazador de hombres; John Clayton-Hill, del Home Office; unos oficiales de Scotland Yard, y un taquígrafo.

Aún había otra persona. Thomas Bannister, K. C.[2] Tomás, el indeciso, se hubiera podido llamar.

—¿Seguimos adelante, señores? —inquirió el juez Griffin, y todos contestaron con un gesto de asentimiento—. Oficial, traiga al doctor Fletcher.

El doctor Fletcher, hombre de aire singular, fue introducido en la sala y se le pidió que ocupara un asiento en el extremo de la mesa, enfrente del magistrado. El recién llegado dio su nombre y dirección al taquígrafo. El juez Griffin continuó:

—Esta audiencia es más bien oficiosa; por lo tanto, no nos sujetaremos a demasiadas normas, a menos que los abogados se enzarcen en discusiones. Quede bien sentado que míster Goldmark y míster Clayton-Hill quizá le hagan alguna pregunta, doctor Fletcher. Veamos, ¿está usted inscrito como médico en ejercicio?

—Sí, señor, lo estoy.

—¿Y en qué campo desarrolla sus actividades?

—Soy oficial médico mayor de la prisión de Su Majestad de Wormwood Scrubbs, y consejero médico mayor del Home Office.

—¿Ha examinado a un hombre llamado Eli Janos?

—Lo examiné ayer tarde, en efecto.

El magistrado se volvió hacia el secretario.

—Para mayor identificación, Eli Janos es húngaro, de ascendencia judía, y actualmente vive en Dinamarca. A petición del Gobierno de Polonia, míster Janos se ha prestado voluntariamente a venir a Inglaterra. Bien, doctor Fletcher, ¿tendría la bondad de informarnos sobre lo que descubrió, especialmente respecto a las glándulas sexuales de míster Janos?

—El pobre diablo es un eunuco —dijo el doctor Fletcher.

—Desearía que borrasen esa frase —declaró Robert Highsmith, rápidamente—. No considero justo que se intercalen observaciones personales y comentarios tales como «pobre diablo».

—Es, ciertamente, un pobre diablo. ¿Verdad que sí, Highsmith? —dijo Bannister.

—Desearía que Vuestra Señoría informase a mi docto colega de…

—Todo esto es innecesario, señores —interrumpió el juez Griffin, haciendo gala, súbitamente, de la autoridad del juez inglés—. Míster Highsmith, míster Bannister, ¿quieren abandonar ese juego inmediatamente?

—Sí, Señoría.

—Perdone, Señoría.

—Tenga la bondad de continuar, doctor Fletcher.

—No quedan rastros de testículos en el saco escrotal ni en el conducto inguinal.

—¿Y se notan cicatrices de una operación?

—Sí. En ambos costados, un poco por encima del conducto inguinal, por lo que yo las definiría como cicatrices típicas causadas por la extirpación de los testículos.

—¿Puede decir a Su Señoría la opinión de usted acerca de si la operación en los testículos de Janos se realizó de un modo normal, con la pericia adecuada? —interpuso Bannister.

—Sí, parece estar dentro de las normas de la buena cirugía.

—¿Y no hay nada que demuestre torpeza, crueldad, complicaciones, etcétera?

—No; diría que no vi ninguna indicación en ese sentido.

Highsmith, Bannister y el magistrado hicieron cierto número de preguntas sobre la manera de llevar a cabo la operación. Luego dieron las gracias al doctor Fletcher y le indicaron que podía marcharse.

—Haga entrar a Eli Janos —ordenó el juez.

Eli Janos ofrecía diversas características del eunuco. Era obeso y tenía un tono agudo de voz. El juez Griffin le acompañó personalmente a su asiento. Hubo un silencio angustioso.

—Si tienen ganas de fumar, pueden hacerlo, señores.

Las manos se pusieron a hurgar en los bolsillos, buscando el alivio del tabaco. El humo de pipas, cigarros puros y pitillos empezó a formar espirales y luego ascendió hacia el elevado techo.

El juez Griffin echó una mirada a la declaración de Janos.

—Míster Janos, veo que usted habla lo suficiente el inglés como para que no necesitemos intérprete.

—Puedo valerme.

—Si hay algo que no entienda, pídanos que le repitamos la pregunta. Me doy cuenta también de que esto ha de significar una dura prueba para usted. Si en algún momento se siente disgustado, tenga la bondad de decírmelo.

—Ya no me quedan lágrimas para mí mismo —respondió el interrogado.

—Bien, muchas gracias. Antes que nada, me gustaría revisar algunos datos de su declaración. Usted nació en Hungría, en el año 1920. La Gestapo le encontró escondido en Budapest y le trasladó al campo de concentración de Jadwiga. Antes de la guerra, usted era peletero, y en el campo de concentración trabajó en un taller confeccionando uniformes alemanes.

—Sí, es cierto.

—En la primavera de 1943 le sorprendieron intentando pasar contrabando y le llevaron ante un tribunal de las SS. Le declararon culpable y le condenaron a que le extirparan los testículos. Entonces le llevaron al complejo médico y le internaron en un lugar conocido como Barracón III. Cuatro días después tuvo lugar la operación en el Barracón V. Amenazándole con las armas, le obligaron a desnudarse, los enfermeros reclusos le prepararon y luego fue castrado por un prisionero polaco que era médico que, según la acusación de usted, era el doctor Adam Kelno.

—Sí.

—Señores, pueden interrogar a míster Janos.

—Míster Janos —empezó diciendo Thomas Bannister—, me gustaría completar un poco los antecedentes. Hablemos de esa acusación de contrabando. ¿De qué se trataba?

—Estábamos siempre en compañía de los tres ángeles de Jadwiga: la muerte, el hambre y la enfermedad. Ustedes han leído ya lo que se ha escrito sobre tales lugares. No es preciso que se lo repita. El pasar algo de contrabando era una manera normal de vivir. Normal, como la niebla de Londres. Hacíamos contrabando para continuar vivos. Aunque el campo estaba bajo la dirección de las SS, los que nos guardaban eran los kapos. Esos kapos eran prisioneros que se granjeaban el favor de los alemanes colaborando con ellos. Los kapos solían ser tan brutales como las SS. La cuestión era muy sencilla. Yo no pagué el soborno a algunos kapos, y ellos me delataron.

—Me gustaría saber si algunos de esos kapos eran judíos —preguntó Bannister.

—En un porcentaje muy pequeño.

—Pero ¿la mayoría de los trabajadores lo eran?

—El setenta y cinco por ciento eran judíos. El veinte por ciento, entre polacos y otros eslavos, y el resto, delincuentes comunes o prisioneros políticos.

—¿Y primero le llevaron a usted al Barracón III?

—Sí. Me enteré de que en aquel barracón los alemanes guardaban la materia prima para los experimentos médicos. Luego fui llevado al Barracón V.

—¿Y le obligaron a desnudarse y ducharse?

—Sí; después un enfermero me afeitó y me hizo sentar, desnudo, en la antesala.

Janos buscó un pitillo; su narración transcurrió más lentamente; su voz se alteraba con el dolor del recuerdo y prosiguió:

—Luego entraron el médico y un coronel de las SS, Adolph Voss.

—¿Cómo sabe usted que era Voss? —preguntó Highsmith.

—Me lo dijo él, y añadió que, siendo yo judío, los testículos no me servirían de nada, pues iba a esterilizar a todos los judíos, de modo que yo prestaría un servicio a la causa de la ciencia.

—¿En qué idioma le habló?

—En alemán.

—¿Habla usted bien el alemán?

—En un campo de concentración, uno aprendía lo suficiente.

—¿Y usted sostiene que el médico que estaba con él era Kelno? —continuó Highsmith.

—Sí.

—¿Cómo lo sabía?

—En el Barracón III todo el mundo sabía y decía que el doctor Kelno era el médico jefe de los prisioneros, y que a menudo realizaba operaciones para Voss en el Barracón V. Además, no oí mencionar el nombre de ningún otro médico.

—¿Y el doctor Tesslar? ¿No oyó su nombre jamás?

—Al final de mi convalecencia vino un médico nuevo al Barracón III. Acaso fuera Tesslar. El nombre me suena, pero no llegué a conocerle.

—Y entonces, ¿qué pasó?

—Me dominó el pánico. Tres o cuatro enfermeros me sujetaron y otro me puso una inyección en el espinazo. Al poco rato, toda la parte inferior del cuerpo se me quedó como muerta. Me sujetaron a una camilla con ruedas y me llevaron a la sala de operaciones.

—¿Quién estaba allí?

—El coronel de las SS, doctor Voss, el médico polaco y dos o tres ayudantes. Voss dijo que iba a cronometrar la operación, y quería que me extirparan los testículos rápidamente. Yo supliqué a Kelno, en polaco, que me dejaran al menos uno. Él se encogió de hombros, y cuando yo me puse a gritar, me dio un cachete, y luego… me los quitó.

—De modo que usted tuvo tiempo de sobras para ver al sujeto aquel sin la mascarilla de operador —comentó Bannister.

—No se puso mascarilla. Ni se lavó las manos siquiera. Luego estuve todo un mes a las puertas de la muerte, a causa de la infección.

—Hablando con toda claridad —puntualizó Bannister—: cuando le llevaron al Barracón V, usted era un hombre sano y normal.

—Estaba débil a consecuencia de la vida en el campo de concentración, pero normal, sexualmente hablando.

—¿No le habían sometido anteriormente a ningún tratamiento por rayos X, ni a nada que pudiera haberle dañado los testículos?

—No. Sólo querían saber el menor tiempo en que podía llevarse a cabo la operación.

—¿Y usted diría que mientras estuvo en la mesa de operaciones le hicieron objeto de un trato que no se podía calificar precisamente de benigno?

—Se portaron brutalmente conmigo.

—¿Volvió a ver alguna vez al médico polaco, después de la operación?

—No.

—Pero ¿está usted absolutamente seguro de que podría identificar al hombre que le operó?

—Conservé el sentido todo el tiempo; jamás olvidaré aquella cara.

—No tengo más preguntas que hacer —dijo Bannister.

—Yo tampoco —declaró Highsmith.

—¿Está preparada la sesión de identificación? —preguntó el juez Griffin.

—Sí, Señoría.

—Veamos, míster Janos. ¿Sabe usted qué es una sesión de identificación?

—Sí, me lo han explicado.

—Habrá una docena de hombres detrás de los cristales de un aposento, y todos vestirán supuestas ropas de cárcel. Ellos no podrán ver el cuarto desde el que nosotros les observaremos. Uno de los doce será el doctor Kelno.

—Comprendo.

Salieron de la sala de conferencias y bajaron unas desvencijadas escaleras. Todos continuaban obsesionados con la historia de horror de Janos. Highsmith y Smiddy, que habían luchado tan esforzadamente por Adam Kelno, sentían una inevitable punzada de aprensión. ¿Les había mentido el médico polaco? La puerta del Barracón V se había abierto por primera vez, dejando entrever los horribles secretos que escondía.

El pecho de Nathan Goldmark parecía que iba a estallar. Llegaría pronto el momento de vengar la muerte de su familia, de justificarse ante su Gobierno. Era el orgasmo de la victoria. Ahora ya no cabían más aplazamientos. El fascista sería pisoteado.

Thomas Bannister observaba todo aquello con el aire aparentemente tranquilo y desapasionado que le hicieron merecedor del calificativo de «nevera humana».

Pero el hombre a quien menos importaba todo era el que había sufrido más: Eli Janos. Cuando aquello hubiese terminado, él seguiría siendo un eunuco; de poco servía dar o no con el culpable.

Una vez sentados todos, la habitación se oscureció. Ante ellos tenían un aposento cerrado por cristales con una escala de estaturas en la pared del fondo. Los hombres, con uniforme carcelario, fueron introducidos en el aposento, y parpadearon bajo el repentino haz de luz. Un oficial de la policía les ordenó que se situaran de cara al cuarto oscuro que había al otro lado de los cristales.

Adam Kelno era el segundo de la derecha, entre un conjunto de hombres altos, bajos, obesos y delgados. Eli Janos se inclinó adelante y forzó la vista. Como no lograba una identificación inmediata, empezó por el extremo de la izquierda y fue pasando de uno a otro.

—Tómese todo el tiempo que quiera —le dijo el juez Griffin.

Lo único que rompía el silencio era el jadeo de Nathan Goldmark, a quien costaba un esfuerzo enorme no dar un salto y señalar con el dedo al doctor Kelno.

Los ojos de Janos se detenían en cada uno, procediendo a un largo escrutinio, tratando de reconocer la cara del médico, en aquel día terrible, en el Barracón V.

Recorrió la fila, uno tras otro. Llegó a Adam Kelno y siguió adelante. Dentro, el oficial ordenó a los doce hombres que se pusieran de perfil, primero dando el costado izquierdo, luego el derecho. A continuación los hizo salir del recinto, y la luz se encendió.

—¿Qué? —preguntó el juez Griffin.

Eli Janos inspiró profundamente y meneó la cabeza.

—No reconozco a ninguno.

—Digan al oficial que traiga al doctor Kelno —pidió Robert Highsmith en un repentino e inesperado estallido.

—No es necesario —advirtió el magistrado.

—Este condenado asunto dura ya más de dos años. Dos años que un hombre intachable ha pasado en la cárcel. Quiero asegurarme por completo de que es inocente.

Adam Kelno fue introducido en el cuarto y se le ordenó que se detuviera delante de Janos. Los dos ex cautivos se miraron fijamente.

—Doctor Kelno —dijo Highsmith—. ¿Quiere hablar a este hombre en alemán o en polaco?

—Quiero mi libertad —dijo Adam, en alemán—. Está en las manos de usted —concluyó en polaco.

—¿Le dice algo esta voz? —preguntó Highsmith.

—Este no es el hombre que me castró —dijo Eli Janos.

Adam Kelno suspiró profundamente e inclinó la cabeza, mientras el oficial le sacaba de allí.

—¿Está dispuesto a firmar una declaración jurada? —preguntó Highsmith.

—Naturalmente —respondió Janos.

Hubo una carta del Gobierno de Su Majestad lamentando los perjuicios causados a Adam Kelno en los dos años que estuvo recluido en la cárcel de Brixton.

Cuando la puerta de la celda se cerró tras él, la paciente y enamorada Ángela se arrojó a sus brazos. Detrás de ella, en el pasillo abovedado que llevaba a la calle, estaba su primo Zenón Myslenski, junto con el conde Anatol Czerny, Highsmith y Smiddy. Y todavía alguien más. Un chiquillo que miraba cautelosamente, detrás de «tío» Zenón. Luego, avanzó con paso inseguro, y dijo:

—Papá…

Adam levantó al niño.

—¡Hijo mío! —gritó—. ¡Hijo mío!

Pronto hubieron traspuesto la larga y elevada muralla de ladrillo, saliendo al esplendor de un raro día de sol londinense.

La conspiración había sido vencida, pero Adam Kelno sentíase lleno de un miedo todavía mayor, sin la protección de las paredes de la cárcel. Ahora estaba fuera, y el enemigo era implacable y peligroso.

Adam Kelno cogió a su esposa y su hijo y huyó. Huyó al rincón más lejano del mundo.