—¿Me dices en serio que haces esto cada día? —preguntó Ansel con las cejas muy arqueadas mientras Celaena le aplicaba un poco de colorete en las mejillas.
—Algunos días dos veces —repuso esta, y Ansel abrió un ojo. Estaban sentadas en la cama de Celaena, con un montón de cosméticos esparcidos entre ambas; una pequeña parte de la enorme provisión que la asesina de Adarlan tenía en Rifthold—. Además de que me ayuda en mi trabajo, es divertido.
—¿Divertido? —Ansel abrió el otro ojo—. ¿Untarte toda esta porquería en la cara es divertido?
Celaena soltó el tarro de colorete.
—Si no te callas te voy a dibujar un bigote.
Ansel se aguantó la risa pero volvió a cerrar los ojos mientras Celaena sacaba el pequeño recipiente de polvos de bronce y le aplicaba un poco en los párpados.
—En fin, es mi cumpleaños. Y la víspera del solsticio estival —se resignó Ansel, cuyas pestañas aletearon al contacto con el delicado pincel de su compañera—. Tenemos tan pocas diversiones. Supongo que debo esforzarme por tener buen aspecto.
Ansel siempre tenía buen aspecto —más que bueno, en realidad—, pero no hacía falta que Celaena se lo recordase.
—Como mínimo, no hueles a excrementos de caballo.
La chica soltó una risilla y Celaena notó la calidez de su aliento en las manos, que se movían junto a la cara de Ansel. Esta guardó silencio mientras su compañera acababa de aplicarle los polvos. Luego, muy quieta, dejó que su amiga le repasase los párpados con khol y le oscureciese las pestañas.
—Muy bien —dijo Celaena, y se echó hacia atrás para ver el resultado—. Abre los ojos.
La joven obedeció y la otra frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó Ansel.
Celaena negó con la cabeza.
—Te lo vas a tener que quitar todo.
—¿Por qué?
—Porque estás más guapa que yo.
Ansel pellizcó a su compañera en el brazo y esta le devolvió el pellizco muerta de risa. En aquel momento la asaltó la idea de que solo le quedaba una semana de estancia, breve e implacable, y se le encogió el corazón ante la idea de marcharse. Ni siquiera se había atrevido aún a pedirle la carta al maestro, pero eso no era lo peor. Nunca antes había trabado amistad con una chica —en realidad nunca había tenido amigos— y, en cierto modo, la idea de volver a Rifthold sin Ansel se le hacía inconcebible.
Celaena jamás había presenciado nada parecido a la verbena del solsticio de verano. Esperaba que hubiera música, bebida y risas, pero no fue así. Los asesinos se habían reunido en el patio más grande de la fortaleza y todos, incluida Ansel, guardaban absoluto silencio. No había otra luz que los rayos de luna, que perfilaban la silueta oscilante de las palmeras que flanqueaban las paredes del patio.
Lo que más le sorprendió, sin embargo, fueron las danzas. Aunque la música brillaba por su ausencia, casi todo el mundo bailaba. Algunos bailes le parecían extraños mientras que otros le resultaban familiares. La gente sonreía, pero aparte del frufrú de las túnicas y del roce de los pies contra las piedras, reinaba el silencio.
En cambio, corría el vino. Celaena y Ansel encontraron una mesa en un rincón del patio y se sirvieron en abundancia.
Aunque adoraba las fiestas, la asesina de Adarlan habría preferido pasar la noche entrenando con el maestro. A solo una semana de su partida, quería pasar cada minuto de vigilia trabajando con él. Él, por desgracia, había insistido en que acudiese a la fiesta, aunque solo fuese porque el propio maestro quería asistir. El señor bailaba al compás de un ritmo que Celaena no oía ni sabía reconocer y más parecía un abuelo benévolo y patoso que el maestro de algunos de los asesinos más famosos del mundo.
Sin poder evitarlo, pensó en Arobynn, que era un dechado de encanto calculado y agresividad reprimida. Arobynn, que bailaba con unas pocas escogidas y cuya sonrisa provocaba sudores fríos.
Mikhail había arrastrado a Ansel al baile, y esta sonreía mientras giraba, saludaba y pasaba de pareja en pareja ahora que todos los asesinos bailaban al compás de una misma música silenciosa. Ansel, que a pesar de su espeluznante historia sabía divertirse y poseía una tremenda vitalidad. Mikhail la tomó en sus brazos y la hizo bajar hacia atrás, tanto que Ansel abrió unos ojos como platos.
A Mikhail le gustaba Ansel; eso saltaba a la vista. Siempre encontraba excusas para tocarla, le sonreía constantemente y siempre la miraba como si no hubiera nadie más presente.
Celaena agitó el vino moviendo la copa. Siendo sincera, debía reconocer que a veces Sam la miraba a ella del mismo modo. Al momento, sin embargo, decía algo absurdo o intentaba dejarla en ridículo y entonces ella se reprendía a sí misma por pensar siquiera en él.
Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Qué le habría hecho Arobynn aquella noche? Debería haber preguntado por él, pero a lo largo de los días posteriores a la paliza Celaena había estado tan ocupada, tan inmersa en la rabia… En realidad, no se había atrevido a buscarlo. Porque si Arobynn había lastimado a Sam tanto como a ella, si lo había lastimado más que a ella…
Celaena apuró el vino. Después de recuperar la consciencia, había utilizado buena parte de sus ahorros para comprar una vivienda, bien lejos de la fortaleza de los asesinos. No se lo había dicho a nadie —en parte porque había temido cambiar de idea mientras estaba fuera— pero con cada día que pasaba, con cada lección de aquel maestro amable y bondadoso, su intención de dejar la vivienda de Arobynn iba en aumento. En realidad, estaba deseando ver la cara que pondría. Aún le debía dinero, desde luego —él se había asegurado de que contrajese deudas suficientes como para que la asesina tuviera que quedarse un tiempo—, pero no estaba escrito en ninguna parte que tuviera que vivir con él. Y si alguna vez volvía a ponerle la mano encima…
Si Arobynn volvía a ponerle la mano encima, a ella o a Sam, se la cortaría. De hecho, le cortaría el brazo.
Alguien le tocó el codo, y cuando Celaena levantó la vista de la copa vacía descubrió a Ilias plantado ante ella. Apenas lo había visto durante los últimos días. Solo coincidían en las comidas. En esas ocasiones él seguía lanzándole miraditas y dedicándole aquellas encantadoras sonrisas. Ilias le tendió la mano.
Celaena se ruborizó al instante y negó con la cabeza para darle a entender que no conocía aquellos pasos.
Ilias se encogió de hombros sin retirar la mano.
La asesina de Adarlan se mordió el labio y se miró los pies con expresión compungida. El chico volvió a hacer un gesto de despreocupación, como diciendo que sus propios pies tampoco eran gran cosa.
Celaena miró brevemente a Mikhail y a Ansel, que daban vueltas y más vueltas al compás de una música que solo ellos podían oír. Ilias enarcó las cejas. ¡Disfruta de la vida, Sardothien!, le había dicho Ansel el día que habían robado los caballos. ¿Por qué no disfrutar de la vida esa noche también?
Se encogió de hombros con gesto dramático y tomó la mano del chico dedicándole una sonrisa socarrona al mismo tiempo. Supongo que puedo reservarte un par de bailes, quería decir.
Aun sin música, Ilias la guiaba con facilidad, con movimientos firmes y seguros. Celaena apenas podía apartar la vista, no solo de su cara sino también de la alegría que irradiaba. Él la miraba con tanta intensidad que la asesina empezó a considerar si la atención que el chico le había dispensado durante las últimas semanas no estaría motivada por algo más que al deseo de proteger a su padre.
Bailaron hasta mucho después de la medianoche; danzas salvajes que no se parecían en nada a los valses de Rifthold. Aun si cambiaban de pareja, Ilias seguía ahí, aguardando el siguiente baile. La sensación era casi embriagadora; bailar sin música, atender a un ritmo colectivo y silencioso; dejar que el viento y la susurrante arena del exterior marcasen el ritmo y la melodía. Era maravilloso y extraño, y con el paso de las horas empezó a preguntarse si no estaría soñando.
Cuando la luna empezaba a ocultarse, Celaena dejó la zona de baile haciendo lo posible por transmitirle a Ilias lo cansada que estaba. No mentía. Le dolían los pies y llevaba semanas sin dormir toda la noche de un tirón. El chico intentó arrastrarla a una última danza pero ella se zafó ágilmente sin dejar de sonreír y de negar con la cabeza. Ansel y Mikhail seguían bailando, más pegados que ninguna otra pareja. Juzgando inoportuno interrumpir a su amiga, Celaena abandonó el patio. Ilias la siguió.
Mientras recorrían el pasillo desierto, Celaena comprendió que el ritmo acelerado de su corazón no se debía solo al baile. Ilias caminaba tras ella, tan silencioso como siempre, y la asesina de Adarlan tragó saliva con fuerza.
¿Qué habría dicho el chico —si pudiera hablar, claro está— de haber sabido que nunca la habían besado? Había asesinado, había liberado esclavos y robado caballos, pero jamás había besado a nadie. Era absurdo, bien pensado. Algo que debería haber sucedido en su momento. Sin embargo, no había encontrado a la persona adecuada.
Antes de lo que le habría gustado a Celaena, llegaron a la puerta de su dormitorio. La asesina no tocó el pomo e intentó respirar con normalidad mientras se giraba hacia él. Ilias sonreía. A lo mejor no tenía intención de besarla.
—Bueno —dijo la joven.
Después de tantas horas en silencio, la palabra sonó intempestiva. A Celaena le ardían las mejillas. El hijo del maestro dio un paso hacia ella y la asesina estuvo a punto de apartarse cuando le rodeó la cintura con el brazo. Al levantar los ojos hacia él, comprendió que no le costaría nada besarlo.
Ilias le pasó la otra mano por detrás del cuello. Con el pulgar, le acarició suavemente la mandíbula mientras le echaba la cabeza hacia atrás. La sangre corría enloquecida por las venas de Celaena. Abrió los labios… pero cuando Ilias inclinó la cabeza hacia ella, se puso rígida y retrocedió un paso.
Él se retiró al instante frunciendo el ceño con ademán preocupado. La asesina habría querido desaparecer de la faz de la tierra pero tragó saliva con fuerza.
—Lo siento —se disculpó con voz pastosa intentando no parecer demasiado apurada—. No… no puedo. Es que me voy dentro de una semana. Y… vos vivís aquí. Y yo vivo en Rifthold de modo que…
Estaba parloteando. Sería mejor que parase. De hecho, sería mejor que cerrase la boca. Para siempre.
Sin embargo, si él había advertido su apuro no lo demostró. Se limitó a inclinar la cabeza y a apretarle el hombro. A continuación se encogió de hombros una vez más, un gesto que parecía decir: Ojalá no viviéramos a miles de kilómetros de distancia. Pero tenía que intentarlo.
Acto seguido, recorrió los pocos pasos que lo separaban de su propio dormitorio. Le dedicó un saludo amistoso antes de desaparecer en el interior.
A solas en el pasillo, Celaena miró las sombras que proyectaban las antorchas. No había sido la imposibilidad de la relación con Ilias lo que la había detenido.
No; solo el recuerdo del rostro de Sam le había impedido besarlo.
Ansel no volvió al dormitorio aquella noche. Y cuando entró a toda prisa en las cuadras a la mañana siguiente vestida con la túnica de la fiesta, Celaena supuso que o bien se había pasado la noche bailando o bien había estado con Mikhail. Probablemente ambas cosas, a juzgar por el rubor que encendía las mejillas pecosas de la joven.
Ansel se percató de la sonrisa irónica de Celaena y se sonrojó.
—No empieces.
Celaena arrojó una palada de estiércol a una carretilla cercana. Luego la llevaría al jardín, donde el jardinero utilizaría los excrementos como abono.
—¿De qué hablas? —replicó esta, aún más sonriente—. No iba a decir nada.
Ansel agarró la pala que descansaba contra la pared de madera, a pocas cuadras de donde habían alojado a Kasida y a Hisli.
—Bien. Porque ya se han burlado bastante mientras venía hacia aquí.
Celaena apoyó la pala contra la puerta abierta de las cuadras.
—Seguro que a Mikhail también lo molestan.
Ansel se irguió con una expresión inusualmente hosca en el rostro.
—No, a él no. A él lo felicitarán, como hacen siempre, por la conquista —lanzó un largo suspiro por la nariz—. A mí, en cambio, me tomarán el pelo hasta que los mande a paseo. Siempre pasa lo mismo.
Siguieron trabajando en silencio. Al cabo de un momento, Celaena habló.
—¿Y no te importa estar con Mikhail, aunque se metan contigo?
Ansel se encogió de hombros mientras lanzaba una palada de estiércol al montón de la carretilla.
—Es un guerrero increíble; me ha enseñado más de lo que jamás habría aprendido de no haber sido por él. Así que me pueden tomar el pelo todo lo que quieran. Al final del día, soy yo la que más partido saca del entrenamiento.
A Celaena le disgustaron aquellas palabras, pero prefirió callarse.
—Además —continuó Ansel, mirando a su compañera de reojo—, no todas tenemos la suerte de entrenar con el maestro a la primera de cambio.
A la asesina de Adarlan se le encogió el estómago. ¿Acaso Ansel estaba celosa?
—No acabo de entender por qué cambió de idea.
—¿Ah, no? —replicó la otra, en el tono más brusco que había empleado jamás. Para su sorpresa, Celaena se asustó—. ¿La hermosa, inteligente y noble asesina del norte… la gran Celaena Sardothien no tiene la menor idea de por qué el maestro accedió a entrenarla? ¿No has pensado que quizá quiera dejar su huella en ti? ¿Contribuir a tu glorioso destino?
A Celaena se le hizo un nudo en la garganta y se maldijo a sí misma por sentirse tan herida. No creía que el maestro pretendiese nada parecido, pero dijo de todos modos:
—Sí, mi glorioso destino. Recoger estiércol en un granero. Una tarea digna de mí.
—Pero sin duda una tarea digna de una chica de las Llanuras.
—Yo no he dicho eso —replicó Celaena entre dientes—. No pongas palabras en mi boca.
—¿Y por qué no? Sé que lo piensas… y sabes que es verdad. No soy lo bastante buena para que el maestro me entrene. Empecé a ver a Mikhail para que me echara una mano en las clases, y desde luego no tengo un nombre famoso del que alardear.
—Muy bien —se enfadó la asesina de Adarlan—. Sí, casi todo el reino sabe quién soy… y me teme —la rabia crecía en su interior a un ritmo vertiginoso—. Pero tú… ¿Quieres que te diga la verdad sobre ti? La verdad es que aunque vuelvas a tu casa y consigas lo que quieres, nadie va a prestar atención a tu trocito de tierra; nadie se enterará siquiera. Porque a nadie le importa un comino salvo a ti.
Se arrepintió de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado. Ansel palideció de ira y apretó unos labios temblorosos. Luego tiró la pala. Por un momento, Celaena temió que la atacara e incluso dobló las rodillas ligeramente por si tenía que luchar.
Ansel, sin embargo, pasó a grandes zancadas junto a ella y dijo:
—Solo eres una bruja consentida y egoísta.
Dicho eso, dejó a Celaena a cargo de las tareas matutinas.