CAPÍTULO III

La escena transcurría en Londres, pero la habitación parecía arrancada de Varsovia. Ángela estaba sentada en la antesala de la Sociedad de Polacos Libres, cuyas paredes adornaban grandes retratos de Pilsudski, Smigly-Rydz, Paderewski y toda una pléyade de héroes polacos. En aquella estancia, y en otras similares diseminadas por todo Londres, cientos de miles de polacos que tuvieron la buena fortuna de poder escapar de su país iban perpetuando el sueño de Polonia.

El embarazo de Ángela se notaba ostensiblemente. Zenón Myslenski la consolaba, mientras ella retorcía y anudaba un pañuelo con manos nerviosas. La alta puerta de una oficina interior se abrió y una secretaria se acercó a ellos.

Ángela se arregló el vestido y entró del brazo de Zenón. El conde Anatol Czerny salió de detrás de la mesa, saludó a Zenón como a un viejo amigo, besó la mano de Ángela y les pidió que se sentaran.

—Me temo —dijo el aristócrata, un individuo menudito y atildado— que hemos malgastado un tiempo precioso al ponernos en contacto con el Gobierno en el exilio. Inglaterra ya no les reconoce, y no hemos conseguido ninguna información del British Home Office.

—¿Qué significa todo eso, en nombre de Dios? Alguien debe decirnos algo —exclamó Ángela, emocionada.

—Lo único que sabemos es que hace unos quince días llegó de Varsovia un tal Nathan Goldmark. Es un comunista judío, e investigador especial de la policía secreta polaca. Trae cierto número de declaraciones juradas de antiguos reclusos de Jadwiga, todos ellos comunistas polacos, acusando de varios cargos al marido de usted.

—¿Qué clase de acusaciones?

—Yo no las he visto, y el Home Office guarda la reserva más absoluta. La posición británica es la siguiente: Si un Gobierno extranjero con el que tengamos un pacto de ayuda mutua pide la extradición, y establece una primera prueba de delito, resuelve la cuestión de una manera completamente automática.

—Pero ¿qué acusaciones pueden presentar contra Adam? Usted ha leído los testimonios de la investigación de Monza. Yo estuve allí personalmente —dijo Zenón.

—Vamos, en realidad ambos sabemos lo que ocurre, ¿verdad que sí? —respondió el conde.

—No, yo no lo entiendo en absoluto —replicó Ángela.

—Los comunistas consideran necesario mantener un desfile constante de propaganda para justificar el hecho de haberse apoderado de Polonia. Al doctor Kelno piensan utilizarlo como cordero expiatorio. ¿Qué medio mejor que demostrar que un nacionalista fue un criminal de guerra?

—En nombre de Dios, ¿qué podemos hacer?

—Lucharemos, por supuesto. No carecemos de recursos. El Home Office tardará unas semanas en revisar el asunto. Nuestra primera táctica consistirá en conseguir una demora. Señora Kelno, necesito autorización para contratar una firma de abogados que ya nos ha prestado excelentes servicios en asuntos de esta naturaleza.

—La tiene, naturalmente —murmuró ella.

—Son Hobbins, Newton y Smiddy.

—Oh, mi pobrecito Adam… ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

—Ángela, por favor…

—¿Se encuentra bien, señora Kelno?

—Sí…, lo siento —dijo, y apretó los blancos nudillos contra los labios, dejando escapar unos profundos sollozos.

—Vamos, vamos —quiso consolarla el conde Czerny—; estamos en Inglaterra. Tratamos con personas decentes, civilizadas.

El taxi Austin paró en el centro de Pall Mall, encontró un hueco en la riada de tráfico opuesta y describió un viraje dentro de un círculo no mayor que medio penique, deteniéndose delante del Reform Club.

Richard Smiddy se caló bien el sombrero hongo, se puso el paraguas debajo del brazo, sacó un ajado portamonedas y contó con cuidado el importe exacto.

—Tenga, seis peniques para usted —dijo.

—Gracias, derrochador —respondió el taxista, encendiendo la luz de «Libre» y apartándose del bordillo. Al ponerse en el bolso la menguada propina, iba meneando la cabeza. No, no, entiéndase bien, no le gustaba la guerra; pero hubiera querido que regresaran los yanquis.

Richard Smiddy, hijo de George Smiddy y nieto de Harold Smiddy, de la excelente y antigua firma de abogados, subía las escaleras hacia la puerta del Reform Club. Se sentía bastante satisfecho de haber podido concertar una entrevista con Robert Highsmith, y se pactó la entrevista. Smiddy encargó al subordinado que diese a entender que el asunto corría prisa. Por un fugitivo instante, Smiddy acarició el proyecto de pasar por alto la tradición y utilizar el teléfono; pero sólo los americanos resolvían los asuntos de este modo.

Entregó, pues, paraguas y sombrero al portero del vestíbulo e hizo el consabido comentario acerca del mal tiempo.

—Míster Highsmith le está esperando, señor —le contestaron.

Smiddy subió al trote las escaleras hasta llegar al sitio donde Fileas Fogg empezó y terminó su viaje alrededor del mundo en ochenta días; luego se encaminó hacia el saloncito de la derecha. Robert Highsmith, sujeto macizo y vestido con descuido, levantó su mole humana del amplio sillón de cuero resquebrajado por el tiempo. Highsmith era un tipo un tanto pintoresco que había abandonado su familia, de nobleza campesina, siguiendo la llamada de la toga. Era un abogado extraordinariamente hábil, y poco antes, a los treinta y cinco años, le habían elegido para la Cámara de los Comunes. Cruzado celoso por temperamento, Highsmith siempre daba la impresión de estar señalando con el dedo el pastel de las injusticias. En tal calidad, presidía la oficina británica del Sanctuary International organización dedicada a la defensa de los prisioneros políticos.

—Hola, Smiddy. Siéntese, siéntese.

—Ha sido muy amable al recibirme tan pronto.

—No lo suficiente. He tenido que ejercer grandes presiones sobre el Home Office para que tuvieran la cuestión en suspenso. Con tal falta de tiempo, debió haberme telefoneado.

—Pues, sí, estuve a punto de hacerlo.

Highsmith pidió un whisky seco; Richard Smiddy, té y pastelillos.

—Bien, he examinado el meollo de las acusaciones —comentó Highsmith—. Lo reclaman por todo lo habido y por haber.

Equilibró las gafas en la punta de la nariz, se echó atrás de un manotazo los mechones de cabello y leyó en una hoja de papel:

—«Administrar inyecciones mortíferas de fenol a los prisioneros, colaborar con los nazis, seleccionar prisioneros para las cámaras de gas, participar en experimentos de cirugía, y prestar juramento como alemán honorario», etcétera, etcétera. Le presentan como un monstruo sanguinario. ¿Qué clase de hombre es?

—Un tipo decente. Algo soso. Es polaco, ya sabe.

—¿Qué dirá de todo esto la oficina de ustedes?

—Hemos repasado el asunto con gran atención, míster Highsmith, y apostaría hasta la última libra a que es inocente.

—¡Canallas! Bien, no vamos a permitir que lleven a cabo su propósito.

Sanctuary International

Raymond Buildings

Gray’s Inn. Londres WC 1.

Al subsecretario de Estado

Home Office

Departamento de Extranjeros

10 Old Bailey

Londres EC 4.

Estimado míster Clayton-Hill:

Le advertí anteriormente del interés que el Sanctuary International siente por el asunto del doctor Adam Kelno, quien se halla actualmente detenido en la cárcel de S. M., en Brixton. Como cuestión de procedimiento, nuestra organización mira con recelo toda demanda de extradición de prisioneros políticos a los Estados comunistas. El doctor Kelno es, evidentemente, una víctima política.

Después de haber estudiado a fondo la cuestión, quedamos convencidos de que los cargos contra el doctor Kelno carecen en absoluto de fundamento. Las declaraciones juradas presentadas contra él proceden de comunistas polacos, o bien de personas manejadas por los comunistas.

Se da el caso de que nadie afirma haber presenciado personalmente ningún acto delictivo realizado por el doctor Kelno. Esas declaraciones se fundan en el tipo de habladuría más baja e indigna y que ningún tribunal del mundo occidental admitiría como prueba. Más aún, el Gobierno polaco no ha podido presentar una sola víctima de las supuestas crueldades del doctor Kelno.

A nuestro entender, Polonia ha fracasado por completo en el intento de presentar una primera acusación. Las personas que podrían declarar sobre la magnífica actuación del doctor Kelno en Jadwiga no pueden ir a Polonia, y el detenido no sería objeto, en circunstancia alguna, de un juicio imparcial. Conceder esta extradición equivaldría a un asesinato político.

En nombre del honor inglés, Sanctuary International solicita la libertad incondicional de ese hombre intachable.

Sinceramente suyo,

Robert Highsmith.

Hobbins, Newton & Smiddy.

Procuradores.

32 Chancory Lane.

Londres WC 2.

Al subsecretario de Estado.

Home Office Departamento de Extranjeros.

10 Old Bailey

Londres EC 4.

Ref.: Dr. Adam Kelno.

Estimado míster Clayton-Hill:

Insistiendo en el caso del doctor Adam Kelno, tengo el placer de adjuntar otras veinte declaraciones de antiguos reclusos del campo de concentración de Jadwiga en favor de nuestro cliente.

Agradecemos la amabilidad de habernos concedido una demora que nos ha permitido presentar más de cien declaraciones. No obstante, el doctor Kelno lleva cerca de seis meses en la cárcel, sin que se le haya podido formar el proceso inicial.

Le agradeceremos que tenga la bondad de informarnos de si se da por satisfecho con las pruebas presentadas, y puede cursar las órdenes oportunas para que el doctor Kelno sea puesto en libertad, o si hemos de incurrir en más gastos y recursos.

Permítaseme llamar la atención de usted hacia un tribunal de honor, compuesto por representantes de todas las organizaciones de polacos libres, que no solamente le exoneró sino que le cita como a un héroe.

Sinceramente suyo,

Richard Smiddy.

En la Cámara de los Comunes, Robert Highsmith consiguió el apoyo de los otros diputados y ejerció una presión cada vez mayor para que se pusiera en libertad a Kelno. Una marejada de opinión se levantaba contra la evidente injusticia.

Sin embargo, con la misma insistencia llegaban de Polonia voces airadas, al ver que un monstruoso criminal de guerra campaba por sus respetos y gozaba de la protección de los británicos. Desde su punto de vista, se trataba de un asunto polaco, e Inglaterra estaba obligada por el tratado a entregar al reclamado para que fuera sometido a juicio en su país.

Y cuando ya parecía que Sanctuary International estaba ganando la partida, Nathan Goldmark, el investigador que se hallaba en Inglaterra presionando para conseguir la extradición, encontró un testigo inesperado.