Puesto que había olvidado hacerlo durante la fiesta de la noche anterior, Celaena quiso dar las gracias a Sam por las partituras mientras practicaban ejercicios de suelo después del desayuno. Sin embargo, había muchos más asesinos en la sala de entrenamiento, y no tenía ganas de hablar del regalo con los mayores. Sin duda lo interpretarían mal. Tampoco podía decirse que demostraran demasiado interés en las actividades de la asesina. Procuraban no interponerse en su camino, y ella no se molestaba en alternar con ellos. Además, tenía un dolor de cabeza terrible por culpa del vino espumoso y de lo mucho que había trasnochado. Ni siquiera era capaz de discurrir las palabras adecuadas.
Siguió ejercitándose hasta el mediodía e impresionó a su instructor con los movimientos que había aprendido del maestro mudo durante su estancia en el desierto Rojo. Notó que Sam la miraba desde las esterillas, a pocos metros de distancia. Procuró no mirar el torso desnudo y sudoroso del asesino cuando Sam se dio impulso, dio un salto mortal en el aire y aterrizó casi sin ruido en el suelo. ¡Por el amor del Wyrd, que rápido era! Sin duda también se había pasado el verano entrenando.
—Milady —tosió el instructor y Celaena giró la cabeza hacia él advirtiéndole con la mirada de que no hiciera ningún comentario.
Celaena hizo el puente desde arriba y lo remontó, todo en un mismo movimiento, pasando las piernas con suavidad por encima de la cabeza y luego devolviéndolas al suelo por el otro lado.
Aterrizó sobre una rodilla. Cuando alzó la vista, vio que Sam se acercaba. De pie ante ella, le indicó con la barbilla al instructor que se marchase. El hombre, bajo y fornido, desapareció al instante.
—Me estaba ayudando —se quejó Celaena.
Cuando se levantó, le temblaban los músculos. Había entrenado duro aquella mañana, a pesar de lo poco que había dormido, y no porque quisiese evitar a Sam en la sala de entrenamientos. O tal vez sí.
—Está por aquí a menudo. No creo que te pierdas nada importante —replicó Sam.
Celaena procuró mirarlo a los ojos. Había visto a Sam sin camisa otras veces —de hecho había visto a todos los asesinos parcialmente desnudos durante los entrenamientos—, pero en esta ocasión, por alguna razón, se sentía incómoda.
—¿Y bien? —preguntó Celaena—. ¿Vamos a allanar la casa de Doneval esta noche? —hablaba en voz baja. No le gustaba que sus colegas supiesen en qué andaba metida. A Ben sí solía contárselo todo, pero él estaba muerto y enterrado—. Ahora que sabemos a qué hora es la reunión, deberíamos entrar en la salita y hacernos una idea de qué hay allí y qué documentos son esos antes de que los comparta con su compañero.
Puesto que la lluvia había cesado al fin, no podían seguir acechando a la luz del día.
Sam frunció el ceño y se pasó una mano por el pelo.
—No puedo. Me gustaría acompañarte, pero no puedo. Lysandra tiene que ensayar para la subasta y yo soy el único que está de guardia. Podemos ir después, si me esperas.
—No. Iré sola. No creo que sea complicado.
Celaena echó a andar hacia la salida y Sam la siguió de cerca.
—Será peligroso.
—Sam, liberé a doscientos esclavos en la bahía de la Calavera y derroté a Rolfe. Puedo ocuparme de esto yo sola.
Llegaron al vestíbulo principal del castillo.
—Sí, pero yo te ayudé. ¿Qué te parece si me paso por casa de Doneval cuando acabe y compruebo que no me necesitas?
Celaena le dio unas palmaditas en el hombro desnudo. Sam tenía la piel pegajosa del sudor.
—Haz lo que quieras. Aunque tengo la corazonada de que para entonces ya habré terminado. Eso sí, prometo contártelo todo mañana por la mañana —ronroneó la asesina, que se había detenido al pie de la escalinata.
Sam le cogió la mano.
—Por favor, lleva cuidado. Echa un vistazo a los documentos y lárgate volando. Aún nos quedan dos días hasta la reunión. Si juzgas que hay demasiado peligro, lo intentaremos mañana. No te arriesgues ni una pizca.
Las puertas del castillo se abrieron y Sam soltó la mano de Celaena. Cuando se volvió a mirar, Lysandra y Clarisse cruzaban el umbral.
Lysandra se ruborizó, una situación que realzaba sus ojos verdes.
—Oh, Sam —dijo la cortesana mientras corría hacia él con las manos tendidas.
Celaena se crispó. Sam, por su parte, cogió los delgados dedos de Lysandra con ademán educado. Por el modo que tenía la cortesana de comérselo con los ojos —sobre todo el torso desnudo—, la asesina no tenía la menor duda de que transcurridos dos días, en cuanto la subasta se hubiera celebrado y Lysandra pudiera elegir pareja, buscaría a Sam. ¿Y quién no?
—¿Otra comida con Arobynn? —preguntó Sam, pero Lysandra no le soltó las manos.
Clarisse saludó a Celaena con un gesto seco y echó a andar a paso vivo hacia el despacho de Arobynn. La dueña del burdel y el rey de los asesinos eran amigos desde hacía años; como mínimo, desde que Celaena había llegado. En todo aquel tiempo, la señora apenas había dirigido unas palabras a la asesina.
—Ah, no… Hemos venido a tomar el té. Arobynn me ha prometido sacar el servicio de plata —repuso Lysandra, como si hablara con Celaena más que con Sam—. Tienes que venir, Sam.
En otras circunstancias, Celaena le habría saltado a la yugular por insultarla de ese modo. La cortesana retenía las manos de Sam.
Como si le incomodara el contacto, el chico apartó los dedos.
—Yo… —empezó a decir.
—Deberías ir —sugirió la asesina. Lysandra los miró a ambos alternativamente—. Yo tengo trabajo que hacer, de todos modos. Una no llega a lo más alto holgazaneando todo el día.
Una pulla fácil, pero Lysandra la fulminó con la mirada. Celaena le dedicó una sonrisa letal. De todas formas, tampoco tenía ganas de quedarse hablando con Sam, ni de invitarlo a acompañarla mientras practicaba al piano las partituras que el chico le había regalado, ni de pasar más tiempo con él del que fuera estrictamente necesario.
Sam tragó saliva.
—¿Comes conmigo, Celaena?
Lysandra hizo chasquear la lengua con desdén y se alejó murmurando.
—¿Y para qué querrá comer con ella?
—Estoy ocupada —contestó Celaena. Decía la verdad. Todavía tenía que ultimar los detalles del plan para allanar la morada de Doneval aquella noche y averiguar algo más sobre los documentos. Señaló a Lysandra con un gesto de la barbilla y luego a la salita que había un poco más allá—. Ve a divertirte.
Sin quedarse a comprobar qué decidía Sam, echó a andar hacia su dormitorio con los ojos puestos en los suelos de mármol, en las cortinas de color verdeazul, en el techo dorado.
Los muros de la casa de Doneval no estaban vigilados. Dondequiera que hubiese ido —por su aspecto, seguramente al teatro o a un fiesta— se había llevado varios guardias con él, aunque Celaena no había visto al guardaespaldas corpulento entre ellos. A lo mejor tenía la noche libre. En cualquier caso, varios centinelas patrullaban los jardines, sin contar los que pudiera haber en el interior de la casa.
Aunque no le hacía ninguna gracia que se le mojara el traje nuevo, Celaena se alegró de que estuviera lloviendo otra vez, aunque eso la obligara a prescindir de la máscara para disponer de los cinco sentidos, aunque algo limitados a causa de la lluvia. Afortunadamente, el chaparrón era tan fuerte como para que Celaena pasase desapercibida cuando se deslizó junto al guardia apostado a un lado de la casa. El segundo piso estaba bastante alto, pero las sombras ocultaban la ventana y el pestillo se podía abrir con facilidad desde el exterior. Ya había dibujado un plano de la mansión. Si estaba en lo cierto —y sin duda lo estaba—, aquella ventana conducía directamente al despacho de la segunda planta.
Escuchando atentamente, Celaena aguardó hasta que el guardia se puso a mirar a otra parte y empezó a trepar. El traje negro pesaba un poco más que la túnica que solía usar, pero como las armas estaban encajadas en los guanteletes, la espada y las dagas no le limitaban los movimientos de la espalda y de la cintura, como le sucedía antes. También llevaba dos cuchillos alojados en las botas. Aquel regalo de Arobynn sí que prometía ser útil.
Por otra parte, igual que la lluvia camuflaba a Celaena, también enmascaraba los pasos de alguien que se acercase sigilosamente. La asesina mantuvo los ojos y los oídos bien atentos, pero ningún guardia rodeó la esquina de la casa. Merecía la pena arriesgarse. Ahora que sabía a qué hora se celebraría la reunión, tenía dos días para reunir la máxima información posible acerca de los documentos, como por ejemplo el número de páginas de que constaban y dónde los escondía Doneval. Con unos pocos movimientos, llegó al alféizar de la ventana del estudio. El guardia del jardín ni siquiera alzó la vista hacia la casa que se erguía detrás de él. Unos centinelas excelentes, vaya que sí.
Un vistazo al interior reveló una habitación a oscuras: un escritorio lleno de papeles y nada más. Doneval no sería tan necio como para dejar las listas a la vista pero…
Celaena se dio impulso para encaramarse a la cornisa. El delgado cuchillo que llevaba en la bota brilló apenas cuando introdujo la hoja en la rendija que separaba las dos puertas. Dos maniobras con la punta, un golpe de muñeca y…
La asesina abrió la ventana, rezando para que las bisagras no chirriasen. La primera crujió una pizca, pero la segunda se deslizó hacia dentro en completo silencio. Celaena entró en el despacho, los pasos ahogados por la exquisita alfombra. Con cuidado, conteniendo el aliento, cerró otra vez las ventanas.
Presintió el ataque un instante antes de que se produjera.