Aunque Celaena no quería admitirlo, Ansel tenía razón. Al día siguiente corrió un poco más. Y al otro, y luego al otro. Por desgracia, le costaba tanto volver que no tenía tiempo de buscar al maestro. Tampoco le habría servido de nada. Él la mandaría llamar. ¡Cómo a un lacayo!
De algún modo, le sobraba un poco de tiempo a última hora de la tarde para hacer ejercicios con Ansel. Lo más parecido a una lección que recibía eran las instrucciones de unos cuantos asesinos avejentados que le mostraban cómo colocar las manos y los pies, le daban unas palmadas en la barriga y un manotazo en la espalda para que se irguiese. De vez en cuando, Ilias se entrenaba a su lado, nunca muy cerca pero sí lo suficiente como para que Celaena no considerase su cercanía una coincidencia.
Al igual que los asesinos de Adarlan, los asesinos silenciosos no poseían ninguna destreza especial; salvo el silencio absoluto de sus movimientos. Las armas eran más o menos las mismas que las de Adarlan, aunque la longitud y la forma de los arcos y las hojas variaban un poco. Sin embargo, al mirarlos, tenías las sensación de que allí había mucha menos… crueldad.
Arobynn los animaba a que se ensañasen. Enfrentaba a Celaena y a Sam incluso cuando eran niños y utilizaba sus victorias y sus derrotas contra ellos. La animaba a pensar que cualquiera, salvo Ben y el propio Arobynn, era un enemigo en potencia. Aliados, sí, pero también rivales que no debía perder de vista. Jamás, en ningún caso, podía demostrar debilidad. La brutalidad se recompensaba. Y la educación y la cultura también se consideraban importantes; las palabras podían ser tan letales como el acero.
Los asesinos silenciosos, en cambio… Aunque también fueran criminales, aprendían los unos de los otros. Valoraban la sabiduría del grupo. Los guerreros mayores sonreían cuando enseñaban a los acólitos; los asesinos más experimentados intercambiaban técnicas. Y si bien competían entre ellos, se diría que un vínculo invisible los mantenía unidos. Algo los había llevado a aquel lugar, situado en los confines de la Tierra. No pocos, descubrió Celaena, eran mudos de nacimiento. Y todos parecían guardar grandes secretos. Como si la fortaleza y sus habitantes, de algún modo, le ofrecieran las respuestas que andaban buscando. Como si el silencio escondiese todo aquello que anhelaban.
A pesar de todo, cuando le corregían la postura y le enseñaban formas de controlar la respiración, Celaena hacía esfuerzos por no mandarlos a paseo. Ella no era ninguna ignorante; por algo la conocían como la asesina de Adarlan. Por desgracia, necesitaba aquella carta que atestiguase su buena conducta para demostrar que había llevado a cabo el entrenamiento. Quién sabe, a lo mejor el maestro mudo les pedía su opinión a los demás asesinos. Tal vez si demostraba habilidad en aquellas prácticas el maestro reparase en ella.
Conseguiría la carta. Aunque tuviera que ponerle al señor mudo una daga en la garganta para obligarlo.
El ataque de lord Berick se produjo la quinta noche de su estancia. No había luna, y Celaena no podía entender cómo los asesinos silenciosos habían divisado a la treintena de soldados que se agazapaba en la oscuridad de las dunas. Mikhail había irrumpido en el cuarto de las chicas y les había susurrado que subiesen a la almena de la fortaleza. Con algo de suerte, aquella situación le brindaría a Celaena la ocasión de demostrarle al maestro su lealtad. Dentro de poco más de tres semanas tendría que partir y debía aprovechar cualquier oportunidad. Sin embargo, el maestro no estaba en la almena. Como tampoco la mayoría de los asesinos. Oyó que una mujer le preguntaba a otra cómo sabían los hombres de Berick que buena parte de los asesinos estarían ausentes aquella noche, dando escolta a algunos dignatarios extranjeros al puerto más cercano. Demasiado oportuno como para ser casual.
Acuclillada junto al parapeto, con una flecha cargada en el arco, Celaena escudriñaba la noche a través de una almena. Ansel, agachada a su lado, también se esforzaba en mirar. Los asesinos se escondían en las sombras de la pared a lo largo de la almena, vestidos de negro y con arcos en las manos. Ilias, arrodillado en el centro del muro, daba órdenes a sus compañeros con rápidos movimientos de las manos. Los ademanes recordaban más al lenguaje de señas militar que a los gestos básicos de la lengua común.
—Prepara la flecha —musitó Ansel a la vez que hundía la punta de su proyectil, cubierta de tela, en el pequeño cuenco de aceite que había entre ambas—. Cuando Ilias dé la señal, enciende la tea lo más deprisa que puedas y dispara. Apunta a la cresta de arena que queda justo debajo de los soldados.
Celaena volvió a mirar la oscuridad que se extendía más allá del muro. En lugar de delatarse apagando las luces de la fortaleza, los acosados las habían dejado encendidas, lo que hacía casi imposible enfocar la vista en la negrura. Sin embargo, alcanzaba a distinguir las formas de los atacantes contra el cielo estrellado: treinta hombres tendidos de bruces, preparados para llevar a cabo su propósito: tal vez atacar a los asesinos abiertamente o matarlos mientras dormían o incendiar la fortaleza hasta los cimientos…
—¿No los vamos a matar? —susurró Celaena a su vez. Sopesó el arma. El arco de los asesinos silenciosos era distinto; más corto, más grueso y más difícil de tensar.
Ansel negó con la cabeza, sin apartar la vista de Ilias.
—No, aunque no me importaría —Celaena no dio más importancia al comentario, pero la otra se explicó—: No queremos empezar una batalla campal con lord Berick. Solo pretendemos ahuyentarlos. Mikhail e Ilias prepararon una trampa en esa cresta la semana pasada; hay una cuerda empapada en aceite bajo la arena.
Celaena empezaba a comprender lo que se proponían. Hundió la flecha en el cuenco de aceite y ciñó el trapo a la punta con fuerza.
—Menuda muralla de fuego vamos a levantar —comentó escudriñando el recorrido de la cresta.
—No tienes ni idea. Rodea toda la fortaleza.
Ansel se irguió, y Celaena miró por encima del hombro justo a tiempo de ver cómo Ilias hacía una señal con la mano.
Al instante, los asesinos se pusieron en pie. Ansel arrancó la tea del soporte que tenían al lado un instante antes que Celaena y llegó a las almenas en un suspiro. Rápida como el rayo.
La asesina de Adarlan estuvo a punto de dejar caer el arco cuando pasó la flecha por la llama y el calor le alcanzó los dedos. Los hombres de lord Berick empezaron a gritar. Entre el chisporroteo de las flechas en llamas, Celaena oyó el zumbido de la munición enemiga.
Ella, sin embargo, ya había alcanzado el muro y, haciendo una mueca del esfuerzo, tensó tanto el arco que se chamuscó los dedos. Disparó.
Como una lluvia de estrellas errantes, las flechas en llamas subieron y subieron antes de caer. Celaena, sin embargo, no tuvo tiempo de ver el anillo de fuego que se levantaba entre los soldados y la fortaleza. Se agachó contra el muro y se tapó la cabeza con las manos. A su lado, Ansel hizo lo mismo.
La luz estalló a su alrededor, y el rugido de la muralla de fuego ahogó los gritos de los hombres de lord Berick. Flechas negras surcaron el cielo y rebotaron contra las piedras de la almena. Dos o tres asesinos gruñeron, pero Celaena mantuvo la cabeza gacha y contuvo el aliento hasta que hubo caído la última flecha enemiga.
Cuando cesó todo sonido salvo los gemidos de los asesinos heridos y el chisporroteo de la muralla de fuego, se arriesgó a mirar a Ansel. La joven tenía los ojos brillantes.
—Caray —exclamó sin resuello—. ¿A que ha sido divertido?
Celaena, con el corazón desbocado, sonrió.
—Sí —girando sobre sus talones, acechó a los hombres de Berick, que huían entre las dunas—. Ya lo creo.
Cerca del alba, ya en el dormitorio, Celaena y Ansel oyeron unos golpes suaves en la puerta. Ansel se levantó al instante y abrió la puerta una pizca. Por la rendija, la asesina atisbó a Mikhail, que le tendía a la joven un rollo de pergamino sellado.
—Tienes que ir a Xandria hoy mismo y darle esto —Celaena advirtió que su compañera se ponía tensa—. Órdenes del maestro —añadió Mikhail.
Aunque no pudo ver la cara que ponía Ansel cuando asintió, Celaena habría jurado que Mikhail le acariciaba la mejilla antes de marcharse. La chica soltó un largo suspiro y cerró la puerta. A la luz del alba incipiente, Ansel se frotó los ojos para alejar el sueño.
—¿Te importa acompañarme?
Celaena se apoyó en los codos.
—¿Xandria no está a dos días de aquí?
—Sí, a dos días desierto a través, sin más compañía que la tuya. A no ser que prefieras quedarte aquí corriendo a diario y esperando como un perro a que el maestro repare en ti. De hecho, venirte conmigo te vendría bien. Se daría cuenta de que velas por nuestra seguridad.
Ansel hizo un gesto de súplica a Celaena, que puso los ojos en blanco.
Algo de razón tenía. ¿Qué mejor manera de demostrar su buena voluntad que sacrificar cuatro días de su precioso tiempo para ayudar a los asesinos silenciosos? Era arriesgado, sí, pero… lo bastante audaz para llamar la atención del maestro.
—¿Y qué haremos en Xandria?
—Ya lo averiguarás.
A juzgar por el brillo travieso que iluminaba los ojos de Ansel, a Celaena le esperaba una buena sorpresa.