OCHO

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D +58.36.31 (RELOJ DE MISIÓN DEL SPARTAN-117) / PELICAN «ECHO 419», ACERCANDOSE AL ALMACÉN DE ARMAS DEL COVENANT

Los motores del Echo 419 rugieron cuando el Pelican empezó a descender sobre el pantano a través de la oscuridad y la lluvia. Las hojas que lo rodeaban se batieron arriba y abajo en respuesta a la repentina turbulencia, el agua debajo del vientre de metal del transporte disminuyó bajo la presión y el hedor de la vegetación podrida inundó el compartimento de carga mientras la rampa caía con un chapoteo sobre el espeso caldo que tenía debajo.

Foehammer estaba al mando; su voz surgió de la radio:

—La última transmisión de la nave del capitán llegó de esta área. Cuando localice al capitán Keyes, avíseme por radio e iré a recogerlos.

El Jefe Maestro descendió por la rampa y se encontró hundido hasta la cadera dentro de un agua aceitosa.

—Por favor, tráeme una toalla cuando vuelvas.

La piloto rió, dejó entrar más combustible en los motores y la nave se alzó por encima del pantano. En las tres horas que habían pasado desde que había recogido al Spartan en la cima de la pirámide, había engullido algo de comida y había podido dormir dos horas. Mientras dejaba a su pasajero sobre aquel lodazal, Foehammer se alegraba de ser una aviadora. Los cuerpos terrestres lo tenían mucho más duro.

Keyes flotaba sobre el vacío. Una neblina blanca, como hilos de araña, le emborronaba la vista, aunque en algunos momentos podía captar algunas imágenes claras, en pequeñas rachas… un cuadro de pesadilla repleto de cuerpos y de tentáculos. Un apagado rayo de luz se proyectaba desde alguna de las superficies de metal pulido y grabado. Podía oír el eco de un zumbido a lo lejos. Era ligeramente musical, extraño, como un canto gregoriano ralentizado a una fracción de su velocidad normal.

Se sorprendió al darse cuenta de que las imágenes le llegaban desde sus propios ojos; saber esto le transmitió un torrente de recuerdos de su propio cuerpo. Intentó liberarse, pero se dio cuenta con creciente ansiedad de que casi no sentía sus propios brazos. Los notaba blandos, como si estuviesen rellenos de un líquido espeso.

No podía moverse. Notaba un pinchazo en los pulmones; el simple hecho de respirar le dolía.

El extraño cántico monótono aceleró hasta convertirse en el zumbido de un insecto que resonaba dolorosamente a través de su consciencia. Era algo distante… El sonido era algo totalmente ajeno.

Sin previo aviso, una nueva imagen destelló en su mente, como si fuesen fotogramas de una película.

El sol se ponía sobre el Pacífico y un trío de gaviotas volaban por encima. Pudo oler el aire salado y notó la arena desmenuzarse entre los dedos de los pies.

Sintió que se mareaba, una sensación indescriptible de que le arrebataban el ser, y la reconfortante imagen se desvaneció. Intentó recordar lo que veía, pero el recuerdo se volatilizó como si fuese humo. Ahora sólo le quedaba una sensación de pérdida. Le habían quitado algo… ¿el qué?

El insistente zumbido regresó, ahora a un volumen doloroso. Podía notar cómo pequeños hilos de otra conciencia, hambrientos de conocimientos, se retorcían por su mente como gusanos enfermos. Un puñado de imágenes nuevas lo invadió.

… la primera vez que había matado a otro ser humano, en los tumultos de Charybdis IX… Olió la sangre y sus manos temblaban mientras empuñaba la pistola. Podía sentir el calor del cañón del arma…

… el orgullo que sintió tras graduarse en la Academia, después todo cambió, como si rebobinasen una mala holomemoria, y el nudo en la garganta, el miedo a no llegar a cumplir las expectativas de la Academia…

… el mareante olor de las violetas y los lirios sobre el ataúd de su padre…

Keyes seguía flotando, arrebatado completamente por el desfile de recuerdos que empezaban a pesarle; cada uno aparecía más rápidamente que el anterior. Se dejó arrastrar por la niebla. No se daba cuenta, ni le importaba, que cada vez que una de esas ráfagas de recuerdos acababa, desaparecía por completo.

La extraña presencia ajena se retiraba de su conciencia, pero no completamente. Aún notaba cómo el otro lo sondeaba, pero lo ignoró. Pasó la siguiente racha de recuerdos… y la siguiente… y la siguiente…

El Jefe comprobó el indicador de amenazas, vio que no había nada de que preocuparse y se dejó engullir por el pantano. El sargento Méndez siempre les había dicho que tenían que hacerse amigos del entorno, un consejo que siempre le había sido muy útil. Oía el ritmo constante de la lluvia, sentía el húmedo aire que entraba por las ventanillas de respiración, observaba las formas naturales del pantano; de este modo, el Spartan podía saber qué pertenecía a ese lugar y qué no. Ese conocimiento podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

Contento de estar en sintonía con el entorno que lo rodeaba, esperando conseguir una posición ventajosa, subió a una ligera elevación. La recompensa fue inmediata.

El Pelican había ido a parar a menos de sesenta metros del lugar en que el Echo 419 lo había depositado, pero el follaje era tan espeso que Foehammer no había podido ver el lugar del accidente desde el aire.

El Jefe se adelantó para inspeccionar los restos. A juzgar por las apariencias y que no habían muchos cadáveres alrededor, la nave se había estrellado al despegar, no al aterrizar. Esta impresión quedó confirmada cuando descubrió que, aunque iban con traje de faena, todas las bajas portaban la insignia naval.

Conjeturó que la nave de transporte debió de aterrizar sin problemas, que todos los marines desembarcaron y en el momento de elevarse un fallo mecánico o el fuego enemigo había derribado el artefacto.

Lo satisfacía comprender, aunque fuese básicamente, lo que había sucedido; el Jefe estaba a punto de irse cuando vislumbró una escopeta al lado de uno de los cuerpos y la recogió, pensando que podría serle útil. Se la colgó sobre el hombro derecho.

Siguió un rastro de huellas de botas que se alejaban del Pelican y se dirigió hacia un grupo de luces de trabajo móviles, del mismo tipo que las que había visto en el área que rodeaba el Truth and Reconciliation. Había que reconocer que los extraterrestres eran muy trabajadores, sobre todo cuando eso suponía llevarse todo lo que no estuviese pegado al suelo.

Para confirmar su teoría sobre la actividad del Covenant en el área, en muy poco tiempo el Spartan se encontró con los restos de un segundo accidente, pero en esta ocasión se trataba de un transporte del Covenant, con los dos arcos hundidos en el lodo del pantano. Aparte de los enjambres de unos insectos parecidos a polillas y el lejano gorjeo de las aves del pantano, no había señales de vida.

El cargamento de los contenedores estaba esparcido alrededor del lugar del accidente, lo que planteaba una importante pregunta. Cuando la nave se estrelló, ¿los alienígenas estaban intentando entregar algo, quizá armas, o se estaban llevando material? No había forma de saberlo.

Fuera cual fuese el caso, lo más seguro era que Keyes se hubiera acercado a las luces, las hubiese seguido hasta el lugar del accidente y hubiera seguido adelante.

Con eso en mente, dejó atrás un árbol que se sostenía sobre unas raíces gruesas y enmarañadas como una telaraña, siguió un rastro hasta la cima de una ladera y descubrió un Jackal. Sin dudarlo, apoyó el fusil de asalto en el hombro y derribó al alienígena con una sola ráfaga.

Se agachó a la espera del inevitable contraataque… pero éste nunca llegó. Curioso. Con las luces, el accidente y los módulos de cargamento desperdigados, esperaba encontrar más oposición.

Mucha más.

¿Dónde estaban? No tenía sentido. Un misterio más que añadir a todos los que ya tenía.

La lluvia repiqueteaba contra la superficie de su armadura y las botas chapoteaban en la pantanosa agua mientras el Jefe Maestro se abría camino entre el follaje… cuando de pronto fue recibido con fuego. Durante unos segundos le pareció como si su última pregunta ya tuviese una respuesta, que aún había tropas del Covenant en la zona, pero pronto comprobó que eran poco más que un par de Jackals desesperados, los cuales, al oír el ruido de los disparos del Jefe, habían acudido a investigar. Como siempre, avanzaban agachados tras sus escudos, así que era casi imposible acertarles con un disparo de frente.

Cambió su posición, buscó un ángulo mejor y disparó. Un Jackal cayó, pero el otro saltó dando una voltereta. El Spartan se detuvo, esperó a que el extraterrestre se parase y acabó con él.

Subió por el lado de una ladera empinada; el Jefe pudo ver que había un Shade en la cima de esa colina. Dominaba las dos laderas, o lo habría hecho si hubiera alguien a los mandos. Se detuvo al llegar arriba del todo y valoró sus opciones. Podía montar en el Shade, controlar la quebrada que tenía delante y hacer saber a todo el mundo que había llegado, o deslizarse por la ladera e intentar infiltrarse en el área en silencio.

El Jefe se decidió por la segunda opción. Empezó a descender por la falda de la colina que tenía delante y pronto quedó cubierto por la niebla y la húmeda vegetación. No lo sorprendió mucho que apareciesen una serie de puntos rojos en su indicador de amenazas. En lugar de rodear al enemigo, lo que expondría su espalda, el Jefe Maestro decidió cazarlos. Se colgó el MA5B y empuñó la escopeta: era mejor para encargarse de enemigos cercanos. Corrió el guardamanos, quitó el seguro y avanzó.

Las hojas de colores abigarrados le caían sobre los hombros, las enredaderas se enganchaban el cañón de la escopeta y el espeso humus medio podrido del suelo se hundía bajo el peso de las botas del Jefe a medida que éste avanzaba.

Quizá el Grunt oyó un crujido, se preguntó hacia dónde disparar y aún estaba decidiéndolo cuando se encontró la culata de la escopeta golpeándole la cabeza. Se oyó un fuerte golpe cuando el extraterrestre cayó, y pronto le siguieron dos golpes más.

Contento con su avance hasta ese momento, el Spartan se detuvo para escuchar. Se oía el suave golpeteo de la lluvia sobre las anchas hojas y el sonido constante de su propia respiración. Nada más.

Seguro de que el perímetro inmediato estaba despejado, el Jefe Maestro desvió su atención hacia el complejo de los Ancianos que se alzaba a su derecha. A diferencia de las gráciles columnas que tenían las otras instalaciones, este edificio parecía achaparrado y tenía un aspecto vagamente arácnido.

Caminó con sigilo hacia el área llana que había delante del edificio. La entrada le recordaba a una «A» mayúscula, excepto por la parte superior, que era plana, y que estaba rodeada por un par de poderosos focos.

¿Era esto lo que buscaba Keyes? Algo le llamó la atención… un par de casquillos de 12 mm de escopeta y el envoltorio de una barra de proteínas que alguien había tirado al lado de la entrada.

Se estaba acercando.

Cuando cruzó la puerta se encontró con media docena de cuerpos de soldados del Covenant caídos sobre charcos de sangre. Sorprendido de nuevo por la falta de una oposición fuerte, el Jefe Maestro se arrodilló al borde del perímetro que marcaba la sangre y examinó los cuerpos.

¿Los habían matado los marines? A juzgar por la naturaleza de las heridas, no. Parecía como si los alienígenas hubiesen sido alcanzados por fuego de plasma. ¿Quizá había sido fuego amigo? ¿Humanos que empuñaban armas del Covenant? Quizá sí, pero ninguna de las dos explicaciones acababa de encajar.

Se puso en pie, perplejo, miró lentamente alrededor y se adentró en el complejo. En contraste con el pantano del exterior, donde el constante repiqueteo de la lluvia servía para tener una fuente regular de sonido, dentro de esos gruesos muros el silencio era casi completo. El súbito sonido de maquinaria lo sorprendió, y preparó la escopeta, dispuesto a usarla.

Llamado por algún mecanismo desconocido, un ascensor apareció justo enfrente de él. Como no había otro sitio al que ir, el Jefe subió.

Mientras la plataforma lo transportaba hacia abajo, un grupo de puntos rojos que se sobreponían unos a otros aparecieron en su indicador de amenazas; el Spartan supo que estaba a punto de tener compañía. Oyó el gañido del metal torturado cuando el ascensor empezó a detenerse, pero, en lugar de acercarse, como esperaba el Jefe, los puntos se quedaron donde estaban.

El Jefe conjeturó que debían de haber oído el ascensor muchas veces, y que suponían que estaba cargado por un grupo de sus compañeros. Eso sugería que eran soldados del Covenant, soldados estúpidos.

Los que más le gustaban… después de los muertos.

Evitando hacer ningún ruido que revelase su presencia, recorrió la estancia pobremente iluminada y descubrió que los puntos rojos eran Grunts y Jackals, y que todos se hallaban alrededor de una puerta.

El Jefe ahogó una sonrisa, se colgó al hombro la escopeta y agarró el fusil de asalto.

El castigo por no vigilar el ascensor consistió en una granada seguida por cuarenta y nueve balas de disparo automático, con una serie de ráfagas cortas que acabaron con ellos.

La puerta se abrió y dio paso a una enorme cámara con cuatro o cinco pisos de altura. El Jefe Maestro se encontraba en una plataforma junto con una pareja de desprevenidos Jackals. Los mató de inmediato. Oyó un grito en la cubierta inferior y se movió hacia la derecha. Un vistazo le reveló un grupo de siete u ocho soldados del Covenant, corriendo mientras esperaban instrucciones.

El oficial lanzó su tarjeta de visita, una M9 HE-DP, en medio de ellos y retrocedió unos pasos para evitar que la metralla que saltase lo alcanzara; oyó una fuerte explosión cuando la granada detonó. A los gritos que se alzaron los siguió un fuego incontrolado. El Spartan esperó a que el volumen de disparos disminuyese para salir de su escondrijo, y avanzar de nuevo. Una serie de ráfagas cortas bastó para acallar a los últimos soldados del Covenant.

Se dejó caer sobre la cubierta inferior y reconoció el área circundante.

El Jefe Maestro efectuó un barrido rápido de la sala, en busca de pistas que le indicaran qué había pasado con el capitán Keyes. Recogió unas cuantas granadas de plasma, rodeó un gran contenedor y encontró los cadáveres.

Eran dos marines: los dos habían muerto a causa de disparos de plasma, y sus armas no estaban allí.

Lanzó una maldición ahogada. El hecho de que les faltasen las dos placas de identificación indicaba que Keyes y su equipo, como él, se habían cruzado con tropas del Covenant, que habían causado algunas bajas, y habían seguido adelante.

Seguro ahora de que se hallaba en el camino correcto, el Spartan cruzó la depresión, parecida a un canal, que partía la cámara en dos y tuvo que pasar por encima de unos cuerpos de soldados del Covenant destrozados y rodear otro a medida que se aproximaba a la escotilla. Cuando hubo atravesado el umbral, siguió adelante a través de una serie de salas, todas vacías, con las paredes pintadas con sangre de guerreros del Covenant.

Finalmente, cuando ya empezaba a preguntarse si no sería mejor dar media vuelta, entró en una habitación y se encontró cara a cara con un marine enloquecido por el miedo. Sus ojos iban de lado a lado, como si buscase algo escondido entre las sombras, y tenía la boca torcida en una mueca terrorífica. No había ni rastro del arma de asalto del soldado, pero tenía la pistola, que empezó a disparar contra las sombras de la esquina.

—¡No os acerquéis! ¡No os acerquéis! ¡No me convertiréis en una de esas cosas!

El Jefe Maestro alzó una mano, manteniendo la palma a la vista.

—Baje el arma, marine… Estamos en el mismo bando.

Pero el marine no estaba de acuerdo, y retrocedió hasta tener la espalda pegada al sólido muro.

—¡Alejaos de mí! ¡No me toques, monstruo! ¡Antes moriré!

Disparó la pistola. El Spartan notó el impacto cuando el proyectil de 12,7 mm le hizo dar un paso atrás. Decidió que ya había tenido suficiente paciencia.

Antes de que el marine tuviese tiempo de reaccionar, el Jefe le arrebató la M6D de la mano.

—Me la quedaré yo —bramó. El marine se puso en pie de un salto, pero el Jefe lo detuvo y, con amabilidad pero con firmeza, lo hizo sentarse de nuevo en el suelo—. Ahora me dirás dónde está el capitán Keyes y el resto de tu unidad.

El soldado giró la cara, con aspecto fiero. Sus rasgos faciales estaban desfigurados, crispados. La saliva salió volando de sus labios.

—¡Búscate tu propio escondrijo! —le gritó—. ¡Esos monstruos están por todas partes! ¡Dios, aún puedo oírlos! Déjame solo.

—¿Qué monstruos? —preguntó el Spartan en un tomo amable—. ¿El Covenant?

—No… No son el Covenant… ¡Ellos!

El Spartan no pudo conseguir más información del enloquecido marine.

—La superficie está en esa dirección —lo informó, señalando la puerta—. Te sugiero que recargues el arma, dejes de gastar munición y te dirijas hacia allí. Cuando llegues al exterior, escóndete y espera a que llegue ayuda. ¿Comprendido?

El soldado aceptó el arma, pero continuó farfullando tonterías. Un momento después se ovilló en posición fetal, gimió y se quedó en silencio. Aquel hombre nunca conseguiría salir solo.

De las divagaciones del marine había conseguido sacar algo en claro. Si el capitán Keyes y sus tropas seguían con vida, estaban hasta el cuello de problemas. Eso le dejaba al Jefe pocas opciones; su prioridad era salvar el mayor número de vidas posible. Al joven soldado se le veía en las últimas, pero tendría que esperar hasta que el Jefe Maestro completase su misión.

Poco a poco, con desagrado, se dio la vuelta para reconocer el resto de la estancia. Los restos de una escalerilla totalmente destrozada subían por encima de un pequeño incendio hasta la pasarela que había en el nivel superior. Notaba que el calor lo rodeaba mientras pasaba por encima de un Élite muerto, se consoló con el hecho de que el cuerpo hubiese sido abatido por balas y siguió subiendo hasta la galería circular. Desde allí, el Jefe Maestro inspeccionó una serie de puertas y de habitaciones misteriosamente vacías, hasta que llegó a la parte superior de la escalerilla, donde un marine muerto sobre un charco de sangre le hizo detenerse.

Hacía mucho que había aprendido a hacer caso de sus instintos, y ahora no paraban de darle la lata. Sentía que había algo que no acababa de funcionar. No se oía nada, sólo un sonido atronador que turbaba lo que sería un completo silencio. Se acercaba a algo, podía notarlo… pero ¿qué?

El Jefe descendió por la escalerilla. Llegó al nivel más bajo y distinguió la portezuela que tenía a la izquierda. Con el arma en ristre, se acercó con cautela a la barrera de metal.

La puerta percibió su presencia, se deslizó para abrirse y lanzó un marine muerto a sus brazos.

El Spartan notó que se le aceleraba el pulso, mientras se agachaba ligeramente para atrapar el cadáver antes de que cayese al suelo. Mantuvo derecho el MA5B con una sola mano, y revisó como pudo la sala, buscando un objetivo. Nada.

Dio un paso hacia adelante y se giró sobre sus talones, apuntando el arma hacia el lugar por el que había llegado.

Maldito fuera, sentía como si unos ojos le perforaran la espalda. Alguien estaba vigilándolo. Volvió a la sala y la puerta se cerró.

Depositó el cuerpo en el suelo, y se alejó un poco. Con la punta de la bota chutó unas vainas, que salieron rodando. Entonces se dio cuenta de que había miles de casquillos vacíos, tantos que casi cubrían el suelo como una alfombra.

Se fijó en el casco del marine y se arrodilló para recogerlo. Le habían grabado un nombre en el lateral: «Jenkins».

Llevaba incluida una cámara de vídeo, como hacían siempre los equipos de combate para después revisar la misión cuando volvían a la base, dar información a los macabros oficiales de Inteligencia, y, en ocasiones como ésta, procurar a los investigadores la información relacionada con las circunstancias de su muerte.

El Spartan recogió el chip de memoria de la cámara, deslizó el aparato en uno de los receptores de su propio casco y vio la transmisión desde una ventana en su HUD.

La grabación tenía la calidad de imagen estándar, lo que significa que era bastante mala: estaba conectado el modo de visión nocturna, por lo que todo tenía un enfermizo tono verdoso, salpicado de destellos blancos cuando la cámara enfocaba un foco de luz.

La imagen saltaba y avanzaba a trompicones, y quedaba interrumpida en ocasiones por una intermitente estática. Al principio todo era bastante rutinario, empezando por el momento en que el transporte, que acabaría mal, aterrizaba, seguido por el camino a través del pantano y la llegada al frente de la estructura con forma de A.

Tiró adelante, y la grabación, después de eso, se hizo más inquietante; empezaba con los Elites muertos y se hacía más incómodo de ver cuando el equipo abría la puerta del final y entraba. No era cualquier puerta, sino la misma puerta que el Jefe Maestro había atravesado hacía sólo unos minutos, donde un marine muerto le había caído a los brazos.

Estuvo tentado de apagar el vídeo, dar la vuelta hasta la escotilla de entrada y mandar al infierno la misión, pero se obligó a seguir mirándolo mientras uno de los marines decía que algo le olía muy mal. Siguió una discusión por radio, unos extraños sonidos como susurros, se rompió una escotilla y centenares de bolas carnosas rodaron, bailaron y saltaron por la sala.

En ese momento empezaron los gritos; el Jefe Maestro oyó que Keyes decía que estaban rodeados. La imagen se sacudió cuando algo golpeó a Jenkins por la espalda, y el vídeo pasó a negro.

Por primera vez desde que se había separado de la compañía de la IA en la sala de control, deseó que Cortana estuviese con él. En primer lugar porque quizá podría comprender qué demonios estaba sucediendo, pero también porque había llegado a confiar en su compañía, y de pronto se sentía muy solo.

De todas formas, mientras una parte de la mente del Spartan buscaba consuelo, otra parte dirigía su cuerpo de nuevo hacia la portezuela esperando oír un sonido que indicase alguna presencia mientras se abría. Pero la puerta no se abrió, y el Jefe Maestro de inmediato comprendió que eso sólo podía significar problemas. Se le formó una piedra en el fondo del estómago.

Mientras seguía quieto, con una sensación de miedo creciente, vio un destello blanco con el rabillo del ojo. Se dio la vuelta para enfrentarse a él; entonces vio a una, cinco, veinte, cincuenta esferas carnosas introducirse en la estancia, dar vueltas sobre sus tentáculos y avanzar como bailando en su dirección. Su sensor de movimiento indicó de pronto todos los puntos en movimiento, que se acercaban más y más.

El Spartan disparó contra las feas criaturas. Las que estaban más cerca explotaron como globos, pero había más, muchas más, y rodaban hacia él, por el suelo y las paredes. El Spartan abrió fuego con vehemencia y aquellos depredadores de aspecto obsceno saltaron hacia él; había empezado el combate.

Fuera había oscurecido. Sólo habían planificado una misión para aquella noche determinada, y había vuelto a la meseta a las 2.36. Eso significaba que el personal naval asignado al centro de control no tenía mucho que hacer, y se entretenían jugando a las cartas cuando los altavoces que habían instalado en los muros eructaron estática, y se oyó una voz a continuación:

Al habla Charlie 2-1-7, repito 217, a cualquier fuerza del UNSC… ¿Me recibe alguien? Cambio.

Mary Murphy, técnico de comunicaciones de primera clase, miró a sus dos compañeros de guardia y frunció el ceño.

—¿Alguno de vosotros ha tenido contacto previo con Charlie 217?

Los otros técnicos intercambiaron una mirada y los dos menearon la cabeza.

—Lo comprobaré con Wellsley —dijo Cho, mientras se levantaba y se acercaba a un improvisado monitor.

Murphy asintió y pulsó unas teclas del micrófono que tenía colocado ante los labios.

—Al habla la Base de Combate Alfa de la UNSC. Cambio.

¡Gracias a Dios! —contestó la voz con ansiedad—. Recibimos un disparo tras dejar el Autumn, aterrizamos en una zona de arbustos y logramos realizar algunas reparaciones. Tengo heridos a bordo… Solicito permiso para aterrizar de inmediato.

Wellsley, que había estado ocupado luchando en una simulación de la batalla de Maratón, se materializó en la pantalla de Cho. Como siempre, la imagen que decidió mostrar era la de un hombre de aspecto serio, pelo largo, nariz prominente y un abrigo de cuello alto.

—¿Sí…?

—Tenemos un Pelican, de nombre Charlie 217, solicitando un aterrizaje de emergencia. Ninguno de nosotros ha tratado antes con ellos.

A la IA. le costó un segundo revisar la miríada de datos que tenía en su considerable memoria y asintió levemente.

—A bordo del Autumn había una unidad designada como Charlie 217. Como no habíamos oído nada del 217 desde que abandonamos la nave, y no habíamos recibido ninguna información que indicase lo contario, supuse que el transporte se había perdido. Pidan al piloto que nos facilite su nombre, rango y número de identificación.

Al oírlo, Murphy asintió.

—Lo siento, Charlie, pero necesitamos algo de información antes de darte permiso. Por favor, facilítanos tu nombre, rango y número de identificación. Cambio.

Soy el teniente Rick Hale, número de identificación 876544-321. Denme un respiro. Necesito el permiso ya. Cambio.

—Los datos son correctos —repuso Wellsley—, pero ¿cómo ha sabido Hale que existía la Base Alfa?

—Puede haber recibido comunicaciones por radio —conjeturó Cho.

—Quizá —se mostró de acuerdo la LA—, pero mejor que nos aseguremos. Os recomiendo que pongáis en alerta a toda la base, que aviséis al comandante y que enviéis la fuerza de reacción a la pista de aterrizaje 3. Necesitaréis también el equipo de emergencia, y gente de Inteligencia preparada. Habrá que interrogar a Hale antes de que interactúe con el personal de la base.

El tercer técnico, un oficial de tercera clase llamado Pauley, pulsó el botón de alarma y efectuó las llamadas necesarias.

—Entendido —dijo Murphy al micrófono—. Tiene permiso para aterrizar en la pista de aterrizaje 3, repito, que estará bien iluminada dentro de dos minutos. Un equipo médico irá a su nave. Aseguren todas las armas y paren la energía en el momento en que aterricen. Cambio.

Sin problema —contestó Hale, agradecido. Y unos segundos después—. Ya veo las luces. Nos acercamos. Corto.

El piloto apago el micrófono y se volvió hacia su copiloto. Bañado por el resplandor verde que producían los instrumentos de la nave, el Elite parecía todavía más alienígena.

—¿Qué? —preguntó el humano—. ¿Qué tal lo he hecho?

—Extremadamente bien —dijo el oficial de Operaciones Especiales Zuka ‘Zamamee, desde detrás del piloto—. Gracias.

Y con estas palabras ‘Zamamee lanzó lo que parecía un círculo de luz verde por encima de la cabeza de Hale, tiró de los mandos en direcciones opuestas y enterró el cable en la garganta del piloto. Los ojos del humano se salieron de sus órbitas, las manos intentaron agarrar el cable, y el tatuaje que tenía en la pierna se golpeó contra los pedales de conducción.

El Elite, que ocupaba la posición del copiloto, ya había tomado el control del Pelican y, gracias a horas de práctica, podía manejar muy bien la nave.

‘Zamamee esperó a que dejase de patalear, soltó el cable y olió algo desagradable. Entonces el Élite se dio cuenta de que Hale se había cagado encima. Dejó escapar un gruñido de asco y volvió al compartimento de carga del Pelican. Estaba atestado de Élites armados hasta los dientes, entrenados para la infiltración. Además de las armas, llevaban generadores de camuflaje. Su trabajo era dominar tantas pistas de aterrizaje como fuese posible, y aguantar en ellas hasta que seis transportes cargados de Grunts, Jackals y más Élites aterrizasen en la meseta.

Las tropas vieron aparecer al oficial y lo miraron, expectantes.

—Proceded —les ordenó ‘Zamamee—. Ya sabéis lo que hay que hacer. Encended los generadores de infiltración, comprobad las armas y recordad este momento. Porque esta batalla, esta victoria, se tejerá en vuestro poema familiar, y será cantada por las próximas generaciones.

»Los Profetas han bendecido esta misión, os han bendecido a vosotros, y quieren que todos los soldados sepáis que los que trascendáis el plano físico seréis bienvenidos en el paraíso. Buena suerte.

Un borrón de luces apareció en la oscuridad, el transporte perdió altura y los guerreros murmuraron sus últimas bendiciones.

Como la mayoría de las inteligencias artificiales, Wellsley tenía una pronunciada tendencia a pasar más tiempo pensando en lo que no tenía que en lo que sí tenía, y los sensores estaban los primeros en la lista. La triste verdad era que McKay y su compañía había logrado recuperar una gran cantidad de suministros del Autumn, pero no habían tenido tiempo suficiente para arrancarle a la nave los componentes electrónicos que le habrían dado a la IA la capacidad de controlar el espacio aéreo circundante a tiempo real. Eso se traducía en que se veía atado totalmente por los remotos sensores terrestres que las patrullas habían plantado por aquí y allá, dentro del perímetro de diez kilómetros de la meseta.

Toda la información había mostrado el área despejada durante el primer contacto con radio con Charlie 217, pero ahora, mientras el Pelican empezaba a encender los propulsores para aterrizar, los sensores del Sector 6 empezaron a transferirle datos. Éstos decían que seis lecturas térmicas pesadas los habían sobrevolado, que fuera lo que fuese causaba mucho ruido y que se acercaban a una velocidad de 350 km/h.

Wellsley reaccionó con una velocidad sólo posible en un ordenador, pero su respuesta llegó demasiado tarde para impedir que Charlie 217 aterrizase. Mientras la inteligencia artificial daba una serie de importantes indicaciones a sus superiores humanos y los deslizadores del Pelican entraban en contacto con la tercera pista de aterrizaje, treinta Élites casi invisibles se apresuraban a bajar por la rampa. Y los hombres y mujeres de la Base Alfa se encontraron luchando por sus vidas.

Un nivel por debajo, encerrado en un cuarto con otros tres Grunts, Yapap oyó el aullido distante de una alarma, y supuso que sabía por qué sonaba. ‘Zamamee estaba en lo cierto. El hombre que llevaba la armadura extraña, el que creían que era el responsable de la muerte de más de mil soldados del Covenant, frecuentaba ese lugar. Yayap lo sabía porque había visto al soldado hacía más de seis unidades. Había accionado el transmisor escondido en su respirador y puso en marcha el ataque aéreo.

Ésas eran las buenas noticias. Las malas eran que la presa de ‘Zamamee podía haber dejado la base durante el período de tiempo que había transcurrido. Si era así, y se consideraba que la misión había sido un fracaso, el Grunt no tenía dudas de a quién le echarían las culpas. Pero Yayap poco podía hacer, aparte de agarrar los barrotes, escuchar el sonido del lejano combate y esperar lo mejor.

Y en ese punto, lo mejor bien podría ser una muerte rápida e indolora.

Todos los miembros del equipo de emergencia, la mitad de los médicos y un tercio del equipo de reacción estaban muertos cuando McKay había bajado de su litera, se había vestido y escogido sus armas. Siguió a la multitud hasta las pistas de aterrizaje. Para descubrir que se había desatado una batalla encarnizada.

Los rayos de energía parecían surgir de la nada, las granadas de plasma se materializaban en el aire y unos cuchillos invisibles cortaban gargantas. A duras penas habían logrado contener al equipo que había aterrizado, y temían que lograse desperdigarse por las zonas de aterrizaje vecinas.

Silva estaba allí, con el torso desnudo, gritando órdenes mientras disparaba ráfagas con su fusil de asalto.

—¡Inunden de combustible la Pista 3! ¡Pero manténgalo dentro del área de contención! ¡Ya!

Era una orden extraña, y quizá los civiles hubiesen rehusado llevarla a cabo, pero los soldados reaccionaron obedientemente, sin cuestionarse nada. Un marine corrió hacia la estación de combustible de la Pista 3. Arrancó el seguro y agarró la boquilla de la manguera.

El aire del área iluminada a la derecha del marine pareció temblar, y Silva disparó un cargador entero a lo que parecía sólo aire. Un soldado Élite gritó, su imagen parpadeó varias veces ya que su generador de camuflaje había sido acertado con un disparo, y se dobló por la cintura.

Sin parar, inconsciente de lo cerca que había estado de la muerte, el marine dio media vuelta, apretó con fuerza la palanca de la manguera y envió un continuo torrente de líquido sobre la superficie de la Pista 3. En los días posteriores a la conquista de la meseta, habían obligado a un equipo de trabajo del Covenant a construir un bordillo. El propósito de esa barrera era contener filtraciones de combustible, y funcionó bien, ya que el combustible, de alto contenido en octanos, superó los deslizadores del Pelican e inundó la zona posterior.

—¡Atrás! —gritó Silva, mientras lanzaba una granada de fragmentación justo debajo del Pelican. Se oyó una explosión seguida de un golpe sordo cuando el combustible se prendió y el soldado apagó el surtidor.

El efecto principal fue que convirtió a los Élites que aún quedaban en la pista de aterrizaje en antorchas que gritaban y se movían con grandes aspavientos. La respuesta fue inmediata; los marines abrieron fuego, derribaron a los comandos del Covenant. El Charlie 217 estaba rodeado de llamas, y tembló cuando uno de sus tanques de combustible explotó.

Pero tenían que proteger los otros Pelicans; aunque algunos habían despegado, quedaban otros en tierra.

Silva se volvió hacia McKay.

—Es la hora del espectáculo —dijo el comandante, mientras Wellsley le hablaba al oído—. Esto ha sido sólo un calentamiento, si me permite el juego de palabras. La verdadera fuerza de asalto está a sólo cinco minutos. Si Wellsley no se equivoca, son seis naves de transporte del Covenant. No podrán aterrizar aquí, o sea, que descenderán en algún lugar sobre la meseta. Yo me ocupo de las pistas de aterrizaje, usted de la meseta.

—Señor, sí, Señor —asintió McKay; hizo señas al sargento Lister para que se aproximase. El oficial llevaba detrás una escuadra de marines.

—Recoja al resto de mi compañía y dígales que se apresuren a salir de las zonas de aterrizaje, y que se preparen para encargarse de un ataque en la meseta. Vamos a darles a esos cabrones una calurosa bienvenida.

Lister lanzó una mirada al furioso incendio y sonrió ante el involuntario chiste de McKay.

—Sí, señora —dijo, y se alejó corriendo.

En alguna otra parte, en los irregulares bordes de la meseta, los Shade de los hormanos abrieron fuego. Unos destellos de energía azul sondearon la oscuridad que los rodeaba, descubrieron la primera nave y cortaron en rodajas la noche.

‘Zamamee y un destacamento de cinco comandos habían dejado atrás la zona de aterrizaje cuando los humanos inundaron la Pista 3 con combustible. Aún más, el oficial ni siquiera se encontraba en el exterior de la instalación de los Ancianos cuando se desató el terrible infierno; sus hombres y él se encontraban ya un nivel por debajo de la superficie, avanzaban de habitación en habitación, masacrando a todos los humanos que se cruzaban con ellos. Pero no había ni rastro del soldado enemigo que deseaban encontrar… Podían tropezarse con él al doblar la siguiente esquina.

Murphy había desactivado los seguros de los cañones automáticos MLA de 50 mm y le había delegado su control a Wellsley cuando notó que algo le sacudía el hombro. La oficial empezó a dar la vuelta, vio la sangre salir a borbotones y se dio cuenta de que era suya. Un Elite soltó una risa gutural cuando Cho y Pauley encontraron destinos similares. Habían neutralizado la sala de control.

Wellsley fue testigo de los asesinatos a través de la cámara que estaba colocada encima del monitor principal de vídeo, apagó las luces y notificó la situación a Silva. En cuestión de minutos, seis equipos de tres personas, equipados con visores de temperatura, empezaron a descender por el laberíntico complejo. Los generadores de camuflaje del Covenant no escondían el calor, sino que generaban aún más, por lo que los dos bandos estaban en igualdad de condiciones.

Mientras, gracias a la iniciativa de un oficial muerto, Wellsley tenía unas sorpresas de 50 mm para los transportes que se acercaban. Aunque eran efectivos contra las Banshees, a los Shades les faltaba la energía necesaria para derribar del cielo un transporte, algo que el Covenant ya sabía.

Pero, igual que un Élite no podía sobrevivir a cincuenta balas perforadoras de 7,62 mm, quedó demostrado que los transportes enemigos eran vulnerables a los proyectiles explosivos de 50 mm que, de pronto, se cruzaron en su camino. No sólo eso, sino que estos proyectiles eran controlados por un ordenador, es decir, por Wellsley; eso significaba que cada una de esas bombas iban directamente a donde él quería que fuesen.

Le habían delegado el control demasiado tarde para que la inteligencia artificial se encargase de la primera nave de transporte, pero la segunda se encontraba justo donde él quería. Explotó cuando una docena de proyectiles de munición altamente explosiva detonaba en su fuselaje. Irónicamente, los compartimentos que albergaban a las tropas lograron salvar la vida, y murieron cuando la nave se estrelló contra el pie de la meseta.

Sólo tenía dos cañones: uno al oeste y otro al este, lo que suponía que los transportes restantes podían cruzar sin riesgos a través del campo de fuego del MLA del este antes de que la LA. pudiese disparar contra ellos. Aun así, la destrucción de una sola nave había reducido la fuerza de asalto en una sexta parte, lo que Wellsley consideraba un resultado aceptable.

La muerte provocada por la artillería arrasó la meseta cuando las naves de transporte del Covenant usaron sus cañones de plasma para bombardear las pistas de aterrizaje. Un equipo de fuego fue atrapado en zona abierta y reducido a jirones mientras les disparaban una andanada de cohetes. Algunos proyectiles golpearon contra su objetivo, algunos lograron causar bajas, pero ninguno destruyó una nave enemiga.

Entonces, suspendidas como insectos obscenos, las naves en forma de «U» descendieron hasta la superficie del anillo y soltaron sus tropas a través de sus accesos laterales, y las repartieron como semillas del mal por toda la planicie de la meseta. McKay hizo cálculos mentales. Quedaban cinco transportes, con unos treinta soldados en cada uno, lo que sumaba una tropa de asalto de unos ciento cincuenta efectivos.

—¡Dadles con todo! —gritó Lister—. ¡Matad a esos cabrones antes de que puedan aterrizar!

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Los disparos en respuesta a las órdenes sonaron con regularidad cuando los francotiradores abrieron fuego. Tanto Élites como Jackals y Grunts se tambalearon hasta caer muertos.

Pero aún quedaban muchos… McKay sacó fuerzas de flaqueza para enfrentarse al siguiente ataque.

El Grunt sólo podía imaginar las razones por las que se habían apagado las luces, un factor que incrementaba el miedo que ya sentía. Incapaz de hacer nada, Yayap oía los ahogados sonidos de la batalla, y se preguntaba a qué bando debía apoyar. No le gustaba ser un prisionero, pero empezaba a imaginar que estaría mejor con los humanos. Al menos, durante un tiempo…

Apareció una esfera de luz, se deslizó por la pared que tenía enfrente, cruzó el suelo y logró entrar en la celda.

—¿Yayap? ¿Estás aquí?

A continuación aparecieron otras luces, y el Grunt vio que el aire delante de él temblaba. ¡Era ‘Zamamee! Para sorpresa de Yayap, el Élite había mantenido su palabra y había ido a rescatarlo. Al darse cuenta de que el aparato de respiración hacía difícil distinguir a los de su raza, el Grunt sacó la cabeza por entre las barras.

—Sí, Excelencia, estoy aquí.

—Bien —contestó el Élite—. Ahora apártate para que podamos volar la puerta en pedazos.

Todos los Grunts se apretujaron contra el fondo de la habitación mientras uno de los comandos pegaba una carga a la cerradura de la puerta y usaban un control remoto para detonarla. Hubo un estallido de luz, seguido de un sonido sordo al explotar. Las bisagras chirriaron cuando Yayap empujó la portezuela.

—Vamos —dijo ansioso ‘Zamamee—, condúcenos hasta el humano. Hemos atravesado casi todo el complejo, pero aún no lo hemos encontrado.

«Vaya —pensó Yapap para sí mismo—, o sea, que la única razón de que hayas venido a buscarme es para encontrar al humano. Tendría que haberlo imaginado.»

—Claro, Excelencia —contestó el Grunt, sorprendido por la propia suavidad de su voz—. Esas criaturas capturaron algunas Banshees; el hombre fue asignado a su vigilancia.

Yayap esperaba que ‘Zamamee dudara de su afirmación, que le preguntase cómo lo sabía, pero el Élite le creyó.

—De acuerdo —contestó ‘Zamamee—, ¿dónde guardan las naves?

—En la meseta —contestó con confianza Yayap—, al oeste de las pistas de aterrizaje.

—Nosotros iremos delante —dijo el Élite, dándose importancia—, pero no te alejes mucho. Es fácil perderse.

—Sí, Excelencia —aceptó el Grunt—, lo que usted mande.

Incapaz de aterrizar en las pistas de aterrizaje o cerca de ellas, como habían planificado, el comandante de campo ‘Putumee se había visto obligado a abandonar la nave con su equipo en el área superior al complejo de los Ancianos. Sus tropas tendrían que cruzar terreno abierto, con muy poca cobertura, y sin el beneficio de las armas pesadas para despejar el camino.

Pero el astuto oficial conservaba un truco en la manga. En lugar de dejar que los transportes se retirasen, les ordenó que se quedaran sobrevolando la zona donde habían aterrizado y que barriesen el terreno que tenían que atravesar sus tropas. No se había diseñado a los transportes para una tarea parecida, y a los pilotos no les gustaba la idea, pero a él no le importaba. ‘Putumee, que consideraba a los miembros de la aviación como poco más que chóferes sobrevalorados, no estaba muy interesado en lo que les gustaba.

Las naves en forma de «U» flotaron lentamente hacia las fortificaciones humanas, con los cañones de plasma sondeando el terreno que tenían debajo, mientras las descargas de cohetes seguían azotándolas y explotaban en sus flancos, sin causarles daños.

El oficial de campo, que avanzaba junto con la segunda columna de soldados, hizo una señal a sus Jackals para que se adelantasen; los humanos se vieron obligados a abandonar las trincheras y a retirarse hasta la siguiente línea de defensa.

‘Putumee se detuvo al borde de una de las trincheras y la observó. Había algo en la excavación que le molestaba… ¿qué era? Entonces lo comprendió. El agujero rectangular era demasiado limpio, demasiado regular, para que lo hubiesen excavado en la última media unidad. El oficial se planteó qué otras medidas habrían tomado esas criaturas.

La respuesta le llegó enseguida. Al grito de «¡Fuego!» de McKay, el artillero del Scorpion obedeció. El tanque dio bandazos por debajo de los pies del oficial; la granada salió disparada y el casco empezó a vibrar cuando la ametralladora abrió fuego. La explosión, con un alcance de seiscientos metros, borró una columna entera de Grunts. Los otros tanques de combate, a los que Silva había ordenado situarse en la parte superior de la meseta, empezaron a disparar dos segundos después. Esta andanada acabó con un Élite, dos Jackals y un Hunter.

Los marines estallaron en vítores, y McKay sonrió. Aunque dudaba de que el Covenant intentara soltar tropas encima de la meseta, el comandante era una persona cuidadosa; por eso había mandado a los Helljumpers que cavaran un anillo de trincheras alrededor de la instalación, y había creado búnkeres para los tanques.

Ahora, disparando con los cañones casi paralelos a la tierra, los tanques de combate estaban a punto de convertir el área circundante en un paisaje lunar, ya que cada proyectil lanzaba media tonelada de tierra por los aires y excavaba cráteres en la meseta.

Aunque ni McKay ni ningún otro humano lo supiese, la tercera granada que explotó partió al comandante de campo ‘Putumee por la mitad. El ataque continuó, pero más lentamente. Algunos Élites de menor rango asumieron el mando e intentaron replegar a sus tropas.

Aunque ‘Zamamee intentaba llevar a cabo su propia misión, éste había estado controlando las comunicaciones de la red de mando y sabía que el ataque había sido contenido. Era sólo cuestión de tiempo que se ordenara a los transportes sobrevolar la zona y recoger a los que aún pudiesen arrastrarse, caminar o correr, y abandonar la posición, en busca de territorios más seguros.

Eso significaba que tenía que empezar a salir, buscar una forma de atravesar las líneas humanas, pero la conversación mantenida con el Profeta seguía torturándolo. Su mejor oportunidad… no, su única oportunidad era encontrar al humano y matarlo. Conservaría la cabeza, se le perdonaría todo, y ¿quién sabía? Habían muerto muchos Élites, así que quizá podían ascenderlo.

Se sintió reconfortado por esta perspectiva, y siguió adelante.

Los comandos se encontraban ya en el primer nivel, y se acercaban a la puerta que daba al exterior, cuando uno de los tres marines apostados allí vio una línea de esferas verdes pasar por delante de la garita en la que se refugiaba y abrió fuego sobre ellos.

Se produjo un caos total mientras los humanos vaciaban cargador tras cargador. Los Grunts quedaron reducidos a pedazos, los Élites disparaban en todas direcciones y empezaron a desplomarse.

‘Zamamee notó que el fusil de plasma se le abría entre las manos, para enfriarse, y supo que estaba al borde de la muerte, cuando una granada de plasma cayó volando entre los humanos y quedó pegada en el brazo de uno de los soldados.

—¡No! —gritó, pero era demasiado tarde. La explosión masacró todo el equipo.

Yayap, que se había apropiado de las granadas y de la pistola de uno de los comandos caídos, tiró del arnés de combate de ‘Zamamee.

—Por aquí, Excelencia… ¡Sígame!

El Élite le hizo caso. El Grunt condujo al oficial por una puerta, y a través de una pasarela, hasta llegar a la plataforma donde diez Banshees descansaban en una línea perfecta. No había guardias. ‘Zamamee miró a su alrededor.

—¿Dónde está?

—No tengo ni idea, Excelencia —contestó Yayap, encogiéndose de hombros.

‘Zamamee notó una mezcla de rabia, miedo y desesperación mientras una nave de transporte cruzaba por encima de su cabeza y desaparecía en el horizonte. Todos sus esfuerzos habían fracasado.

—Me has mentido —dijo con un deje seco en su voz—. ¿Por qué?

—Porque usted sabe como pilotar estas cosas —fue la simple respuesta del Grunt—, y yo no.

Los ojos del Élite parecieron iluminarse desde dentro.

—Debería dispararte y dejar tu cadáver aquí, para que los humanos lo lanzasen abajo por un barranco.

—Puede intentarlo —replicó Yayap mientras apuntaba su pistola de plasma a la cabeza de su superior—, pero no se lo aconsejo. —Al Grunt le hizo falta todo el valor que pudo reunir para apuntar su arma contra un Élite, y su mano temblaba a causa del miedo que sentía. Pero no temblaba lo suficiente para que el rayo de energía fallase, y ‘Zamamee lo sabía.

El Élite asintió. Unos momentos después, una Banshee sobrecargada osciló por encima de la tierra, se deslizó por el borde de la meseta e inmediatamente empezó a perder altura. El artillero de un Shade la vislumbró y le mandó tres ráfagas de plasma, pero la Banshee enseguida estuvo fuera de alcance.

La batalla de la Base Alfa había acabado.

El Spartan disparó contra lo que parecía una marea de horrores con tentáculos, retrocedió y decidió mantenerse en movimiento. Era vulnerable, sobre todo por la espalda, pero la armadura le sería de mucha ayuda.

No tenía claro qué sucedía a continuación, pero fuera lo que fuese hacía que los marines gritasen y los dejaba fuera de combate en un período de tiempo relativamente corto. La munición pronto empezaría a escasear, así que en lugar de disparar ciegamente, se obligó a apuntar e intentar hacer explotar las esferas.

Venían en grupos de dos, de tres, de cuatro, saltaban en pedazos carnosos cuando las balas las destrozaban y parecían fundirse. El problema era que había centenares de cabrones diminutos de ésos, quizá miles, y se hacía difícil mantener el ritmo mientras lo iban inundando todo y se acercaban a él.

De todas formas, había algunas estrategias que el Jefe podía poner en práctica para igualar las cosas, y éstas podían marcar la diferencia. La primera era correr mientras disparaba, lo que las obligaba a disgregar su formación y a trasladarse de una punta a otra. Eran muy numerosas y tenían una gran determinación, pero no eran especialmente brillantes.

La segunda estrategia consistía en buscar nuevas erupciones de esas criaturas, lugares en que estuviesen concentradas donde una granada bien colocada podría destruir a centenares de golpe.

La tercera suponía cambiar constantemente del fusil de asalto a la escopeta, para mantener un ritmo de disparo constante, deteniéndose sólo para recargar cuando había un respiro momentáneo en la lucha.

Estas estrategias fueron de pronto mucho más importantes cuando algo nuevo surgió de la oscuridad. Una masa de carne deshilachada y de extremidades balanceantes le cayó sobre la cabeza. Durante los primeros instantes del ataque, el Jefe se preguntó si se trataba de un cadáver que le hubiese caído del techo. Pero pronto distinguió la verdad, cuando más de esas criaturas deformes aparecieron y avanzaron hacia él. No sólo corrían, sino que saltaban por el aire, como si deseasen derribarlo.

Las criaturas apenas tenían una forma humanoide, con su figura encorvada que parecía medio descompuesta. Sus brazos parecían dislocados y unos grupos de tentáculos brotaban por diferentes agujeros en la piel.

De todos modos, eran vulnerables a las balas, lo que el Jefe agradecía, aunque a veces necesitaba una ráfaga de veinte o treinta balas para acabar con uno solo. Era raro, pero incluso las criaturas vivas tenían el aspecto de muertas; tras pensarlo un poco, el Jefe Maestro conjeturó que seguramente lo estaban. Eso explicaría por qué algunos de esos feos hijos de puta se parecían tanto a los Élites del Covenant, o al aspecto que tendría un Élite si hubiese muerto, lo hubieses enterrado y lo hubieses exhumado dos semanas después.

Tras lo que pareció una eternidad, dos de esos Élites reanimados atravesaron la escotilla y pudo acabar con ellos. Eso le proporcionó al Jefe una oportunidad para escapar.

Lo perseguían de cerca más de esos monstruos que caminaban sobre dos piernas, junto con todo un enjambre de criaturas esféricas que saltaban y daban giros en el aire. Fue necesario acabar con todos ellos con fuego automático antes de poder atravesar la siguiente puerta.

El Spartan se encontró en la galería superior de una estancia espaciosa y bien iluminada. Estaba llena de aquellas deformes criaturas bípedas, pero parecía como si ninguna percibiese su presencia. Intentó que las cosas siguieran así, y cruzó en silencio, pegado al muro de la derecha, hasta la siguiente portezuela.

Tras un breve trayecto, el Jefe llegó a una sala similar, donde había estallado una batalla campal entre soldados del Covenant y sus nuevos enemigos.

El Spartan consideró brevemente si se enfrentaba a ellos, pero eran demasiado numerosos. Evitó disparar y se deslizó tras un módulo de carga derribado. Tras una batalla infernal, los combatientes se habían aniquilado entre sí, lo que le daba vía libre para atravesar el puente que lo llevaría hasta la otra punta de la instalación, hasta la pasarela que lo conduciría a la salida lateral.

Una criatura jorobada le aterrizó encima. El Spartan retrocedió, dando traspiés, se agachó y lanzó al monstruo por encima del hombro. Éste se aplastó contra la pared y dejó un manchurrón de color gris verdoso y viscoso al deslizarse hasta el suelo.

El Jefe Maestro se dio la vuelta para seguir adelante, pero el sensor de movimiento se iluminó en rojo: indicaba un contacto justo detrás de él. Giró sobre sí mismo y le sorprendió ver a la aplastada criatura, herida de gravedad, intentar ponerse en pie. Su brazo izquierdo colgaba inútil y el hueso aparecía por entre la pálida carne gangrenada.

El brazo derecho de la criatura seguía funcionando. Un racimo de tentáculos que se retorcían se abrió camino desde la muñeca derecha; el Spartan pudo oír cómo se le partían los huesos de la mano, cuando ésta era bruscamente apartada para dejar sitio a los tentáculos.

Uno de ellos saltó, chasqueó como un látigo y derribó al Jefe Maestro. Con un solo golpe, los escudos le habían quedado casi completamente secos.

Rodó hasta quedar agachado y abrió fuego. Las balas perforadoras de 7,62 mm casi partieron al monstruo por la mitad. Le dio una patada a su enemigo y le metió dos balas más en el pecho. «Con esto, esta bestia debería quedarse muerta», pensó.

Avanzó por el corredor. Dos marines seguían en el suelo, donde habían caído, lo que demostraba que al menos una sección del escuadrón había conseguido llegar hasta allí, lo que hacía posible que algunos otros hubiesen podido escapar.

El Jefe Maestro los examinó, vio que aún llevaban sus placas de identificación y las cogió. Caminó por amplias galerías y corredores estrechos, dejó atrás maquinaria que funcionaba entre murmullos, y entró en una bóveda oscura, bañada en tinieblas. Su sensor de movimiento empezó a destellar un aviso de color carmesí: se encontraba en el centro de actividades hostiles.

Otra de esos deformes atacantes bípedos se le acercaba arrastrando los pies. Reconoció la forma de la cabeza: delante de él tenía el hocico angular de un Elite. Lo que le hizo mantenerse sin disparar fue la forma en que estaba colocada la cabeza.

El cráneo extraterrestre estaba ladeado en un ángulo repugnante, como si los huesos del cuello se hubiesen ablandado, o licuado. Colgaba hacia la espalda de la criatura, como una extremidad que hubiese que amputar.

Era como si algo le hubiese dado una nueva forma al Élite desde su interior. El Spartan sintió una emoción a la que no estaba habituado: miedo. Una imagen de desesperación, de gritos ante una amenaza que se cernía sobre ellos, de impotencia, destelló ante sus ojos, una instantánea de los sueños inducidos por la criogenia a bordo del Pillar of Autumn.

«Esto no va a sucederme a mí —decidió—. De ninguna manera.»

La bestia saltó y desapareció de su campo de visión.

El Spartan respiró profundamente, exhaló y abandonó su posición. Corrió hacia el centro de la sala. Apaleó a las temblorosas criaturas y aplastó un puñado de las pequeñas bestias esféricas bajo sus botas. Disparó con la escopeta, y la sangre verde y espesa bañó el suelo.

Llegó a su objetivo: la plataforma de un ascensor, idéntica a la que le había hecho descender hasta ese agujero infernal. Alcanzó el panel de activación; esperaba reconocer el botón de ascenso.

Una de las criaturas se alzó por los aires de un salto y aterrizó a su lado.

El Jefe puso una rodilla en el suelo, hundió el cañón de la escopeta en el vientre de la criatura y disparó. La bestia saltó disparada hasta el otro extremo, y cayó en medio de un grupo de los pequeños y redondos monstruos.

Se fijo de nuevo en el panel de activación y presionó los controles.

La plataforma del ascensor cayó como una roca, a tanta velocidad y tan bajo que los oídos le dolieron.

«¿Dónde demonios está Cortana cuando se la necesita?» Siempre le decía que tenía que cruzar una puerta, atravesar un puente o escalar una pirámide. A veces era molesta, pero en otras ocasiones lo tranquilizaba.

El sótano, si es que se trataba de eso, tenía el mismo encanto que una cripta. Un pasadizo lo condujo hasta una sala espaciosa donde el Spartan tuvo que abrirse camino hasta alcanzar una puerta, y al conducto que se abría detrás de ella. En ese momento el Spartan se encontró cara a cara con algo que nunca había visto, y que prefería no volver a ver: una de las bestias bípedas… un humano horriblemente mutado. A pesar de que lo que había invadido el cuerpo lo había deformado, el Jefe pudo reconocerlo.

Se trataba del soldado Manuel Mendoza, el soldado al que el sargento Johnson le encantaba gritar, uno de los marines que había acompañado a Keyes cuando desapareció en esa pesadilla.

Aunque estaba retorcida por lo que le habían hecho, la cara del soldado aún mantenía rasgos de humanidad; esto hizo que el Jefe Maestro apartase el dedo del gatillo e intentase contactar con él.

—Mendoza, vamos… Intentemos salir de aquí. Sé que te han hecho algo, pero seguro que los médicos podrán arreglarlo.

El marine reanimado, ahora poseído por una fuerza sobrehumana, golpeó al Jefe con una fuerza tal que casi lo derribó; la alarma del traje empezó a sonar. Mendoza, o mejor aún, el ser que antes había sido Mendoza, balanceó un tentáculo parecido a un látigo y lo azotó de nuevo. El Spartan retrocedió tambaleante, apretó el gatillo, y el proyectil de 12 mm destrozó lo que había sido Mendoza.

El resultado fue a la vez espectacular y asqueroso. Cuando el cadavérico horror se partió, el Jefe pudo ver que una de las pequeñas esferas se había instalado en la cavidad pectoral del soldado, y parecía haber extendido sus tentáculos hacia otras zonas de lo que había sido el cuerpo de Mendoza. Un tercer disparo de escopeta sirvió para destrozar también a esa criatura.

¿Era así como funcionaban esas criaturas? Aquellas cosas pequeñas, parecidas a vainas, infectaban a sus huéspedes y los hacían mutar para que adquiriesen la condición de combatientes. Consideró la posibilidad de que fuese una nueva arma biológica del Covenant, pero lo descartó enseguida. Las primeros ejemplares de combate que se había encontrado habían sido Élites.

Fueran lo que fuesen esas malditas criaturas, eran letales tanto para humanos como para el Covenant.

Cargó nuevos cartuchos en la escopeta y siguió adelante. El Spartan se movía lo más rápido que podía, a una velocidad desesperada. Entró violentamente en otra sala, escaló hasta la galería superior, hizo saltar por los aires una figura parecida a un Élite y se agachó tras una puerta.

El área que se abría tras ella era todo un reto. El Jefe tenía el segundo piso para él solo, pero un ejército de monstruos controlaba totalmente el piso inferior, y necesitaba llegar a él.

La altura le daba algunas ventajas. Tiró algunas granadas bien colocadas, dio un salto desde la pasarela y acabó con sesenta segundos de enfrentamiento directo. Eso le bastó para abrirse camino. Además, era un descanso poder atravesar un espacio completamente despejado. Hasta que llegó a un compartimento donde encontró algo más a lo que enfrentarse.

Además de los ataques directos, las criaturas se habían quedado con las armas de sus víctimas, así que estas nuevas criaturas de combate resultaban aún más peligrosas. No eran los enemigos más inteligentes con los que se había enfrentado, pero tampoco eran autómatas descerebrados.

Las balas rebotaban en las paredes de metal, los disparos de plasma resonaban por el aire y una granada detonó mientras el Jefe Maestro despejaba el área y descubría un rincón en el que algunos marines habían mantenido la última defensa, sobre el techo de un contenedor. Se detuvo para recuperar sus placas, recogió algo de munición y siguió adelante.

Algo le molestaba. ¿Qué era? ¿Quizá algo que había olvidado?

Se le ocurrió de pronto: casi se había olvidado de su propio nombre. Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

El repetitivo cántico que sonaba al límite de su conciencia zumbó con más fuerza, y sintió una especie de presión… Era una sensación de rabia.

¿Por qué estaba furioso?

No, alguna otra cosa estaba furiosa… ¿porque se acordaba de su nombre?

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? Se debatió para recordarlo.

Ahora podía acordarse de algunos fragmentos. Una estancia oscura, extraña, hordas de un enemigo terrorífico, disparos, un dolor penetrante…

Debían haberlo capturado. Era eso. Un nuevo truco del enemigo. No les daría nada. Intentó recordar quién era el enemigo.

Repitió el mantra en su mente: Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

La presión del zumbido aumentó. Se resistió, aunque no estaba muy seguro de por qué. Había algo en ese ruido que lo asustaba. La sensación de ser invadido se intensificó.

«¿Es un truco del Covenant?», se preguntó.

—No funcionará. No os mostraré el camino hacia la Tierra —intentó gritar, pero no pudo hacer que la boca le funcionase; no podía sentir su propio cuerpo.

Cuando el pensamiento de su planeta natal reverberó por la consciencia de Keyes, el tono y la intensidad del zumbido se modificó, como si estuviese complacido. Él, Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK, se quedó sorprendido cuando unas nuevas imágenes le atravesaron la mente.

Se dio cuenta demasiado tarde de que había algo que se deslizaba por su mente, como un saqueador de tumbas desenterrando un cadáver. Nunca se había sentido tan impotente, tan asustado…

El miedo se desvaneció con un torrente de emociones al sentir el calor de la primera mujer que había besado…

Intentó gritar mientras la memoria le era arrebatada, desechada.

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

Con cada uno de las porciones de su pasado que se habían reproducido y habían sido absorbidas por el olvido, podía sentir cómo el invasor lo envolvía en un océano de maldad. Pero, al igual que los fragmentos de restos de un naufragio que quedaban en la superficie después de que el barco se hubiese hundido, algunos pedazos de sí mismo, escogidos al azar, seguían allí, como una especie de balsa improvisada a la que aferrarse momentáneamente.

La imagen de una mujer sonriente, una pelota que daba vueltas en el aire, una calle abarrotada, un hombre con media cara volada, las entradas de un espectáculo que no podía recordar, el aroma del pan recién hecho…

Pero el mar era demasiado duro, las olas rompían contra la balsa y la desmenuzaban. La marejada alzaba a Keyes, después lo hacía caer, y la oscuridad cada vez parecía más atractiva. En ese momento, cuando el océano parecía a punto de tragárselo, Keyes se acordó de algo que aquella criatura que estaba violándole la mente no podría consumir: la onda transponedora de su CNI.

Se agarró a ella como un hombre a punto de ahogarse, alcanzó la cuerda salvavidas con todas sus fuerzas y evitó desaparecer. Allí, en el interior de su tumba acuática, había un hilo que podía conducirlo a lo que una vez había sido.

Keyes, Jacob. Capitán. Número de identificación: 01928-19912-JK.

El Jefe Maestro disparó el último cartucho de la escopeta contra el bulto caído de uno de los combatientes. La criatura tuvo un espasmo y se quedó quieta.

Después de aclararse en la confusión de pasillos y cámaras subterráneas durante lo que le parecieron horas, encontró un ascensor que lo llevaba a la superficie. Activó con cuidado el panel de control, preocupado porque ese aparato lo hundiese todavía más en la instalación. Sin embargo, notó cómo el ascensor se movía rápidamente hacia arriba.

Mientras la plataforma ascendía, la preocupada voz de Foehammer resonó en su sistema de comunicación.

Al habla Echo 419. Jefe, ¿es usted? Perdí su señal cuando desapareció dentro de la estructura. ¿Qué ha sucedido allí dentro? Estoy captando movimiento por todas partes.

—Si te lo contase no me creerías —contestó el Jefe Maestro con seriedad—, y créeme, no quieras saberlo. Ya te aviso: el capitán Keyes sigue desaparecido, y lo más seguro es que haya muerto en combate. Cambio.

Entendido —replicó la piloto—. Lo siento. Corto.

El ascensor se detuvo, el Spartan bajó y se encontró rodeado de marines. No los tambaleantes combatientes con los que se había enfrentado durante una eternidad, sino seres humanos, que no habían sido mutados.

—Me alegro de verlo, Jefe —dijo un cabo.

El Jefe atajó al soldado:

—No hay tiempo para eso, marine. Infórmeme.

El joven marine tragó y empezó a hablar:

—Después de perder contacto, nos dirigimos al punto de encuentro, y esas cosas… nos tendieron una emboscada. Señor, mi sugerencia es que nos vayamos de una vez de aquí… lo antes posible.

—Eso es pensar como un oficial, cabo —contestó el Jefe—. Vamos.

Caminaron un poco por la rampa, bajo la lluvia. Era extraño y sorprendente, pero al adentrarse en el apestoso pantano se sintió bien. Muy bien.