Capítulo 10

El beso frío del aire nocturno en la cara, el brillo de las calles mojadas bajo las farolas, el resplandor de la luna en las cortinas negras al otro lado de la ventana mientras ella volaba hacia allí, con las manos ya en las dagas…

Pegó la barbilla al pecho, preparada para el impacto. Cruzó las cortinas, arrancándolas de su sujeción, y rodó al llegar al suelo para amortiguar el golpe.

Justo en el centro de una sala de reuniones abarrotada de gente. En el lapso de un suspiro, se hizo una composición del lugar: en una sala más bien pequeña, Jayne, Farran y otros hombres se reunían en torno a una mesa, y una docena de guardias, con los ojos clavados en ella, formaban una muralla humana que la separaba de su presa.

Las cortinas eran tan gruesas que le habían impedido ver la luz al otro lado. Desde fuera, el interior parecía oscuro y desierto. Un truco.

Le daba igual. Acabaría con todos. Antes de ponerse en pie siquiera, lanzó las dos dagas que llevaba en las botas. Los gritos de agonía de los guardias arrancaron una sonrisa malévola a los labios de Celaena.

Las dos espadas ya silbaban en las manos de la asesina cuando el guardia más cercano se abalanzó contra ella.

El hombre murió al instante, con una espada alojada entre las costillas, directamente en el corazón. Cada uno de los objetos —y cada una de las personas— que se interponía entre ella y Farran era un obstáculo o un arma, un escudo o una trampa.

Celaena giró sobre sí misma para recibir al siguiente guardia y su sonrisa se volvió fiera al atisbar a Jayne y a Farran al otro lado de la habitación, sentados a la mesa de cara a ella. Farran le sonreía y tenía los ojos brillantes, pero Jayne, de pie, la miraba boquiabierto.

Celaena hundió una de sus espadas en el pecho de un guardia para poder coger la tercera daga.

Jayne seguía con la boca abierta cuando se la hundió en el cuello.

Caos absoluto. La puerta se abrió de par en par y más centinelas se precipitaron a la sala mientras Celaena retiraba la segunda espada del pecho del guardia muerto. No podían haber transcurrido ni diez segundos desde que la asesina había entrado de un salto por la ventana abierta. ¿Acaso la estaban esperando?

Dos guardias cargaron contra ella cortando el aire con las espadas. Las armas gemelas de Celaena centellaron y la sangre manó a chorros.

La sala no era muy grande. Solo seis metros la separaban de Farran, que la miraba con salvaje deleite.

Cayeron tres guardias más.

Alguien le arrojó una daga a la asesina, y ella la desvió con la hoja de la espada con tan buena fortuna que la daga alcanzó a otro guardia en la pierna. Involuntario pero providencial.

Otros dos guardias cayeron.

Solo unos cuantos la separaban de la mesa. Farran ni siquiera se había dignado a mirar el cadáver de Jayne, que yacía exánime a su lado.

Entraron más guardias procedentes del interior de la casa, pero estos se habían cubierto el rostro con unas extrañas máscaras que llevaban ojos de cristal y una especie de tela de malla en la parte de la boca…

Fue entonces cuando Celaena notó el humo. La puerta se cerró y, mientras destripaba a otro guardia más, Celaena se volvió hacia Farran a tiempo de ver cómo se ponía una máscara.

La asesina conocía aquel humo; aquel olor. Lo había notado en el cadáver de Sam. Almizclado, extraño.

Alguien cerró la ventana para impedir el paso al aire fresco. El humo invadía la sala, lo emborronaba todo.

Le escocían los ojos, pero Celaena dejó caer una espada para coger la última daga, aquella que reservaba para el cráneo de Farran.

El mundo se torció a un lado.

No.

Celaena no supo si lo había dicho o sencillamente lo había pensado, pero la palabra reverberó en la oscuridad que la devoraba.

Otro guardia enmascarado se abrió paso hasta ella y la asesina se irguió lo justo para hundirle una hoja en el costado. La sangre le empapó la mano, pero ella no soltó la espada. Con la daga en la otra mano, echó el brazo hacia atrás y apuntó a la cabeza de Farran.

Por desgracia el humo invadía cada uno de sus poros, de sus músculos, de sus respiraciones. Mientras trazaba un arco con el brazo, un estremecimiento le recorrió el cuerpo al mismo tiempo que la visión se le distorsionaba.

Celaena se inclinó y la daga se le cayó. Consiguió de todos modos eludir al guardia que la atacaba, que se llevó consigo dos centímetros de trenza. La melena de la asesina se liberó como una ola dorada mientras ella, torcida, empezaba a caer muy, muy despacio. Farran la miraba sonriendo…

Un guardia le hundió el puño en el vientre y la dejó sin resuello. Celaena retrocedió, y otro puño duro como el granito le golpeó la cara. Y la espalda, las costillas, la mandíbula. Tantos golpes que el dolor no daba abasto, y la asesina seguía cayendo envuelta en todo aquel humo…

Sabían que Celaena iba a ir. La ventana abierta como invitándola a entrar, el humo y las máscaras, todo formaba parte de un plan. Y ella había caído de cabeza en la trampa.

Aún no había llegado al suelo cuando la oscuridad la cubrió.

—Que nadie la toque —dijo una voz sofisticada y aburrida—. Hay que mantenerla con vida.

Varias manos le arrancaban las armas de las manos y la sentaban contra la pared. El aire fresco entraba en la habitación, pero Celaena apenas lo notaba en la adormilada piel del rostro.

No sentía nada. No podía moverse. Estaba paralizada.

Consiguió abrir los ojos y se encontró cara a cara con Farran, que estaba acuclillado delante de ella mirándola con aquella sonrisa felina. El humo ya se había despejado y la máscara de Farran yacía olvidada tras él.

—Hola, Celaena —ronroneó.

Alguien la había traicionado. Arobynn no. Odiaba demasiado a Jayne y a Farran. Si alguien la había vendido, tenía que haber sido algún desgraciado de la cofradía, alguien que se beneficiara de su muerte. No podía haber sido Arobynn.

Farran vestía prendas inmaculadas en un tono gris oscuro.

—Hace años que quería conocerte, ¿sabes? —le dijo en un tono alegre a pesar de la sangre y los cuerpos que los rodeaban—. Para ser sincero —continuó mientras se comía a Celaena con los ojos de un modo nauseabundo—, estoy decepcionado. Has caído a cuatro patas en nuestra pequeña trampa. Ni siquiera te has parado a pensar, ¿verdad? —Farran sonrió—. No hay que subestimar el poder del amor. ¿O era el de la venganza?

Los dedos de Celaena no la obedecían. Incluso parpadear le costaba un esfuerzo.

—No te preocupes… El efecto de la gloriella ya empieza a remitir, aunque tampoco podrás moverte gran cosa. Dentro de unas seis horas debería haber desaparecido del todo. Al menos, ese tiempo tardó en abandonar a tu amigo cuando lo capturé. Se trata de una herramienta particularmente eficaz para mantener a raya a las personas sin necesidad de usar grilletes. Hace que el proceso sea mucho más… agradable, aunque no puedas gritar gran cosa.

Dioses del cielo. Gloriella… el mismo veneno que Ansel había usado con el maestro mudo. Por lo visto, lo habían mezclado con incienso. Farran debía de haber capturado a Sam antes de llevarlo a la casa y obligarlo a aspirar el humo para… Se disponía a torturarla a ella también. Celaena podía soportar cierto grado de tortura, pero teniendo en cuenta lo que le había hecho a Sam, se preguntó cuánto tiempo tardaría en venirse abajo. La imagen del cuerpo roto de Sam le vino a la mente. De haber sido dueña de sus movimientos, habría desgarrado la garganta de Farran con los dientes.

Su única esperanza radicaba en el hecho de que Arobynn y los demás llegarían pronto, y si bien uno de ellos la había traicionado, cuando Arobynn lo descubriese… cuando viese lo que Farran se proponía hacer… Mantendría a Farran con vida para que Celaena pudiera destriparlo cuando se recuperase. Y ella se tomaría todo el tiempo del mundo.

Farran le apartó el pelo de los ojos y se lo recogió detrás de las orejas. Celaena destrozaría aquella mano también. Igual que Farran había aplastado las dos manos de Sam hueso por hueso. Detrás de aquel hombre indeseable, los guardias empezaban a retirar los cuerpos. Nadie tocó el cadáver de Jayne, que seguía desparramado sobre la mesa.

—¿Sabes? —murmuró Farran—, eres muy hermosa —el hombre le acarició la mejilla con un dedo, luego la mandíbula. La rabia de Celaena se convirtió en algo vivo que se debatía en su interior, pugnando por un solo instante de libertad—. Ya entiendo por qué Arobynn ha cuidado de ti como de una mascota todos estos años —el dedo se deslizó por el cuello—. ¿Cuántos años tienes?

La asesina sabía que Farran no esperaba respuesta. Los ojos del hombre buscaron los de Celaena, una mirada oscura y voraz.

Celaena no pensaba suplicar. Si iba a morir como Sam, lo haría con dignidad. Con la rabia aún viva en su interior. Y tal vez… tal vez tuviese ocasión de ponerle las manos encima.

—Casi estoy tentado de conservarte en mi poder —confesó. Le pasó el pulgar por la boca—. En vez de entregarte, te llevaría abajo y, si sobrevivías… —negó con la cabeza—. Pero eso no forma parte del trato, ¿verdad?

Las palabras pugnaban por salir de la boca de Celaena, pero la lengua no se movía. Ni siquiera podía abrir la boca.

—Te mueres por saber cuál es el trato, ¿a que sí? A ver si lo recuerdo… Matamos a Sam Cortland —recitó Farran—. Tú te vuelves loca, te plantas aquí y te cargas a Jayne —señaló con la barbilla el gran bulto caído sobre la mesa— y yo ocupo el lugar de Jayne —ahora las manos del hombre le recorrían el cuello en una caricia sensual que prometía una agonía sin límite. Con cada segundo que pasaba, el adormecimiento remitía una pizca, pero Celaena no poseía aún ningún control sobre su cuerpo—. Es una pena que tenga que echarte la culpa de la muerte de Jayne. Y que entregarte al rey en bandeja de plata sea tan ventajoso para mí.

Al rey. No iba a torturarla ni a matarla sino a entregarla al rey como soborno para que el soberano hiciera la vista gorda a los asuntos de Farran. Celaena habría soportado torturas, habría aguantado la violación que prácticamente se leía en los ojos de Farran, pero si la entregaba al rey… La asesina ahuyentó el pensamiento, decidida a no seguir aquel hilo.

Tenía que escapar de allí.

Farran debió de advertir el pánico que asomaba a sus ojos porque sonrió y le cerró la mano en la garganta. Las uñas largas se le clavaron en la piel.

—No tengas miedo, Celaena —le susurró al oído mientras le hundía aún más las uñas—. Si el rey te deja con vida, estaré en deuda eterna contigo. Al fin y al cabo, te debo mi corona.

Celaena tenía una palabra en los labios, pero por más que se esforzase no conseguía pronunciarla.

¿Quién?

¿Quién la había traicionado tan vilmente? Podía entender que algunos la odiasen, pero a Sam… Todo el mundo adoraba a Sam, incluido Wesley.

Wesley. Había intentado advertirla: «Todo esto solo es una…». Y la expresión de su cara no reflejaba irritación sino piedad, piedad y rabia, que no iba dirigida contra ella sino contra un tercero. ¿Había enviado Arobynn a Wesley para que la advirtiese? Harding, el asesino que había hablado de la ventana, siempre había querido hacerse con el puesto de protegido de Arobynn. Y prácticamente le había explicado a Celaena por dónde entrar en la casa y cómo hacerlo. Tenía que ser él. Tal vez Wesley lo hubiera deducido justo cuando Celaena se disponía a salir del castillo. Porque la otra alternativa… No, no podía considerarla siquiera.

Farran se echó hacia atrás y le soltó el cuello.

—Me encantaría jugar contigo, pero he jurado no hacerte daño —inclinó la cabeza a un lado y contempló las heridas que había sufrido Celaena—. No creo que pase nada por unas cuantas magulladuras y un labio partido —se sacó un reloj del bolsillo—. Lástima, ya son las once y tanto tú como yo tenemos obligaciones que atender.

Las once. Arobynn ni siquiera tenía previsto salir del castillo hasta pasada una hora. Y si había sido Harding quien la había traicionado, este haría lo posible por demorar aún más la partida. Una vez que Celaena estuviera en las mazmorras de palacio, ¿qué posibilidades tenía Arobynn de rescatarla? Y cuando la gloriella cediera, ¿qué posibilidades tenía ella de fugarse?

Los ojos de Farran, que seguían clavados en ella, brillaban de goce. Y entonces, sin previo aviso, el brazo del hombre azotó el aire.

Celaena oyó el sonido de una bofetada antes de notar el escozor en la mejilla y la boca. Apenas sintió el dolor. Dio gracias de que la droga aún hiciera efecto, sobre todo cuando notó el fuerte sabor metálico en la boca.

Farran se incorporó con elegancia.

—Eso por derramar sangre en la alfombra.

A pesar de tener la cabeza torcida y de la sangre que le bajaba por la garganta, Celaena se las ingenió para fulminarlo con la mirada. Farran se atusó la túnica gris y se inclinó para echar la cabeza de Celaena hacia delante.

—Me habría encantado destrozarte —le dijo Farran, y se dirigió a la puerta. Les hizo señas a tres hombres altos y bien vestidos al pasar. No eran unos guardias más. Celaena los había visto antes. En alguna parte, en algún momento que no lograba recordar…

Uno de ellos se acercó sonriendo como si la muchacha no estuviera allí tirada rodeada de sangre. Celaena alcanzó a atisbar la empuñadura redondeada de la espada antes de que el hierro le golpease la cabeza y todo se volviera negro.