Ágil como un gato y sigilosa como una serpiente, Celaena trepó por los travesaños de madera clavados en el casco del barco.
El primer centinela no advirtió su presencia hasta que notó las manos de la asesina alrededor del cuello. Celaena le apretó el cuello en dos puntos que lo sumieron en la inconsciencia. (Al fin y al cabo, era una asesina, no una criminal). Antes de que el hombre se desplomase en la cubierta, Celaena le tensó la mugrienta túnica para suavizar la caída. Callada como un ratón, sigilosa como el viento, silenciosa como una tumba.
El segundo centinela, apostado junto al timón, la vio subir la escalera. Se las arregló para emitir un grito ahogado antes de que el pomo de la espada se estrellara contra su frente y lo dejara también sin sentido. Una maniobra no tan limpia y no tan silenciosa: cayó al suelo con un golpe que llamó la atención del tercer vigilante, que hacía guardia en proa.
Sin embargo, reinaba la oscuridad y varios metros de eslora los separaban. Celaena se agachó cuanto pudo y tapó el cuerpo del centinela caído con la capa.
—¿Jon? —llamó el tercer guardia desde el otro lado de la cubierta.
Celaena se encogió al oírlo. Cerca de allí, en el Sin Amor, reinaba el silencio. El tufo del cuerpo hediondo de Jon le arrancó una mueca.
—¿Jon? —volvió a decir el guardia, y Celaena oyó unos pasos que se aproximaban. Cada vez más cera. Pronto se toparía con el primer centinela.
Tres… Dos… Uno…
—¿Pero qué diablos?
El guardia tropezó con el cuerpo postrado de su compañero.
Celaena avanzó.
Saltó por encima de la barandilla tan deprisa que el centinela no alzó la vista hasta que la asesina aterrizó a su espalda. Bastó un rápido golpe a la cabeza para abatirlo. Acto seguido, Celaena dejó caer el cuerpo sobre el del primer guardia. Con el corazón a punto de saltarle del pecho, Celaena corrió hacia la proa del barco. Hizo brillar el espejo tres veces. Tres guardias abatidos.
Nada.
—Venga, Sam.
Repitió las señales.
Un larguísimo momento después, un destello le respondió. El aire corrió por los pulmones de Celaena en cuanto soltó el aliento que había contenido sin darse cuenta siquiera. Los guardias del Sin Amor también estaban inconscientes.
Celaena hizo una señal. La atalaya seguía en silencio. Si los vigías estaban allí, no habían visto nada. Tenían que ser rápidos y estar de vuelta antes de que su desaparición fuera advertida.
El guardia que vigilaba el camarote del capitán se las arregló para patear la pared tan fuerte como para despertar a los muertos antes de que lo abatiese, pero el aviso no impidió que el capitán Fairview gritara cuando Celaena entró en su despacho y cerró la puerta.
Cuando Fairview estuvo encerrado en el calabozo, amordazado, atado y plenamente consciente de que solo si él y sus guardias cooperaban conservaría la vida, Celaena bajó a la bodega.
A pesar de la estrechez del pasillo, los dos guardias que vigilaban la puerta no advirtieron su presencia hasta que Celaena se tomó la libertad de dejarlos inconscientes.
Con el máximo sigilo, cogió el farolillo que pendía de una clavija de la pared y abrió la puerta.
El techo era tan bajo que casi lo rozaba con la cabeza. Los esclavos estaban sentados, encadenados al suelo. Sin letrinas ni la más mínima iluminación, sin comida ni agua.
Los esclavos murmuraron y entrecerraron los ojos cuando el súbito brillo de una linterna se filtró desde el pasillo.
Celaena cogió la anilla de llaves que había robado del camarote del capitán y se internó en la bodega.
—¿Dónde está Dia? —preguntó.
Nadie respondió, bien porque no la entendían, bien por solidaridad.
Celaena suspiró y se adentró aún más en la cámara. Algunos de los salvajes montañeses murmuraron entre sí. Si bien hacía poco tiempo que se habían declarado enemigas de Adarlan, las gentes de las montañas del Colmillo Blanco eran famosas por su encendido amor a la violencia. Si alguien le causaba problemas, sería por iniciativa de los montañeses.
—¿Dónde está Dia? —preguntó en voz más alta.
Una voz temblorosa se alzó procedente del fondo.
—Aquí. —Celaena forzó la vista para distinguir aquellos rasgos marcados y elegantes a través de la oscuridad—. Estoy aquí.
Celaena avanzó con cautela por la atestada negrura. Los esclavos estaban tan apretados que no tenía sitio para pasar y apenas aire para respirar. No era de extrañar que hubieran muerto siete durante la travesía hasta la bahía.
Sacó la llave del capitán Fairview y liberó los pies de Dia, luego las manos, antes de tenderle la suya para ayudarle a levantarse.
—Tú te encargarás de traducir.
Las gentes de las montañas y quienquiera que no hablase la lengua común ni la de Eyllwe tendrían que deducir el sentido de sus palabras.
Dia se frotó las muñecas, sangrantes y encostradas.
—¿Quién eres?
Celaena retiró las cadenas de la delgadísima mujer que estaba sentada junto a Dia y luego le tendió las llaves.
—Una amiga —respondió—. Dile que desencadene a todo el mundo, pero que les pida que no salgan de la bodega.
Dia asintió y habló en Eyllwe. La mujer, con la boca entreabierta, miró a Celaena y tomó las llaves. Sin una palabra, procedió a liberar a sus compañeros. Dia se dirigió entonces al conjunto de los presentes, con voz suave pero intensa.
—Los guardias están inconscientes —dijo Celaena. Dia tradujo sus palabras—. El capitán está encerrado en el calabozo y mañana, si decidís escapar, os guiará por entre las islas Muertas hasta la libertad. Sabe que la pena por ofreceros indicaciones falsas será la muerte.
Dia tradujo, con los ojos cada vez más abiertos. Hacia el fondo, uno de los montañeses empezó a traducir también. Y luego dos más, uno a la lengua de Melisande y otro a un idioma que Celaena no reconoció. ¿Había sido la astucia o la cobardía lo que les había impedido hablar la noche anterior, cuando la asesina había preguntado quién sabía hablar la lengua común?
—Cuando haya acabado de explicar nuestro plan de acción —prosiguió presa de un ligero temblor al comprender lo que les esperaba exactamente—, tendréis que salir de la bodega, pero no subáis a cubierta bajo ningún concepto. Hay vigías en la atalaya, y guardias que vigilan el barco en tierra. Si os ven en cubierta, darán la alarma.
Dejó que Dia y los demás terminaran de traducir antes de proseguir.
—Mi compañero ya está a bordo del Sin Amor, otro carguero de esclavos que tenía previsto zarpar mañana —Celaena tragó saliva—. Cuando termine aquí, los dos volveremos al pueblo y distraeremos a los piratas el tiempo suficiente para que, al romper el alba, abandonéis la bahía. Tendréis que haber dejado atrás las islas Muertas antes de que oscurezca. En caso contrario, quedaréis atrapados en un laberinto.
Dia tradujo, pero una voz habló por allí cerca. Una mujer. Dia volvió la cabeza hacia Celaena con el ceño fruncido.
—Tiene dos preguntas. ¿Qué pasa con la cadena que atraviesa la bahía? ¿Y cómo tripularemos el barco?
Celaena asintió.
—Nosotros nos encargaremos de la cadena. La habremos arriado antes de que la alcancéis.
Cuando Dia y los demás tradujeron, la multitud estalló en murmullos. Las manillas seguían golpeando el suelo mientras los esclavos, uno tras otro, eran liberados.
—En cuanto a tripular el barco —Celaena alzó la voz para hacerse oír—, ¿hay algún marino entre vosotros? ¿Pescadores?
Algunas manos se alzaron.
—El capitán Fairview os dará instrucciones concretas. Sin embargo, tendréis que salir de la bahía a remo. Todo aquel que posea la fuerza necesaria tendrá que ponerse a los remos, o no podréis dejar atrás los barcos de Rolfe.
—¿Y qué pasa con su flota? —preguntó otro hombre.
—Dejádmela a mí.
Sam ya debía de estar remando hacia el Lobo Dorado. Tenían que regresar a la costa ya mismo.
—No importa que la cadena siga izada. Da igual lo que pase en el pueblo. En cuanto el sol asome por el horizonte, empezad a remar con todas vuestras fuerzas.
Unas cuantas voces pusieron objeciones cuando Dia tradujo, pero él replicó con brusquedad antes de volverse hacia Celaena.
—Nosotros discutiremos los detalles concretos.
La asesina levantó la barbilla.
—Hablad entre vosotros el resto. Ahora vuestro destino os pertenece. Sea lo que sea lo que decidáis, yo arriaré la cadena e intentaré conseguiros la máxima ventaja posible a partir del alba.
Inclinó la cabeza a modo de despedida y abandonó la bodega, si bien antes le indicó por signos a Dia que la siguiera. La discusión empezó en cuanto salieron; en voz baja, como mínimo.
En el pasillo, advirtió lo delgado y mugriento que estaba el anciano. Celaena señaló al otro lado del corredor.
—El calabozo está allí. En el interior encontraréis al capitán Fairview. Sacadlo justo antes del alba, y no temáis atizarle un poco si se niega a hablar. Hay tres guardias inconscientes atados en cubierta, otro junto al camarote de Fairview y estos dos. Haced lo que queráis con ellos. La decisión es vuestra.
—Enviaré a alguien a que los lleve al calabozo —repuso Dia rápidamente. Se frotó una barba de varios días—. ¿Cuánto tiempo tendremos para alejarnos? ¿Cuánto tardarán los piratas en reparar en nosotros?
—No lo sé. Intentaré inutilizar sus barcos. Puede que eso los retrase —llegaron al estrecho tramo de escaleras que conducía a la cubierta superior—. Necesito que hagas una cosa más —prosiguió, y el anciano levantó la mirada hacia ella, con los ojos brillantes—. Mi compañero no habla Eyllwe. Necesito que vayas en bote al otro barco, les expliques lo que os he dicho y les desates las cadenas. Tenemos que regresar a la costa cuanto antes, de modo que tendrás que ir solo.
Dia dio un respingo, pero asintió.
—Lo haré.
Después de que pidiera a su gente que llevaran a los guardias inconscientes al calabozo, Dia salió con Celaena a la cubierta desierta. Se encogió al ver a los vigilantes atados, pero no puso objeciones cuando la asesina le ciñó la capa de Jon a los hombros y le escondió el rostro en los pliegues de la capucha. Tampoco cuando le entregó la espada y la daga del vigilante.
Sam ya esperaba junto al barco, al resguardo de los ojos de los vigías. El asesino ayudó a Dia a embarcar en el primer bote antes de saltar al segundo y aguardar a que Celaena subiera a bordo.
La sangre brillaba en la oscura túnica de Sam. Por suerte, ambos habían llevado una muda consigo. En silencio, Sam cogió los remos pero Celaena carraspeó. Dia se volvió a mirarla.
Ella inclinó la cabeza hacia el oeste, en dirección a la entrada de la bahía.
—Recuerda que debéis empezar a remar con la aurora, aunque la cadena siga izada. Debéis aprovechar la marea al máximo.
Dia cogió los remos con fuerza.
—Estaremos listos.
—Entonces, buena suerte —le deseó Celaena.
Sin añadir nada más, Dia empezó a remar hacia el segundo carguero, con unos golpes de remo algo ruidosos para el gusto de la asesina, pero no lo bastante como para que alguien pudiera advertirlos.
Sam se puso en marcha también. Trazó una curva para rodear la proa y se dirigió hacia los muelles a un ritmo tranquilo, como de paseo.
—¿Nerviosa? —preguntó con voz apenas audible por encima del chapoteo de los remos en la bahía en calma.
—No —mintió ella.
—Yo también.
A lo lejos brillaban las luces doradas de la bahía de la Calavera. Las carcajadas y los vítores resonaban en la playa. Sin duda había corrido la voz de que había cerveza gratis.
Celaena insinuó apenas una sonrisa.
—Prepárate para abrir las puertas del infierno.