Capítulo 2

Al día siguiente, la lluvia no había cesado. El sonido de un trueno despertó a Celaena. Advirtió la presencia de un criado en su habitación, que le dejaba sobre el tocador una caja envuelta con elegancia. Abrió el regalo mientras se tomaba una taza de té, tomándose su tiempo para desatar el lazo turquesa y fingiendo mal que bien que no sentía demasiado interés en saber qué le había enviado Arobynn. Ni todos los regalos del mundo comprarían el perdón de Celaena, pero no pudo reprimir un grito cuando abrió la caja y vio dos peinetas de oro brillando en el interior. Eran exquisitas, en forma de aleta de pez, cada punta rematada por un minúsculo zafiro.

Estuvo a punto de volcar la bandeja del desayuno cuando corrió de la mesa auxiliar al tocador de palo de rosa. Con movimientos hábiles, se pasó una de las peinetas por la melena y luego la echó hacia atrás antes de hincarla en su lugar. Luego repitió la operación al otro lado de la cabeza, y cuando hubo terminado sonrió a su propio reflejo. Exótica, seductora, orgullosa.

Arobynn tal vez fuera un cerdo y quizá mimara a Lysandra más de la cuenta, pero tenía un gusto impecable. Oh, qué maravilla estar de regreso a la civilización, tener consigo sus maravillosos vestidos, zapatos, joyas, cosméticos; todos los lujos de los que se había visto privada a lo largo de los últimos meses.

Celaena se examinó la melena y arrugó el entrecejo. Su ceño se acentuó cuando se miró las manos. Tenía las cutículas desiguales y las uñas rotas. Lanzó un bufido al mirar por las ventanas que se alineaban a lo largo de una de las paredes de su elegante dormitorio. Había llegado el otoño; la lluvia azotaría Rifthold durante un par de semanas.

A través de las nubes bajas y de la lluvia racheada, distinguió la ciudad que resplandecía a la luz gris del cielo. Las casas de piedra clara se apiñaban entre sí, separadas por largas avenidas que se extendían desde los muros de alabastro hasta los muelles de la zona este de la ciudad, desde el bullicioso centro hasta el batiburrillo de ruinosos edificios que conformaban los arrabales de la zona sur, donde un meandro del río Avery se internaba en la ciudad. Hasta los tejados color esmeralda de los edificios parecían forjados en plata. El castillo de cristal despuntaba al fondo, con sus altos torreones envueltos en niebla.

La delegación de Melisande no podía haber escogido una época peor para visitar la ciudad. Si querían celebrar festivales al aire libre, encontrarían poca gente dispuesta a soportar las inclemencias del clima.

Celaena se quitó las peinetas despacio. La delegación llegaría aquel mismo día. Arobynn se lo había comunicado la noche anterior, en el transcurso de una cena privada. La asesina aún no le había dicho si ejecutaría o no a Doneval transcurridos cinco días, y él no la había presionado. Se había mostrado amable y atento, le había servido él mismo los alimentos y le había hablado con suavidad, como si Celaena fuera una mascota asustada.

Celaena volvió a mirarse el pelo y las uñas. Una mascota desaliñada y salvaje.

Se levantó y se encaminó al vestidor. Ya tomaría una decisión más tarde sobre Doneval y sus tejemanejes. De momento, ni todos los aguaceros del mundo le impedirían que se ocupase de sí misma.

La dueña del tocador favorito de Celaena se alegró muchísimo de verla; y se horrorizó al descubrir el estado de su melena. Y de sus uñas. Y de sus cejas. ¿No podía al menos haberse depilado las cejas mientras estaba de viaje? Medio día después, con las puntas recortadas y el pelo brillante, las uñas limadas y resplandecientes, la asesina se internó en las encharcadas calles de la ciudad.

A pesar de la lluvia, la gente buscó toda clase de excusas para recibir a la inmensa caravana de Melisande. Celaena se refugió bajo el toldo de una floristería, cuyo dueño miraba desde el umbral la imponente procesión. La delegación de Melisande avanzaba despacio por la larga avenida que se extendía desde la puerta oriental de la ciudad hasta las puertas del castillo.

Los acompañaban los consabidos juglares y tragafuegos, que experimentaban grandes dificultades para hacer su trabajo bajo la condenada lluvia; las bailarinas de rigor, con los bombachos empapados hasta las rodillas; y, a continuación, las carrozas de las grandes personalidades, cubiertas hasta las cejas y muchos menos imponentes de lo que sin duda les habría gustado.

Celaena hundió los entumecidos dedos en los bolsillos de la túnica. Carruajes cubiertos, pintados de vivos colores, desfilaban ante ella. Todos llevaban las persianas echadas para protegerse de la lluvia, de modo que Celaena se dispuso a marcharse.

Melisande era famoso por sus inventores; artesanos de virtuosas manos que creaban artilugios fantásticos. Relojes tan exquisitos que parecían estar vivos, instrumentos musicales tan puros y delicados que te rompían el corazón, juguetes tan encantadores que podías llegar a pensar que la magia no había desaparecido del continente. Si no tenía modo de atisbar aquellos objetos maravillosos, Celaena no sentía el menor interés en ver un desfile de gente empapada y humillada.

La multitud seguía fluyendo hacia la avenida principal y Celaena tomó callejones secundarios para evitarla. Se preguntó si Sam habría acudido también a ver la procesión; y si lo habría hecho en compañía de Lysandra. Bravo por la inquebrantable lealtad de Sam. ¿Cuánto tiempo habrían tardado Lysandra y él en hacerse inseparables después de que Celaena partiese hacia el desierto?

Todo era más fácil cuando soñaba con destriparlo. Al parecer, Sam era tan vulnerable a una cara bonita como Arobynn. ¿Por qué había pensado que el chico sería distinto? Celaena se enfurruñó y caminó más deprisa, con los entumecidos brazos cruzados por encima del pecho y los hombros encorvados para protegerse de la lluvia.

Veinte minutos más tarde, Celaena entraba chorreando en el vestíbulo del castillo. Y un minuto después, empapaba la alfombra del despacho de Arobynn mientras le decía que se encargaría de Doneval, de sus sucios documentos y de quienquiera que estuviese conspirando con él.

Al día siguiente, Celaena se miraba el cuerpo con una expresión entre divertida y ceñuda. El traje negro que la cubría de pies a cabeza estaba confeccionado con una tela oscura, gruesa como el cuero aunque exenta de brillo. El atuendo hacía las veces de armadura, solo que era ajustado y estaba fabricado en un tejido extraño, no de metal. Notaba el peso de las armas en sus escondrijos, tan bien camufladas que, aun si la cacheaban, las tomarían por meras costuras. Columpió los brazos para comprobar el efecto.

—Cuidado —la advirtió el hombre bajo que tenía delante, abriendo unos ojos como platos—. Podríais cortarme la cabeza.

Arobynn ahogó una risilla. Estaba detrás de ellos, apoyado contra la pared revestida de la sala de entrenamientos. Celaena no había hecho preguntas cuando la había mandado llamar y tampoco cuando le había dicho que se probara el traje nuevo y unas botas a juego forradas de lana.

—Cuando queráis desenvainar las espadas —explicó el inventor dando un gran paso hacia atrás—, debéis bajar el brazo con fuerza y hacer un giro de muñeca.

Moviendo un brazo esquelético, le hizo una demostración. Celaena lo imitó.

Sonrió cuando una hoja estrecha salió disparada del antebrazo. El arma no se podía separar del traje; era como tener una espada soldada al brazo. Repitió el movimiento con la otra muñeca y la hoja gemela hizo aparición. Algún dispositivo interno debía de obrar el efecto; un mecanismo oculto hecho de muelles y engranajes. Dio unos cuantos mandobles ante sí, prestando atención al silbido de la hoja al cortar el aire. La forja de las espadas también era excelente. Celaena enarcó las cejas con expresión admirada.

—¿Cómo vuelven a su sitio?

—Bueno, eso es un poco más complicado —repuso el inventor—. Doblad la muñeca hacia arriba y pulsad este pequeño botón de aquí. Debería activar el mecanismo que… ya está.

La hoja desapareció en el traje. Celaena repitió la operación completa varias veces.

La reunión entre Doneval y su socio se celebraría al cabo de cuatro días; el tiempo que Celaena necesitaba para acostumbrarse al traje nuevo. Cuatro días le bastarían también para averiguar cuántos centinelas vigilaban la casa y descubrir a qué hora se celebraría la reunión, sobre todo sabiendo que tendría lugar en algún despacho privado.

Por fin, Celaena miró a Arobynn.

—¿Cuánto cuesta?

Él se separó de la pared.

—Es un regalo. Y también las botas.

La asesina dio un puntapié al suelo de azulejos y notó los bordes irregulares y las muescas de la suela. Perfectas para saltar. El forro de lana de oveja le mantendría los pies a la temperatura corporal, le había dicho el inventor, aunque las botas se empapasen. Jamás había oído hablar de nada parecido. Aquel atuendo le facilitaría muchísimo las misiones. Era Celaena Sardothien, malditos fueran los dioses, ¿acaso no merecía el mejor equipo? Con aquel traje nadie podría cuestionarle el derecho a ostentar el título de asesina de Adarlan. Y si lo hacían… Que el Wyrd los ayudase.

El inventor quiso tomarle medidas, aunque las que Arobynn le había proporcionado eran casi exactas. Celaena levantó los brazos para facilitarle el trabajo. Por darle conversación, le preguntó por el viaje desde Melisande y lo que planeaba vender en Rifthold. El hombre le explicó que era un maestro inventor, especializado en fabricar objetos que se creían imposibles. Como un traje que era armadura y arsenal al mismo tiempo, fuerte, pero tan ligero como para resultar cómodo.

Celaena miró a Arobynn por encima del hombro. El rey de los asesinos había escuchado el interrogatorio con una sonrisa divertida en los labios.

—¿Vais a encargar uno para vos? —le preguntó.

—Por supuesto. Y también para Sam Para los mejores, solo lo mejor.

Celaena advirtió que no había dicho «para los mejores asesinos», pero fuera cual fuese la profesión que les atribuía el maestro inventor, su expresión no lo delató.

Celaena se sorprendió sin poder evitarlo.

—Nunca le hacéis regalos a Sam.

Arobynn se encogió de hombros y se toqueteó unas uñas perfectas.

—Bueno, Sam tendrá que pagarse el traje. No puedo permitir que mi segundo mejor se exponga, ¿verdad?

En esta ocasión, Celaena se las ingenió para esconder mejor la extrañeza. Un traje como aquel tenía que costar una pequeña fortuna. Aparte de los materiales, el maestro habría dedicado muchísimas horas a su confección. Arobynn debía de haberlo encargado inmediatamente después de la partida de Celaena al desierto Rojo. Quizás se arrepentía realmente de lo sucedido. No obstante, obligar a Sam a pagar por él…

El reloj dio las once y Arobynn suspiró.

—Tengo una reunión —se despidió del maestro con un gesto de la mano—. Entregadle la cuenta a mi ayudante cuando hayáis terminado.

El inventor asintió, sin dejar de tomarle medidas a Celaena.

Arobynn se acercó a ella, cada uno de sus pasos tan elegante como un movimiento de baile. La besó en la coronilla.

—Me alegro de tenerte aquí otra vez —le murmuró contra el pelo. Acto seguido, salió a paso vivo de la sala, silbando para sí.

El maestro, por alguna razón que Celaena no alcanzaba a comprender, se arrodilló para medir la distancia que separaba el final de la caña de la rodilla. Ella carraspeó y esperó hasta estar segura de que Arobynn no podía oírla.

—Si os diera un retal de seda de araña, ¿podríais incorporarlo a uno de los uniformes? Es pequeño… bastaría tan solo para proteger el corazón.

Le mostró con las manos el tamaño de la tela que le había regalado un mercader en la ciudad de Xandria, en el desierto.

La seda de araña era un material casi mítico que fabricaban arañas estigias del tamaño de caballos; tan escaso que tenías que hacer frente a las arañas en persona para conseguirlo. Y no te lo entregaban a cambio de oro. No, los bienes que codiciaban las arañas eran los sueños, los recuerdos, las almas. El mercader que Celaena había conocido había entregado veinte años de juventud a cambio de doscientas varas de seda de araña. Y después de una larga y extraña conversación con él, le había regalado un retal de apenas unos centímetros cuadrados. «Como recuerdo, le había dicho, de que todo tiene un precio».

El maestro inventor enarcó unas cejas muy pobladas.

—Su… supongo. ¿Al interior o al exterior? Mejor al interior —prosiguió, contestando su propia pregunta—. Si lo cosiera al exterior, la iridiscencia os impediría pasar desapercibida. No obstante, doblaría cualquier hoja, aunque, por lo que decís, apenas bastará para cubrir el corazón. ¡Ay, lo que daría yo por diez varas de seda de araña! Con un traje así, seríais invencible, querida mía.

Celaena sonrió despacio.

—Mientras proteja el corazón…

Celaena se despidió del maestro inventor en el pasillo. Transcurridos dos días, el traje estaría listo.

No la sorprendió toparse con Sam al salir. Un traje igual al de Celaena lo esperaba en un maniquí en la sala de entrenamiento. A solas con su amiga en el pasillo, Sam examinó la vestimenta. Celaena tenía que quitarse el traje y devolvérselo al maestro antes de que se marchara para que le hiciera los ajustes finales en algún taller improvisado en Rifthold.

—Precioso —reconoció Sam. Celaena estuvo a punto de poner los brazos en jarras, pero se contuvo. En tanto no dominase el traje, debía vigilar sus movimientos si no quería provocar alguna desgracia—. ¿Otro regalo?

—¿Y qué si lo es? ¿Te molesta?

No se había topado con Sam durante todo el día anterior, aunque tampoco ella se había dejado ver demasiado. No porque lo estuviera evitando, pero no tenía muchas ganas de encontrarse con él si ello implicaba cruzarse con Lysandra también. Sin embargo, le extrañó que Sam estuviera en el castillo en vez de andar por ahí en el cumplimiento de alguna misión. Los demás asesinos estaban trabajando, o tan ocupados que apenas pisaban la guarida. Sam, en cambio, pasaba todo el día en el castillo o ayudando a Lysandra y a su señora.

Sam se cruzó de brazos. La camisa blanca le apretaba lo suficiente como para que se le marcasen todos los músculos.

—En absoluto. Solo me sorprende que aceptes sus regalos. ¿Cómo puedes perdonarle lo que te hizo?

—¡Perdonarle! No soy yo la que va por ahí retozando con Lysandra, asistiendo a banquetes o haciendo… ¡lo que sea que has estado haciendo todo el verano!

Sam lanzó un gruñido ronco.

—¿Y te crees que a mí me divierte?

—No fue a ti al que enviaron al desierto Rojo.

—Preferiría estar a mil kilómetros de aquí, te lo aseguro.

—No te creo. ¿Cómo voy a creer nada de lo que dices?

Sam frunció el ceño.

—¿Pero de qué estás hablando?

—De nada. Nada que te importe. No quiero hablar de eso. Y tampoco me apetece mucho hablar contigo, Sam Cortland.

—Pues adelante —replicó él entre dientes—. Habla con Arobynn y arrástrate cuanto quieras. Que te colme de regalos, te acaricie la cabeza y te ofrezca las misiones mejor pagadas. No tardará mucho tiempo en averiguar el precio de tu perdón, no si…

Celaena le dio un empujón.

—No te atrevas a juzgarme. No digas ni una palabra más.

Un músculo tembló en la barbilla de Sam.

—Por mí, perfecto. De todas formas, tampoco me escucharías. Celaena Sardothien y Arobynn Hamel: solo vosotros dos, inseparables, hasta el fin de los tiempos. Los demás podemos irnos al infierno.

—Eso suena a un ataque de celos de la peor especie. Sobre todo teniendo en cuenta que has pasado tres meses ininterrumpidos con él este verano. ¿Qué ha pasado, eh? ¿No has dado con la manera de convertirte en su favorito? Piensa que te faltan cualidades, ¿verdad?

Sam se plantó ante ella tan deprisa que Celaena apenas pudo reprimir el impulso de echarse hacia atrás.

—No tienes ni idea de lo que he pasado este verano. Ni idea, Celaena.

—Bien. Tampoco me importa.

Sam tenía los ojos tan abiertos que Celaena se preguntó si no lo habría herido sin darse cuenta. Por fin, el asesino se apartó y ella pasó hecha una furia por su lado. Se detuvo cuando él volvió a hablar.

—¿Quieres saber qué precio exigí a cambio de perdonar a Arobynn, Celaena?

Ella se volvió a mirarlo despacio. A causa de la lluvia, el pasillo estaba poblado de luces y sombras. Sam permanecía tan inmóvil como una estatua.

—Le hice jurar que jamás volvería a ponerte la mano encima. Le dije que le perdonaría a cambio de esa promesa.

Celaena se dijo que ojalá que Sam la hubiera golpeado en el vientre, en vez de hacer aquella revelación. Le habría dolido menos. Por miedo a caer de rodillas allí mismo, avergonzada, Celaena se alejó hecha una furia.

No quería volver a hablar con Sam. Nunca. ¿Cómo iba a mirarlo a los ojos sabiendo lo que sabía? Había obligado a Arobynn a jurar que jamás volvería a lastimarla. Celaena no daría jamás con las palabras necesarias para expresar la mezcla de gratitud y sentimiento de culpa que aquella idea le provocaba. Odiar a Sam era mucho más fácil… Y todo habría sido más sencillo si él le hubiera echado la culpa del castigo de Arobynn. Celaena le había dicho cosas tan crueles en el pasillo… ¿Cómo podría empezar siquiera a disculparse?

Arobynn acudió a la habitación de Celaena después del almuerzo y le dijo que preparase un vestido de gala. Había oído que Doneval iría al teatro aquella noche y, a cuatro días de la reunión, a Celaena le convenía asistir.

La asesina ya había discurrido un plan para acechar a Doneval, pero no era tan orgullosa como para rechazar el palco del teatro que le ofrecía el rey de los asesinos, desde donde podría espiar a Doneval con absoluta seguridad; ver con quién hablaba, quién se sentaba a su lado, quién le guardaba las espaldas. Además, presenciar un espectáculo de danza acompañado de una orquesta sinfónica… ¿Cómo iba a rehusar algo así? Por desgracia, Arobynn no había mencionado quién los acompañaría.

Lo descubrió demasiado tarde, cuando montó en el carruaje de Arobynn y se encontró a Lysandra y a Sam esperando dentro. Solo faltaban cuatro días para la subasta, y la joven cortesana debía dejarse ver lo más posible, le explicó Arobynn con tranquilidad. Sam los acompañaba para más seguridad.

Celaena miró de reojo a Sam cuando se sentó a su lado en el banco del carruaje. Él la observó a su vez, tenso y alerta, como si esperara que Celaena empezara a insultarlo allí mismo. Como si fuera a burlarse de él por haber intercedido ante Arobynn. ¿Realmente la consideraba tan cruel? Sintiéndose desfallecer, Celaena apartó la mirada. Lysandra le sonrió desde el banco de enfrente y entrelazó el brazo con el de Arobynn.