Capítulo 3

Tardaron cinco minutos en inspeccionar la exigua habitación en busca de mirillas o señales de peligro, cinco minutos más en separar los cuadros de las paredes revestidas de madera, revisar los tablones del suelo, sellar la rendija entre la puerta y el piso y tapar la ventana con la vieja capa negra de Sam.

Cuando Celaena tuvo la certeza de que nadie podía verlos ni oírlos, se retiró la capucha, se desató la máscara y se volvió furiosa hacia Sam.

Este, sentado en una cama mínima, tan estrecha que más parecía un catre, le enseñó las palmas de las manos.

—Antes de que me saltes a la yugular —explicó sin alzar la voz, por si acaso—, deja que te diga que sabía tan poco como tú del verdadero motivo de esta reunión.

Ella lo fulminó, saboreando entretanto el aire fresco en la cara, sudada y pegajosa.

—¿Ah, sí? ¿De verdad?

—No eres la única que sabe improvisar —Sam se quitó las botas y se recostó en la cama—. Ese hombre está tan enamorado de sí mismo como tú; no nos conviene que sepa que nos lleva ventaja.

Celaena cerró los puños con fuerza.

—¿Y por qué nos habrá hecho venir Arobynn sin revelarnos el verdadero motivo de la visita? Regañar a Rolfe… ¡por un crimen en el que no ha tenido nada que ver! Puede que Rolfe nos haya mentido acerca del verdadero contenido de la carta —la asesina se irguió—. Es muy posible que…

—No nos ha mentido sobre el contenido de la carta, Celaena —replicó Sam—. ¿Por qué iba a molestarse? Tiene cosas más importantes que hacer.

Ella farfulló una retahíla de palabras malsonantes mientras paseaba de un lado a otro, taconeando sobre aquellos tablones irregulares. Menudo señor de los piratas. ¿Aquella era la mejor habitación que podía ofrecerles? Ella era la asesina de Adarlan, la mano derecha de Arobynn Hamel, ¡no una ramera de tres al cuarto!

—Sea como sea, seguro que Arobynn tiene sus razones.

Sam se tendió en el lecho y cerró los ojos.

—Esclavos —escupió ella mientras se pasaba la mano por el pelo recogido. Se le trabaron los dedos con la trenza—. ¿En qué está pensando Arobynn para implicarse en el tráfico de esclavos? Estamos por encima de esas cosas. ¡No necesitamos ese dinero!

A menos que Arobynn hubiera mentido. A menos que tanto derroche se estuviera llevando a cabo con fondos inexistentes. Celaena siempre había dado por supuesto que la riqueza del rey de los asesinos no tenía fin. Arobynn había gastado la fortuna de un rey en criarla; en su guardarropa, sin ir más lejos. Pieles, seda, joyas, la cantidad semanal que dedicaba a embellecerse… Por supuesto, siempre había dejado bien claro que era un préstamo, que se quedaría una parte de sus ganancias, pero…

Tal vez Arobynn solo pretendiera enriquecerse aún más. Si Ben hubiera estado vivo, no se lo habría permitido. Ben se habría sentido tan asqueado como ella. Asesinar a funcionarios corruptos era una cosa, pero capturar prisioneros de guerra, maltratarlos hasta que dejasen de resistirse y luego condenarlos a la esclavitud de por vida…

Sam abrió un ojo.

—¿Te vas a bañar, o voy yo primero?

Ella le lanzó la capa. Sam la cogió con una sola mano y la tiró al suelo. Celaena dijo:

—Yo primero.

—Cómo no.

Celaena lo miró con rabia, se dirigió al baño hecha una furia y cerró de un portazo.

De todos los banquetes a los que Celaena había asistido en su vida, aquel, sin duda, fue el peor. No por culpa de la compañía, que ofrecía cierto interés, por mal que le supiese admitirlo; ni tampoco a causa de la comida, que tenía un aspecto delicioso y olía de maravilla, sino porque aquella maldita máscara le impedía llevarse nada a la boca.

Sam, como era de esperar, repetía una y otra vez para humillarla aún más. Celaena, sentada a la izquierda de Rolfe, albergaba en parte la esperanza de que la comida estuviera envenenada. Por desgracia, Sam solo se servía de las carnes y estofados que Rolfe probaba antes que él, de modo que las probabilidades de que su deseo se hiciera realidad eran bastante escasas.

—Señorita Sardothien —se mofó Rolfe con las cejas muy arqueadas—, debéis de estar muerta de hambre. ¿O acaso mi comida no es lo bastante exquisita para vuestro refinado paladar?

Bajo la capa, la capucha y la túnica negras, Celaena no solo estaba muerta de hambre, también acalorada y cansada. Además sedienta. Todo lo cual, unido a su fuerte temperamento, constituía una combinación letal. Pero no podía dejarlo entrever.

—No tengo hambre —mintió mientras hacía girar el agua en la copa. Se deslizaba hacia los bordes tentándola con cada giro. Tuvo que dejar de hacerlo.

—Tal vez si retiraseis la máscara la comida os resultaría más agradable —prosiguió Rolfe al mismo tiempo que tomaba un bocado de jabalí asado—. A menos que lo que se oculta tras la máscara nos quite el apetito.

Los otros cinco piratas —todos capitanes de la flota de Rolfe— se rieron por lo bajo y Celaena se irguió.

—Seguid hablando así —la asesina cogió la copa por el tallo— y os daré a vos motivos para llevar máscara.

Sam le dio una patada por debajo de la mesa y Celaena se la devolvió, un golpe directo a la espinilla, tan fuerte que Sam se atragantó con el agua.

Los capitanes perdieron el buen humor pero Rolfe soltó una risilla. Celaena apoyó una mano enguantada en la mesa, cuya superficie estaba surcada de quemaduras y cortes. Sin duda el mueble había soportado más de una reyerta. ¿Acaso a Rolfe no le atraía el lujo? O tal vez no disfrutara de muy buena posición, si tenía que recurrir al tráfico de esclavos. Arobynn, en cambio… Arobynn era tan rico como el propio rey de Adarlan. ¿Qué necesidad tenía de caer tan bajo?

Rolfe volvió los ojos hacia Sam, que una vez más parecía enfurruñado.

—¿Alguna vez la habéis visto sin máscara?

Sam, para sorpresa de Celaena, hizo una mueca.

—Una vez —la miró con un recelo la mar de creíble—. Y fue suficiente.

Rolfe escudriñó el rostro de Sam apenas un instante, luego dio otro bocado a la carne.

—Bueno, ni no queréis enseñarme la cara, a lo mejor accedéis a contarme cómo llegasteis a ser la protegida de Arobynn Hamel.

—Entrenando —replicó ella con indiferencia—. No todos tenemos la suerte de llevar un mapa mágico tatuado en la mano. Algunos debemos trabajar duro para llegar a lo más alto.

Rolfe se crispó, y los capitanes dejaron de comer. El señor de los piratas se la quedó mirando tan fijamente que Celaena quiso que se la tragara la tierra. A continuación dejó el tenedor sobre la mesa.

Sam se acercó un poco más a Celaena, pero solo, advirtió ella, para ver mejor a Rolfe, que mostraba las palmas sobre la mesa.

Juntas, sus manos formaban un mapa del continente; nada más.

—Este mapa lleva ocho años sin cambiar —hablaba en tono ronco. Un escalofrío recorrió la espalda de Celaena. Ocho años. Exactamente el tiempo transcurrido desde que los seres mágicos habían desaparecido—. No vayáis a pensar —prosiguió Rolfe retirando las manos—, que no he tenido que abrirme paso con uñas y dientes, exactamente igual que vos.

Si tenía casi treinta años, seguramente habría cometido más asesinatos que ella. Y a juzgar por las muchas cicatrices que le surcaban las manos y la cara, sin duda se había cruzado con muchos dientes y uñas en su camino.

—Me alegra saber que somos espíritus afines —replicó Celaena.

Si Rolfe estaba acostumbrado a ensuciarse las manos, entonces el tráfico de esclavos no lo acobardaba. Ahora bien, él era un pirata zarrapastroso. Ellos eran los asesinos de Arobynn Hamel; educados, ricos, refinados. No se rebajaban a traficar con esclavos.

Rolfe le dedicó una sonrisa torva.

—¿Tenéis mal carácter por naturaleza u os comportáis así porque os asusta relacionaros con los demás?

—Soy la asesina más peligrosa del mundo —Celaena levantó la barbilla—. No temo a nadie.

—¿De verdad? —se extrañó Rolfe—. Porque yo soy el pirata más peligroso del mundo y temo a más de uno. Gracias a eso sigo vivo después de tanto tiempo.

Celaena no se dignó responder. Traficante bastardo. Él meneó la cabeza de lado a lado, sonriendo del mismo modo que sonreía Celaena cuando quería sacar a Sam de sus casillas.

—Me sorprende que Arobynn no os haya enseñado a mantener a raya vuestra arrogancia —opinó Rolfe—. Vuestro compañero sí que sabe cuándo debe mantener la boca cerrada.

Sam tosió y se echó hacia delante.

—¿Y cómo llegasteis vos a ser el señor de los piratas?

Rolfe pasó un dedo por una muesca de la mesa.

—Maté a todos los piratas que me superaban —los otros tres capitanes, todos mayores, más curtidos y mucho menos atractivos que él, resoplaron, pero no lo negaron—. A todo aquel tan arrogante como para pensar que un joven con una tripulación desigual y un solo barco a su mando no suponía ninguna amenaza. Pero todos cayeron, uno a uno. Cuando te labras así tu reputación, la gente tiende a respetarte —Rolfe miró a Celaena y a Sam alternativamente—. ¿Queréis un consejo? —le preguntó a la asesina.

—No.

—Yo vigilaría a Sam. Tal vez seáis mejor, Sardothien, pero siempre hay alguien esperando a que cometáis un descuido.

Sam, el muy bastardo traidor, no ocultó una sonrisilla de suficiencia. Los otros piratas rieron por lo bajo.

Celaena fulminó a Rolfe con la mirada. Se le retorcían las tripas de hambre. Comería más tarde; escamotearía algo de las cocinas de la taberna.

—¿Queréis vos un consejo?

Él agitó una mano invitándola a proceder.

—Meteos en vuestros asuntos.

Rolfe la obsequió con una sonrisa lánguida.

—No me fío de Rolfe —musitó Sam más tarde, en la oscuridad de la habitación. Celaena, encargada de la primera guardia, miró enfurruñada a su compañero, que yacía en la cama.

—No me extraña —gruñó, disfrutando del aire que le refrescaba la cara—. Te ha dicho que me asesines.

Sam rio entre dientes.

—Un sabio consejo.

Ella se arremangó las mangas de la túnica. Aun por la noche, aquel maldito lugar era un horno.

—¿Ah, sí? Pues también sería sabio por tu parte no dormir, no vaya a ser que no despiertes más.

El colchón de Sam chirrió cuando se dio la vuelta.

—Venga… ¿Es que no sabes aceptar una broma?

—¿En lo que concierne a mi vida? No.

Sam resopló.

—Créeme, si no te llevara sana y salva a casa, Arobynn me desollaría vivo. Literalmente. Si alguna vez te mato, Celaena, me aseguraré antes de que nadie me pueda encontrar.

Celaena frunció el ceño.

—Te lo agradezco.

Se abanicó con la mano el rostro sudoroso. Habría vendido su alma al diablo por un soplo de aire fresco, pero no podían abrir la ventana o no tardaría en aparecer algún par de ojos deseoso de averiguar qué aspecto tenía. Claro que, bien pensado, le habría encantado ver la cara que se le quedaba a Rolfe al ver su rostro. Seguramente ya había deducido que era joven, pero saber que estaba tratando con una muchacha de dieciséis años sería un golpe del que su orgullo jamás se recuperaría.

Solo pasarían allí tres noches; ambos podían prescindir de algunas horas de sueño si de ese modo protegían el secreto de la identidad de Celaena… y preservaban las vidas de ambos.

—¿Celaena? —le preguntó Sam en la oscuridad—. ¿Puedo dormirme sin miedo a no despertar mañana?

Ella parpadeó y luego rio por lo bajo. Como mínimo Sam se tomaba en serio sus amenazas. Ojalá pudiera decir lo mismo de Rolfe.

—No —replicó—. Esta noche no.

—Alguna otra pues —musitó él.

Al cabo de pocos minutos, se quedó dormido.

Celaena apoyó la cabeza contra el revestimiento de la pared y se quedó escuchando el susurro de la respiración de Sam mientras las horas nocturnas se alargaban hacia el amanecer.