—¡Respira! —gritaba alguien mientras le golpeaba el pecho—. ¡Respira!
Y así, sin más, el cuerpo de Celaena reaccionó y el agua brotó de su interior a borbotones. Vomitó en los adoquines, entre toses tan fuertes que todo su cuerpo se convulsionó.
—Alabados sean los dioses —gimió Sam.
A través de las lágrimas, Celaena lo vio arrodillado a su lado, con la cabeza colgando hacia delante y las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Detrás de él, dos mujeres intercambiaban miradas de alivio mezcladas con desconcierto. Una llevaba una palanca en la mano. A su lado yacía la tapa, rodeada del agua que manaba de la alcantarilla.
Celaena volvió a vomitar.
Se dio tres baños seguidos. Y si comió fue solo con la intención de vomitar cualquier resto que pudiera quedar en su organismo de aquel líquido infecto. Celaena hundió las manos, lastimadas y doloridas, en un recipiente lleno de licor. Se mordió el labio para no gritar, pero al mismo tiempo se recreó en la quemazón del desinfectante, pensando que destruiría la contaminación del agua. Al comprobar que el líquido atenuaba la sensación de repugnancia, pidió que le llenaran el baño de aquel mismo licor y se hundió de la cabeza a los pies.
Jamás volvería a sentirse limpia. Aun después del cuarto baño, que tomó inmediatamente después de sumergirse en el licor, tenía la sensación de que una capa de mugre cubría toda su piel. Arobynn había acudido a consolarla y a interesarse por ella, pero Celaena lo había hecho salir. Había echado a todo el mundo. Se daría otros dos baños por la mañana, prometió mientras se metía en la cama.
Llamaron a la puerta y Celaena estuvo a punto de ladrar a quienquiera que fuese que se largara, pero Sam asomó la cabeza. Las manecillas del reloj marcaban más de las doce y sin embargo Sam parecía completamente despabilado.
—Estás despierta —dijo. Al ver que Celaena hacia un gesto de asentimiento, Sam entró. En realidad no tenía ni que pedir permiso. Le había salvado la vida. Celaena se lo agradecería eternamente.
De camino a casa, Sam le había contado que, después del ensayo de la subasta, había acudido a la mansión de Doneval por si Celaena necesitaba ayuda. Al llegar allí, sin embargo, había advertido que todo estaba en silencio salvo por los guardias, que comentaban cierto incidente entre cuchicheos. Sam había pasado un rato recorriendo las calles adyacentes en busca de algún rastro de ella cuando la había oído gritar.
Celaena lo miró desde la cama.
—¿Qué quieres?
No era el comentario más amable del mundo, considerando que Sam acababa de salvarle la vida, pero, demonios, se suponía que Celaena era insuperable, ¡y sin embargo él había tenido que rescatarla! ¿Cómo podría defender su título a partir de ese momento si necesitaba que Sam estuviera allí para protegerla? De buen gusto lo habría golpeado.
Él insinuó una sonrisa.
—Solo quería saber si ya habías acabado de lavarte. No queda agua caliente.
Celaena frunció el ceño.
—No esperes que me disculpe por eso.
—¿Acaso he esperado alguna vez que te disculparas por algo?
A la luz de las velas, las maravillosas facciones de su rostro se veían invitadoras y suaves como terciopelo.
—Podrías haberme dejado morir —musitó Celaena—. Me sorprende que no hayas bailado sobre mi tumba.
Él lanzó una carcajada grave que recorrió las extremidades de ella como una advertencia.
—Nadie merece una muerte tan horrible, Celaena, ni siquiera tú. Además, pensaba que estabas por encima de esas cosas.
Celaena tragó saliva. No podía apartar la mirada.
—Gracias por salvarme.
Sam enarcó las cejas. Su amiga le había dado las gracias una vez en el camino de vuelta, pero rápidamente y sin aliento. Esta vez, la frase había sonado distinta. Aunque le dolían los dedos —sobre todo las uñas rotas—, Celaena tomó la mano de Sam.
—Y… Y lo siento —Celaena se obligó a mirarlo, aunque las facciones de él reflejaban incredulidad—. Siento haberte implicado en lo que pasó en la bahía de la Calavera. Y siento lo que te hizo Arobynn por mi culpa.
—Ah —respondió él, como si acabara de descifrar un gran enigma. Miró las manos entrelazadas y Celaena retiró la suya rápidamente.
De repente, el silencio se hizo demasiado denso. El rostro de Sam, demasiado bello a la luz pálida. Celaena levantó la barbilla y advirtió que él le miraba la cicatriz del cuello. La delgada cuña se borraría… algún día.
—Se llamaba Ansel —explicó Celaena, casi sin voz—. Era mi amiga.
Sam se sentó despacio en la cama. Y entonces, toda la historia salió a la luz.
Él solo le hacía preguntas cuando necesitaba alguna aclaración. El reloj había dado la una cuando Celaena terminó de confesar el final de la historia: cómo, aun con el corazón roto, le había concedido a Ansel un minuto de más antes de disparar la flecha que en otro caso habría puesto fin a su vida. Cuando dejó de hablar, los ojos de Sam estaban brillantes de pena y asombro.
—De modo que ya conoces la historia de este verano —concluyó encogiéndose de hombros—. Otra gran aventura de Celaena Sardothien, ¿verdad?
Él se limitó a acariciarle la cicatriz del cuello, como si así pudiera borrar la herida.
—Lo siento —dijo. Y Celaena supo que hablaba en serio.
—Yo también —murmuró ella.
Se revolvió incómoda, repentinamente consciente de lo pequeño que era el camisón. Como si también él se hubiera dado cuenta, Sam apartó la mano y carraspeó.
—En fin —observó Celaena—. Supongo que nuestra misión se ha complicado un poco.
—Ah. ¿Y por qué?
Ella agitó la cara para ahuyentar el rubor que el contacto de Sam le había provocado y lo miró con una sonrisa lenta y maléfica. Philip no tenía ni idea de con quién se enfrentaba ni del indescriptible sufrimiento que le esperaba. Uno no intentaba ahogar en una cloaca a la asesina de Adarlan y luego se largaba tan tranquilo. No, ni en sueños.
—Porque —declaró Celaena—, acabo de añadir un nombre más a la lista de personas que debo asesinar.