ONCE

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D +73.34.16 (RELOJ DE MISIÓN DEL SPARTAN-117)/A BORDO DEL «TRUTH AND RECONCILIATION»

No estaba aquí, no estaba allí, no estaba en ninguna parte; eso era lo que único que podía saber el Jefe en la extraña tierra de nunca jamás que era la red de teletransportación de Halo. No podía ver ni oír nada, sólo tenía una sensación de velocidad que lo mareaba. El Spartan notó cómo se recomponía su cuerpo molécula a molécula. Vislumbró algunas imágenes de lo que parecía el interior de una nave del Covenant cuando las bandas de luz dorada recorrieron de nuevo su cuerpo y desaparecieron por encima de su cabeza.

Había algo que no funcionaba muy bien, y empezaba a imaginar lo que era (el interior de la nave estaba al revés) cuando cayó de cabeza sobre la cubierta.

Se había materializado con los pies en el techo del pasillo.

—¡Oh! —exclamó Cortana—. Ya veo, así que las coordenadas tienen que ser…

El Jefe se puso en pie, golpeó el área donde llevaba los implantes y meneó la cabeza. La inteligencia artificial dijo con voz arrepentida:

—Vale. Lo siento.

—No importa —contestó el Spartan—. Informe de situación.

Cortana volvió a los sistemas informáticos del Covenant, algo mucho más sencillo ahora que estaban a bordo de uno de los acorazados del enemigo.

—La red del Covenant es un caos absoluto —informó—. Por lo que he podido colegir, los líderes ordenaron a todas las naves que abandonaran Halo en cuanto descubrieron el Flood, pero era demasiado tarde. El Flood inundó este acorazado y lo capturó.

—Supongo que eso es malo.

—El Covenant piensa lo mismo. Les aterroriza la idea de que el Flood sea capaz de reparar la nave y usarla para escapar de Halo. Han enviado una fuerza de choque para neutralizarlo y preparar la nave para su salida inmediata.

El Jefe echó un vistazo hacia el pasillo. Las paredes eran violeta. ¿O eso era tono lavanda? Unos extraños patrones surcaban el material, como los dibujos aceitosos de los caparazones de los escarabajos. Fuera lo que fuese, ¿qué importancia tenía, sobre todo en un vehículo militar? ¿Quién sabía? Quizá los del Covenant creían que el color verde oliva era para pringados.

Empezó a avanzar, pero se detuvo de inmediato cuando sus implantes captaron una voz, casi un gemido.

—Jefe… No seáis idiotas… Dejadme.

Era la voz de Keyes.

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK. Se agarró a la cuerda que le suponía su onda transponedora de CNI, y «oyó» voces familiares. Una voz masculina, dura como el hierro. Una voz femenina, ácida y cálida.

Las conocía.

¿Era otro recuerdo?

Se estaba esforzando en desenterrar más pedazos de su pasado para retrasar el atontador avance de la presencia alienígena en su mente. Cada vez era más difícil seguir sabiendo quién había sido, ya que los diferentes fragmentos de su vida, las cosas que le hacían lo que era, le eran arrebatados uno a uno.

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

Las voces. Hablaban de él. El Jefe Maestro, la IA Cortana.

Sintió cómo el pánico lo dominaba. No deberían estar allí.

El otro se hizo más fuerte, y lo presionó, ansioso por averiguar por qué aquellas criaturas eran tan importantes para aquel prisionero que se aferraba tan tozudamente a su propia identidad.

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

—Jefe, Cortana… No deberían haber venido… No sean idiotas. Dejadme. Salgan de aquí. Huyan.

La presencia se hizo más débil; pudo notar cómo disfrutaba de la próxima victoria. No faltaba mucho.

—¿Capitán? —preguntó Cortana a la desesperada—. ¡Capitán! Lo he perdido.

Ninguno de los dos dijo nada más. El dolor en la voz de Keyes era evidente; lo único que podían hacer era adentrarse en la nave y esperar encontrarlo.

El Jefe atravesó una puerta y se dio cuenta de que el mamparo que había a continuación estaba salpicado por sangre del Covenant. Supuso que habían luchado allá dentro, lo que significaba que en cualquier momento podría encontrarse con miembros del Flood. Siguió descendiendo por el corredor, con la boca un poco más seca, el corazón latiéndole más rápido, los músculos del estómago más tensos.

Confirmó enseguida sus sospechas cuando oyó el sonido de una refriega, giró a la derecha y vio el estallido de los disparos al final del pasillo. Dejó que los combatientes diezmaran un poco sus tropas antes de acercarse y acabar con los supervivientes.

A continuación giró a la izquierda, después a la derecha, y llegó a una escotilla. Tras ella había un gran hueco, de bordes irregulares. Un poco más lejos, tras el agujero, había otra pelea en marcha.

—Analizando datos —dijo Cortana—. Este boquete ha sido causado por algún tipo de explosión. Lo único que detecto abajo son charcos de líquido refrigerante. Tenemos que seguir buscando en alguna otra parte.

El consejo de la inteligencia artificial tenía sentido, y el Spartan volvió sobre sus pasos, pero cuando dobló la primera esquina, a la izquierda, se desató el infierno ante él.

—¡Cuidado! —gritó Cortana—. ¡Está aumentando el nivel de amenazas! —A continuación, como para demostrar que lo que decía era cierto, una multitud de seres del Flood se dirigieron hacia él.

Disparó, reculó, y disparó de nuevo. Los portadores explotaron en una confusión de pedazos de carne, tentáculos cortados y lodo verde. Los combatientes siguieron avanzando, como si deseasen morir, bailaron bajo el impacto de las balas de 7,62 mm, y cayeron. Las formas infecciosas recorrían el suelo de la cubierta, saltaban por el aire y se convertían en hojas de carne voladora.

Pero había demasiados, demasiados para que pudiese con ellos una sola persona y, aunque el Jefe oyó que Cortana comentaba algo sobre el agujero negro, él siguió reculando hasta que por accidente cayó por él, unos veinte metros, y aterrizó en un estanque de líquido verde. No estaba en la nave, sino debajo de ella. En alguna parte de la superficie. El refrigerante estaba tan frío que podía sentirlo por dentro de la armadura. Además, era espeso… lo que le hacía muy difícil moverse dentro de él.

El Jefe Maestro sintió que sus botas tocaban el fondo, comprendió que el peso de la armadura lo mantendría hundido y avanzó hacia una especie de playa. La cueva era oscura, iluminada exclusivamente por la propia luminiscencia del refrigerante, aunque había algunos rayos de plasma que surcaban el aire por encima de él, acompañados por el constante traqueteo de un arma automática.

—Salgamos de aquí —dijo Cortana—. Encontremos una forma de volver a la nave.

Avanzó hacia el lugar donde estaba teniendo lugar la escaramuza, permitió que los combatientes diezmaran su número antes de lanzarles una granada, esperó a que cayesen al suelo los pedazos de cadáveres y comenzó a disparar a los que quedaban en pie.

A continuación tuvo que seguir adelante por una serie de pasadizos de anchura escasa para que pasase un solo cuerpo, hasta que llegó a un punto en que, de todas direcciones, le atacó un número inacabable de especímenes del Flood.

—Por aquí —dijo Cortana, cuando ya habían logrado abrirse paso a través de charcos de refrigerante y de montones de cadáveres—, hacia el ascensor gravitatorio.

Un indicador de navegación apareció en su HUD; siguió la flecha roja alrededor de una curva, hasta llegar a una repisa sobre una cuenca llena de refrigerante. Mientras la observaba, una docena de portadores llegó para enfrentarse a unos soldados del Covenant atrapados.

El Spartan sabía que era imposible atravesar todo ese follón, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, y encontró un fusil de precisión, una de las muchas armas desperdigadas por la zona, que estaba atrapada bajo un combatiente decapitado. El oficial recogió el fusil, comprobó que estuviese cargado y volvió a la repisa. A continuación, con mucho cuidado, para que cada disparo hiciese diana, abrió fuego.

Los Élites, los Jackals y los Grunts cayeron con mucha facilidad, pero los seres del Flood, sobre todo los portadores, era prácticamente imposibles de eliminar con esa arma. Con pocas excepciones, parecía como si las balas atravesasen a aquellos cabrones llenos de bultos sin causarles ningún daño.

Cuando se le agotó toda munición de 14,5 mm, el Jefe recuperó la escopeta, saltó al líquido verde y lo vadeó, siguiendo la línea de la orilla. Oyó un sonido de succión, casi obsceno, y vio que una forma infecciosa intentaba colarse en el pecho de un Élite. Los voló a los dos.

Tuvo que seguir despejando el camino, pues nuevos combatientes y un puñado de formas infecciosas intentaron derribarlo. La mejor receta contra ellos fueron unas buenas dosis de disparos de escopeta, y el área pronto quedó sembrada de tentáculos cortados y carne húmeda.

Un pasaje negro como la noche lo llevó hasta un nuevo estanque, desde donde vio cómo el Flood se encaramaba a un Shade y cómo derribaban al Élite que estaba sentado a los controles. El Spartan empezó a recular, disparando, cuando las criaturas del Flood se percataron de su presencia y saltaron hacia él. Les disparó, recargó y disparó de nuevo; en todo momento reculando, en todo momento a la defensiva, en todo momento esperando un respiro.

No era el tipo de peleas que le gustaban. Habían diseñado a los Spartans para ser armas ofensivas, pero desde que había aterrizado en el anillo, había estado todo el rato a la fuga. Tenía que encontrar una forma de tomar la iniciativa, y tenía que ser pronto.

No había ningún hueco en el interminable muro de atacantes del Flood. Siguió disparando hasta vaciar las armas, arrancó pistolas de energía de dedos muertos y las disparó hasta descargarlas.

Recogió más armas humanas de los combatientes muertos y, al final, más gracias a su tozudez que a cualquier otra razón, el Jefe Maestro se encontró de pie, solo, con el fusil alzado, sin nada contra lo que disparar. Se sintió aliviado… seguía vivo.

Pero no podía perder el tiempo alegrándose.

Ansioso por volver a bordo del crucero y por encontrar al capitán Keyes, volvió sobre sus pasos, al pasaje que había tenido que rendir al Flood, dejó atrás el Shade, dobló un recodo y vio un par de docenas de las formas infecciosas surgir de la oscuridad. Una granada de plasma iluminó la noche, pulverizó los cuerpos y produjo un satisfactorio boom. Aún se oía el eco en las paredes del cañón cuando el humano se deslizó por un estrecho pasaje y salió frente a un nuevo charco, muy disputado. A unos cincuenta metros, el Covenant y el Flood se embestían, intercambiaban disparos y parecían estar a punto de iniciar una pelea mano contra tentáculo. Dos granadas bien colocadas se encargaron de la mitad de los oponentes. El MA.5B se ocupó del resto.

—¡Ahí está el ascensor gravitatorio! —indicó Cortana—. Y aún funciona. Es la forma perfecta para volver al interior.

Sonaba sencillo, pero cuando el Jefe Maestro alzo la vista hacia donde se encontraba el ascensor, un disparo de plasma abrasó la roca que tenía a la derecha. Aún brillaba cuando el humano tuvo que retirarse, esperar un momento de tregua y avanzar de nuevo. Vislumbró un punto en el que unos soldados del Covenant intentaban detener el avance del Flood por un sendero que daba a la cima de la colina, al ascensor de gravedad. Era la última defensa que les quedaba, y el Covenant lo sabía: luchaban con más determinación que ningún otro alienígena que el Jefe hubiese visto. Durante unos segundos sintió cierta empatía con los soldados del Covenant.

Lanzó dos granadas en medio de la multitud, esperó a la pareja de explosiones y se acercó disparando. Un Élite lanzó unas ráfagas de plasma hacia el cielo nocturno mientras se desplomaba sobre el suelo, de espaldas, un combatiente lo atacó con el brazo de un Jackal como si se tratase de una porra y un par de formas infecciosas cabalgaron sobre un Grunt hasta que éste se hundió en uno de los charcos de refrigerante. Era una locura, una escena venida directamente del infierno; el humano no tenía otra opción que matar a cualquier cosa que se moviera.

Cuando los últimos cuerpos cayeron a tierra, el Spartan estaba libre para seguir adelante por el sendero que ascendía la colina, girar a la derecha y entrar en la plataforma del ascensor. Sintió cómo la electricidad estática crepitaba alrededor de su armadura, y vio plasma surcando el aire, proveniente de un Covenant que quería frustrar sus planes. Y el Jefe desapareció, impulsado hacia lo alto, hacia el vientre de la bestia.

¿Keyes? Keyes, Jacob. Sí, era así. ¿Era así?

No podía recordar… No quedaba nada, sólo protocolos de navegación, planes de defensa. Y el deber de mantenerlos a salvo.

Un zumbido ocupó su mente. Recordó vagamente haberlo oído antes, pero no sabía lo que era.

Lo presionaba, hambriento.

El metal resonó y tembló cuando McKay, calzada con botas, saltó desde el último piso hasta la enorme rejilla metálica. El descenso de la meseta le había tomado más de quince minutos. Primero, había usado el ascensor, que aún funcionaba, hasta el punto en que ella, junto con sus tropas, se habían abierto camino en la meseta, cuando el Covenant todavía la ocupaba. Después se dirigió a la escalera circular que, profunda como el cañón de una metralleta, la hizo llegar hasta el fondo del túnel, hasta la barrera que tenía bajo los pies.

—Me alegro de verla, señora —dijo un soldado, que apareció de improviso a su lado—. El sargento Lister quiere hablar con usted.

McKay asintió, le dio las gracias y se dirigió al otro lado de la rejilla, donde el bautizado Equipo de Entrada se había reunido; se trataba de un grupo pequeño, al que había que añadir el equipo que habían bajado de la superficie. Un foco de trabajo portátil brillaba en el centro del equipo, y proyectaba enormes sombras sobre las paredes que los rodeaban. La gente se separó cuando McKay se acercó, y Lister, que estaba de manos y rodillas en el suelo, se alzó.

—¡Firmes!

Todo el mundo calló. McKay se fijó en que aquellos largos días y el constante estrés habían borrado la poca carne que quedaba en el rostro de Lister, que estaba demacrado.

—Descansen. ¿Qué le parece? ¿Algún contacto?

—No, señora, todavía no. Pero mire esto.

Un técnico de la Marina enfocó una linterna a través de la rejilla; la oficial se arrodilló para poder ver mejor. Las escaleras, que acababan antes de llegar a la plataforma, reaparecían justo debajo de la rejilla y se perdían en la oscuridad.

—Mire el metal —la instó Lister— y lo que hay apilado en las escaleras.

McKay se fijó en que los escalones de grueso metal habían sido completamente retorcidos hasta dejarlos sin forma, y debajo de ellos había un montón de armas. Ninguna de origen humano, por lo que podía distinguir, sólo del Covenant, o lo que era lo mismo, armas de plasma. Conjeturó que el Flood, que no disponía de sopletes ni de nada parecido a mano, había usado aquellos centenares de pistolas y fusiles de energía en un intento sin resultados de atravesar la reja. Si hubiesen tenido más tiempo, tal vez uno o dos días más, lo habrían logrado.

—Al menos hay que reconocerles a esos cabrones que no se rinden —dijo McKay con un tono de voz serio—. Bueno, nosotros tampoco. Tenemos que abrir este agujero, descender y cerrar la puerta de entrada.

—Señor, sí, señor —contestó Lister; a su alrededor no se oyeron los habituales vítores. Ahí abajo estaba muy oscuro, y les esperaban sus peores pesadillas.

Una vez dentro del Pillar of Autumn, ‘Zamamee y Yayap descubrieron que la situación era al mismo tiempo mejor y peor de lo que habían esperado. Como había predicho el Grunt, el oficial al cargo, un Elite demasiado ocupado llamado ‘Ontomee, se había alegrado mucho al verlos y no tardó mucho en designar a ‘Zamamee a cargo de veinte Jackals, y a Yayap como su suboficial.

Además, el destacamento de vigilancia gozaba de una cantidad razonable de suministros, incluido metano, lo que aseguraba sus necesidades físicas. Esas eran las buenas noticias.

Las malas noticias eran que ‘Zamamee, ahora conocido como Huki ‘Umamee, vivía con el constante miedo de que apareciese un Élite que lo conociese, o que conociese al comando muerto a quien había arrebatado la personalidad, y que revelase su verdadera identidad; o que los Profetas, de alguna forma, lo descubriesen sin más, ya que a veces habían corrido rumores de que eran capaces de hacerlo. Estos miedos hacían que el oficial siempre quedase en segundo plano, fuera de la vista, y que delegase la mayoría de sus responsabilidades de liderazgo en Yayap.

Esto habría sido molesto, aunque aceptable, si se hubiese tratado de un contingente de Grunts, pero la cosa se complicaba porque los Jackals se consideraban superiores a esos «mamagases», y no les hacía mucha gracia cada vez que tenían que informar a Yayap.

Para añadir más peso a las preocupaciones del Grunt, el Flood había localizado el Pillar of Autumn y, aunque no podían infiltrarse en la nave a partir de uno de los conductos de mantenimiento que cruzaban el anillo a poca distancia de la superficie, se habían acostumbrado a entrar en la nave a través de las numerosas grietas en el dañado casco, las esclusas de aire que habían albergado las lanchas salvavidas, y, en una ocasión que quedaría para el recuerdo, a través de una de las propias patrullas del Covenant: les habían tendido una emboscada, los habían convertido en combatientes y los habían enviado de nuevo a la nave. Habían detectado la infiltración, pero sólo después de que algunos soldados contaminados hubiesen entrado en la nave… y aún quedaba alguno suelto, en algún lugar.

Mientras el Grunt y su equipo de hoscos Jackals vigilaban un hangar, una nave de transporte, cargada con más suministros, sobrevoló la nave caída, pidió y recibió los permisos necesarios y descendió, dispuesta a aterrizar.

Yayap echó un vistazo a sus reacios soldados, observó que tres de ellos se habían alejado de las posiciones que tenían asignadas y usó la radio para hacerlos volver.

—Jak, Bok y Yeg, se está acercando una lanzadera. Centraos en el transporte, no en el exterior.

Los Jackals eran demasiado listos para contestar por radio, pero el Grunt sabía que estarían gruñendo entre ellos mientras volvían a sus posiciones y la nave se posaba sobre la cubierta, llena de destrozos ocasionados por los disparos.

—Vigilad las salidas de personal —avisó Yayap a sus tropas, refiriéndose a los pequeños compartimentos alineados en los laterales exteriores de los cascos gemelos del transporte—, podrían estar llenas de los seres del Flood.

A pesar del resentimiento que lo embargaba, Bok apretó un interruptor y abrió todos los compartimentos para inspeccionarlos, un nuevo proceso de seguridad que habían instituido hacía tres días. Estaban todos vacíos. Los Jackals se mofaron, y Yayap sólo pudo aguantar esa humillación.

Acabadas estas formalidades, un grupo de Grunts avanzó para descargar los suministros de los compartimentos de carga que se encontraban en los laterales interiores de los cascos; arrastraron los palés antigravitatorios, cargados hasta los topes, hasta la cubierta. Cuando el proceso de descarga hubo acabado, la lanzadera se alzó de nuevo gracias a su campo de gravedad, se dirigió hacia la escotilla y desapareció entre la brillante luz del sol.

El equipo de descarga revisó la etiqueta que llevaba cada contenedor para saber dónde colocarlo, parlotearon entre sí y estaban a punto de llevarse los palés cuando Yayap intervino:

—¡Deteneos! Quiero que reviséis el cargamento uno a uno, que os aseguréis de que contienen lo que indican.

Si la orden anterior ya había tenido poca acogida popular, ésta levantó una rebelión, y Bok se dirigió a Yayap:

—¡No eres un Élite! Tenemos órdenes de entregar todo esto ahora. Si llegamos tarde, nos cortarán la cabeza. —Hizo una pausa y chasqueó su pico—. Y los nuestros te cortarán la tuya, mamagas.

Los Jackals se miraron entre ellos y sonrieron; disfrutaban al máximo de la situación.

Yayap maldijo a ‘Zamamee desde lo más profundo de su corazón. Debería haber estado allí, debería haber estado dando órdenes.

—No —repuso, tozudo—, nada saldrá de aquí hasta que no haya sido comprobado. Es el nuevo proceso. Han sido los Élites quienes lo han decidido, no yo. Así que abridlos de una vez, para que podamos irnos de aquí.

El otro extraterrestre refunfuñó, pero sabía que los Élites, siempre contentos de que se siguiesen las órdenes, apoyarían a Yayap. Se dio la vuelta hacia su equipo.

—Vamos, ya habéis oído al comandante de campo Mamagas. Acabemos con esto.

Yayap suspiró, ordenó a sus Jackals que formaran una gran «U», con la abertura dirigida hacia los contenedores, y ocupó su posición.

Lo que vino a continuación fue aburrido, por decir algo, ya que abrieron cada uno de los contenedores, lo cerraron y lo arrastraron hacia la salida. Al final, cuando sólo quedaban tres por examinar, Bok quitó el cerrojo de una portezuela, la abrió y fue derribado por una avalancha de formas infecciosas. Una de las vainas se agarró a la cabeza del Jackal, enrolló los tentáculos alrededor de su cráneo y le introdujo el penetrador por la garganta. Ya había llegado a la columna vertebral del soldado cuando Yayap dio la orden de que disparasen.

Nada podía sobrevivir a veinte rayos de plasma convergiendo en el mismo punto; la mayor parte de las formas infecciosas murieron en dos o tres segundos. Yayap pensaba que había visto algo moverse tras la niebla creada por los estallidos de las purulentas vainas y lanzó una granada de plasma al interior del contenedor. Un destello de luz verde y amarilla estalló cuando el aparato, seguido por un sonoro boom, detonó.

El contenedor se sacudió, como si estuviera poseído, y saltaron pedazos de carne que rociaron la cubierta de entrañas. Parecía que tres, quizá cuatro, combatientes se habían escondido en el compartimento de carga, para adentrarse en la nave.

Después de que el último espécimen infeccioso explotase, un silencio embargó todo el hangar. El cadáver de Bok, en el suelo, humeaba.

—Hemos estado cerca —comento el Jackal llamado Jak—. Esos malditos bichos casi nos matan. Suerte que nuestro líder los ha mantenido a raya. —Los soldados que estaban a ambos lados del que antes criticaba a Yayap asintieron, solemnemente.

Éste, que estaba bastante cerca para oír el comentario, no sabía si estar enfadado o complacerse. De alguna forma, lo habían ascendido a Jackal honorario.

Una compañía entera de marines armados hasta los dientes esperaba a que los sopletes atravesaran la rejilla de metal; las chispas llovían hacia la oscuridad estigia que había debajo de ellos. Cada hombre, cada mujer pensaba en lo que los esperaba allá abajo. ¿Sobrevivirían? ¿Irían a parar sus huesos al fondo del agujero? No había forma de saberlo.

A treinta metros, dos oficiales se mantenían al margen. McKay había cargado con mucho más peso del que le tocaba desde que había descendido sobre el anillo. Silva se daba cuenta de ello y lo lamentaba. Parte del problema radicaba en que ella era su segunda al mando, una posición extremadamente dura que quemaría hasta al más capaz.

La verdad es que McKay era mejor líder que sus iguales, como se demostraba por el hecho de que los Helljumpers la seguirían a donde fuera… incluso a un pozo que podía estar repleto de monstruos caníbales.

Pero todo el mundo tenía sus límites, incluso una oficial como McKay; el comandante sabía que ella estaba a punto de cruzarlos. Lo veían en los afilados contornos de su rostro, antes ovalado; en los ojos vacíos que miraban al infinito; en la mueca de su boca. El problema no era la fuerza, ya que ella era la marine más dura, más bestia que había conocido; el problema era la esperanza.

Mientras se preparaba a enviarla a la zona inferior de la meseta, Silva sabía que necesitaban algo real por lo que luchar, algo más que el patriotismo, algo que le permitiese salvar a algunos de aquellos marines.

A todo eso se sumaba la posibilidad de que a él también le sucediese algo, con todo el peso que ello conllevaría.

—Vaya abajo —empezó Silva—, reconozca el terreno y mire de cerrarles la puerta en las narices a esos cabronazos. Cuarenta y ocho horas para poder trabajar sin el Flood sería ideal pero, si no, nos apañaremos con veinticuatro… Para entonces ya estaremos fuera.

McKay había estado mirando más allá de Silva pero la última frase la hizo volver en sí. Silva notó el movimiento y supo que había logrado conectar con ella.

—¿Fuera… de aquí, señor? ¿Adonde iremos?

—A casa —contestó Silva con confianza—, a recibir a las bandas de música, las medallas, las promociones… Y con la credibilidad que hemos ganado aquí, podremos crear un ejército sólo de Helljumpers y empujar al Covenant de vuelta al agujero del que salieron.

—¿Y el Flood? —Los ojos de McKay examinaban el rostro de Silva—. ¿Qué haremos con el Flood?

—Van a morir —contestó Silva—. La inteligencia artificial se ha podido conectar hace unas horas. Se ve que el Jefe sigue con vida, que Cortana está con él y que están intentando rescatar a Keyes. Cuando estén con él, irán al Autumn para hacerlo estallar. La explosión destruirá Halo y todo lo que siga en el planeta. No soy un gran admirador del programa Spartan, ya lo sabe, pero esto se lo tengo que reconocer al muy cabrón: es un soldado cojonudo.

—Suena bien —aceptó con cautela McKay—, pero ¿cómo saldremos de aquí antes de que estalle el anillo?

—Aquí es donde entra en juego mi idea —contestó Silva—. Mientras usted esté allá abajo, limpiando las alcantarillas, yo seguiré arriba, realizando los preparativos necesarios para capturar el Truth and Reconciliation. Puede volar por el espacio, y Cortana podrá pilotarla o, si todo el resto de cosas fallan, dejaremos que Wellsley lo intente. Será arriesgado, pero puede lograrse.

»Imagínese lo que será volver a la Tierra con un crucero del Covenant, lleno de tecnología alienígena, cargado de datos de Halo. La respuesta será increíble: los humanos necesitamos una victoria ya mismo, y se la vamos a dar… ¡la más grande!

Fue entonces, cuando McKay miró a la cara semiiluminada del otro oficial, que se dio cuenta de hasta qué punto la ambición motivaba las acciones de su superior, y supo que, aunque aquellos alocados sueños se hicieran realidad, ella no quería participar de la gloria que buscaba Silva. Para ella sería una recompensa justa poder devolver algunos marines a sus casas.

Un antiguo adagio militar le cruzó la mente: «Nunca compartas la trinchera con un héroe». La gloria, un ascenso estaría bien, pero ahora mismo lo único que deseaba era sobrevivir.

Se oyó un golpe sonoro, seguido por el alba de seis soles azulados que iluminaron el interior del tubo mientras caían hacia el suelo mugriento que los esperaba abajo.

A continuación los invasores empezaron a descender, no de uno en uno, como podían haber esperado las formas infecciosas, sino que cayeron media docena de golpe, agarrados a cuerdas. Aterrizaron con sólo segundos de diferencia, se arrodillaron con las armas preparadas, enfrentándose a lo que les esperaba por delante. Cada Helljumper iba ataviado con un casco equipado con dos focos y una cámara. Con simples movimientos rotatorios de la cabeza los soldados examinaban los muros, que se solapaban y se transmitían a la zona de la rejilla, y de allí a la meseta.

McKay seguía en la reja, observando las grabaciones en un monitor portátil, y vio que había cuatro enormes arcos que penetraban en el tubo; debían sellarlos para impedir el acceso a la escalera circular. Todavía no había ni rastro del Flood.

—Bueno —dijo la oficial—, tenemos que sellar cuatro agujeros. Quiero los tapones al fondo del tubo en treinta minutos, contando desde ya. Voy abajo.

Mientras McKay hablaba y se lanzaba por el agujero que habían abierto en el centro de la rejilla, Wellsley había calculado las dimensiones exactas de cada arco para que los técnicos de la Marina pudiesen fabricar los «tapones» metálicos que soldarían. En un par de minutos, los diseños generados por ordenador fueron creados con láseres en planchas de metal, encendieron los sopletes y empezaron a cortar.

McKay sintió que sus botas tocaban tierra firme y miró a su alrededor. Por fin podía examinar el terreno circundante con sus propios ojos, y se fijó en un mural en bajorrelieve tallado en la zona inferior del pozo. Quería echarle un vistazo, recorrer con los dedos las imágenes que habían grabado allí, aunque estuviesen cubiertas de mugre, pero sabía que no debía hacerlo, ya que pondría en peligro el anillo defensivo, y a sí misma.

—¡Contacto! —dijo nervioso uno de los marines—. ¡He visto que algo se movía!

—No disparéis —ordenó McKay, precavida; su voz levantó ecos en las paredes—. Conservad la munición hasta que tengamos objetivos claros.

Tan pronto como ella había lanzado la orden de no disparar, el Flood manó a borbotones.

—¡Ahora! ¡Tirad! —bramó McKay. Siete tornos bien anclados alzaron por el aire a todo el equipo, que quedó fuera del alcance. Los marines empezaron a disparar mientras se elevaban; uno de los Helljumpers gritaba insultos contra el combatiente que estaba al frente del ataque.

El marine bocazas liberó el cargador, deslizó uno nuevo en su fusil y apoyó el arma en su hombro para seguir disparando. El combatiente al que había estado acribillando pegó un salto de quince metros, se agarró con las piernas a la cintura del marine y le golpeó las sienes con una roca.

A continuación, con el arma de asalto del marine colgada al hombro, la criatura escaló por la cuerda como un mono de enormes dimensiones, e intentando llegar a la plataforma a una velocidad increíble.

Lister, que seguía sobre la rejilla, apuntó con su pistola a sus pies y ensartó tres balas en el cráneo del combatiente. El monstruo cayó sobre la masa informe del fondo del pozo y desapareció bajo una marea de carne alienígena.

—¡Manos a la obra! —ordenó el oficial—. ¡Alzad los cebos, lanzad las bombas!

Algunos disparos de plasma volaban hacia el aire mientras los cabrestantes chirriaban, los Helljumpers ascendían y veinte granadas caían hacia la muchedumbre que tenían debajo. No eran granadas de fragmentación, ya que la metralla podría alcanzar a los Helljumpers, sino de plasma, que seguían encendidas mientras el Flood se arracimaba a su alrededor, y después estallarían en una rápida sucesión. Las granadas vaporizaron a la mayoría de los ruidosos monstruos; los que quedaron cayeron bajo una lluvia de disparos y una segunda dosis de granadas.

Diez minutos después les comunicaron que ya habían terminado los tapones, y enviaron al fondo del pozo un equipo de combate todavía mayor, seguido de cuatro equipos técnicos. Bloquearon las entradas sin ningún percance, sellaron el agujero y repararon la rejilla. No aguantaría para siempre, pero sí que duraría hasta el día siguiente… Eso era lo único que importaba.

El Jefe Maestro ascendió en el ascensor gravitatorio y se abrió camino por un conjunto laberíntico de corredores y compartimentos, ocupados bien por los seres del Flood, bien por los del Covenant. Dobló una esquina y vio delante de él una portezuela abierta.

—Parece un hangar de lanzaderas —comentó Cortana—. Desde el tercer nivel, deberíamos tener acceso a la sala de control.

El enlace del CNI que Cortana seguía sirvió para entregarles un nuevo mensaje del capitán. La voz era débil, y arrastraba las palabras.

—¡Te he dado una orden, soldado! ¡Salde aquí!

—Está delirando por el dolor —dijo Cortana—. Tenemos que encontrarlo.

«… de aquí! ¡Te he dado una orden, soldado!»

El pensamiento resonó en lo que quedaba de la saqueada mente de Keyes. La presencia invasora se relajó un poco. Estaba casi agotado, no le quedaban fuerzas para seguir luchando.

Arrastró a más profundidad los recuerdos que aquella criatura guardaba tan celosamente, y retrocedió ante la súbita resistencia, un desafío realizado con una fuerza terrible.

Keyes se agarró a sus últimos recuerdos vitales y, como en su mente no había nada más que él mismo y la criatura que intentaba absorberlo, gritó:

—¡No!

La muerte, que había evitado durante tanto tiempo, no quería llegar. Poco a poco, como las gotas de agua de un grifo recién cerrado, le absorbió la fuerza vital…

El recuerdo de la voz del capitán lo alentaba, por lo que el Jefe Maestro se introdujo en la galería que había encima del hangar, vio que se estaba librando un combate encarnizado y lanzó dos granadas al centro del mismo. Aunque consiguió los resultados que deseaban, también revelaron la presencia del humano, y el Flood se acercó a él como atraído por un imán.

La avalancha de los seres del Flood era intensa. El Spartan se vio obligado a retroceder hasta el pasadizo por donde había entrado para concentrarse en sus objetivos, ganar un poco de tiempo y recargar las armas.

Cuando acabó la escaramuza, corrió hacia el otro extremo de la galería y atravesó una puerta abierta. Consiguió ascender al piso superior, y descubrió lo que casi parecía una convención de Flood en uno de los lados de la pasarela que debía cruzar.

Al Jefe se le habían agotado las granadas, por lo que tendría que abrirse camino por las malas. Un portador estalló, lo que derribó a varios combatientes pero, al mismo tiempo, escupió un racimo de formas infecciosas en todas las direcciones; uno de los combatientes caídos se levantó de un salto y lo derribó. El combatiente arrastraba una pierna rota y en la mano llevaba una granada, como si se tratase de un ramo de flores.

El Spartan reculó, disparó unas andanadas de diez balas, y dio las gracias cuando explotó la granada.

El portador le había sugerido una idea: cuando explotaban, lo hacían a lo grande. Otra de aquellas criaturas se le puso a la vista, y empezó a avanzar, acompañado de una oleada de formas infecciosas y dos combatientes más. Usó el zoom de la pistola para examinar a estos dos últimos y se alegró de que cumplieran los requisitos: los dos llevaban granadas de plasma.

Salió de su escondrijo y los dos combatientes enseguida pegaron un salto. En el momento en que sus pies perdían el contacto con la cubierta, el Jefe se lanzó al suelo y disparó directamente al portador.

La puntería del Spartan era perfecta y cuando los combatientes pasaban por encima del portador, éste explotó y encendió las granadas de plasma que llevaban los seres del Flood de combate. Se vieron sumidos todos en un estallido de energía destructiva, con un destello de luz azul y blanca.

—La sala de control debe de estar por aquí —dijo Cortana mientras el Spartan seguía adelante, ansiosa porque se dirigiesen hacia el lugar correcto.

Se movía con rapidez sobre el suelo cubierto de sangre y seguía las indicaciones que Cortana reflejaba en su navegador, hacia una puerta que todavía le quedaba lejos. La cruzó, siguió un corredor hasta una intersección, dobló a la derecha, luego a la izquierda y volvió a cruzar otra puerta cuando el enlace neural emitió un horrible quejido.

—¡El capitán! —gritó Cortana—. ¡Sus constantes vitales se desvanecen! ¡Rápido, Jefe!

El Spartan se metió en un pasillo repleto de combatientes del Covenant y del Flood, y roció los enzarzados cuerpos con una lluvia de balas.

Siguió corriendo a toda velocidad, pasando al lado de los enemigos e ignorando los intentos de dispararle. Todo dependía del tiempo; Keyes estaba desapareciendo por momentos.

Llegaron hasta la fuente de la onda neural del CNI: la sala de control del acorazado. La iluminación era precaria, con algunas trazas azuladas, y se reflejaba en las superficies metálicas. Unas columnas robustas enmarcaban la escalerilla que subía hasta una plataforma elevada… en la que había una cosa muy extraña.

A simple vista le pareció que era un portador, pero enseguida se dio cuenta de que la criatura era demasiado grande para eso. De su interior sobresalían espinas que la conectaban con el techo, como si se tratase de una telaraña verde y espesa.

No había señales de enemigos, todavía no; subió la escalerilla con el fusil en ristre. Al acercarse, el Jefe se dio cuenta de que aquel nuevo espécimen de Flood era enorme. Si se daba cuenta de la presencia del humano, no lo demostraba, y seguía examinando un enorme monitor, como si tuviese que memorizar la información que surgía de él.

—No se detectan signos humanos —informó Cortana cauta. Calló durante unos segundos y añadió—: Las constantes del capitán se han detenido.

—¿Y el CNI?

—Sigue transmitiendo.

En aquellos momentos el Jefe se fijó en un bulto en uno de los costados del monstruo, y se dio cuenta de que estaba delante de la cara grotescamente deformada del oficial de la Marina.

—¡El capitán! —gritó la IA—. ¡Es uno de ellos!

Y el Spartan se dio cuenta de que ya lo sabía, de que lo había sabido desde que visualizó el vídeo de Jenkins, pero que no había querido aceptarlo.

—¡No podemos dejar que el Flood escape del anillo! —dijo Cortana con un tono de voz desesperado—. Ya sabe lo que él… lo que querría que hiciésemos.

«Sí —pensó el Jefe—, sé cuál es mi deber.»

Tenían que hacer estallar los motores del Autumn para destruir Halo y el Flood. Y para lograrlo, necesitaban los implantes neurales del capitán.

El Jefe Maestro extendió el brazo, apretó los dedos para convertir su mano en una especie de pala recubierta por una armadura y usó su fabulosa fuerza para introducirla en la carne hinchada de la criatura del Flood.

Hubo una resistencia temporal mientras penetraba la piel de la criatura hasta localizar el cráneo del capitán, para rebuscar en el cerebro medio disuelto que albergaba dentro. Avanzó a tientas con la mano por ese cuerpo que, por lo que parecía, no tenía nervios, hasta encontrar los implantes de Keyes.

La mano del Jefe se liberó del cuerpo con un pop. Se sacudió los restos esponjosos de carne y sangre del brazo, que fueron a parar al suelo, y deslizó los microchips a las ranuras aún vacías de su armadura.

—Ya está —comunicó Cortana, seria—. Tengo el código. Ahora volvamos al hangar y busquemos un vehículo.

Una escuadra de seres del Flood, que casi parecía haber sido convocada por la bestia letárgica que estaba ante los controles de la nave, irrumpió en la sala, determinada a destruir al enemigo de la armadura. Una cuña formada por combatientes y portadores cayó sobre la plataforma, empujaron al humano y acogieron todas sus balas, como si deseasen recibirlas.

El Spartan, más gracias a la suerte que a un plan, logró salir del puente de mando y se dejó caer sobre la cubierta inferior. Eso le dio un respiro momentáneo, no mucho tiempo, pero el suficiente para apartarse del canal que estaba justo debajo de la plataforma superior, recargar las dos armas y colocarse de espaldas a una esquina.

La horda fue en su busca, con sus ruidos sibilantes, gorjeantes, borboteantes, escalando sobre los cadáveres amontonados, sin preocuparles las bajas, dispuestos a pagar el precio necesario para acabar con él.

Pero la lluvia de disparos que surgía del soldado ataviado con la armadura MJOLNIR era demasiado poderosa, demasiado certera y el ser del Flood empezó a menguar, a sacudirse, a caer; muchos morían a sólo unos centímetros de las botas empapadas de sangre del Spartan, agarrándose a sus piernas. Éste elevó un agradecimiento cuando acabó con el último combatiente, sintió alivió al sentir que el silencio se apoderaba de la estancia y recargó las dos armas.

—¿Está bien? —preguntó Cortana dubitativa, agradecida y sorprendida al mismo tiempo de que el Spartan siguiera en pie.

Él pensaba en el capitán Keyes.

—No —contestó el Spartan—. Salgamos de aquí. Acabemos con estos cabrones.

Estaba atontado por el agotamiento, por el hambre, por la constante lucha. La ruta de escape hacia el hangar de las lanzaderas estaba repleta de combatientes del Covenant y del Flood. El Spartan avanzaba en piloto automático: mataba, mataba, mataba.

El hangar estaba lleno de tropas del Covenant. Un transporte había descargado más soldados y había salido de nuevo. Un par de Élites mejorados patrullaban cerca de la Banshee, en la zona inferior del hangar.

El Spartan repasó mentalmente todas las posibilidades. ¿Y si esa nave en particular estaba allí esperando que la reparasen?

¿Y si un Élite se encaramaba en el Shade y lo derribaba a base de disparos? ¿Y si algún avispado decidía cerrar las compuertas exteriores?

Ninguno de estos muertos se hizo realidad: la nave se elevó, viró hacia el planeta que esperaba más allá de las compuertas y voló hacia la noche. Unos cuantos rayos de energía le siguieron, e intentaron derribar a la Banshee, pero no acertaron. Estaba libre de nuevo.