La cena transcurrió en silencio. Rolfe apareció a las ocho de la noche para llevarlos al barracón. Sam ni siquiera preguntó adónde iban. Se limitó a acompañarlos, como si lo supiera perfectamente.
El barracón era un enorme almacén de madera. Aun a buena distancia, el lugar desprendía algo siniestro; el instinto le gritaba a Celaena que no entrara allí. El fuerte hedor de los cuerpos no la alcanzó hasta que estuvo dentro. Parpadeando para proteger los ojos del brillo de las antorchas y de las lámparas de aceite, Celaena tardó unos instantes en distinguir lo que tenía delante.
Rolfe, que avanzaba decidido por delante de ellos, no titubeó mientras pasaba ante celdas y más celdas repletas de esclavos. En cambio, se dirigió hacia un gran espacio abierto al fondo del almacén, donde un hombre de Eyllwe de piel aceitunada permanecía en pie entre cuatro piratas.
Junto a Celaena, Sam ahogó un grito y palideció. Por si el olor no bastara, las personas que se apiñaban en el interior de las celadas cogidas a los barrotes, encogidas contra los muros o aferrando a sus hijos —niños— rompían el corazón.
Aparte de algún sollozo ahogado, los esclavos —una mezcla de prisioneros de tierras diversas— guardaban silencio. Algunos ojos se abrieron como platos al verla. Celaena había olvidado el aspecto que ofrecía: sin rostro, con la capa ondeando tras ella, caminando a grandes zancadas como la muerte en persona. Algunos esclavos dibujaron incluso signos invisibles en el aire, como para protegerse de aquel diablo con el que la hubieran confundido.
La asesina se fijó en los cerrojos de las celdas y contó la cantidad de personas que se apiñaba en cada una. Parecían proceder de todos los reinos del continente. Distinguió incluso el pelo anaranjado y los ojos grises de los hombres de las montañas; tipos de aspecto feroz que observaban con atención los movimientos de Celaena. Y mujeres, algunas no mucho mayores que ella. ¿Eran rebeldes también o solo las habían sorprendido en el lugar equivocado en el momento inapropiado?
El corazón de Celaena se aceleró. A pesar de los años transcurridos, la gente seguía desafiando al imperio de Adarlan. Sin embargo, ¿qué derecho tenía Adarlan —o Rolfe o cualquiera— a tratarlos así? Conquistar sus tierras no bastaba; no, Adarlan tenía que destrozarlos.
Por lo que ella sabía, Eyllwe se había llevado la peor parte. Aunque su rey había cedido el poder al soberano de Adarlan, los soldados de Eyllwe aún luchaban en grupos de rebeldes que mermaban las fuerzas del imperio. Por desgracia, las tierras de Eyllwe eran demasiado preciosas como para que Adarlan renunciase a ellas. Aquel reino se jactaba de poseer las dos ciudades más prósperas del continente; su territorio —rico en cultivos, ríos y bosques— era una arteria crucial en las rutas de comercio. Ahora, por lo que parecía, Adarlan había decidido sacar partido también a sus gentes.
Los hombres que rodeaban al prisionero de Eyllwe se separaron cuando Rolfe se aproximó y lo saludaron con una inclinación de cabeza. Celaena reconoció a dos de ellos de la cena de la noche anterior; el capitán Fairview, bajo y calvo, y el capitán Blackgold, tuerto y grandullón. Celaena y Sam se detuvieron junto a Rolfe.
El hombre de Eyllwe estaba desnudo, un cuerpo musculoso magullado y ensangrentado.
—Este se ha resistido un poco —explicó el capitán Fairview.
Aunque el sudor le brillaba en la piel, el esclavo mantenía la barbilla alta, los ojos fijos en algún recuerdo lejano. Debía de tener unos veinte años. ¿Tendría familia?
—Lo hemos encadenado. Pagarán un buen precio por él —prosiguió Fairview a la vez que se secaba la cara en el hombro de la túnica escarlata. El bordado dorado se había deshilachado y la tela, de un color vivo en su día, estaba manchada y desvaída—. Yo lo enviaría al mercado de Bellhaven. Acuden muchos hombres ricos allí en busca de manos fuertes para trabajar en la construcción. Y también mujeres que desean algo totalmente distinto.
Guiñó un ojo en dirección a Celaena.
Una rabia incontenible invadió a la asesina, tan repentina que la dejó sin aliento. No se dio cuenta de que había cogido la espada hasta que Sam entrelazó los dedos con los suyos. Fue un ademán casual, y cualquier observador externo lo habría tomado por un gesto de afecto. Sin embargo, Sam apretó los dedos de la asesina con fuerza. Se había dado cuenta de lo que Celaena estaba a punto de hacer.
—¿Cuántos de esos esclavos serán útiles en la práctica? —preguntó Sam al tiempo que liberaba los dedos enguantados de su compañera—. Los nuestros irán todos a Rifthold pero ¿este lote lo vais a dividir?
Rolfe respondió:
—¿Creéis que vuestro amo es el primer rufián con el que hago negocios? Las condiciones son distintas en las diversas ciudades. Mis socios de Bellhaven me dicen lo que buscan los ricos, y yo se lo proporciono. Si no sé dónde vender algún esclavo, lo envío a Calaculla. Si a vuestro amo le sobrara algo, enviarlos a Endovier sería una buena opción. Adarlan suele apretar el puño cuando compra esclavos para las minas de sal, pero mejor eso que nada.
De modo que Adarlan no solo arrancaba prisioneros del campo de batalla y de sus hogares; también compraba esclavos para las minas de sal de Endovier.
—¿Y los niños? —preguntó Celaena en un tono tan indiferente como le fue posible—. ¿Adónde van a parar?
Los ojos de Rolfe se ensombrecieron un poco ante aquella pregunta, y dejaron entrever tanto sentimiento de culpa que Celaena se preguntó si no se habría rebajado al tráfico de esclavos como último recurso.
—Procuramos no separar a los niños de sus madres —repuso con voz queda—, pero no podemos controlar lo que hacen en las subastas.
Celaena se mordió la lengua para no replicar y dijo:
—Ya veo. ¿Son difíciles de vender? ¿Cuántos niños calculáis que habrá en nuestra remesa?
—Tenemos unos diez aquí —contestó Rolfe—. Vuestra remesa incluirá más o menos los mismos. Y no son difíciles de vender, si sabes dónde hacerlo.
—¿Dónde? —preguntó Sam.
—Algunas casas acomodadas buscan niños para las cocinas o los establos —aunque no le tembló la voz, Rolfe miraba el suelo—. A veces, las señoras de los burdeles asoman la cabeza por las subastas también.
Sam se puso blanco de rabia. Si había algo que lo sacaba de sus casillas, un tema que —Celaena lo sabía— le hacía hervir la sangre, era aquel.
Su madre había sido vendida a un burdel a la edad de ocho años y a lo largo de sus escasos veintiocho años de vida había pasado de ser una huérfana en las calles de Rifthold a convertirse en una de las cortesanas más solicitadas de la ciudad. Sam solo tenía seis cuando su madre había muerto; asesinada por un cliente celoso. Y si bien la mujer había acabado por reunir algo de dinero con el paso de los años, no le había bastado para abandonar el burdel; ni para asegurar el futuro de Sam. No obstante, había sido una de las favoritas de Arobynn, y cuando el rey de los asesinos se enteró de que la madre de Sam quería que entrenara a su hijo, había aceptado.
—Lo tendremos en cuenta —apuntó Sam en tono brusco.
A Celaena no le bastaba con arruinar aquel negocio. No, ni de lejos. No si había tantas personas allí prisioneras. La sangre le hervía en las venas. La muerte, como mínimo, era rápida. Sobre todo cuando alguien como ella se encargaba de administrarla. La esclavitud, en cambio, condenaba a una persona a un sufrimiento sin fin.
—Muy bien —dijo Celaena alzando la barbilla. Tenía que salir de allí; y sacar a Sam antes de que él también estallase. Un brillo mortal asomó a los ojos de la asesina—. Estoy deseando ver nuestra remesa. —Inclinó la cabeza hacia las celdas—. ¿Para cuándo está prevista la partida de estos esclavos?
Una pregunta peligrosa y estúpida.
Rolfe miró al capitán Fairview, que se rascó la mugrienta cabeza.
—¿Estos? Los dividiremos y los cargaremos en un barco mañana, seguramente. Apuesto a que zarpan al mismo tiempo que los vuestros. Aún tenemos que reclutar tripulación.
Rolfe y él empezaron a discutir posibles candidatos y Celaena aprovechó la ocasión para marcharse.
Lanzando una última mirada al esclavo Eyllwe, Celaena salió a toda prisa de aquel almacén que hedía a miedo y a muerte.
—¡Celaena, espera! —gritó Sam, jadeando mientras intentaba alcanzarla.
Celaena no podía esperar. Había echado a andar y ya no se había detenido. Al llegar a la playa vacía que se extendía lejos de las luces de la bahía, siguió caminando hasta llegar al agua.
No muy lejos de allí, la atalaya se erguía como un centinela solitario. El Rompe-navíos pendía a lo largo de la bahía como medida de seguridad durante la noche. La luna llena iluminaba aquella arena fina como polvo y convertía la superficie del mar en una espejo de plata.
Celaena se quitó la máscara de la cara y la tiró tras ella. Luego se arrancó la capa, las botas y la túnica. La brisa húmeda le besó la piel desnuda y agitó su delicada enagua.
—¡Celaena!
Unas olas cálidas como un baño caliente rozaron los tobillos de Celaena mientras la asesina se internaba en el agua chapoteando. Antes de que se hundiera hasta las pantorrillas, Sam la cogió del brazo.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó. Celaena intentó zafarse, pero Sam la aferró con fuerza.
Con un movimiento rápido, Celaena se giró sobre sí misma para golpearlo con el otro brazo, pero Sam conocía el movimiento —lo había practicado con ella cientos y cientos de veces— y le cogió la otra mano.
—Basta —pidió Sam.
Celaena recurrió al pie para golpearlo por detrás de la rodilla y derribarlo. Sam no la liberó, y ambos cayeron al suelo entre salpicaduras de agua y arena.
La asesina cayó encima del chico, pero él no perdió un instante; para evitar que le propinara un codazo en la cara, la hizo girar estampándola en el suelo. Celaena se quedó sin aire. Sam se dispuso a agarrarla pero la asesina se puso en pie a toda prisa y propinó una patada a Sam en todo el estómago. Maldiciendo, Sam cayó de rodillas. La espuma saltó a su alrededor, una lluvia de plata.
Celaena se acuclilló de un salto. La arena susurró bajo sus pies cuando se dispuso a atacar.
Pero Sam, que estaba esperando, la esquivó justo a tiempo y la cogió por los hombros para derribarla.
Celaena supo que había perdido antes incluso de que el asesino acabara de empujarla contra la arena. Él le ciñó las muñecas y le clavó las rodillas en los muslos para evitar que Celaena cogiera impulso.
—¡Basta!
Sam le clavó los dedos con fuerza en las muñecas. Una ola solitaria los lamió y los empapó.
Ella se retorció, curvó los dedos para arañarlo, pero no pudo alcanzar las manos del chico. La arena se desplazó lo suficiente como para que ella encontrara una superficie firme en la que apoyarse para poder tirar de él. Pero Sam la conocía bien; conocía los movimientos que hacía, los trucos a los que solía recurrir.
—Basta —dijo él sin resuello—. Por favor.
A la luz de la luna, los hermosos rasgos de Sam estaban crispados, los ojos abiertos de par en par.
—Por favor —repitió con voz ronca.
El pesar —la derrota— que irradiaba su voz la hizo detenerse. Un jirón de nube pasó por delante de la luna, que iluminaba los pómulos de Sam, la curva de sus labios; aquella singular belleza que había otorgado a su madre tanta popularidad. Muy por encima de la cabeza del asesino, las estrellas parpadeaban débilmente, casi invisibles al fulgor de la luna.
—No te soltaré hasta que prometas que dejarás de atacarme —dijo Sam. Su rostro estaba a pocos centímetros del de Celaena y la asesina notó en la cara el soplo de cada una de sus palabras.
Celaena suspiró entrecortadamente; una vez, luego otra. No tenía motivos para hostigar a Sam. No si le había impedido que atacara a aquel pirata en el almacén. No si se había irritado tanto al descubrir niños entre los esclavos. Le temblaron las piernas de dolor.
—Lo prometo —musitó.
—Júralo.
—Lo juro por mi vida.
Sam la observó durante un segundo y luego la liberó despacio. Celaena aguardó hasta que él estuvo de pie y entonces se levantó. Ambos estaban empapados y cubiertos de arena. La asesina imaginó que tan mojada y despeinada debía de parecer una lunática peligrosa.
—Bueno —empezó a decir él mientras se quitaba las botas y las tiraba hacia atrás, a la arena—. ¿Te vas a explicar?
Sam se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se internó unos cuantos pasos en el agua.
Celaena echó a andar con él. Las olas le bañaban los pies.
—Yo solo… —quiso explicarse, pero hizo un gesto de impotencia con el brazo y sacudió la cabeza con fuerza.
—¿Tú qué?
El rumor de las olas casi ahogó la pregunta de Sam.
Celaena se volvió a mirarlo.
—¿Cómo soportas mirar a esa gente y no hacer nada?
—¿A los esclavos?
Celaena siguió caminando.
—Me pone mala. Me pone… me pone tan furiosa que podría…
No pudo acabar la frase.
—¿Podrías qué? —la asesina oyó un chapoteo. Al mirar por encima del hombro, vio que Sam se acercaba. Se cruzó de brazos, dispuesta a discutir—. ¿Hacer algo tan idiota como atacar a los hombres de Rolfe en su propio almacén?
Ahora o nunca. Celaena no había querido involucrarlo pero… ahora que había cambiado de planes, necesitaba su ayuda.
—Algo tan idiota como liberar a los esclavos —declaró.
Sam se quedó tan inmóvil como una estatua.
—Sabía que tramabas algo; pero liberarlos…
—Lo voy a hacer, con tu ayuda o sin ella.
Al principio, se había propuesto arruinar el trato, pero nada más entrar en el almacén había comprendido que no podía dejarlos allí.
—Rolfe te matará —afirmó Sam—. Y si no lo hace Rolfe, lo hará Arobynn.
—Tengo que intentarlo —insistió ella.
—¿Por qué? —Sam se acercó tanto que Celaena tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara—. Somos asesinos. Matamos gente. Destruimos vidas a diario.
—Podemos elegir —dijo ella entre dientes—. Quizás cuando éramos niños no. Entonces las opciones eran Arobynn o la muerte. Pero ahora… Ahora tú y yo tenemos la posibilidad de decidir lo que hacemos. Esos esclavos fueron apresados. Luchaban por su libertad, quizás sencillamente vivían cerca del campo de batalla o algunos mercenarios pasaron por su ciudad y se los llevaron. Son personas inocentes.
—¿Y nosotros no lo éramos?
Algo helado atravesó el corazón de Celaena cuando un recuerdo asomó a su memoria.
—Asesinamos a funcionarios corruptos y a esposas adúlteras; lo hacemos de forma rápida y limpia. Ellos destrozan familias enteras. Cada una de esas personas tenía una vida.
Los ojos de Sam ardieron.
—Entiendo lo que dices. Y todo este asunto no me gusta lo más mínimo. No solo el tráfico de esclavos; tampoco el hecho de que Arobynn quiera implicarse. Pero solo somos dos personas… rodeadas de piratas.
Celaena esbozó una sonrisa torva.
—Por eso es una suerte que seamos los mejores. Y —añadió— es una suerte que le haya formulado a Rolfe tantas preguntas sobre lo que planea hacer a lo largo de los dos próximos días.
Sam parpadeó.
—Te das cuenta de que es lo más temerario que has hecho en tu vida, ¿verdad?
—Tal vez sea temerario, pero también es lo más importante.
Sam se la quedó mirando tanto rato que a Celaena le ardieron las mejillas, como si el asesino pudiera ver su fuero interno, como si lo supiera todo de ella. El corazón se le aceleró cuando comprendió que no le desagradaba lo que veía.
—Supongo que si vamos a morir, más vale que sea por una causa noble —accedió.
Celaena resopló, usando el gesto como excusa para apartarse de él.
—No vamos a morir. No si seguimos mi plan.
Sam gimió.
—¿Ya tienes un plan?
Ella le sonrió y luego se lo contó todo. Cuando hubo terminado, Sam se rascó la cabeza.
—Bueno —reconoció sentándose en la arena—. Supongo que podría funcionar. Habrá que programarlo muy bien, pero…
—Pero podría funcionar.
Celaena se sentó junto a Sam.
—Cuando Arobynn se entere…
—Déjame a mí a Arobynn. Puedo manejarlo.
—Siempre podríamos… no volver a Rifthold —sugirió Sam.
—¿Qué quieres decir? ¿Escapar?
Sam se encogió de hombros. Aunque tenía los ojos puestos en la olas, Celaena habría jurado que un leve rubor teñía las mejillas del asesino.
—Es capaz de matarnos.
—Si escapamos, nos perseguirá durante el resto de nuestras vidas. Aunque cambiáramos de nombre, nos encontraría —¡y ella no pensaba renunciar a su vida así como así!—. Ha invertido muchísimo dinero en nosotros… y aún tenemos que pagarle la deuda. Nos consideraría una mala inversión.
La mirada de Sam se desvió hacia el norte, como si pudiera ver el despliegue de la capital y el inmenso castillo de cristal.
—Creo que aquí hay más en juego que un mero acuerdo comercial.
—¿Qué quieres decir?
Sam dibujó círculos en la arena.
—Quiero decir, ¿por qué nos ha envidado a nosotros dos precisamente? Las razones que nos dio eran falsas. No somos piezas claves para la firma del acuerdo. Podría haber enviado a otros dos asesinos que no estuvieran siempre como el perro y el gato.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Sam se encogió de hombros.
—Puede que Arobynn nos quisiera lejos de Rifthold en estos momentos. Tal vez necesitara mantenernos apartados de la ciudad durante un mes.
Un escalofrío recorrió a Celaena.
—Arobynn no haría algo así.
—¿Ah, no? —preguntó Sam—. ¿Acaso se preocupó por averiguar qué hacía Ben allí la noche que capturaron a Gregori?
—Si estás insinuando que Arobynn envió a Ben a…
—No estoy insinuando nada. Solo digo que hay algo que no encaja. Y que hay muchas preguntas sin respuesta.
—Se supone que no podemos dudar de Arobynn —murmuró ella.
—¿Y desde cuándo obedecemos todas la órdenes?
Celaena se levantó.
—Vamos a ver qué pasa durante los próximos días. Luego ya pensaremos en esa teoría tuya de la conspiración.
Sam se puso en pie al instante.
—No tengo ninguna teoría de la conspiración. Solo formulo las preguntas que tú también deberías hacerte. ¿Quería Arobynn que pasáramos un mes lejos de la ciudad?
—Arobynn es de fiar.
Aun mientras pronunciaba las palabras, Celaena se sintió una tonta por hacer semejante afirmación.
Sam recogió las botas.
—Me vuelvo a la taberna. ¿Te vienes?
—No. Me quedo aquí un rato más.
Sam la miró con desconfianza, pero asintió.
—Mañana, a las cuatro de la tarde, tenemos que examinar a los esclavos de Arobynn en el barco. Procura no quedarte aquí toda la noche. Necesitamos descansar cuanto podamos.
Celaena no respondió. Se alejó andando sin quedarse a mirar cómo Sam se encaminaba hacia las luces doradas de la bahía de la Calavera.
Caminó siguiendo la orilla hasta llegar a la atalaya solitaria. Tras observarla desde las sombras —las dos catapultas encaramadas a una plataforma, la gigantesca cadena anclada en la cúspide— siguió paseando. Anduvo hasta que no quedó nada en el mundo salvo el siseo de las olas, la extensión de arena a sus pies y el reflejo de la luna en el agua.
Continuó caminando hasta que una brisa sorprendentemente fría la azotó. Entonces se detuvo en seco.
Despacio, Celaena se volvió a mirar al norte, hacia el lugar de donde procedía la brisa, empapada del olor de unas tierras que no había visto desde hacía ocho años. Pinos y nieve; una ciudad todavía presa del frío del invierno. Inhaló el aroma mientras miraba los kilómetros y kilómetros de negro océano que se desplegaban ante ella, como si, allá al fondo, pudiera ver la ciudad lejana que un día, hacía mucho tiempo, fuera su hogar. Orynth. Una ciudad de luz y de música, custodiada por un castillo de alabastro con su torre de ópalo, tan brillante que era visible en varios kilómetros a la redonda.
La luz de la luna desapareció tras un nubarrón. En la súbita oscuridad, las estrellas brillaron con más fuerza.
Celaena se sabía todas las constelaciones de memoria, e instintivamente buscó el ciervo, el Señor del Norte, y la estrella inmóvil que la coronaba.
En aquel momento no había tenido opción. Cuando Arobynn le ofreció aquel camino, la única alternativa era la muerte. Pero ahora…
Respiró entrecortadamente. No, sus opciones eran tan limitadas en estos momentos como entonces, cuando tenía ocho años. Era la asesina de Adarlan, la protegida y heredera de Arobynn Hamel… y siempre lo sería.
Emprendió el largo camino de vuelta a la taberna.