Capítulo 5

Rourke Farran era un hombre muy ocupado. A la mañana siguiente, antes del alba, Celaena y Sam aguardaban a una manzana de distancia de la casa de Jayne, ambos ataviados con prendas discretas y capas con capuchas lo bastante grandes como para ocultar buena parte de sus facciones sin suscitar sospechas. Farran se puso en marcha antes de la salida del sol. Siguieron su carruaje por la ciudad y se fijaron en cada una de las paradas que hacía. Era increíble que encontrara tiempo siquiera para dar rienda suelta a su sadismo, porque los asuntos de Jayne le ocupaban casi todo el día.

Acudía a todas partes en el carruaje negro, una prueba más de su arrogancia, pues esa costumbre hacía de él un blanco fácil. A diferencia de Doneval, que siempre llevaba escolta, Farran parecía prescindir de los guardias a propósito, como si desafiara a cualquiera a enfrentarse a él.

Lo siguieron al banco, a las cantinas y tabernas que Jayne poseía, a los burdeles, a los puestos del mercado negro escondidos en ruinosos callejones y, por fin, otra vez al banco. Entre una cosa y otra, pasaba con frecuencia por casa de Jayne. Y luego sorprendió a Celaena al entrar en una librería; no para amenazar al dueño ni para cobrar impuestos, sino para comprar libros.

La asesina se sintió horrorizada. Sobre todo cuando, a pesar de la protestas de Sam, Celaena se coló en el interior mientras el dueño estaba en la trastienda y echó una ojeada al cuaderno de pedidos que había detrás del mostrador. Farran no había comprado libros sobre torturas ni muerte ni nada perverso. Ah, no. Eran novelas de aventuras. Novelas que ella había leído con gusto. La idea de que Farran las leyera también le parecía, de algún modo, una violación.

El día fue transcurriendo y apenas averiguaron nada aparte de la tranquilidad con la que el criminal viajaba de un lado a otro. A Sam no le costaría nada liquidarlo al día siguiente por la noche.

El sol ya mudaba en los tonos dorados de última hora de la tarde cuando Farran se detuvo ante la discreta puerta de hierro que conducía a los Sótanos.

Al otro extremo de la calle, Celaena y Sam lo miraban mientras fingían limpiarse excrementos de las botas en una espita pública.

—Parece ser que Jayne es el propietario de los Sótanos —comentó Sam con voz queda, al amparo del murmulló del agua.

Celaena lo fulminó con la mirada; o lo habría hecho, si la capucha no se lo hubiera impedido.

—¿Y por qué te crees que me molesta tanto que luches allí? Si alguna vez te metieses en un lío con las gentes de los Sótanos o los molestases siquiera, el propio Farran se encargaría de castigarte, siendo quien eres.

Sam resopló.

—No le tengo miedo.

Celaena puso los ojos en blanco.

—Aunque no me esperaba que acudiera en persona. Hay aquí demasiada mugre incluso para él.

—¿Echamos un vistazo?

La calle estaba tranquila. Los Sótanos cobraban vida por la noche, pero durante el día casi nadie solía visitar el callejón salvo los borrachos de turno y la media docena de guardias que siempre vigilaba las puertas.

Era arriesgado entrar en los Sótanos detrás de Farran, supuso Celaena, pero… Si de verdad el hombre rivalizaba con ella en notoriedad, sería interesante hacerse una idea de quién era en realidad antes de que Sam pusiera fin a su vida.

—Vamos —decidió Celaena.

Mostraron la plata a los centinelas apostados a la puerta, se la arrojaron a los guardias del interior y entraron. Los matones no hicieron preguntas, y tampoco les pidieron que entregaran las armas ni que se retiraran las capuchas. La clientela exigía discreción cuando acudía a disfrutar de los oscuros placeres de los Sótanos.

Desde lo alto de la escalera que descendía al otro lado de la puerta de entrada, Celaena enseguida divisó a Farran sentado a una de las mesas rayadas y quemadas del centro de la sala. Charlaba con Helmson, el tipo que hacía las veces de maestro de ceremonias durante las peleas. Algunos comensales se apiñaban en otras mesas, aunque habían dejado un anillo libre alrededor de Farran. Al fondo de la cámara, los fosos estaban oscuros y en silencio, aunque algunos esclavos limpiaban la sangre y las inmundicias antes de que comenzasen las veladas nocturnas.

Celaena procuró no mirar demasiado los grilletes y los cuerpos quebrados de los esclavos. No habría sabido decir de dónde procedían. Quizás fueran prisioneros de guerra, tal vez rehenes arrancados de otros reinos. Se preguntó qué sería mejor, si trabajar allí como esclavo o acabar preso en un campo de trabajo como Endovier. Ambas posibilidades se le antojaban versiones parecidas de un infierno en vida.

En comparación con la afluencia nocturna, los Sótanos estaban prácticamente desiertos. Incluso las prostitutas que ocupaban las salas abiertas que flanqueaban los lados de la caverna descansaban mientras podían. Muchas de las chicas dormían amontonadas en estrechos jergones, apenas resguardadas de la vista pública por las raídas cortinas que pretendían ofrecerles cierta sensación de privacidad.

Celaena habría querido quemar aquel lugar hasta reducirlo a cenizas. Y después le haría saber a todo el mundo que la asesina de Adarlan no toleraba esa clase de antros. A lo mejor se decidía a hacerlo, cuando hubieran acabado con Farran y con Jayne. Un último homenaje de Celaena Sardothien; una última oportunidad de que la recordasen para siempre antes de marcharse.

Cuando llegaron al fondo de las escaleras y echaron a andar hacia la barra oculta entre las sombras del fondo, Sam se pegó a ella. Tras el mostrador, un hombre menudo fingía limpiar la superficie de madera sin perder de vista a Farran.

—Dos cervezas —gruñó Sam.

Celaena arrojó una moneda de plata a la barra y el camarero les prestó atención al instante. La asesina había pagado de más, pero las manos delgadas y sarnosas del hombre escamotearon la moneda de plata en un suspiro.

Había gente suficiente como para que Celaena y Sam pasaran desapercibidos. Casi todos eran borrachos que nunca salían de allí o personas que al parecer preferían comer en aquel ambiente sórdido. Celaena y Sam fingieron beberse las cervezas —tirando el líquido al suelo cuando nadie miraba— mientras observaban a Farran.

Entre Farran y el achaparrado maestro de ceremonias, sobre la mesa, había un cofre que debía de contener, dedujo Celaena, las ganancias de la noche anterior. Farran observaba a Helmson con intensidad felina, sin hacer caso del cofre. Prácticamente era una invitación.

—¿Crees que se enfadará mucho si le robo el cofre? —caviló Celaena.

—Ni se te ocurra.

La asesina hizo chasquear la lengua con desdén.

—Aguafiestas.

Fuera lo que fuese lo que discutían Farran y Helmson, no tardaron mucho en terminar. En vez de dirigirse hacia las escaleras, Farran echó a andar hacia el refugio de las chicas. Mientras pasaba ante las pequeñas cámaras de piedra, todas las muchachas se erguían asustadas. Despertaban rápidamente a las que dormían, de modo que cuando Farran iba pasando por los nichos, cualquier rastro de sueño había desaparecido ya de sus rostros. Las miró, las inspeccionó, hizo comentarios al hombre que caminaba tras él. Helmson asentía, hacía reverencias y espetaba órdenes a las chicas.

El terror de las muchachas saltaba la vista, incluso desde el otro extremo de la sala.

Tanto Celaena como Sam hicieron lo posible por disimular la rabia que los embargaba. Farran cruzó el foso e inspeccionó a las chicas del otro lado. Para entonces, todas las chicas lo estaban esperando. Cuando el criminal hubo terminado, miró por encima del hombro y asintió en dirección a Helmson.

Este respiró aliviado, pero luego palideció y se largó de allí mientras Farran hacía chasquear los dedos en dirección a uno de los centinelas apostados ante una pequeña puerta. Esta se abrió de inmediato y un hombre encadenado, sucio y musculoso, fue arrastrado al exterior por otro guardia. El preso ya parecía medio muerto, pero en cuanto vio a Farran empezó a suplicar mientras se retorcía entre los brazos del centinela.

Las palabras no se oían bien a aquella distancia, pero Celaena distinguió lo suficiente de la encendida súplica del hombre como para captar lo fundamental: era un luchador de los Sótanos, le debía a Jayne más dinero del que podría pagar jamás y había intentado escabullirse sin hacer frente a su deuda.

Aunque el prisionero prometió pagarlo todo con intereses, Farran se limitó a sonreír y dejó que el hombre parloteara hasta que por fin, tembloroso, se detuvo a respirar. Entonces Farran señaló con la barbilla una puerta medio oculta tras una cortina raída y sonrió cuando el guardia arrastró hacia allí al pobre desgraciado. Cuando la puerta se abrió, Celaena alcanzó a atisbar una escalera que se perdía en las profundidades.

Sin apenas prestar atención a los clientes, que miraban disimuladamente desde las mesas, Farran hizo pasar al prisionero y al centinela antes de cerrar la puerta. Lo que Jayne entendía por justicia, fuera lo que fuese, estaba a punto de hacerse allí dentro.

Como era de esperar, cinco minutos después un grito resonó por los Sótanos.

Más parecía un chillido animal que humano. Celaena había oído otras veces gritos como aquel. En el castillo había presenciado torturas suficientes como para saber que cuando la gente gritaba así el sufrimiento no había hecho más que empezar. Hacia el final, cuando el dolor era insoportable, las cuerdas vocales de las víctimas estaban tan dañadas que los gritos se convertían en gemidos estrangulados y entrecortados.

Celaena apretó los dientes con tanta fuerza que su mandíbula se resintió. El camarero hizo un gesto brusco a los juglares que descansaban en un rincón, quienes procedieron a interpretar una canción para ocultar el ruido. Sin embargo, los gritos aún llegaban hasta el local. Celaena había oído hablar de Farran lo suficiente como para intuir que no mataría al hombre enseguida. No, él disfrutaba infligiendo dolor.

—Hora de irse —anunció Celaena al advertir la fuerza con que Sam aferraba su taza.

—No podemos…

—Sí que podemos —lo cortó ella—. Créeme, a mí también me gustaría poner fin a esto. Pero este lugar es una trampa mortal, y no tengo ningunas ganas de encontrar la muerte aquí abajo, en este preciso instante —Sam seguía mirando fijamente la puerta cerrada—. Cuando llegue el momento —añadió posando una mano en su brazo—, le harás pagar por lo que ha hecho.

Sam se volvió a mirarla. Aunque la capucha le ocultaba las facciones, el asesino llevaba la rabia escrita en todo el cuerpo.

—Pagará por todo —gruñó Sam.

En aquel momento, Celaena se dio cuenta de que varias chicas lloraban; algunas con violencia, otras con la mirada perdida en el vacío. Sí, Farran ya había estado allí y había empleado aquella misma habitación para hacer el trabajo sucio de Jayne… y recordar de paso a todo el mundo que nadie se interponía en el camino del señor del crimen. ¿Cuántos horrores habían presenciado aquellas chicas o, cuando menos, habían escuchado?

Los gritos aún reverberaban en los sótanos cuando se marcharon.

Celaena pretendía ir a casa, pero Sam insistió en que se dirigieran a un parque público que se extendía en un barrio de lujo a orillas del río Avery. Tras pasear un rato por los caminos de grava, el asesino se dejó caer en un banco con vistas al agua. Sam se quitó la capucha y se frotó la cara con las grandes manos.

—Nosotros no somos así —susurró entre los dedos.

Celaena se lo quedó mirando y luego se sentó a su lado. Sabía muy bien a qué se refería. Había estado pensando exactamente lo mismo de camino hacia allí. Los asesinos estaban entrenados para matar, mutilar y torturar; Celaena sabía cómo despellejar a un hombre sin quitarle la vida. Sabía cómo mantener a alguien despierto y consciente a lo largo de varias horas de tormento, cómo infligir el máximo dolor sin que la víctima sangrara siquiera.

En ese sentido, Arobynn había actuado también con muchísima inteligencia. Había llevado al castillo a gente de la peor calaña —violadores, asesinos, criminales sin escrúpulos que masacraban inocentes— y había obligado a Celaena a leer toda la información que había podido reunir acerca de ellos. La forzaba a conocer los detalles más escabrosos, hasta que la rabia no la dejaba pensar con claridad, hasta que estaba ansiosa por hacerlos sufrir. Había modelado su ira para convertirla en un arma letal. Y ella se lo había permitido.

Antes del viaje a la bahía de la Calavera, Celaena siempre había obedecido a Arobynn sin cuestionarlo. Ella fingía que conservaba cierto código moral, se mentía diciéndose que, puesto que no disfrutaba con lo que hacía, sus actos no eran tan reprobables pero… bajaba igualmente a los sótanos del castillo y veía la sangre fluir hacia el desagüe del suelo inclinado.

—No es posible que seamos así —siguió diciendo Sam.

Celaena le apartó las manos de la cara.

—No somos como Farran. Sabemos hacerlo, pero no disfrutamos con ello. Esa es la diferencia.

Con la mirada perdida, Sam contemplaba la corriente suave del Avery, que se abría paso hacia el mar cercano.

—Jamás nos negamos cuando Arobynn nos ordenó hacer cosas así.

—No teníamos elección. Pero ahora sí.

Cuando se marcharan de Rifthold, no volverían a hacer ese tipo de cosas. Vivirían según sus propios códigos morales.

Sam la miró con una expresión tan horrorizada y lúgubre que Celaena se quiso morir.

—Pero esa parte siempre estaba ahí. Una parte de mí mismo que disfrutaba cuando alguien de verdad lo merecía.

—Sí —musitó ella—. Sí, esa parte siempre estaba ahí. Sin embargo, había un límite, Sam, y nunca lo cruzamos. No hay límites para alguien como Farran.

No eran como Farran… Sam no era como Farran. Celaena lo sabía por instinto. Sam nunca sería como Farran. Y tampoco sería nunca como ella misma. En ocasiones Celaena se preguntaba si Sam sabía hasta dónde podía llegar ella.

El chico se inclinó hacia Celaena y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Crees que cuando muramos los dioses nos castigarán por las cosas que hemos hecho?

Ella se quedó mirando la otra orilla del río, donde la gente había erigido casuchas y muelles.

—Cuando muramos —repuso Celaena—, los dioses ni siquiera sabrán qué hacer con nosotros.

Sam la miró con una chispa de risa en los ojos.

Ella le sonrió y, por un brevísimo instante, el mundo recuperó la cordura.

La daga gemía mientras Celaena la afilaba; la reverberación del arma le recorría las manos. Sentado a su lado, en el suelo del salón, Sam escudriñaba un mapa de la ciudad, resiguiendo algunas calles con el dedo. El fuego del hogar arrojaba sombras parpadeantes a su alrededor y caldeaba el ambiente en aquella noche gélida.

Habían regresado a los Sótanos a tiempo de ver cómo Farran volvía a montar en su carruaje. Se habían pasado el resto de la noche acechándolo; más viajes al banco y a sus otros negocios, más paradas en casa de Jayne. Celaena había dedicado un par de horas a seguir a Jayne por su cuenta, para echar otro vistazo a su casa y ver adónde iba el señor del crimen. A lo largo de aquellas dos horas no se produjo ningún acontecimiento digno de mención. Jayne no salió del edifico y Celaena aprovechó para localizar a sus espías en las calles.

Si Sam planeaba liquidar a Farran al día siguiente por la noche, tendría que hacerlo al principio de su recorrido, antes de que empezara a hacer recados, propios o por cuenta de Jayne. Tras todo un día de actividad, Farran estaría agotado y bajaría la guardia. No comprendería lo que estaba pasando hasta que viera su propia sangre derramada.

Sam llevaría puesto el traje especial que el maestro Tinkerer de Melisande había mandado confeccionar para él, una prenda que hacía las veces de armadura. Las mangas incluían vainas para ocultar las dagas, las botas estaban diseñadas para saltar y, gracias a Celaena, el traje contaba con un parche de impenetrable seda de araña en la zona del corazón.

Celaena también tenía su propio traje, naturalmente, aunque ahora que la caravana de Melisande había vuelto a casa casi nunca se lo ponía. Nadie, en todo Rifthold poseía los conocimientos necesarios para reparar aquellos trajes si acaso llegaban a romperse. No obstante, una ocasión tan importante como el asesinato de Farran merecía el riesgo. Además de las defensas del traje, Sam iría armado con las espadas y las dagas que Celaena estaba afilando. La asesina probó la hoja en la palma de su mano y esbozó una sonrisa torva al notar la quemazón en la piel.

—Tan afilada como para cortar el aire —sentenció.

Enfundó la daga y la dejó en el suelo, a su lado.

—Bueno —dijo Sam sin separar los ojos del mapa—. Esperemos que no tenga que acercarme tanto como para usarla.

Si todo discurría según el plan, Sam únicamente dispararía cuatro flechas: dos para el conductor del carruaje y el lacayo, una para Farran… y una más para asegurarse de que el criminal estaba muerto.

Celaena cogió otra daga y procedió a afilarla también. Señaló el mapa con un gesto de la barbilla.

—¿Alguna ruta de escape?

—Tengo pensadas doce —repuso Sam y se las enseñó. Tomando la casa de Jayne como punto de partida, Sam había marcado varias calles en direcciones diversas desde las que podría disparar las flechas, todas las cuales ofrecían rutas de escape que Sam debería tomar para ponerse a salvo lo antes posible.

—Recuérdame otra vez por qué no te acompaño.

La daga que Celaena tenía en las manos emitió un largo silbido.

—Porque estarás aquí haciendo las maletas.

—¿Haciendo las maletas?

La asesina silenció la hoja.

Sam devolvió la atención al mapa. Luego dijo, con mucha cautela:

—He reservado dos pasajes en un barco que se dirige al continente meridional. Zarpa dentro de cinco días.

—El continente meridional.

Sam asintió, todavía pendiente del mapa.

—Si vamos a dejar Rifthold, será mejor que nos alejemos de este continente también.

—No fue eso lo que acordamos. Decidimos trasladarnos a otra ciudad de este continente. ¿Y si hay otra cofradía de asesinos en el continente sur?

—Les pediremos que nos acepten.

—No pienso arrastrarme ante una patética cofradía de aspirantes a asesinos.

Sam alzó la vista.

—¿Cuál es el problema, tu orgullo o la distancia?

—¡Las dos cosas! —Celaena tiró la daga y la piedra de afilar a la alfombra—. Estaba dispuesta a mudarme a un lugar como Banjali, Bellhaven o Anielle. No a otro continente; ¡un lugar del que no sé casi nada! Eso no formaba parte del plan.

El asesino se apoyó en las manos para incorporarse.

—¿Por qué no reconoces que lo que te duele es separarte de Arobynn?

—No sabes lo que dices.

—Claro que lo sé. Porque si zarpamos rumbo al continente meridional, nunca nos encontrará. Y creo que la idea no te acaba de gustar.

—Mi relación con Arobynn está…

—¿Está qué? ¿Acabada? ¿Por eso no me has contado que ayer te hizo una visita?

A Celaena le dio un vuelco el corazón.

Sam siguió hablando.

—Hoy, mientras vigilabas a Jayne, me ha abordado en la calle y parecía sorprendido de que no me hubieras hablado de su visita. También me ha dicho que te preguntara qué pasó en realidad antes de que te encontrara medio muerta a orillas de aquel río cuando eras niña —el chico se inclinó hacia delante, con una mano apoyada en el suelo, para acercar la cara a la de Celaena—. ¿Y sabes qué le he dicho? —Celaena notó el aliento cálido de Sam en el rostro—. Que me daba igual. Pero él no ha parado de acosarme, de buscar la manera de socavar mi confianza en ti. Por eso, cuando se ha marchado, he ido directamente a los muelles y he reservado plaza en el primer barco que nos pudiera transportar bien lejos de este maldito continente. Lejos de él, porque aunque ya no pertenezcamos a la cofradía, nunca nos dejará en paz.

Ella tragó saliva.

—¿Eso te ha dicho? ¿Te ha hablado de… mi tierra natal?

Sam debió de percibir algo parecido a miedo en los ojos de Celaena, porque de repente negó con la cabeza y hundió los hombros.

—Celaena, cuando estés preparada para contarme la verdad, lo harás. Y sea cual sea, cuando llegue ese día me sentiré honrado de que confíes en mí lo bastante para hacerlo. Entretanto, no me concierne, ni tampoco a Arobynn. No le concierne a nadie más que a ti.

Celaena apoyó la frente contra la de Sam, y la crispación del chico —e incluso la suya propia— cedió.

—¿Y quién te dice que no es un error que nos traslademos al continente meridional?

—Si es un error, nos marcharemos a otra parte. Iremos de un lado a otro hasta encontrar el lugar donde debemos estar.

La asesina cerró los ojos e inspiró hondo para tranquilizarse.

—¿Te reirás si te digo que tengo miedo?

—No —repuso él con suavidad—. Nunca.

—A lo mejor debería poner en práctica tu truco —la asesina volvió a inspirar—. Me llamo Celaena Sardothien y no tengo miedo.

Entonces Sam se rio, un cosquilleo contra la boca de ella.

—Tendrás que decirlo con un poco más de convicción.

Celaena abrió los ojos y se topó con la mirada de su amigo. Reflejaba una mezcla de orgullo, asombro y un afecto tan evidente que la muchacha se atrevió a imaginar aquella tierra lejana donde encontrarían un hogar, a vislumbrar lo que les deparaba el futuro, a entrever una chispa de esperanza, una promesa de felicidad que nunca se había atrevido a anhelar. Y si bien el continente meridional implicaba un rotundo cambio de planes… Sam tenía razón. Un continente nuevo para un nuevo comienzo.

—Te quiero —dijo Sam.

Celaena lo rodeó con los brazos y lo estrechó contra sí para aspirar su aroma. Se limitó a contestar:

—Odio hacer el equipaje.