El guardia acompañó a Adam Kelno hasta el encristalado cuarto de entrevistas, donde el polaco se sentó enfrente de Robert Highsmith y Richard Smiddy.
—Voy a entrar en materia, sin rodeos —dijo Highsmith—, nos hallamos ante una situación fea. Nathan Goldmark ha conseguido una declaración jurada altamente comprometedora contra usted. ¿Qué significa para usted el nombre de Mark Tesslar?
En la faz del interrogado apareció, claramente reflejado, el miedo.
—Conteste —insistió el otro.
—¿Está en Inglaterra?
—Sí.
—Todo aparece muy claro. Visto que el Gobierno polaco no podía montar una acusación contra mí, han enviado a uno de los suyos.
—¿Uno de quiénes?
—De los comunistas. De los judíos.
—¿Qué nos dice de Tesslar?
—Juró vengarse de mí, hace casi veinte años —repuso Kelno, e inclinó la cabeza—. ¡Ah, Dios mío! ¿Para qué luchar?
—Oiga, amigo, tranquilícese; no hay tiempo para crisis de abatimiento. Hemos de mantenernos bien despiertos.
—¿Qué quieren saber?
—¿Cuándo conoció a Tesslar?
—Hacia 1930, en la Universidad, cuando estudiábamos juntos. Le expulsaron por haber practicado abortos. Él sostenía que fui yo quien le delató. De todos modos, terminó sus estudios médicos en Europa, en Suiza, según creo.
—¿Le vio cuando él regresó a Varsovia, a ejercer, antes de la guerra?
—No, pero era muy conocido por realizar abortos. Como católico que soy, me resultaba muy difícil recomendarlos, pero unas pocas veces lo consideré necesario para la vida de la paciente, como en una ocasión, cuando se halló en apuros una pariente mía. Tesslar no sabía que yo le enviaba pacientes. Lo hice siempre a través de una tercera persona que no sabía mi nombre.
—Continúe.
—Por un capricho del destino, volví a encontrarle en Jadwiga. Su fama le precedió. A finales de 1942, los alemanes le sacaron del ghetto de Varsovia y le trasladaron al campo de concentración de Majdanek, en las afueras de la ciudad de Lublín. Allí, los médicos de las SS le encargaron que mantuviera a las prostitutas del campo libres de enfermedades y que realizase abortos cuando fuese necesario.
Smiddy, que estaba tomando notas, levantó la cabeza rápidamente.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió.
—Las noticias de esta especie se propagan rápidamente de un campo a otro. Los médicos formábamos una comunidad muy reducida y unos cuantos traslados por el sector nos procuraban todas las noticias. Además, como miembro del movimiento nacionalista clandestino, yo tenía acceso a esa clase de informes. Cuando Tesslar llegó a Jadwiga, en el año 1943, todos sabíamos de quién se trataba.
—Usted era el oficial médico jefe, de modo que hubo de estar en estrecho contacto con él.
—No, no era ese el caso, vean ustedes, había veintiséis barracones en el complejo médico; los numerados del uno al cinco eran aquellos en que los médicos de las SS realizaban experimentos secretos. Tesslar vivía allá. Él es quien habría de ser juzgado, y no yo. Le advertí que tendría que responder de sus crímenes, pero estaba bajo la protección de los alemanes. Terminada la guerra, Tesslar se hizo comunista y se alistó en la policía secreta, como oficial médico, para salvar la vida. Entonces fue cuando divulgó aquellas mentiras contra mí.
—Necesito que conteste con mucha atención a lo que voy a preguntarle, doctor Kelno —encareció Highsmith—. ¿Realizó usted alguna vez amputaciones de testículos o de ovarios?
Kelno se encogió de hombros.
—Naturalmente. Yo realicé diez mil, o acaso quince mil operaciones. Eran intervenciones mayores y menores. El testículo de un hombre o el ovario de una mujer pueden estar enfermos, lo mismo que cualquier otra parte del cuerpo. Si operaba, lo hacía para salvar la vida de un paciente. Recuerdo cánceres y tumores de las glándulas sexuales. Pero ustedes ya saben cómo se altera la realidad. Yo jamás operé a ningún hombre sano.
—¿Quién le acusó de ello?
—Estoy enterado de todas las acusaciones de Tesslar. ¿Quieren oírlas? Las tengo grabadas en el cerebro.
—Muy bien —dijo Highsmith—. Hemos podido obtener una breve demora a fin de darle tiempo a usted para responder a la declaración de Tesslar. Tiene que proceder fría, desapasionada, sinceramente, y no mezcle la animosidad personal que sienta contra él. Debe contestar a todas las acusaciones, punto por punto. Tome; por la noche estudie minuciosamente esta declaración. Mañana volveremos con un taquígrafo para que recoja la respuesta de usted.
«Niego categóricamente que me jactase ante el doctor Tesslar de haber practicado quince mil experimentos de cirugía sin anestesia. Son demasiadas las personas que han prestado testimonio sobre mi buen comportamiento para que esto se pueda considerar como otra cosa que una calumnia de las más atrevidas».
«Niego categóricamente haber realizado operaciones en hombres o mujeres sanos. Niego haber sido inhumano con mis pacientes. Niego haber tomado parte en ensayos de cirugía experimental de cualquier clase».
«Es una pura invención el afirmar que el doctor Tesslar me viese jamás operando. Nunca, en momento alguno, estuvo en un quirófano cuando yo operaba».
«Demasiados pacientes míos siguen con vida y han prestado testimonio en mi favor para dar validez a la acusación de que yo trabajaba mal, al operar».
«Estoy sinceramente convencido de que el doctor Tesslar hizo estas declaraciones para apartar de sus propios hombros el peso de la culpa. Yo creo que le enviaron a Inglaterra como parte de una conspiración para destruir todos los vestigios que quedaban del nacionalismo polaco. El hecho de que haya pedido asilo en Inglaterra es una simple artimaña comunista. Tesslar no merece confianza».
A medida que se aproximaba la hora decisiva, Adam Kelno se iba sumiendo en una profunda depresión. Ni las visitas de Ángela lograban levantarle el ánimo.
Un día, ella le dio una serie de fotografías de su hijo Stephan. Adam las dejó sobre la mesa, sin mirarlas.
—No puedo… —dijo.
—Adam, permíteme que te traiga al niño, que puedas verlo.
—No, en una cárcel no.
—Es una criatura todavía. No se acordará.
—Verle… para que pueda guardar en mi pecho el atormentado recuerdo, durante el falso juicio de Varsovia… ¿Es eso lo que has querido proponerme?
—Estamos luchando con más empeño que nunca. Pero… no puedo verte de ese modo. Siempre nos habíamos infundido fuerzas el uno al otro. ¿Crees que yo me hallo en una situación muy cómoda? Trabajo todo el día, me esfuerzo en criar un hijo, vengo a verte. ¡Adam! ¡Oh, Adam!
—No me toques, Ángela. Me resulta demasiado penoso.
El cestillo de comida que ella traía a Brixton cuatro veces por semana había sido inspeccionado y admitido. Adam no manifestaba el menor interés por los alimentos.
—Hace casi dos años que estoy vigilado como un condenado, aislado de todos —murmuró él—. Me vigilan durante las comidas y hasta en el cuarto de aseo. No puedo tener botones, ni cinturones, ni hojas de afeitar. De noche hasta se llevan mis lápices. No puedo hacer otra cosa que leer y rezar. Sí, aciertan… He pensado en suicidarme. Sólo la esperanza de ver a mi hijo llevando la existencia de un hombre libre me ha conservado la vida; pero ahora… hasta esa esperanza se desvanece.
John Clayton-Hill, el subsecretario de Estado, se hallaba sentado a la mesa, enfrente del secretario de Estado, sir Percy Maltwood. La desdichada orden de deportación se encontraba entre ambos.
Maltwood había solicitado la colaboración de Thomas Bannister, consejero del rey en el asunto Kelno, en representación del Home Office, para ver si el criterio de Bannister difería del de Highsmith.
A sus cuarenta años, o poco más, Thomas Bannister era un abogado de prestigio no inferior al de Highsmith. De constitución mediana, tenía el cabello prematuramente cano, y su tez sonrosada era típicamente inglesa. Toda esa extraordinaria y aparente placidez se trocaba en acción certera y brillante entre las paredes de una sala de tribunal.
—¿Qué dirá el informe de usted, Tom? —preguntó Maltwood.
—Dirá que existe una duda razonable sobre la culpabilidad o la inocencia de Kelno y que, por consiguiente, el Gobierno polaco está obligado a presentar nuevas pruebas. No creo que hayan establecido las bases previas para un proceso, pues a fin de cuentas, todo se resume en la palabra de Tesslar contra la de Kelno.
Bannister se arrellanó con gesto elegante en su asiento y hojeó el sumario, ya muy voluminoso.
—La mayoría de las declaraciones juradas presentadas por el Gobierno polaco se fundan en meros rumores. Hemos acabado por comprender, ¿no es cierto?, que o bien Tesslar miente para salvarse, o bien es Kelno el que miente, también para salvarse. Es evidente que se aborrecen. Lo que ocurriera en Jadwiga tuvo lugar en el secreto más absoluto, de modo que no sabemos si en realidad colgaríamos a una víctima política, o si pondríamos en libertad a un criminal de guerra.
—¿Qué le parece que deberíamos hacer, Tom?
—Seguir reteniéndole en Brixton hasta que una de ambas partes presente pruebas concretas.
—Extraoficialmente —inquirió Maltwood—, ¿qué opina usted?
Bannister miró a uno y otro, y sonrió.
—Vamos, sir Percy, sabe muy bien que no voy a contestar esa pregunta.
—Nosotros seguiremos estrictamente su recomendación, Tom, no sus corazonadas.
—Pues bien, creo que Kelno es culpable. No estoy seguro de qué, pero es culpable de algo —dijo Tom Bannister.
Embajada de Polonia
47 Portland Place
Londres, W 1
15 de enero de 1949
Al secretario de Estado
Señor:
El embajador polaco presenta sus respetos al primer secretario de Estado para Asuntos Exteriores de Su Majestad, y tiene el honor de informarle acerca de la actitud del Gobierno polaco sobre el caso del doctor Adam Kelno. El Gobierno polaco sostiene el punto de vista de que:
Ha establecido sin duda alguna que el doctor Adam Kelno, actualmente retenido en custodia en Gran Bretaña, en la cárcel de Brixton, fue cirujano del campo de concentración de Jadwiga y es sospechoso de haber perpetrado crímenes de guerra.
El doctor Kelno figura como sospechoso de haber cometido crímenes de guerra en la lista de la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas, y también en las de los Gobiernos de Checoslovaquia y Polonia.
El Gobierno polaco ha proporcionado al Gobierno de Su Majestad todas las pruebas necesarias para un primer auto de procesamiento.
Las otras pruebas hay que guardarlas para los tribunales polacos indicados.
El Gobierno del Reino Unido debe cumplir, pues, con lo estatuido acerca de la extradición de criminales de guerra en el tratado vigente.
Más todavía, la opinión pública polaca se siente ofendida por esta indebida demora.
Por lo tanto, y para demostrar de una vez y para siempre el hecho de que al doctor Adam Kelno se le debe deportar a Polonia, presentaremos una víctima de la brutalidad del doctor Kelno, y de acuerdo con la jurisprudencia británica, ofreceremos el testimonio de un hombre que fue castrado de manera cruel por el doctor Kelno, como parte de un experimento médico.
Muy sinceramente suyo,
Zygmont Zybowsky
Embajador