Sexto Hospital Polaco. Foxfield Cross Camp. Tunbridge Wells, Inglaterra. Marzo de 1946.
El mayor Adam Kelno salió con paso cansino del quirófano, tirando de los guantes de goma. La hermana Ángela[1] le desató la mascarilla y le secó el sudor de la frente.
—¿Dónde está? —preguntó él.
—En el saloncito de las visitas. Adam…
—¿Qué?
—¿Irás a mi piso?
—Sí, de acuerdo.
—Esperaré.
Mientras recorría el largo y oscuro pasillo, Kelno comprendió claramente que Ángela Brown sentía por él una admiración que trascendía el terreno de lo profesional. Hacía sólo unos meses que trabajaban juntos en la sala de operaciones. Desde el primer instante, Ángela quedó impresionada por la pericia y el abnegado celo con que aquel hombre realizaba un cincuenta por ciento más de operaciones que la mayoría de sus colegas. Tenía unas manos maravillosas.
Todo ocurrió muy sencillamente. Desde hacía diez años, Ángela Brown, una mujer corriente que contaría unos treinta y cinco, desempeñaba satisfactoriamente el cargo de enfermera. Un primero y corto matrimonio había terminado en divorcio. El gran amor de su vida, un aviador polaco de la RAF, fue abatido sobre el canal.
Adam Kelno, que no se parecía en nada al difunto piloto de caza, le brindó un amor nuevo, de otra clase muy distinta. Resultaba algo más bien mágico el instante en que el operador miraba por encima de la mascarilla, captando la mirada de la enfermera mientras esta le ponía los instrumentos en las manos, aquellas manos rápidas y decididas, así como la sensación de proximidad espiritual que experimentaban al trabajar juntos para salvar una vida humana. El gozo de una operación venturosa. El agotamiento del fracaso después de una batalla difícil…
Se sentían tan solos los dos, que todo tuvo que suceder de una manera nada teatral, pero enternecedora.
Adam entró en el saloncito de las visitas. Era muy tarde. La operación había durado más de tres horas. La cara de la señora Baczewski tenía una expresión atónita, le daba miedo preguntar. Adam le cogió la mano, se inclinó en una ligera reverencia y la besó; luego se sentó a su vera.
—Jerzy nos ha dejado. Ha tenido un final muy tranquilo.
Ella movió la cabeza, asintiendo, pero no osó hablar.
—¿Debo llamar a alguien, señora Baczewski?
—No. Éramos los dos solos. Somos los únicos que sobrevivimos.
—Creo que deberíamos acomodarla a usted en una habitación.
La mujer trató de hablar, pero la boca se le torció en un espasmo convulsivo, dejando escapar suaves lamentos.
—Él decía: «Llévame al doctor Kelno, me salvó la vida en el campo de concentración…, llévame al doctor Kelno».
Llegó Ángela y se hizo cargo de la situación. Adam le susurró que administrara un sedante a la mujer.
—Cuando conocí a Jerzy Baczewski era un hombre fuerte como un toro. Un polaco alto, uno de nuestros mejores dramaturgos. Sabíamos que los alemanes se habían propuesto acabar con nuestros intelectuales, y teníamos que salvarle la vida a cualquier precio. La operación realizada no era difícil, realmente. Un hombre sano habría salido bien, pero a él no le quedaban reservas, después de pasar dos años en aquel agujero infernal y hediondo.
—Cariño, eras tú quien me decía que un cirujano tiene que ser insensible. Tú has hecho todo lo que…
—A veces no creo en mis propias palabras. Jerzy ha muerto traicionado. Solo, habiéndole robado su país, y con un terror indecible grabado en la memoria.
—Adam, te has pasado la mitad de la noche en la sala de operaciones. Vamos, cariño, tómate el té.
—Quiero un trago de licor.
Ella se lo sirvió, generoso, y Kelno lo apuró de un sorbo. Luego dijo:
—Una sola cosa quería Jerzy: un hijo. ¿Qué clase de tragedia arrastramos? ¿Qué maldición pesa sobre nosotros? ¿Por qué no podemos vivir en paz?
La botella estaba vacía. Adam se mordía los nudillos.
Ángela le pasó una mano por la blanca mata de pelo.
—¿Te quedas aquí esta noche?
—Me gustaría. No tengo ganas de estar solo.
Ella se sentó en el taburete, a los pies de Adam, y apoyó la cabeza en su regazo, diciendo:
—Hoy el doctor Novak habló conmigo a solas. Me ha dicho que te saque fuera del hospital una temporadita, si no queremos que sufras una crisis.
—¿Qué diablos sabe August Novak? Es un hombre que se ha pasado la vida reduciendo narices exageradas y trasplantando cabello a caballeros británicos calvos, en un singular esfuerzo por ser nombrado caballero, a su vez. Dame otra copa.
—Oh, Dios mío, deja de beber.
Cuando quiso levantarse, ella le cogió las manos, sujetándole; luego le dirigió una mirada suplicante y le besó los dedos, uno por uno.
—No llores, Ángela, por favor, no llores.
—Mi tía tiene una casita de campo preciosa en Folkstone. La casa está a nuestra disposición, si la queremos.
—Sí, quizá esté un poco cansado —admitió él.
Los días en Folkstone transcurrieron con rapidez. Unos largos y sosegados paseos por los prados, a lo largo de las peñas que daban sobre el mar dejaron como nuevo al médico. Francia estaba al otro lado del canal; era como una silueta borrosa. Cogidos de la mano, en silenciosa comunicación, recorrían el caminito bordeado de romeros que llevaba a la bahía, y el viento que les azotaba les traía las notas distantes del concierto que daba la banda en los jardines de la Marina. Las bombas habían destruido las viejas callejuelas, pero la estatua de William Harvey, que descubrió la circulación de la sangre, continuaba en pie. El barco volvía a salir todos los días para Calais, y pronto habría otra vez veraneantes que vinieran a gozar de la corta temporada estival.
El frío del atardecer quedaba mitigado por un fuego chisporroteante, que proyectaba unas sombras extrañas sobre el bajo techo de vigas de la casita. Había terminado el último de aquellos días dichosos; mañana regresarían al hospital.
Un mal humor repentino se apoderó de Adam, que trasegaba bastante licor.
—Me apena que esto haya terminado —murmuró—. No recuerdo una semana tan hermosa como esta.
—No es necesario que termine.
—Para mí todo termina así. No puedo tener nada que no me arrebaten. Esposa, madre, hermanos… Y los que sobrevivieron se hallan en Polonia, prácticamente en la esclavitud. No puedo comprometerme con nadie, ya nunca más.
—No te he pedido que te comprometieras conmigo —recordó ella.
—Ángela, yo quiero amarte; pero si te amo, te perderé a ti también.
—¿Qué importa, Adam? Terminaremos perdiéndonos el uno al otro sin habernos dado siquiera una oportunidad.
—Hay algo más, y tú lo sabes. Temo por mí como hombre. Tengo un miedo terrible a la impotencia, y no es el beber lo que puede causarla. Son…, son tantas cosas que ocurrieron allá…
—Yo te conservaré fuerte, Adam —aseguró la mujer.
Él levantó una mano y le acarició la mejilla. Ella le besó las manos.
—Tus manos… Estas hermosas manos… —susurró.
—Ángela, ¿querrías darme un hijo, sin esperar más?
—Sí, amor mío, cariño mío.
Ángela quedó embarazada pocos meses después de la boda.
El doctor August Novak, cirujano jefe del Sexto Hospital Polaco retornó al ejercicio privado de la Medicina, y, en una maniobra sorprendente, Adam Kelno fue ascendido por encima de otros más antiguos, nombrándosele director del hospital.
El trabajo administrativo no era precisamente lo que anhelaba Adam, pero las enormes responsabilidades del campo de concentración de Jadwiga le habían entrenado sobradamente. Sin descuidar los presupuestos ni la diplomacia, lograba conservar una mano segura como cirujano.
¡Qué hermoso era el volver a casa, por aquellos días! La casa de los Kelno, en Groombridge Village, se hallaba a unas pocas millas del hospital de Tunbridge Wells. El hijo que se iba formando abultaba perceptiblemente el vientre de Ángela, y en los atardeceres solían pasear, cogiditos de la mano, como siempre, en un silencio comunicativo, por el umbrío camino que conducía a Toad Rock, donde tomaban el té en el exótico cafetín. Por aquellos días, Adam bebía mucho menos.
Un atardecer de julio, Adam firmó la hoja de salida del hospital. Su ordenanza colocó los comestibles comprados en el asiento trasero del coche. Adam condujo el automóvil hacia el centro de la ciudad. Allí compró un ramillete de rosas en Panules Colonnade, y luego puso rumbo hacia Groombridge.
Ángela no contestó a su llamada. Esto siempre causaba a Adam un sobresalto. El miedo a quedarse sin ella parecía acecharle detrás de todos los árboles del bosque. Adam cambió de mano la bolsa de comestibles y buscó la llave. Pero la puerta no estaba cerrada. Abrió, y lanzó una exclamación:
—¡Ángela!
Su esposa aparecía sentada en el borde de una silla de la sala de estar, mirándole con el rostro color ceniza. Los ojos de Adam fueron a posarse en los dos hombres situados junto a ella.
—¿Doctor Kelno? —preguntó uno.
—Sí.
—Soy el inspector Ewbank, de Scotland Yard.
—Y yo, el inspector Henderson —dijo el otro, mostrando su credencial.
—¿Qué quieren? ¿Qué hacen aquí?
—Tengo una orden de arresto contra usted.
—¿De arresto?
—Sí, señor.
—¿A qué viene todo esto? ¿Qué broma se traen entre manos? —exclamó, pero la expresión sombría de los agentes denotaba que no se trataba de una humorada—. Mi arresto… ¿por qué?
—Quedará detenido en la cárcel de Brixton, esperando la extradición a Polonia, donde le acusan de criminal de guerra.