Un centenar de agujas y torres se recortaban en el horizonte de Oxford. Nathan Goldmark, de la policía secreta polaca, se mordisqueaba los nudillos y se arrimaba a la ventanilla del tren mientras los otros viajeros bajaban sus equipajes.
Según había leído durante el viaje, viniendo de Londres, Oxford databa del siglo XII y había crecido hasta constituir el conglomerado actual de treinta y un colegios, con una variedad de catedrales, hospitales e instituciones diversas amontonadas en callejuelas tortuosas, una corriente terriblemente romántica de riquezas góticas, techos empinados y antiguos cuadrángulos, entre los que desfilaban cancilleres, profesores, auxiliares, estudiantes y coros. Colegios como los de Magdalena, Pembroke y All Souls narraban su historia y enumeraban sus héroes de centenares de años. El de Nuffields y el de Sainte Catherine habían de limitarse a unos decenios solamente. Pero todo ello se rellenaba con una lista de inmortales que constituían la grandeza toda de Inglaterra.
Nathan Goldmark encontró la parada de taxis y entregó al chófer un pedazo de papel que decía: «Centro Médico de Radcliffe». A despecho de la llovizna glacial, bajó el cristal de la ventanilla mientras corrían entre una riada de bicicletas y estudiantes bulliciosos. En una vieja pared, pintadas con color rojo, se leían las palabras: «Abrid el segundo frente en seguida».
En el aséptico reducto de la Facultad de Medicina le acompañaron por un largo pasillo pasando por delante de una docena de laboratorios, hasta la pequeña y desordenada oficina del doctor Mark Tesslar, que le estaba esperando.
—Nos iremos a mi vivienda —dijo Tesslar—. Es mejor que hablemos allá.
El piso de Tesslar se hallaba a unas millas del centro de Oxford, en pleno campo, en un monasterio reformado de la abadía de Wytham. El doctor Mark Tesslar y Nathan Goldmark necesitaron sólo un momento para reconocerse mutuamente, pues ambos pertenecieron al mismo club, el de los pocos y muy dispersos judíos polacos que sobrevivieron al holocausto organizado por Hitler. Tesslar había conquistado su diploma en el ghetto de Varsovia y en los campos de concentración de Majdanek y Jadwiga. Goldmark era un licenciado de Dachau y Auschwitz. Los surcos de profundas arrugas y los hundidos ojos revelaban el pasado de cada uno a las miradas del otro.
—¿Cómo me ha encontrado, Goldmark? —preguntó Tesslar.
—Por conducto de María Viskova. Me dijo que estaba usted en Oxford, ocupado en unas investigaciones especiales.
El nombre de María hizo asomar una sonrisa en la faz normalmente rígida y huesuda de Tesslar.
—María… ¿Cuándo la vio últimamente?
—Hace una semana.
—¿Cómo está?
—Bien, en situación ventajosa, aunque, como todos nosotros, tratando de descubrir dónde empezar nuevamente la vida. Tratando de comprender qué sucedió.
—Cuando nos libertaron, le supliqué que abandonase Polonia; luego regresé a Varsovia para convencerla. Allá no hay sitio para un judío. Aquello es un cementerio. Un paraje triste, lleno del hedor de la muerte.
—Pero usted todavía es ciudadano polaco, doctor Tesslar.
—No. No tengo intención de volver allá. Jamás.
—Será una gran pérdida para la comunidad judía.
—¿Qué comunidad judía? Un puñado disperso de fantasmas que se arrastran sobre las cenizas.
—Ahora será distinto.
—¿De veras, Goldmark? Entonces, ¿cómo tienen una sección separada del partido comunista para los judíos? Se lo diré yo. Porque los polacos no quieren confesar su crimen y tienen que guardar lo que queda de los judíos encerrados en Polonia. ¡Vea, aquí tenemos polacos! Les gusta vivir en este país. Nosotros somos buenos polacos. La gente como usted tiene que llevar a cabo su cochina tarea. Ustedes tienen que conservar una comunidad judía en Polonia para justificar su propia existencia. Son unos meros instrumentos; pero al final descubrirán que los comunistas no son mejores para nosotros que los nacionalistas antes de la guerra. Dentro de aquel país nos tienen por unos cerdos.
—¿Y María Viskova…, una comunista de toda la vida?
—También ella se desengañará, antes de que esto haya terminado.
Goldmark deseaba cambiar de tema. El rostro se le contraía nerviosamente al tiempo que chupaba un cigarrillo tras otro. Mientras Tesslar desencadenaba su ataque, él se sentía más inquieto.
Mark Tesslar cojeaba levemente al tomar en sus manos la bandeja del té que le traía el ama de llaves. En seguida preparó la infusión y la sirvió.
—El motivo de mi visita a Oxford se relaciona con Adam Kelno —dijo Goldmark.
La mención de aquel nombre trajo una reacción visible e instantánea en Tesslar.
—¿Qué hay de Kelno? —inquirió.
Goldmark soltó una risita, recreándose con la repentina importancia de su revelación.
—¿Hace mucho tiempo que le conoce?
—Desde que éramos estudiantes, en 1930.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Al salir del campo de concentración de Jadwiga. Me dijeron que después de la guerra se fue a Varsovia, y luego huyó.
—¿Qué diría usted si le contase que está en Inglaterra?
—¿En libertad?
—No exactamente. Está detenido en la cárcel de Brixton. Tratamos de conseguir la extradición para llevarlo a Polonia. Usted debe de saber lo que pasa aquí con los fascistas polacos. Han conseguido convertirle en una celebridad. Han logrado llamar la atención lo suficiente para que los ingleses den largas al asunto y jueguen a la espera. ¿Usted le conoció íntimamente en Jadwiga?
—Sí —susurró Tesslar.
—Entonces ha de estar al corriente de las acusaciones dirigidas contra él.
—Sé que practicó cirugía experimental con nuestra gente.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo vi con mis propios ojos.
El subsecretario de Estado
Home Office
Departamento de Extranjeros
10 Old Bailey
Londres EC 4
Hobbins, Newton & Smiddy
Procuradores
32 Chancory Lane
Londres WC 2
Ref.: Dr. Adam Kelno
Señores:
El secretario de Estado me ordena comunicarles que ha considerado atentamente todas las circunstancias, incluidas las informaciones facilitadas por el Gobierno polaco. Con la reciente declaración jurada del doctor Mark Tesslar, el secretario de Estado considera que queda establecida una primera acusación. No es de nuestra incumbencia el comentar si la justicia polaca obra bien u obra mal, pero sí lo es el cumplir los tratados vigentes con el mencionado Gobierno.
Por consiguiente, el secretario de Estado ha decidido dar efecto a la orden de deportación, enviando al doctor Kelno a Polonia.
Su obediente servidor,
John Clayton-Hill.