Capítulo 10

—Un solo movimiento y te rajo la garganta —la amenazó Rolfe mientras le arrancaba la daga de la vaina y la arrojaba a los arbustos con la mano libre. Luego le quitó la espada también.

—¿Y por qué no me matas ahora mismo?

La risa de Rolfe le hizo cosquillas en la oreja.

—Porque quiero tomarme todo el tiempo del mundo para matarte.

Celaena seguía mirando la torre medio derruida y el polvo que aún flotaba tras el derrumbamiento. Era imposible que Sam hubiese sobrevivido a aquello.

—¿Sabes cuánto me van a costar tus ansias de hacerte la heroína? —Rolfe apretó la hoja con más fuerza y la hoja reventó la piel del cuello de Celaena—. Doscientos esclavos, dos barcos, las siete naves que has inutilizado en el puerto e incontables vidas.

Celaena gruñó.

—No olvidéis la cerveza de anoche.

Rolfe hundió la hoja aún más y Celaena hizo un gesto de dolor a pesar de sí misma.

—Eso también me lo cobraré en sangre, no os preocupéis.

—¿Cómo habéis dado conmigo?

Celaena necesitaba tiempo. Necesitaba algo de lo que servirse. Si hacía un solo movimiento en falso, acabaría degollada.

—Sabía que seguirías a Sam. Alguien tan compasivo con los esclavos no va a dejar que su compañero muera solo. Aunque me parece que has llegado algo tarde para eso.

Los graznidos de los pájaros y los gritos de los animales volvían a sonar en la selva, tímidos al principio. La atalaya permanecía en silencio, interrumpido tan solo por el siseo de la piedra al desmoronarse.

—Vas a volver conmigo —dijo Rolfe—. Y cuando haya acabado contigo, avisaré a tu maestro para que venga recoger los trozos.

Rolfe dio un paso para obligarla a dar media vuelta, justo la ocasión que Celaena estaba esperando.

Se tiró de espaldas contra el pecho del pirata y, con una llave del pie, lo hizo perder el equilibrio. Tambaleándose, el pirata tropezó con la pierna de Celaena, y ella metió la mano entre la daga y su propio cuello justo cuando el pirata se acordó de poner en práctica su amenaza de cortarle el cuello.

La sangre de la mano empapó la túnica de Celaena, pero olvidó el dolor y le hundió a Rolfe el codo en el estómago. El pirata, sin aire, se dobló sobre sí mismo, pero la rodilla de Celaena estaba esperando para estamparse en su cara. La rótula de la asesina impactó contra la nariz del pirata con un fuerte crujido. Cuando lo empujó contra el suelo, había sangre en las calzas de Celaena. Sangre de Rolfe.

Celaena cogió la daga del señor de los piratas mientras este intentaba alcanzar su propia espada. Mientras, se puso de rodillas para apartar a Celaena, pero ella envió el arma al suelo de una patada. Rolfe alzó la cabeza justo a tiempo para que Celaena le golpeara la espalda. Se acuclilló encima de él y le sostuvo la daga contra la garganta.

—Bueno, esto sí que no te lo esperabas, ¿eh? —preguntó la asesina. Se quedó un momento escuchando para asegurarse de que no se acercaran piratas por la carretera. Los animales seguían chillando, los insectos continuaban zumbando. Estaban solos. Casi todos los bucaneros debían de seguir peleándose en la ciudad.

Cuando Celaena agarró a Rolfe por el cuello de la túnica para que la mirara a los ojos, le seguía saliendo sangre de la mano.

—Muy bien —dijo la asesina, y su sonrisilla irónica se ensanchó al ver que Rolfe sangraba por la nariz—. Os voy a explicar lo que va a pasar —soltó la camisa del señor de los piratas y se sacó dos papeles de entre los pliegues de la túnica. Comparada con el dolor que sentía en la mano, la herida del brazo apenas la molestaba—. Vais a firmar estos dos papeles y vais a estampar vuestro sello en ambos.

—Me niego —replicó Rolfe entre dientes.

—Si ni siquiera sabéis lo que dicen —apuntó a la jadeante garganta con la punta de la espada—. De modo que os lo voy aclarar. Uno es una carta para mi maestro. Dice que el trato se cancela, que no volveréis a enviarle esclavos, y que si os enteráis de que intenta hacer ese tipo de negocios con cualquier otra persona, enviaréis a toda vuestra flota para castigarlo.

Rolfe se atragantó.

—Estás loca.

—Puede ser —reconoció Celaena—, pero aún no he terminado. Esta otra… la he escrito en vuestro nombre. He intentado adaptarme a vuestro tono habitual, pero me temo que está redactada con un estilo algo más elegante del que vos soléis emplear —Rolfe se debatió, pero Celaena le hundió la hoja con más fuerza y el pirata se detuvo—. En esencia —prosiguió la asesina con un dramático suspiro— dice que vos, capitán Rolfe, portador del mapa mágico tatuado en las manos, os comprometéis a no volver a vender un esclavo en vuestra vida. Y que si sorprendéis a algún pirata vendiendo, transportando o traficando con esclavos, lo colgaréis, lo quemaréis o lo ahogaréis vos mismo. Y que a partir de ahora la bahía de la Calavera será un puerto seguro para cualquier esclavo huido de Adarlan.

Rolfe prácticamente echaba humo por las orejas.

—No voy a firmar nada de eso, niñata estúpida. ¿Acaso no sabes quién soy?

—Muy bien —repuso Celaena mientras cambiaba el ángulo de la daga para que le fuera más fácil clavarla—. Memoricé vuestra firma aquel primer día, cuando estuve en vuestro despacho. No me costará mucho falsificarla. En cuanto a vuestro sello… —se sacó un anillo del bolsillo—. También me llevé esto aquel primer día, por si lo necesitaba. Y resulta que tenía razón —Rolfe lanzó una exclamación ronca mientras ella le mostraba el anillo con la mano libre. La luz arrancó reflejos al granate—. Supongo que no me costará nada volver al pueblo y decirles a vuestros amigotes que habéis zarpado en pos de los esclavos y que pueden esperar vuestro regreso para dentro de… no sé, ¿seis meses? El tiempo suficiente como para que no reparen en la sepultura que he cavado aquí cerca. A decir verdad, me habéis visto la cara y debería mataros por ello. Pero considerad mi gesto un favor personal. Y os prometo que si no seguís mis órdenes, cambiaré de decisión respecto a lo de perdonaros la vida.

Rolfe entornó los ojos hasta convertirlos en dos rendijas.

—¿Por qué?

—Tendréis que especificar más.

El señor de los piratas inspiró.

—¿Por qué tomarse tantas molestias por unos esclavos?

—Porque si nosotros no luchamos por ellos, ¿quién lo hará? —se sacó una pluma del bolsillo—. Firmad los papeles.

Rolfe enarcó una ceja.

—¿Y cómo sabrás que cumplo mi palabra?

Celaena le apartó la daga de la garganta y usó la hoja para apartarle el pelo de la cara.

—Tengo mis fuentes de información. Y si me entero alguna vez de que estáis traficando con esclavos, por mucho que os escondáis, por muy lejos que vayáis, os encontraré. Ya es la segunda vez que os perdono la vida. A la tercera no tendréis tanta suerte. Os lo juro como que me llamo Celaena Sardothien. Aún no he cumplido los diecisiete y ya soy capaz de machacaros. Imaginad lo peligrosa que seré dentro de unos años —negó con la cabeza—. No creo que queráis ponerme a prueba ahora… y desde luego no entonces.

Rolfe se la quedó mirando unos instantes.

—Si alguna vez vuelves a poner el pie en mi territorio, te garantizo que perderás la vida —guardó silencio un instante y luego murmuró—. Que los dioses ayuden a Arobynn —cogió la pluma—. ¿Alguna otra petición?

Celaena se separó de él pero no se guardó la daga.

—Vaya, pues sí —dijo—. Un barco me vendría bien.

Rolfe la fulminó con la mirada antes de coger los documentos.

Cuando Rolfe hubo firmado, sellado y tendido los documentos a Celaena, se tomó la libertad de volver a tumbarlo. Dos golpes rápidos en dos puntos concretos del cuello lo dejarían sin sentido el tiempo necesario para lo que tenía que hacer: encontrar a Sam.

Remontó las escaleras en ruinas de la torre, saltó sobre cadáveres de piratas y trozos de piedra, sin parar hasta encontrar los cuerpos machacados de los doce piratas que habían caído en la zona donde estaban Sam y las catapultas. Sangre, huesos y vísceras machacadas que no le apetecía demasiado mirar…

—¡Sam! —gritó mientras pasaba por un montón de escombros. Tiró a un lado un tablón y escudriñó la plataforma en busca de alguna señal de su compañero—. ¡Sam!

Le volvía a sangrar la mano, que iba dejando rastros a su paso mientras levantaba piedra, madera y metal. ¿Dónde estaba el asesino?

Celaena había ideado el plan. Si uno de los dos tenía que morir, debería haber sido ella. No él.

Llegó a la segunda catapulta, cuya estructura estaba partida en dos, aplastada por un trozo de torre caída. Una losa de piedra sobresalía del lugar donde se había estrellado. Era lo bastante grande como para ocultar un cuerpo machacado. Celaena corrió hacia ella y, patinando, empujó y empujó para levantarla. No se movió.

Gruñendo y jadeando, la embistió con más fuerza. La piedra era demasiado grande.

Maldiciendo, golpeó la superficie gris con el puño. Un fuerte dolor le recorrió la mano herida. El dolor quebró algo en su interior, y Celaena golpeó la piedra una y otra vez apretando las mandíbulas para acallar el grito que nacía en su garganta.

—Me parece que así no vas a conseguir mover la roca —dijo una voz, y Celaena se dio media vuelta.

Sam emergió por el otro lado del rellano. Iba cubierto de polvo gris de la cabeza a los pies, y le salía sangre de un corte en la frente pero estaba…

Celaena levantó la barbilla.

—Te estaba llamando.

Sam se encogió de hombros y caminó despacio hacia ella.

—He supuesto que podrías esperar unos minutos, teniendo en cuenta que he salvado la situación.

Enarcó las cejas en aquel rostro cubierto de ceniza.

—Menudo héroe —Celaena señaló con un gesto la torre en ruinas—. Jamás en mi vida había visto un trabajo tan chapucero.

Sam sonrió, y sus ojos marrones se volvieron dorados a la luz de la aurora. Aquel gesto era tan típico de Sam, la expresión traviesa, una pizca exasperada, aquella amabilidad que siempre, siempre haría de él una persona mucho mejor que ella.

Antes de saber lo que estaba haciendo, lo rodeó con los brazos y lo estrechó contra sí.

Sam se puso rígido, pero al cabo de un instante la abrazó a su vez. Ella respiró sus aromas, el olor del sudor, el regusto a roca y a polvo, el tufillo metálico de la sangre… Sam apoyó la mejilla contra la cabeza de Celaena. Ella no se acordaba —en serio, no podía recordarlo— de la última vez que alguien la había abrazado. No, un momento; hacía un año. Ben la había abrazado cuando había llegado dos horas tarde de un misión, con el tobillo lastimado. El hombre estaba preocupado y, dado lo poco que había faltado para que los guardias reales la capturasen, ella había llegado temblando de miedo.

Sin embargo, abrazar a Sam le producía una sensación distinta. Como si quisiera acurrucarse contra él; como si, por un momento, Celaena no tuviera que preocuparse por nada ni por nadie.

—Sam —murmuró contra su pecho.

—¿Hm?

Celaena se separó de él y dio un paso atrás para zafarse de su abrazo.

—Si alguna vez le cuentas a alguien que te he abrazado… te destripo.

Sam se la quedó mirando de hito en hito, pero enseguida echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en carcajadas. Se rio sin parar, hasta que el polvo le irritó la garganta y sufrió un ataque de tos. Celaena no intentó ayudarlo; no le veía la gracia a su comentario.

Cuando recuperó el aliento, Sam carraspeó.

—Vamos, Celaena Sardothien —dijo a la vez que le pasaba un brazo por los hombros—. Si has terminado de liberar esclavos y de machacar piratas, vámonos a casa.

Celaena lo miró de reojo y sonrió.