Capítulo 7

Celaena y Ansel sabían que su fuga con los caballos Asterión tendría consecuencias. La asesina de Adarlan albergaba la esperanza de tener tiempo para inventar una mentira creíble sobre la procedencia de los caballos, pero cuando llegaron a la fortaleza y vieron a Mikhail esperándolas junto con otros tres asesinos supo que, de algún modo, su pequeña hazaña ya había llegado a oídos del maestro.

Se guardó de abrir la boca cuando Ansel y ella se arrodillaron a los pies del trono con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo. Después de aquello, el maestro jamás accedería a entrenarla.

El salón del trono estaba vacío aquel día, y Celaena oyó el roce de cada paso del maestro. La asesina sabía que el hombre podía andar en silencio si lo deseaba. Quería que se sintiesen amenazadas por su proximidad.

Y Celaena se sintió amenazada. Notó las pisadas y volvió a sentir el dolor de las magulladuras al recordar los puños de Arobynn. De repente, el recuerdo de aquel día la asaltó con fuerza y recordó las palabras que Sam había gritado una y otra vez cuando el rey de los asesinos la había golpeado, aquellas palabras que las brumas del dolor habían borrado de su memoria: «¡Te mataré!».

Sam lo había dicho muy en serio. A voz en grito. Una y otra vez.

Aquel recuerdo tan nítido como inesperado la cogió tan de sorpresa que por un momento olvidó dónde estaba… pero entonces los ropajes blancos del maestro aparecieron ante ella. Se le secó la boca.

—Solo queríamos divertirnos —explicó Ansel con voz queda—. Devolveremos los caballos.

Celaena, sin levantar la vista, echó una ojeada a su compañera. Ansel miraba al maestro a los ojos, desde abajo.

—Lo siento —murmuró Celaena, que hubiera querido disculparse también por señas.

Si bien el silencio era preferible, quería que el maestro oyera su disculpa.

Él seguía allí plantado, con la desaprobación grabada en el rostro.

Ansel fue la primera en explicarse. Suspiró.

—Sé que ha sido una tontería, pero no hay de qué preocuparse. Puedo manejar a lord Berick. Llevo siglos haciéndolo.

Sus palabras dejaban traslucir la suficiente amargura como para que Celaena enarcara las cejas. ¿Y si Ansel estaba más afectada de lo que daba a entender por la negativa del maestro a entrenarla? Nunca competía abiertamente por su atención pero… Después de tantos años viviendo allí, seguir relegada al papel de mediadora entre el maestro y Berick no debía de satisfacer sus expectativas. Desde luego, Celaena no querría estar en su lugar.

La túnica del maestro susurró y la asesina de Adarlan se encogió cuando los dedos encallecidos del hombre le cogieron la barbilla. La obligó a levantar la cara para que lo mirara a los ojos, cuya expresión seguía siendo de profunda desaprobación. Celaena permaneció inmóvil, preparada para recibir el golpe, rezando para no salir mal parada. Para su sorpresa, el maestro entornó sus ojos verde mar y le dedicó una sonrisa triste antes de soltarla.

Celaena se sonrojó. No había tenido intención de pegarle. Quería que lo mirara, que le contara su versión de la historia. Ahora bien, aunque no tuviera intención de golpearla, seguramente las castigaría. Y si expulsaba a Ansel por lo que había hecho… Ansel tenía que estar allí, necesitaba aprender cuanto los asesinos pudieran enseñarle porque se había propuesto hacer algo importante en la vida. Ansel tenía un propósito. En cambio Celaena…

—Fue idea mía —soltó en un tono demasiado alto para aquella cámara vacía—. No tenía ganas de volver andando y pensé que nos irían bien unos caballos. Y cuando vi las yeguas Asterión… Me dije que, ya puestas, podíamos viajar a lo grande.

Miró al maestro con una sonrisa insegura y él enarcó las cejas, mirándolas a ambas consecutivamente. Durante un larguísimo instante, se limitó a observarlas.

En cierto momento, vio algo en el rostro de Ansel que lo llevó a asentir. Ella inclinó la cabeza rápidamente.

—Antes de que decidáis cuál va a ser nuestro castigo… —se volvió hacia Celaena y luego otra vez al maestro—. Puesto que nos gustan tanto los caballos, quizás podríamos… ¿hacer limpieza en las cuadras? En el turno de mañanas. Hasta que Celaena se marche.

La asesina de Adarlan estuvo a punto de atragantarse, pero se las arregló para adoptar una expresión indescifrable.

Un chispa de risa asomó a los ojos del maestro, que meditó un momento lo que Ansel acababa de decir. Luego volvió a hacer un gesto de asentimiento. La muchacha respiró aliviada.

—Gracias por vuestra benevolencia —dijo.

El maestro miró hacia las puertas. Podían retirarse.

Ansel se levantó y Celaena la imitó al instante. Cuando esta última se dio media vuelta, el hombre la cogió del brazo. Ansel se detuvo para observar los movimientos que hacía el maestro con la mano. Cuando terminó, la muchacha enarcó las cejas. Él repitió los gestos, despacio, señalando a Celaena una y otra vez. Cuando Ansel estuvo segura de haberle entendido, volvió la cabeza hacia su compañera.

—Debes acudir a su presencia mañana a la puesta de sol. Para la primera clase.

Celaena reprimió un suspiro de alivio y miró al maestro sonriendo abiertamente. Él esbozó apenas una sonrisa a su vez. La asesina hizo una profunda reverencia, y no dejó de sonreír mientras Ansel y ella abandonaban la sala y se dirigían a las cuadras. Le quedaban tres semanas y media; tiempo más que suficiente para conseguir la carta.

Fuera lo que fuese lo que el maestro había visto en el rostro de Celaena, fuera lo que fuese lo que había dicho, había demostrado ser digna de él.

Resultó que no solo tenían que recoger los excrementos de los caballos. Ah, no… Debían limpiar los corrales de todos los animales de cuatro patas de la fortaleza, una tarea que les ocupaba desde el desayuno hasta la hora de comer. Como mínimo podían hacerlo por la mañana, antes de que el hedor se hiciera insoportable a causa del calor.

Además, el castigo las liberaba de las carreras matutinas, aunque después de cuatro horas recogiendo estiércol, Celaena habría suplicado que la dejaran correr los quince kilómetros de ida y vuelta con tal de no volver a los establos.

Si bien estaba impaciente por abandonar las cuadras, una creciente inquietud se fue apoderando de ella conforme el sol se acercaba al ocaso. No sabía qué le esperaba; ni siquiera Ansel tenía la menor idea de lo que se proponía el maestro. Pasaron la tarde luchando como de costumbre; entre ellas y con cualquier asesino que apareciese buscando la sombra del patio de entrenamiento. Cuando el sol empezó a hundirse en el horizonte, Ansel apretó el hombro de Celaena y la envió al salón del trono.

El maestro, sin embargo, no estaba en la sala de recepciones y, cuando la asesina se topó con Ilias, este sonrió como de costumbre y señaló al tejado. Tras subir unos cuantos tramos de escaleras y una escala de madera, Celaena se coló por una trampilla y apareció en lo alto de la fortaleza, al aire libre.

El maestro aguardaba junto al parapeto, mirando el desierto. La asesina de Adarlan carraspeó, pero él no se volvió a mirarla.

El tejado no debía de medir más de siete metros cuadrados, y no había nada allí salvo una cesta de junto, tapada, en el centro. Unas cuantas antorchas iluminaban el lugar.

Celaena volvió a carraspear, y el maestro por fin se dio la vuelta. La asesina le hizo una reverencia, un gesto que, por alguna razón, ejecutaba con gusto, como si lo hiciese porque él lo merecía y no por obligación. Él asintió y señaló la cesta de mimbre. Le indicó por gestos que abriera la tapa. Haciendo lo posible por no parecer escéptica, con la esperanza de encontrar un arma nueva y hermosa en el interior, Celaena se acercó. Se detuvo al oír el siseo.

Un siseo desagradable, como de advertencia. Procedente del interior.

Miró al maestro, que se sentó en una almena y dejó colgando los pies desnudos. Volvió a hacerle señas.

Con las palmas sudorosas, Celaena inspiró hondo y retiró la tapa.

Una cobra se acurrucó sobre sí misma y echó la cabeza hacia atrás sin dejar de sisear.

Celaena saltó hacia atrás y se pegó cuanto pudo al parapeto, pero el maestro hizo chasquear la lengua.

Empezó a mover las manos, que fluían y se ondulaban en el aire como un río; como una serpiente. Obsérvala, parecía decirle. Muévete con ella.

Celaena volvió a mirar la cesta y vio a la serpiente asomar la cabeza por el borde y luego bajar hasta el suelo de azulejos.

El corazón le latía desbocado. Era venenosa, ¿verdad? Seguro que sí. Parecía venenosa.

El reptil avanzó por el tejado y Celaena se alejó sin atreverse a apartar la vista de ella ni lo que dura un parpadeo. Llevó la mano a la daga pero la lengua del maestro volvió a chasquear. Le bastó mirarlo un momento para comprender lo que significaba el sonido.

No la mates. Domínala.

La serpiente se deslizaba sin esfuerzo, perezosa, y probaba el aire nocturno con la lengua negra. Inspirando para serenarse, Celaena la observó.

Pasó las siete noches siguientes en el tejado con la cobra, mirándola, imitando sus movimientos, asimilando sus ritmos y sus sonidos hasta que pudo moverse como ella, hasta que pudo mirarla y adivinar cómo se disponía a atacar, hasta que supo atacar como una cobra, rápida e impasible.

Tras eso, pasó tres días más encaramada a las vigas de las cuadras junto a los murciélagos. Tardó un poco más en descubrir sus artimañas; cómo lograban ser tan silenciosos que nadie advertía su presencia, cómo aislaban los ruidos externos y se concentraban solo en el sonido de su presa. Y después, pasó dos noches observando a las liebres del desierto, asimilando su inmovilidad, cómo se movían con rapidez para evitar las garras, su costumbre de dormir al raso para advertir mejor la proximidad de sus enemigos. Noche tras noche, el maestro la observaba de cerca, sin decir ni una palabra, sin hacer nada salvo señalar de vez en cuando los movimientos de un animal.

Conforme fueron avanzando las semanas, empezó a ver a Ansel solo durante las comidas y en el transcurso de las pocas horas que pasaban recogiendo excrementos. Y tras una larga noche brincando, colgada boca abajo o corriendo de lado para entender por qué los cangrejos se movían así, Celaena no tenía ganas de hablar. Ansel, sin embargo, parecía contenta, más y más dichosa con cada día que pasaba. No llegó a decirle por qué, pero a la asesina de Adarlan tanta alegría le parecía empalagosa.

Cada día, Celaena se iba a dormir después de comer y se levantaba al ocaso, después de haber soñado con serpientes, conejos y escarabajos del desierto. A veces divisaba a Mikhail entrenando a los acólitos o se encontraba a Ilias meditando en una sala vacía, pero rara vez tenía ocasión de pasar un rato con ellos.

Tampoco hubo más ataques de lord Berick. No sabía lo que le había dicho Ansel en aquella reunión en Xandria ni conocía el contenido de la carta del maestro pero, fuera lo que fuese, había funcionado, a pesar incluso del robo de los caballos.

También tenía momentos de tranquilidad, cuando no estaba entrenando o trabajando con Ansel. Instantes en que sus pensamientos flotaban hacia Sam, hacia las palabras de su amigo. Había amenazado con matar a Arobynn. Por lastimarla. Intentó reflexionar, adivinar qué había cambiado en la bahía de la Calavera para que Sam se atreviese a proferir semejante amenaza al rey de los asesinos. Sin embargo, cada vez que se sorprendía a sí misma dándole muchas vueltas al tema, relegaba aquellos pensamientos al fondo de su mente.