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SÉPTIMO CICLO, 49 UNIDADES (CALENDARIO DE BATALLA DEL COVENANT)/A BORDO DEL CRUCERO «TRUTH AND RECONCILIATION», POR ENCIMA DE LA SUPERFICIE DE HALO
Zuka ‘Zamamee entró en el Truth and Reconciliation a través del ascensor gravitatorio principal de la nave, tomó un elevador secundario para subir hasta el puente de mando, sufrió el habitual control de seguridad y lo acompañaron hasta la sala del consejo en tiempo récord. Todo le pareció bastante apropiado, hasta que entró en la cámara y vio que sólo estaba encendida una luz, dirigida hacia el punto donde los visitantes normalmente se quedaban en pie. No había ni rastro de Soha ‘Rolamee ni del Profeta, ni del Elite que nunca le habían presentado.
Quizá habían retrasado el Consejo, se habían equivocado al comunicarle la hora o quizá se trataba de un error burocrático. Pero, si fuese así, ¿por qué lo habían dejado entrar? Estaba seguro de que el personal sabía si había sesión del Consejo o si no.
El Élite estaba a punto de dar media vuelta e irse por donde había venido cuando se iluminó un segundo punto de luz y apareció la cabeza de ‘Rolamee. No estaba pegada a su cuerpo, sino posada sobre un pedestal ensangrentado, y miraba con ojos vacíos al infinito.
Una imagen del Profeta hizo su aparición; parecía flotar en el aire. Hizo un gesto señalando hacia la cabeza.
—Es triste, ¿verdad? Pero hay que mantener la disciplina. —El Profeta realizó lo que ‘Zamamee tomó como un gesto místico—. Halo es antiguo, extremadamente antiguo, al igual que sus secretos. Guarda verdaderas bendiciones que los Ancianos dejaron para que nosotros las descubriésemos, porque sabían que les daríamos un buen uso.
»Pero no se puede conseguir nada sin arriesgarse. Aquí también hay peligros, cosas que ‘Rolamee prometió que controlaría, pero no logró hacerlo.
»Ahora, con los humanos rondado a sus anchas, sus fracasos se han visto amplificados. Han abierto algunas puertas, han desatado algunos poderes ocultos, y es necesario que ahora dediquemos una cantidad considerable de nuestros esfuerzos en controlar de nuevo la situación. ¿Me he explicado bien?
‘Zamamee no lo había comprendido todo, sobre todo lo último, pero no tenía ninguna intención de admitirlo.
—Sí, Excelencia —fue su respuesta.
—Bien —continuó el Profeta—. Eso nos lleva hasta ti. Tus recientes esfuerzos por capturar al merodeador humano han sido un completo fracaso, pero además logró neutralizar parte del sistema de seguridad de Halo, consiguió alcanzar el Cartógrafo Silencioso y no hay duda de que va a usarlo para ocasionarnos más problemas. Así que —añadió— había pensado que te sería instructivo venir aquí, echar un buen vistazo al precio del fracaso y decidir si puedes pagarlo. ¿Me explico?
—Sí, Excelencia —contestó ‘Zamamee, tras tragar saliva.
—Bien —siguió el Profeta con voz suave—. Me complace oírlo. Bueno, después de habernos fallado en una ocasión y tras decidir que no volverás a hacerlo, explícame cómo planeas proceder. Si me gusta la respuesta, si me convences de que va a funcionar, quizá puedas salir vivo de esta sala.
Afortunadamente, ‘Zamamee no sólo tenía un plan, sino que ese plan era formidable, y logró convencer al Profeta de que funcionaría.
Más tarde, cuando el Élite se había reunido con Yayap, y los dos dejaban atrás la nave, en su mente no veía la gloria futura, sino la mirada perdida de ‘Rolamee.
El Jefe se detuvo en el mismo quicio de la escotilla para asegurarse de que no lo seguían, comprobó que las armas estaban cargadas y se preguntó dónde demonios se encontraba. Según las instrucciones de Cortana, Foehammer había hecho descender el Pelican por una grieta en la superficie de Halo, había volado con el transporte a través de los enormes túneles de mantenimiento, que, como si se tratase de un sistema de vasos capilares, se cruzaban una y otra vez, justo por debajo de la corteza del anillo, y los había depositado a los dos en una plataforma de aterrizaje en medio de una caverna. Desde allí, el Spartan, siguiendo su intuición, había avanzado a través de un laberinto de pasadizos y habitaciones, muchos de los cuales estaban fuertemente defendidos.
Ahora, mientras recorría otro corredor de cierta longitud, se preguntaba qué lo aguardaba tras la siguiente escotilla.
No se esperaba la respuesta. Al abrirse la puerta entró un aire frío y una ráfaga de copos de nieve. Parecía que estaba a punto de atravesar una especie de pasarela. Una barrera le impedía ver qué había más allá, pero el oficial podía vislumbrar rayos de tracción que hacían las veces de los cables de suspensión y un abismo gris que se abría debajo de ellos.
—Las pautas meteorológicas parecen naturales, no artificiales —indicó Cortana, pensativa—. Me pregunto si los sistemas medioambientales del anillo han dejado de funcionar o si los ingenieros quisieron que esta instalación en concreto sufriera este tiempo inclemente.
—Quizá esto no fuera tan inclemente para ellos —la atajó él.
El Jefe, que no lograba entender por qué eso era tan diferente, ya que al menos para él no lo era, asomó la nariz por el borde de la escotilla, para observar qué había allí.
Y la respuesta era que los esperaba un Shade con un Grunt a los controles. Una rápida mirada hacia la derecha confirmó la presencia de un segundo cañón de energía, aunque éste no tenía artillero.
En ese momento, cuando estaba a punto de avanzar, apareció un Pelican por la izquierda, sobrevoló el puente y aterrizó en el valle inferior. Se oyó el crepitar de la estática, seguido por una voz masculina muy seria.
—Al habla Equipo de Fuego Zulú. Necesito asistencia inmediata de cualquier fuerza de la UNSC. ¿Alguien me recibe? Corto.
La IA reconoció que la llamada de auxilio provenía de una de las unidades que operaban fuera de la Base Alfa y contestó:
—Cortana a Equipo de Fuego Zulú. Te recibimos. Mantén la posición. Estamos en camino.
—Recibido —respondió la voz—. Venid rápido.
«Se acabó el factor sorpresa», pensó. El Spartan salió de la escotilla, le disparó al Grunt en la cabeza y corrió a ocupar el lugar del extraterrestre en el Shade. Podía oír la conmoción que el súbito ataque había causado y sabía que sólo tenía unos segundos para hacer virar el cañón.
Colocó el arma en posición, vio que el visor cambiaba a la tonalidad roja y apretó el gatillo. De un Grunt y un Jackal sólo quedaron los pies después de que los rayos de voraz energía los consumiesen y quemasen un pedazo de puente. El resto de los enemigos pareció fundirse tras la construcción.
A continuación, sin objetivos claros a la vista, se tomó unos segundos para inspeccionar el puente. Tenía el aspecto de haber sido construido más para el uso de gente a pie que para vehículos, tenía dos niveles y se mantenía en pie gracias a los rayos tractores que había visto antes. La nieve que caía en espirales desde arriba siseaba al tocar los brillantes cables y se desvanecía.
Captó movimiento al otro extremo del puente y efectuó un disparo seguido de energía luminosa. Lanzaba el plasma como si fuese agua de una manguera, lo dirigía a todos los rincones y recovecos que podía ver, para despejar el camino.
Tras haber cazado a todos los objetivos visibles, el Spartan saltó al puente. Este era bastante largo para albergar una serie de plataformas, túneles que podrían usarse como refugio. Eso tenía su lado malo, claro: los del Covenant tenían un montón de lugares donde esconderse.
Avanzando de una zona protegida a la siguiente, se abrió camino a través de la pasarela, descendió hacia el nivel inferior, para enfrentarse a las tropas del Covenant que lo esperaban allí y volvió a subir cuando localizó a un Elite armado con una espada de energía. El Élite se escondió tras un muro.
El Jefe no veía razón alguna para acercarse a un oponente tan peligroso si podía evitarlo, y lanzó una granada de plasma.
Oyó la reacción de sorpresa cuando el explosivo se pegó a la armadura del Elite. El alienígena salió de su escondrijo y se volatilizó en un estallido de luz.
Agradecido por dejar atrás el puente, el Jefe activó la puerta, cruzó la laberíntica estancia que venía a continuación y entró en un ascensor. Descendió durante un rato antes de detenerse de forma relativamente suave y dejarle salir. Un corto pasillo le llevó hasta otra escotilla, y el combate que se había desencadenado en el exterior.
Cuando la puerta se abrió, el Jefe Maestro miró hacia arriba, vio el puente y se orientó bastante bien. Al mirar hacia abajo, vio un valle nevado, salpicado de montículos rocosos y algún grupo de árboles.
A juzgar por el hecho de que la mayoría de fuego del Covenant se dirigía hacia una esquina del valle que quedaba a la izquierda, el Spartan supuso que al menos parte del Equipo de Fuego Zulú estaría atrapado allí. Estaban bajo el ataque de cómo mínimo dos Shades y un Ghost. Y a pesar de ello estaban plantando cara.
Las armas pesadas suponían el mayor peligro para los marines. Abandono a la carrera la protección que le proporcionaba el conducto, se detuvo un segundo para disparar al artillero más cercano con su pistola y se dirigió hacia el Shade del Grunt muerto. Notó el calor que irradiaba el cañón del arma mientras arrancaba el cadáver del asiento y montaba él tras los controles. Tenía muchas dianas entre las que escoger, entre ellas un entusiasmado Ghost, por lo que el Jefe decidió ocuparse de él el primero. Un par de ráfagas fueron suficientes para llamar la atención del piloto y hacer que se pusiese a su alcance.
El humano y el Élite abrieron fuego en el mismo instante, creando líneas paralelas de ida y vuelta, pero el Shade salió ganando. El vehículo de ataque se tambaleó, volcó y estalló.
No tuvo tiempo de celebrarlo; un tanque de mortero Wraith centró su atención. Lanzó un par de bombas de energía en el aire, como si fuesen cometas, y a continuación siguió su avance hacia los marines.
El Spartan lanzó un río de rayos energéticos contra el tanque, pero había demasiada distancia y sus disparos no lograron atravesar el blindaje de ese monstruo.
Seguro de que tendría que encontrar otra forma de encargarse de ese tanque, el Jefe decidió desmontar. Estaba a sólo unos veinte metros del Shade cuando una de las bombas le dio de lleno al cañón que había estado manejando.
Los marines vieron cómo se acercaba y sacaron fuerzas de flaqueza gracias a su repentina aparición. Un cabo le dedicó una ligera sonrisa y soltó un hurra.
—¡Ha llegado la caballería!
—Nos irá muy bien tu ayuda… Ese Shade nos tiene atrapados —añadió otro marine.
El Spartan miró hacia donde señalaba el soldado y vio que el Covenant había instalado otro Shade encima de un montículo que dominaba todo el valle. La elevación permitía al arma controlar la mitad de la depresión, y mientras el Jefe lo inspeccionaba todo, el artillero continuaba bombardeando la zona en la que se había refugiado el Equipo de Fuego Zulú.
El Warthog de los marines se había volcado, y todos sus suministros se habían desparramado por el suelo. El Jefe Maestro se detuvo a recoger un lanzacohetes, pero sabía que estaba fuera de alcance, y que le sacaría mucho más provecho si se acercaba.
Se colgó el lanzacohetes a la espalda, comprobó el cargador del fusil de asalto y se deslizó hacia los árboles. Un grupo de Grunts se acercó a la carrera hacia los marines, pero fue rechazado mientras el Spartan encontraba un tronco de árbol tras el que refugiarse. Avanzó, mató al Jackal que se escondía tras el tronco y apoyó el lanzacohetes en el hombro. Mientras lo fijaba en la mirilla, el Shade lanzó unas ráfagas lumínicas azules; aumentó la vista y vio cómo el cañón se giraba hacia su dirección. Mantuvo el cañón estable y disparó.
El proyectil explotó en la cima del montículo, y el Shade cayó por las rocas.
Los marines lo celebraron, pero el Jefe Maestro ya había cambiado sus prioridades. Corrió hacia el Warthog.
Una bomba de mortero explotó a sus espaldas y redujo el árbol tras el que se había refugiado a astillas. Un marine gritó cuando una de un metro de largo le atravesó el abdomen y lo clavó al suelo.
El Spartan agarró el parachoques del Warthog y usó los aumentadores de fuerza de su armadura para colocarlo de nuevo sobre las ruedas. Un marine saltó a la zona trasera y se colocó ante la LAAG; otra se colocó en el asiento de copiloto.
Las ruedas traseras les rociaron de nieve cuando el Spartan pisó a fondo el acelerador; notó cómo el Warthog se ponía en marcha y saltó derrapando.
El súbito movimiento reveló su posición al Wraith. Rugió y un cometa trazó un arco en dirección a su posición y se deslizó hacia el centro del valle, para impedir que los humanos llegasen al otro extremo.
El Spartan vio la bola de fuego, aceleró para pasar por debajo de ella y oyó cómo la LAAG empezaba a disparar cuando tuvieron el Wraith al alcance.
Antes de enfrentarse directamente con el tanque tendrían que penetrar un muro de infantería. Tanto el artillero como el marine situado en el asiento de copiloto tuvieron que encargarse de ese muro formado por Élites, Jackals y Grunts, mientras el Jefe frenaba en seco, se apartaba del fuego cruzado y colocaba el vehículo en una posición que les proporcionase un mejor ángulo de tiro.
El M41 rugía mientras escupía cientos de balas, que arrancaban a los Grunts del suelo como si fuesen flores y los hacía caer sobre un suelo ensangrentado.
—¿Me buscáis? ¿Buscáis un poco de esto? —gritó el copiloto—. ¡Venid a buscarlo! —Vació un cargador sobre un Élite. El guerrero, de casi dos metros y medio, se tambaleó ante los impactos y cayó de espaldas. Pero no estaba muerto, aún no, hasta que el morro del Warthog lo atropelló y lo dejó hecho ERROR
Atravesaron el muro y, aún más importante, por el área muerta donde el Wraith no podía lanzar bombas de mortero sin arriesgarse a que cayeran encima de él. Ésa era la clave, el factor que hacía posible ese ataque. El Jefe frenó sobre una zona helada, y notó que el Warthog empezaba a deslizarse.
—¡Disparadle! —ordenó.
El artillero, que no podía fallar a esa distancia, abrió fuego. Un rugido ensordecedor cubrió la zona cuando los proyectiles empezaron a golpear contra el lateral del tanque. Algunas rebotaron, otras se aplastaron, pero ninguna logró penetrar a través del grueso blindaje del Wraith.
—¡Cuidado! —exclamó el marine del asiento del copiloto—. ¡El muy cabrón va a embestirnos!
El Spartan, que había conseguido detener el Warthog, vio que el soldado estaba en lo cierto. El tanque avanzaba rápidamente hacia ellos y estaba a punto de chocar contra el todoterreno cuando el Jefe Maestro activó la marcha atrás del vehículo. Las cuatro ruedas giraron e hicieron recular al Warthog, con las armas castañeteando, a la defensiva.
Esperando haber conseguido el hueco necesario, el Spartan frenó. Colocó el cambio de marchas hacia adelante y giró el volante a la derecha. Los vehículos estaban tan cerca cuando pasaron el uno al lado del otro que el Wraith arañó el flanco del Warthog, con suficiente fuerza para elevar las ruedas del costado derecho en el aire. Cayeron de nuevo con un fuerte topetazo, la LAAG perdió su orientación y el artillero tuvo que apuntar de nuevo.
—¡Dale por atrás! —gritó el Jefe—. ¡Puede que sea más débil por ahí!
El artillero obedeció y su recompensa fue una gran explosión. Un millar de pedazos de metal salieron por los aires, trazaron unos débiles círculos y cayeron. Un humo negro se alzaba de los restos. Lo que quedaba del tanque chocó contra una roca; el combate había terminado.
El valle pertenecía al Equipo de Fuego Zulú.
La información que poseía Cortana mostraba que había otros valles, conectados entre sí, y tendrían que capturar cada uno de ellos para lograr llegar a su objetivo. Un barranco impidió al Spartan llegar más lejos con el Warthog.
Desmontó y siguió caminando por la nieve. Un viento helado pasaba sibilante por el visor, y los copos de nieve se le acumulaban sobre la armadura.
—Maldita sea —exclamó un marine—, me he olvidado los guantes.
—Déjate de gilipolleces —gruñó un sargento—, y monta guardia en esos árboles. No hemos venido aquí de picnic.
Era extraño, pero el Jefe se sentía tranquilo. Allí, en ese momento, estaba en casa.
El día era soleado y sólo unas cuantas nubes salpicaban el cielo; las extrañas colinas, uniformes, se apilaban una tras otra como si tuviesen ganas de alcanzar la cadena montañosa que había más allá. No había llovido en la región desde hacía tiempo, y los vehículos alzaban nubes de polvo al cruzar la llanura y empezar a subir hacia las alturas.
La patrulla estaba formada por dos Ghosts capturados, dos Ges, como los llamaban algunos marines, además de dos Warthogs que habían sobrevivido al largo y arduo viaje de vuelta desde el Pillar of Autumn.
Habían probado diferentes combinaciones, pero a McKay le gustaba la configuración de dos más dos, ya que combinaba de la mejor forma posible los puntos fuertes de los dos diseños. El aparato de ataque extraterrestre era más rápido que los todoterrenos, por lo que podrían recorrer mucha distancia en poco tiempo, y así reducirían el desgaste de los vehículos de cuatro ruedas y de las tropas que los condujesen. Pero los Ghosts no podían atravesar terreno quebrado con la misma eficiencia que los Warthogs, y al no tener nada equivalente a las M41 LAAG, eran vulnerables a los ataques de las Banshees.
Por eso, si aparecía una nave enemiga, el procedimiento estándar sería que los Ges se refugiasen tras la protección que les proporcionaban las armas de tres cañones que llevaban encima los Warthogs. En cada uno de éstos, además, viajaba un soldado armado con un lanzacohetes, lo que dotaba a los marines de una mejor protección antiaérea.
Pero el peligro principal, el que el Covenant había llegado a respetar, era el Pelican repleto de Helljumpers que esperaba en un campo cercano a la Base Alfa, preparado para despegar en dos minutos. Podía llevar a quince marines de la ODST a cualquier parte de la zona de patrulla en menos de diez minutos. Suponían una gran amenaza.
El propósito de la patrulla era controlar un área de diez kilómetros a la redonda de la Base Alfa. Como los marines habían logrado capturar la meseta y fortificarla, debían mantener segura su fortaleza. Había sufrido algunos ataques aéreos, así como un par de acercamientos por tierra, pero el Covenant aún tenía que lanzar un ataque a gran escala; esto preocupaba tanto a Silva como a McKay. Era como si los alienígenas hubiesen decidido dejar que los humanos se instalasen a sus anchas mientras se ocupaban de algo más importante en otra parte, aunque ninguno de los dos oficiales podía imaginar qué era.
Pero esto tampoco se traducía en un cese total de las actividades, todo lo contrario: el enemigo se había dispuesto a vigilar a los humanos, a descubrir las rutas que seguían y a prepararles emboscadas.
McKay se aseguraba de que nunca hacía dos veces seguidas el mismo trayecto, pero a veces el terreno trazaba la ruta que podían seguir los vehículos; había algunos vados de ríos, desfiladeros y pasos entre montañas donde el enemigo podía esperarlos, si tenían la paciencia necesaria.
Las patrullas se acercaban a uno de esos puntos, un paso entre dos altas colinas. El marine en el Ghost más avanzado abrió la comunicación:
—Rojo 3 a Rojo 1, cambio.
—Aquí 1, habla. Cambio —contestó McKay, que había decidido ponerse a cargo del arma en el primer Warthog, tras pulsar el micrófono.
—Veo un Ghost, teniente. Está de lado, como si hubiese tenido un accidente… o algo. Cambio.
—No te acerques —advirtió la oficial—. Podría ser una trampa. Espéranos, llegaremos enseguida. Cambio.
—Afirmativo. Rojo 3, corto.
El Warthog rebotó sobre unas rocas, lanzó un gruñido cuando el conductor cambio la marcha y entró en el área abierta que iba a parar al paso.
—Rojo 1 al equipo. Dejaremos los vehículos aquí y seguiremos a pie. Artilleros, permanezcan a las armas y repártanse el cielo. Lo último que necesitamos es que una Banshee nos haga saltar por los aires. Ghost 2, mantenga un ojo puesto en la salida. Corto.
McKay oyó una serie de chasquidos, la señal de que habían recibido las órdenes. Recogió el lanzacohetes del Warthog, saltó al suelo y siguió su conductor por el paso. Una roca abrasada y lo que debía de ser un charco de sangre seca les sirvieron de recordatorio de la patrulla a la que habían emboscado en esa zona no hacía mucho.
El sol pegaba con fuerza en la espalda de la oficial, el aire estaba caliente y no soplaba ni una brizna de viento, y la gravilla crujía bajo sus botas. Esa colina podría haber estado perfectamente en la Tierra, en la Cordillera de las Cascadas. A McKay le hubiera gustado estar allí.
Yayap estaba tumbado junto a un montón de restos de un accidente y esperaba la muerte. Como la mayoría de las ideas de ‘Zamamee, ésta era una absoluta locura.
Tras su fracaso en encontrar y liquidar al humano de la armadura, ‘Zamamee había llegado a la conclusión de que el escurridizo ser debía de encontrarse en la cima de la meseta que los humanos habían capturado hacía poco. O, si no, estaría yendo y viniendo por ella, ya que era la única base que los humanos habían establecido. La meseta era una posición muy fuerte, y al Consejo de Maestros les gustaría recuperarla.
El único problema era que ‘Zamamee no tenía forma de saber en qué momento el humano se encontraría en la base; controlar la meseta sería todo un golpe de efecto, pero hacerlo sin matar al humano podría no ser suficiente para que mantuviese la cabeza sobre los hombros.
Después de reflexionar mucho sobre el problema, consciente de que los humanos tomaban prisioneros, al Élite se le ocurrió la idea de infiltrar un espía en la meseta, alguien que pudiese enviar una señal cuando su objetivo llegase a la base; en ese momento, lanzarían el ataque.
¿A quién enviar? A él mismo no, ya que su papel tendría que ser el de liderar el ataque; no podía ser ningún otro Élite porque los consideraba demasiado valiosos para una estratagema tan peligrosa y no podía confiar en que no le robarían la gloria del asesinato; además, necesitaría a todos los Élites para cumplir con las urgentes órdenes de contrarrestar los misteriosos poderes de que le había hablado el Profeta.
Todo esto le hacía pensar que necesitaba a alguien de un rango inferior en las tropas del Covenant, pero alguien en quien ‘Zamamee confiase. Por eso le había contado a Yayap una historia falsa, lo había golpeado con entusiasmo y lo había abandonado al lado de un Ghost destrozado que uno de sus transportes había dejado caer en las horas de oscuridad.
Esto último lo habían realizado poco antes del alba, lo que se traducía en que el Grunt ya llevaba allí casi unas cinco unidades. Incapaz de nada más que de flexionar un poco los músculos, para evitar delatarse inconscientemente, Yayap maldecía en silencio el día en que «rescató» a ‘Zamamee. Habría sido mejor morir en el choque contra la nave humana.
Sí, ‘Zamamee le había jurado que los humanos tomaban prisioneros, pero ¿qué sabía ‘Zamamee? Hasta ese momento, los planes del Élite no le habían impresionado mucho. Yayap había visto a los marines disparar contra algunos de los guerreros caídos durante la batalla del Pillar of Autumn, y no había ninguna razón para que no hicieran lo mismo con él. ¿Y si descubrían el señalizador que habían incorporado a su respirador?
No, todas las probabilidades jugaban en su contra, y cuanto más lo pensaba, más se convencía el Grunt de que debería haber escapado. Tendría que haber recogido lo que hubiese podido, y recorrer la superficie de Halo para buscar refugio entre los otros desertores que merodeaban por el planeta. Incluso le parecía considerablemente atractivo ahogarse dignamente cuando la botella de metano se vaciase.
Pero ya era demasiado tarde. Yayap oyó el crujido de la gravilla, percibió el olor almizcleño y desagradable a carne que había llegado a asociar con los humanos y notó que una sombra caía sobre su rostro. Parecía que lo mejor sería aparentar que estaba inconsciente, y eso hizo. Se desmayó.
—Parece que sigue vivo —observó McKay cuando el Grunt tomó una bocanada de aire y el aparato de metano siseó en respuesta—. Buscad trampas, liberadle la pierna y registradlo. No veo mucha sangre, pero si tiene pérdidas, tapad los agujeros.
Yayap no comprendió ni una sola palabra de lo que dijo el humano, pero el tono de su voz era calmado y nadie le puso un arma en la cabeza. Quizá, sólo quizá, sobreviviría.
Cinco minutos después el Grunt estaba bien atado. Y lo lanzaron a la parte trasera de un todoterreno, donde empezó a dar tumbos.
McKay recuperó dos alforjas del Ghost accidentado; una contenía unas telas que envolvían lo que ella supuso que eran raciones. Olió el tubo, que contenía una pasta burbujeante, y arrugó la nariz: olía a queso podrido envuelto en calcetines sucios.
Metió la comida alienígena en su mochila y examinó la segunda alforja. Dentro había un par de paquetes de memoria del Covenant, unos objetos en forma de ladrillo, hechos de un material superdenso que podían almacenar quién sabía cuántos miles de millones de bytes de información. Seguramente todo lo que habría serían gilipolleces, pero ella no era nadie para juzgar. A Wellsley le encantaban esas tonterías y se divertiría intentando leerlos.
Con suerte, le distraería lo suficiente para no citar al duque de Wellington durante unos minutos. Sólo por eso ya valía la pena recuperar esos aparatos.
Mientras los humanos volvieron a sus vehículos y se dirigieron hacia el paso, ‘Zamamee los observaba desde un punto cuidadosamente camuflado en una colina cercana. Sintió la emoción de la venganza. La primera parte de su plan había sido todo un éxito. La segunda fase, y su inevitable victoria, la seguirían muy pronto.
Al final, después de abrirse camino por la fuerza a través de las pasarelas de los valles sumidos en el invierno y de salas laberínticas, el Jefe Maestro abrió una escotilla más y miró al exterior. Estaba nevado; se encontraba en la base de un edificio alto, y un Ghost patrullaba la zona.
—La entrada al centro de control está situada en la parte superior de la pirámide —aclaró Cortana—. Subamos. Tendríamos que tomar uno de esos Ghosts. Necesitaremos su capacidad de disparo.
El Spartan la creía. Pero al atravesar la puerta aparecieron más Ghosts, que empezaron a dispararle. Estaba claro que ninguno de los pilotos se rendiría y le entregaría su vehículo. Destruyó uno con una ráfaga larga y controlada del fusil de asalto, después salió disparado para esconderse tras un grupo de rocas y se apoyó en una de las inclinadas paredes de la pirámide.
Desde su nueva posición podía ver un Hunter patrullando el área superior. Ojalá tuviese un lanzacohetes… aunque, para lo que le serviría, también podría desear un Scorpion.
La estructura de apoyo de la pirámide le ofrecía un poco de cobertura, lo que le permitió escalarla sin que nadie lo viese y lanzar una granada de fragmentación al monstruo. Explotó con un fuerte ruido, roció la armadura del gigante de metralla y consiguió ponerlo de mala leche.
Advertido ahora, el Hunter empezó a disparar su cañón de combustible, mientras el Jefe lanzaba una granada de plasma y rezaba para que su puntería fuese mejor ahora. El rayo energético falló, pero la granada… con un destello de luz, el guerrero del Covenant fue derribado.
Le tentaba subir corriendo hacia la cima, pero el Spartan había aprendido una valiosa lección durante esos días: los Hunters viajaban en pareja.
Para evitar que ese poderoso enemigo le pudiese atacar por la espalda, el Jefe Maestro acabó de escalar hasta el primer nivel, se agachó tras el muro que separaba una mitad de la pirámide de la otra y echó un vistazo. Había acertado; ahí estaba el segundo Hunter, mirando hacia abajo. Ignoraba aún que su hermano había muerto. El humano disparó una andanada contra la espalda desprotegida del extraterrestre. El guerrero de las púas cayó y resbaló, de cabeza, por la falda de la estructura.
El Jefe siguió ascendiendo, en zigzag, por la parte frontal de la monumental pirámide mientras el piloto de una Banshee se mostraba totalmente decidido a acabar con él desde arriba, y todo tipo de Grunts, Jackals y Élites intentaban detener su avance.
Respiró hondo y continuó la escalada.
Al llegar a la parte superior de la pirámide, el Spartan se detuvo para permitir que sus castigados escudos se recargasen. Pasó por encima del cadáver de un Grunt, tirado en el suelo, y deslizó su último cargador en el fusil de asalto.
El nivel superior contenía una enorme puerta. No había forma de saber qué lo esperaba al otro lado, pero seguro que no sería nada amistoso… el sensor de movimiento rastreaba varios contactos al límite del alcance del aparato.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Cortana.
—Es sencillo. —El Spartan respiró profundamente, apretó el interruptor, cogió impulso con los talones y corrió.
Había unos veinte metros hasta el Shade, y el Jefe los recorrió en segundos. Una vez ante los controles, viró el cañón a tiempo para ver cómo se abrían las compuertas y cómo entraba una horda de soldados del Covenant.
El Shade hizo su trabajo. Los extraterrestres morían a la misma velocidad a la que aparecían.
El Spartan desmontó y entró en una cámara muy amplia, como un hangar. Se ocupó de los rezagados y activó el siguiente conjunto de puertas.
—Escaneando —informó Cortana—. Las fuerzas del Covenant del área han sido eliminadas. Bien hecho. Dirijámonos al centro de control de Halo.
Atravesó las compuertas y se metió en una inmensa plataforma. Un puente reflectante, sin soportes aparentes, se extendía por encima de una gran nada y acababa en una pasarela circular. En el centro de ésta había un modelo holográfico móvil del sistema Threshold: una imagen transparente del gigante gaseoso por arriba, con la pequeña luna gris Basis orbitando a su alrededor, y, suspendido entre los dos, el diminuto anillo brillante de Halo.
Fuera de la pasarela, casi alzándose hasta los bordes del enorme espacio, había otro modelo de Halo; éste, con un diámetro de cientos de metros, rotaba y mostraba un detallado mapa del terreno de la superficie interior.
La pasarela no tenía ningún tipo de barandilla, para recordar a aquellos que la cruzasen los peligros que los esperaban gracias al poder con el que estaban a punto de topar. O eso le pareció al Jefe Maestro.
—Esto es el centro de control de Halo —dijo Cortana mientras el Jefe Maestro se acercaba a un gran panel. Estaba cubierto de símbolos, que brillaban como si algo los iluminase desde atrás. Juntos formaban algo parecido a un cuadro abstracto.
—Esa terminal —indicó Cortana—. Pruebe allí.
El Spartan alargó la mano para tocar uno de los símbolos, y se detuvo.
Sintió que la presencia de Cortana menguaba en su mente en el momento en que empezó a transferirse a la computadora extraterrestre. Un segundo después apareció, gigantesca, sobre el panel de control. Los datos recorrían su cuerpo, la energía parecía irradiar de su piel holográfica y sus rasgos estaban iluminados por el placer.
La piel cambiaba de color, del violeta al rojo, y después reiniciaba el ciclo. Ella miró la sala y suspiró.
—¿Se encuentra bien? —inquirió el Jefe Maestro. No se había esperado eso.
—¡Nunca he estado mejor! —afirmó Cortana—. No se puede ni imaginar el vigor que me transmite esa información… tanto, tan rápido. ¡Es la gloria!
—Bueno —preguntó el Spartan—, ¿qué tipo de arma es?
—¿De qué está hablando? —La LA. puso cara de estar sorprendida.
—No se disperse —le contestó el Spartan—. Estamos hablando de Halo. ¿Cómo lo usamos contra el Covenant?
La imagen de Cortana arrugó el ceñó. De pronto, su voz se llenó de desdén:
—Este anillo no es un bate, animal, es algo diferente. Algo mucho más importante. El Covenant tenía razón… Este anillo…
Hizo una pausa, movió los ojos arriba y abajo mientras escaneaba la marea de datos a los que tenía acceso en esos momentos. De pronto, su rostro reflejó cierta extrañeza.
—Ancianos —murmuró—. Un segundo, déjeme acceder a…
Un momento después empezó a hablar, y las palabras le salían a borbotones, como si el flujo constante de nueva información la estuviese arrastrando.
—Sí, los Ancianos construyeron este sitio. Decían que era un mundo fortaleza, creado para…
El Jefe nunca había oído a la inteligencia artificial hablar de ese modo; no le había gustado que lo tildase de «animal», y la pondría en su lugar cuando dejase de parlotear. Pero la voz de la LA, alarmada, empezó a sonar dudosa:
—No, eso no puede… Esos idiotas del Covenant, deberían haberlo sabido, debe de haber habido señales…
—Frene. Me estoy perdiendo —dijo el Jefe, con el ceño fruncido.
Los ojos de Cortana se abrieron de terror.
—El Covenant ha encontrado algo enterrado en el anillo, algo terrible. Y ahora están asustados.
—¿Algo enterrado?
Cortana miró a lo lejos, como si pudiese ver a Keyes.
—El capitán… Tenemos que detener al capitán… El almacén de armas que está buscando, no es… Tenemos que impedir que entre.
—¡No la entiendo!
—¡No hay tiempo! —gritó con urgencia Cortana. Los ojos le brillaban, rosados, y se clavaron en el Spartan como si fuesen láseres gemelos—. Tengo que quedarme aquí. Váyase, encuentre a Keyes, deténgalo. ¡Antes de que sea demasiado tarde!