CAPÍTULO PRIMERO

Noviembre de 1945. Monza, Italia.

El cabo cadete salió de la choza de guardia y paseó su mirada por el campo. A través de la hierba, alta hasta la rodilla, una figura oscura venía corriendo hacia él. El cabo levantó los gemelos. El desconocido arrastraba una destrozada maleta, casi tropezando con ella movió la mano a guisa de saludo y dijo una frase en polaco, sin dejar de resollar, y mientras seguía avanzando.

Una escena habitual por aquellos días. En la resaca de la guerra, toda Europa se había convertido en un confuso río de refugiados, del Este pasando al Oeste, del Oeste pasando al Este… Y los atestados campos de refugiados estaban a punto de reventar bajo aquella marejada. Centenares de miles de esclavos polacos libertados peregrinaban desesperadamente tratando de establecer contacto con sus compatriotas. Muchos venían a parar aquí, Ala Decimoquinta de Caza de los Polacos Libres, en el seno de la Royal Air Force.

—¡Hola! ¡Hola! —gritó el hombre, saliendo del campo y cruzando un camino polvoriento. Había dejado de correr y se acercaba cojeando.

El cabo cadete fue a su encuentro. El recién llegado era alto y delgado, tenía cara angulosa, de huesos recios, coronada por una espesa mata de cabello blanco.

—¿Polaco? ¿Polaco libre?

—Sí —respondió el guardia—, deje que le lleve la maleta.

El hombre se apoyó en él para no caerse, agotado.

—Calma, hombre, calma. Entre a sentarse en mi choza. Pediré una ambulancia —dijo, y le cogió del brazo, mientras le acompañaba.

El hombre se detuvo de súbito, fija la mirada en la bandera polaca que ondeaba en lo alto del asta, al otro lado de la puerta, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Se sentó en un banco de madera y se cubrió la cara con las manos.

El cabo cadete dejó la maleta en el suelo e hizo girar la manivela del teléfono de campaña.

—Puesto número cuatro, envíen una ambulancia. Sí, es un refugiado.

Mientras llevaban al hombre hacia el interior del campamento el guardia meneó la cabeza. ¿Diez al día? Una centena, algunos días. ¿Qué podía hacerse por ellos, aparte de ofrecerles unas cuantas comidas calientes, lavarlos, ponerles unas inyecciones contra las epidemias, darles juego de prendas modestas y luego despacharlos hacia un centro de refugiados, donde pasarían un invierno terrible? Cuando llegasen las nieves, Europa se convertiría en un inmenso depósito de cadáveres.

El tablero de anuncios del club de oficiales traía diariamente una lista de los refugiados llegados. Aquellos polacos libres buscaban el milagro de entrar en contacto con un familiar, o hasta con un antiguo amigo. En algunas raras ocasiones se producía el emotivo encuentro entre dos viejos camaradas. Casi nunca llegaban a reunirse dos seres que se quisieran entrañablemente.

El mayor Zenón Myslenski entró en el club vistiendo todavía la chaqueta de vuelo y las botas forradas de piel. Le saludaron calurosamente. Por haber derribado veintidós aparatos alemanes, Myslenski era un as indiscutible, uno de los pocos que tenían los polacos libres, y una auténtica leyenda, aun en una época en que estas no escaseaban. El mayor se detuvo automáticamente delante del tablero de anuncios y echó una mirada a las nuevas órdenes y la lista de acontecimientos sociales. Había un campeonato de ajedrez en el que tenía que inscribirse. Estaba a punto de volverse cuando se sintió atraído por aquel descorazonador documento que constituía la nueva lista de refugiados. Hoy sólo habían llegado cuatro. ¡Bah, una insignificancia!

—¡Eh, Zenón! —le gritó alguien desde el bar—. Llegas tarde.

El mayor Myslenski se quedó inmóvil, con los ojos fijos en un nombre de la lista de refugiados. «Llegado el 5 de noviembre: Adam Kelno».

Zenón dio unos golpecitos a la puerta y la abrió de un empujón, sin aguardar. Adam Kelno estaba semidormido en el catre. Al primer momento, Zenón no le reconoció. ¡Santo Dios, cómo había envejecido! Cuando estalló la guerra no tenía un solo cabello cano en la cabeza; ahora estaba canoso, demacrado, todo huesos.

A través como de un velo, Adam Kelno percibió la presencia de alguien. Casi adormecido, se apoyó sobre un codo y abrió los ojos.

—¡Zenón! —dijo al fin.

—¡Primo!

El coronel C. Gajnow, comandante del Ala Decimoquinta, se sirvió una dosis generosa de vodka y examinó las páginas de un interrogatorio previo a que había sido sometido el doctor Adam Kelno. Este doctor solicitaba el alistamiento en las Fuerzas Polacas Libres.

Adam Kelno, doctor en Medicina. Nacido cerca del pueblo de Pzetzeba, en 1905. Estudios en la Facultad de Medicina de Varsovia. Empezó a ejercer como médico cirujano en 1934.

Su primo, el mayor Zenón Myslenski, daba referencias de que Kelno perteneció siempre a los movimientos nacionalistas polacos, aun en sus tiempos de estudiante. En el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, estando Polonia ocupada por los alemanes, Kelno y su esposa, Stella, pasaron a formar parte inmediatamente del movimiento nacionalista clandestino.

Al cabo de varios meses, la Gestapo descubrió sus actividades. Un piquete de ejecución segó la vida de Stella Kelno.

Adam Kelno salvó la suya por verdadero milagro y fue enviado al horrible campo de concentración de Jadwiga, enclavado a mitad de camino entre Cracovia y Tornow, en la región meridional de Polonia. Aquello era un enorme complejo industrial para alimentar la máquina de guerra alemana, activado por cientos de miles de esclavos.

El informe continuaba diciendo que Kelno se convirtió en una figura destacada entre los médicos prisioneros, y trabajó mucho por mejorar los primitivos servicios médicos del campo. Personalmente, Kelno era un médico altruista y abnegado.

Más entrada la guerra, cuando dotaron a Jadwiga de servicios para el exterminio, Kelno logró salvar miles de vidas de las cámaras de gas, falsificando informes y certificados de defunción, valiéndose de los grupos clandestinos y de su talento de médico.

Adquirió tanto renombre que, hacia el final de la guerra, el comandante médico en jefe alemán, coronel de las SS, Adolph Voss, se llevó a Kelno, contra la voluntad de este, para que le ayudase a dirigir una lujosa clínica particular en Prusia Oriental.

Al final de la guerra, seguía explicando el informe, Kelno regresó a Varsovia, donde había de enfrentarse con una experiencia descorazonadora. Los comunistas polacos habían traicionado al país, entregándolo a la Unión Soviética. Durante su estancia en Jadwiga, colaboró continuamente como miembro del movimiento clandestino nacionalista, en una lucha a vida o muerte con el movimiento clandestino comunista. Y ahora, un buen número de médicos comunistas, muchos de ellos judíos, habían organizado una conspiración contra él, declarando que Kelno colaboró con los nazis. Enterado de que se había expedido una orden de detención contra él, Kelno huyó inmediatamente, cruzó Europa y se fue a Italia, donde se puso en contacto con los polacos libres.

El coronel Gajnow dejó las hojas del informe y llamó a su secretario.

—Sobre el caso Kelno —le dijo—, voy a disponer que se nombre una comisión de encuesta, formada por cinco oficiales y presidida por mí mismo. Pediremos informes cuanto antes a todas las unidades y organizaciones de los polacos libres que puedan tener noticias de Kelno, y nos reuniremos para discutir el caso dentro de tres meses.

En la Segunda Guerra Mundial, cuando Polonia se derrumbó y los rusos y los alemanes se la repartieron de común acuerdo, muchos miles de soldados polacos lograron escapar. Se formó en Londres un Gobierno en el exilio que puso en tierra y por los aires unidades de combatientes polacos bajo el mando británico.

Durante la guerra, también muchos miles de oficiales polacos huyeron a la Unión Soviética, donde fueron internados, y más tarde asesinados en el bosque de Katyn. Los soviéticos tenían el proyecto de ocupar Polonia y, naturalmente, una oficialidad nacionalista significaba una amenaza para semejante ambición. Por la misma causa, al final de la guerra, el ejército soviético se detuvo ante las puertas de Varsovia y no movió un dedo para ayudar a la organización nacionalista clandestina, sino que dejó que los alemanes la destruyesen.

Los polacos libres permanecieron en Inglaterra, justamente indignados pero estrechamente unidos y alimentando incansablemente el sueño de regresar a su país natal. Cuando se cursó la petición de informes con respecto a Adam Kelno, toda la comunidad polaca se enteró muy pronto.

La cuestión parecía sobradamente clara. El doctor Adam Kelno era un nacionalista polaco, y cuando regresó a Varsovia los comunistas querían eliminarlo del mismo modo que habían eliminado a los oficiales en la carnicería de Katyn.

A los pocos días de iniciada la investigación, empezaron a llegar a Monza declaraciones juradas y ofrecimientos para prestar testimonio personalmente.

«Conozco al doctor Adam Kelno desde 1942, cuando me enviaron al campo de concentración de Jadwiga. Me puse enfermo y estaba demasiado débil para trabajar. Él me escondió y me salvó de los alemanes. Me salvó la vida».

«El doctor Adam Kelno me operó y me cuidó con esmero hasta que hube recobrado la salud».

«El doctor Kelno facilitó mi fuga de Jadwiga».

«El doctor Kelno me operó a las cuatro de la madrugada; estaba tan cansado que apenas podía tenerse en pie. No creo que jamás durmiera más de un par de horas seguidas. Me salvó la vida».

El día que se reunió la comisión, visitó el campo Leopold Zalinski, figura legendaria del movimiento clandestino nacionalista polaco durante la ocupación. No había un solo polaco que no conociera su nombre de guerra: «Kon». El testimonio de Kon borró todo vestigio de duda. El gran héroe juró que Adam Kelno había sido un héroe del movimiento nacionalista antes de que le detuvieran, y durante sus años como médico recluso en Jadwiga. La comisión, a la vista de otras dos docenas de cartas y testimonios, y sin que apareciese ninguna nota desfavorable, le declaró libre de culpa.

En una conmovedora ceremonia celebrada en Monza, y a la que asistieron muchos coroneles polacos de las fuerzas Libres, el doctor Adam Kelno fue nombrado capitán, y su primo le impuso las insignias.

Aquellos hombres se habían quedado sin su Polonia, pero continuaban recordándola y soñando.