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DESPLIEGUE +144.39.19 (RELOJ DE MISIÓN DE LA TENIENTE MCKAY) / COLINAS ENTRE LA BASE ALFA Y EL PILLAR OF AUTUMN
Es muy difícil esconder tres columnas de vehículos paralelas y McKay ni siquiera lo intentó. Los treinta Warthogs y los cuatro Scorpions combinados levantaban una nube de polvo que podía verse desde más de dos kilómetros de distancia. Y no había duda de que el calor que producían las máquinas se registraba en los sensores colocados en el espacio. Las Banshees en vuelo de reconocimiento podían haberlos rastreado desde el primer momento en que había empezado la marcha; sólo había un lugar lógico al que dirigirlos: la meseta bautizada como Base Alfa.
No les sorprendió, pues, que el Covenant no sólo organizase una respuesta, sino que ésta fuese enorme. Ahora, después de días de humillación, tenían la oportunidad de vengarse de los seres que les habían arrebatado la meseta, que habían hecho una visita sorpresa al Truth and Reconciliation y que habían arrasado más de una docena de sus otras posiciones.
McKay sabía que se avecinaba una batalla y organizó los vehículos en tres brigadas. La primera estaba formada por los Warthogs, que lideraba la alférez Oros. Tenía órdenes de ignorar los objetivos terrestres y concentrarse en defender la columna de ataques aéreos.
El sargento Lister estaba a cargo de la segunda brigada, formada por los tanques de combate Scorpions. Como éstos eran vulnerables a los ataques de infantería, se mantenían en el centro de la formación.
La tercera brigada, bajo las órdenes directas de la propia McKay, debía encargarse de la defensa terrestre, lo que suponía mantener a los Ghosts y a los soldados de a pie alejados de las otras dos brigadas. Un tercio de sus vehículos, cinco Warthogs, no llevaban tráilers a remolque, lo que los dejaba libres para ser una fuerza de respuesta rápida.
Al dar a cada una de las brigadas una misión, la oficial esperaba elevar la efectividad de la compañía y reducir las posibilidades de las bajas causadas por fuego amigo, un peligro muy real en el tipo de combate que esperaba.
En el camino de los marines hacia el este, hacia la Base Alfa, la primera dificultad surgió en el punto donde terminaba el terreno llano. Las colinas crecían desde la llanura para formar un laberinto de cañones, quebradas y barrancos que obligarían a los humanos a entrar en fila de uno, si eran tan insensatos como para adentrarse en ellos. Esa forma de avanzar haría vulnerable al convoy tanto a ataques terrestres como aéreos. Pero había otra ruta, un paso de aproximadamente medio kilómetro de anchura, que les permitiría avanzar sin romper la formación.
El problema, y era uno bastante evidente, era que un par de colinas, fácilmente flanqueables, se alzaban a cada uno de los lados del paso, lo que le proveía al Covenant de la plataforma perfecta desde la cual dispararles.
Por si eso no fuese bastante malo, una tercera colina los esperaba al otro lado, y creaba un segundo puente que los humanos debían atravesar antes de alcanzar la llanura. Las perspectivas eran intimidantes, y McKay empezó a notar una sensación de desesperación creciente cuando la compañía entró en el radio de alcance de un disparo de fusil desde las colinas que tenían delante. No era especialmente religiosa, pero el antiguo salmo pareció cobrar vida en su mente: «Aunque camine por el oscuro valle de la muere…».
«A la mierda», pensó. Ordenó al convoy que preparasen las armas. Los salmos no ganarían la batalla. Las armas sí.
Desde una posición aventajada, sobre lo que las fuerzas del Covenant habían designado como Colina 2, el Elite Ado ‘Mortumee usaba un monocular muy potente para espiar el convoy de los humanos. Todos los vehículos de esas criaturas, excepto cinco, arrastraban remolques pesados, lo que evitaba que pudiesen alcanzar grandes velocidades. Los cuatro tanques humanos, pesados y torpes, también ralentizaban el avance.
En lugar de arriesgarse a cruzar las colinas, su oficial al mando había decidido usar el paso. Era comprensible. Y un error por el que los humanos iban a pagar.
‘Mortumee bajó el monocular y observó el Wraith. Aunque normalmente no le gustaban mucho esos tanques, de aspecto rechoncho, que disparaban muy lentamente, debía admitir que el diseño era perfecto para la misión que debía realizar. Trabajando en equipo con una unidad idéntica estacionada en la Colina 1, el monstruo que tenía al lado diezmaría al convoy que se acercaba.
La única amenaza podía venir de los mastodontes blindados que circulaban en el centro de la formación humana. Su aspecto era potente, pero como nunca había visto ninguno en funcionamiento y había encontrado muy poca información en sus archivos, ‘Mortumee no estaba seguro de qué esperar.
—Vaya —dijo una voz a sus espaldas—, el Consejo de Maestros me ha enviado un espía. Y dime, espía… ¿Qué tienes que vigilar, a los humanos o a mí?
‘Mortumee se dio la vuelta y vio que el comandante de campo Noga ‘Putumee se le había aproximado por detrás, y que lo había hecho con mucho silencio para ser alguien tan grande. Aunque era conocido por su valentía y su liderazgo en la batalla, ‘Putumee también era famoso por sus maneras francas, polémicas y paranoicas. Pero había mucho de cierto en la idea que le había sugerido el oficial, ya que habían enviado a ‘Mortumee tanto a vigilar al comandante de campo como al enemigo.
‘Mortumee ignoró el seco tono del comandante y chasqueó las mandíbulas.
—Alguien tiene que contar los cadáveres humanos, escribir el informe que celebre su última victoria y preparar el papeleo para su próximo ascenso.
Si había algún punto débil en la armadura psicológica de ‘Putumee, éste se encontraba justo al lado de su ego. ‘Mortumee juraría que había visto cómo el enorme pecho del otro oficial se hinchaba más en respuesta a sus halagos.
—Si las palabras fuesen soldados, comandarías un poderoso ejército. Dime, espía, ¿están preparadas las Banshees?
—Preparadas y esperando.
—Excelente —contestó ‘Putumee. El Elite de armadura dorada dirigió su monocular hacia el convoy—. Ordena el ataque.
—A sus órdenes, Excelencia.
‘Putumee hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
McKay oyó que los Banshees se aproximaban, y la perspectiva de un poco de acción le hizo apartar el cosquilleo que sentía a una parte del estómago en que no lo molestase. El sonido empezó como un ligero ronroneo que se transformó rápidamente en un zumbido, para pasar a ser un aullido que congelaba la sangre. La oficial habló por el micrófono.
—Al habla Rojo 1. Se acercan artefactos enemigos. La primera brigada se enfrentará a ellos. El resto, permaneced a la espera. Esto es sólo el calentamiento, chicos, manteneos preparados. Vendrán más. Cambio y corto.
Llegaron cinco escuadrones de diez Banshees. El primer grupo atravesó el paso a tan poca altura que ‘Mortumee se encontró mirando a través de la estela de la nave. El sol se reflejaba en el metal bruñido y reflectante de las alas de las Banshees.
Estaba tentado de saltar a su propio aparato y acompañarlos. Deseaba sentir la emoción de un vuelo rasante, así como la sensación de disparar sin descanso con el fusil de plasma. Pero esos placeres le estaban prohibidos si debía mantener la objetividad que era necesaria para llevar a cabo su importante misión.
Ansiosos por enfrentarse a los humanos y determinados a no dejar nada a los siguientes vuelos, los pilotos de la primera oleada dispararon en el momento en que los tuvieron a su alcance.
Los marines de la primera brigada vieron que la nave aparecía por el horizonte, en vuelo bajo. Observaron cómo pulsaban las esferas de energía letal en su dirección y decidieron no luchar contra objetivos individuales. Aún no. Siguiendo las órdenes que había dado la alférez Oros, los Helljumpers apuntaron sus M41 LAAG a un punto al oeste del paso y abrieron fuego a la vez. Las Banshees no tenían frenos; los pilotos habían empezado a dar la vuelta cuando se metieron de lleno en aquella picadora de carne.
‘Mortumee entendió enseguida el problema, como ‘Putumee, que ordenó a las siguientes oleadas que rompiesen la formación y atacasen individualmente al convoy.
Las órdenes llegaron demasiado tarde para ocho de los primeros diez, que fueron troceados en miles de piezas y cayeron como nieve humeante.
Un par de los aviones atravesaron la tormenta de disparos. Una Banshee logró alcanzar un Warthog con una ráfaga de plasma sobrecalentado, que mató al artillero y dejó inservible el arma. Pero el todoterreno siguió adelante, junto con su remolque y su carga de suministros.
Tras atravesar la oleada de balas, las Banshees supervivientes dieron media vuelta y se alinearon para una segunda batida.
Cuando el segundo escuadrón de naves del Covenant llegó por el este, se separó e inició los ataques individuales, el comandante de campo ‘Putumee ladró una orden en su radio. Los tanques de mortero de las Colinas 1 y 2 dispararon al unísono. Los orbes de fuego blanco y azul, unos tentáculos de energía que dejaban tras de sí una larga estela, se alzaron al cielo, quedaron suspendidos unos segundos y empezaron a caer.
Los morteros de plasma descendieron con una lentitud casi despreocupada. Chocaron con elegancia en el suelo y un trueno ensordecedor hizo temblar la tierra. Ninguno de los dos proyectiles dio a ningún objetivo, ya que sólo eran disparos de proximidad. Ya se lo esperaban.
—¿Qué demonios ha sido eso? —oyó McKay que decía un marine a través de la frecuencia de mando, y acto seguido oyó a Lister echarle bronca.
Ella se preguntaba lo mismo. Lo cierto era que, aunque la oficial conocía la existencia de los Wraith, nunca había visto en funcionamiento un vehículo de ésos, y no estaba segura de a qué se enfrentaban. No importaba mucho, porque el arma en cuestión era claramente letal y habría sembrado el caos si hubiesen atacado con ella mucho más cerca del paso. Pulsó la radio.
—Rojo 1 a Verde 1: esas bombas de energía se originaron en el pico de esas colinas. Vamos a darles a esos cabrones para el pelo. Cambio.
—Al habla Verde 1 —contestó Lister—. Entendido, cambio.
Se oyó el ruido de la estática mientras Lister pasaba a la frecuencia de su brigada, aunque McKay podía oírlas todas en el canal de mando.
—Verde 1 a Foxtrot 1 y 2: Dejad caer unos cuantos explosivos potentes en la colina de la izquierda. Verde 1 a Foxtrot 3 y 4: haced lo mismo con la de la derecha. Corto.
Las Banshees empezaron a girar y abrieron fuego sobre los desgraciados humanos. Uno de los pilotos disparó su cañón de combustible e hizo diana. Un remolque lleno de munición explotó, dio un abrazo ígneo al Warthog y se llevó por delante el todoterreno. Las fuerzas del Covenant, que lo observaban todo desde la cima de las colinas, sintieron cierto entusiasmo y, mejor que eso, el placer de la venganza.
‘Mortumee estaba allí para documentar la batalla, no para celebrarla. Miró con fascinación cómo dos de las torretas de los tanques rotaban hacia su izquierda para disparar sobre la Colina 1, mientras que las otras dos giraban en la otra dirección y parecían apuntar… directamente sobre él.
El Élite se preguntó si debería buscar un lugar donde refugiarse, pero antes de que el mensaje de moverse llegase a sus pies, oyó un rugido reverberante cuando el proyectil de 105 mm atravesó el espacio aéreo seguido de un sonoro crac cuando cayó a unas cincuenta unidades de distancia. Una columna de tierra ensangrentada saltó por los aires. Seguían lloviendo trozos de cuerpo, armas y pedazos de equipo cuando el ensordecido ‘Mortumee recuperó la compostura y salió corriendo.
El comandante de campo ‘Putumee se rió a carcajadas y señaló hacia las rocas tras las que ‘Mortumee se había resguardado para mostrárselo a un miembro de su compañía. El segundo disparo resonó justo por debajo de la cumbre y provocó una pequeña avalancha.
—Esto —dijo el Élite, contento— es una batalla de verdad. Vigilad al espía.
Afectada por la pérdida de un Warthog, de una carga de munición y de tres marines, McKay empezaba a cuestionarse la división de tareas que había impuesto. Estaba a punto de dar vía libre a los artilleros de su brigada cuando su conductor la advirtió:
—Oh, oh… ¡Mire eso!
Una serie de rayos de plasma cosieron una línea en el costado del Warthog, quemaron la pintura de los vehículos y levantaron surtidores de tierra mientras la oficial seguía el dedo índice que señalaba hacia una fuerza de Ghosts que aparecían por el paso.
—Rojo 1 a todas las unidades Romeo… ¡síganme! —gritó McKay a través del micrófono y dio unos golpecitos en el brazo a su conductor—. A por ellos, Murphy… Vamos a despejar la entrada.
En el mismo segundo en que la oficial se lo dijo, el marine pisó a fondo, el artillero dio un salto y el todoterreno empezó a avanzar.
Los otros cinco vehículos de respuesta rápida la siguieron hasta que el Wraith de la Colina 1 disparó una tercera esfera de plasma, y después una cuarta, hacia el cielo.
McKay miró hacia arriba, vio que la bola de fuego frenaba hasta casi detenerse en el punto de apogeo. Sabía que sería como una carrera. ¿Caería la bomba sobre la fuerza de respuesta o conseguirían los Warthogs escapar de ella, con lo que la carga de plasma explotaría inocua contra el suelo?
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritaba el artillero, que también se había percatado de la amenaza. El piloto viró para evitar un grupo de rocas, e hizo todo lo posible para acelerar más.
—¡Mierda, mierda, mierda! —murmuraba, mientras notaba que algo húmedo, caliente, le encharcaba el asiento.
La bomba de energía caía cada vez a mayor velocidad. El primer todoterreno la dejó atrás; el segundo y el tercero lo siguieron rápidamente.
Con el corazón en la garganta, McKay miró hacia atrás para observar cómo el proyectil de plasma caía al suelo, detonaba y creaba un gran cráter.
Y entonces, como un milagro sobre ruedas, el Romeo Cinco voló a través del humo, dio un bote cuando golpeó el borde del recién creado cráter y dio un par de bandazos.
No había tiempo para celebraciones; los Ghosts ya estaban a tiro y el primer vehículo abrió fuego. McKay alzó su fusil de asalto, apuntó al borrón más cercano y apretó el gatillo.
El sargento Lister se enfrentaba con una dura realidad. No importaban las Banshees que se deslizaban por encima de sus cabezas o los Ghosts que tenían delante, su trabajo era encargarse del fuego de mortero y, a medida que se acercaban a las colinas, era más difícil elevar lo suficiente los cañones principales de los Scorpions de la segunda brigada para alcanzar su objetivo principal. Lo único que podrían disparar los tanques era una andanada más antes de que sus armas ya no sirviesen.
—Despertaos, chicos —dijo Lister en la frecuencia de la brigada—. El último grupo de la derecha ha ido a quince metros por debajo, por lo menos. Y el último de la izquierda ha pasado por encima de la colina. Afinad la puntería, arrancadles las cumbres a esas montañitas, y hacedlo ya. No tenemos tiempo para volver a cagarla.
Cada uno de los oficiales del tanque ajustó su puntería, disparó el proyectil y rezó por alcanzar el blanco. Sería más fácil enfrentarse al Covenant que aguantar la ira de Lister si esos disparos fallaban.
El comandante de campo ‘Putumee vio impasible cómo explotaba el Wraith de la Colina 1 y se llevaba con él una columna de Jackals. Lamentaba perder un tanque de mortero, pero con dos docenas de Ghosts adentrándose en el paso, tendría que ordenar un alto al fuego en cualquier momento. O eso o arriesgarse a matar a sus propias tropas. El Élite soltó una orden, vio una última bola de fuego alzarse en el aire y miró cómo los humanos entraban en el hueco.
El cabo Snaky Jones estaba jodido, y él lo sabía. Lo había sabido desde que el morro de su Warthog había sido alcanzado por un disparo y había dado una vuelta sobre sí mismo. Estaba de pie tras la LAAG y disparaba por encima de la cabeza del conductor cuando, de pronto, se vio catapultado por los aires. Todo lo que Jones vio fue un borrón. Se dio un fuerte golpe y cayó de cabeza. Cuando el cuerpo frenó, el Marine descubrió que casi no podía respirar; por eso se quedó tumbado un momento, mirando el fantástico cielo azul mientras boqueaba en busca de aire.
El cielo era bello, muy bello, hasta que una Banshee apareció en la imagen, aullando, y un Warthog pasó rugiendo por su izquierda.
En ese momento Jones consiguió ponerse en pie y gritó hacia el micrófono de emergencia, hasta que descubrió que éste había desaparecido. Pero no sólo el micrófono… todo el casco, que se le había soltado durante la caída. No tener casco significaba no tener micrófono, ni radio, ni posibilidad de que lo recogiesen.
El cabo se cagó en todo, corrió hacia el Warthog destrozado y dio gracias porque no estuviese ardiendo. El vehículo descansaba de costado, y el S2 estaba aún donde lo había colocado: enganchado por la culata bajo el asiento del conductor.
Le fue duro ver al sargento Corly desparramado por el guardabarros trasero, la mitad de la cara volada. Jones evitó mirarlo a los ojos. La mochila, la que contenía la munición extra, un pack de primeros auxilios y todo lo que había pillado en el Pillar of Autumn estaba también donde lo había dejado, enganchada en el pie de la metralleta.
Jones agarró la mochila, se la colgó a la espalda y recogió el fusil de precisión. Se aseguró de que el fusil estaba preparado para disparar, colocó el seguro y corrió hacia la colina más cercana. Quizá podría encontrar una cueva, esperar a que acabase la batalla y arrastrarse de vuelta a la Base Alfa. La arena saltaba ante los pasos de las botas del Marine. La muerte acechaba alrededor.
La alférez Oros estimaba que la primera brigada había reducido en dos tercios el número de naves atacantes, y planeaba ocuparse del resto. McKay no lo aprobaría… pero ¿qué podía hacer la jefa de operaciones? ¿Enviarla a Halo? La alférez sonrió, dio la orden que era necesaria y saltó a tierra.
Hizo señas a los voluntarios de cuatro de los trece Warthogs que quedaban y se apresuraron a llegar a un grupo de rocas. Los cinco marines, además de fusiles de asalto, portaban lanzacohetes M19 SSM cruzados a la espalda y tantos cohetes como cabían en las alforjas que llevaban en las manos. Marcharon pesadamente a través del terreno llano, se refugiaron rápidamente tras las rocas y se prepararon.
Cuando todos estaban listos, Oros arrancó los seguros de una bengala tras otra y las lanzó a cierta distancia del círculo de rocas. Observó cómo se elevaba el humo naranja hacia el cielo.
Cuando los pilotos de las Banshee captaron el humo, se lanzaron rápidamente a él como buitres atraídos por carroña fresca.
Los marines se mantuvieron sin disparar; esperaron hasta que hubo como mínimo trece naves del Covenant dando vueltas por encima de ellos y lanzaron cinco obuses al mismo tiempo. Una segunda descarga siguió a la primera, y luego vino la tercera. Se oyó el estruendo regular de las explosiones cuando diez Banshees recibieron impactos directos, en ocasiones más de uno, y se volatilizaron.
De las naves que sobrevivieron al aluvión de cohetes, dos se retiraron inmediatamente. La última se bamboleaba a causa de un disparo, escupía humo por el motor de babor y tenía aspecto de que se iría a pique en cualquier momento. Oros creía que en ese momento ya había acabado su misión, y que ella y sus hombres serían libres para desaparecer tras las colinas y correr de vuelta a casa.
Pero no fue eso lo que sucedió. A diferencia de la mayoría de sus colegas, el piloto de la Banshee tocado debía de tener un gran deseo de trascender el plano físico, porque giró la nave hacia el enemigo, colocó la nave en una dirección fija y descendió en picado hacia el montón de rocas. Oros intentó hacer diana con su cohete, pero falló… y casi no tuvo tiempo de lanzar una maldición cuando la Banshee, herida de muerte, agujereaba las rocas y se tragaba a todo el equipo emboscado en una bola de fuego.
Que el cabo Jones llegase a la base de la colina sin que lo matasen fue pura suerte. La posterior escalada por rocas sueltas que se desprendían bajo su mano fue instintiva. El deseo de ganar altura es natural en todos los soldados, pero todavía más en un francotirador. Jones había sido entrenado para ser uno, cuando no estaba ocupado buscando suministros, operando con las LAAG o aguantando broncas de su sargento.
Que el cabo Jones estuviese a punto de tomar la ofensiva, de golpear al Covenant, quizá no fuese la decisión más inteligente que había tomado en su vida, pero él sabía que era la correcta. Al diablo con las consecuencias.
Jones se encontraba a medio camino de la cima, pero eso ya le permitía vislumbrar la cumbre de la otra colina y las diminutas figuras que estaban allá arriba. No le interesaban los Grunts, que corrían de un lado para otro, ni los Jackals, que estaban alineados en el borde, pero sí las armaduras brillantes de los Élites. Ésos eran los objetivos que buscaba; pareció que daban un salto hacia adelante cuando el marine usó la lente de aumento de su mirilla y movió ligeramente el cañón. ¿Qué vida debía sesgar? ¿El de la izquierda de armadura azul? ¿O el de la derecha, el cabrón que iba de dorado? En ese momento, en ese lugar, el cabo Jones era Dios.
Apartó el seguro del fusil de precisión y dejó que su dedo descansase en el gatillo.
En esos momentos, cuando el convoy superó el paso y se dirigió hacia la zona alta del anillo, ‘Mortumee ya había salido de su escondrijo y estaba de pie junto al comandante de campo ‘Putumee. A su izquierda había una tercera colina… y en su cima también había un Wraith.
El tanque de mortero abrió fuego. Durante un breve momento, ‘Mortumee albergó la esperanza de que el último tanque consiguiese reducir los efectivos del convoy, pero los humanos aún estaban fuera de alcance y, viendo que el Wraith no podía dañarlos, se tomaron su tiempo para colocar sus propios tanques en una línea de retaguardia.
Una simple carga fue todo lo que necesitaron. Los cuatro obuses dieron en la diana, el tanque de mortero quedó destruido y el camino despejado.
‘Putumee bajó el monocular. Su cara no reflejaba emoción alguna.
—Dime, espía, ¿qué pondrás en tu informe?
—Lo siento, Excelencia, pero los hechos hablan por sí mismos —dijo ‘Mortumee, mirando al otro Élite con una expresión de conmiseración— y el informe se escribirá solo. Si hubiese desplegado las tropas de otra forma, quizá abajo, en las llanuras, la victoria habría sido nuestra.
—Una idea excelente —replicó el comandante de campo, en un tono afable—. Los consejos a posteriori siempre son perfectos.
‘Mortumee estaba a punto de contestar, de decir algo sobre la necesidad de la previsión, cuando la cabeza le explotó.
El cabo Jones sujetó bien el arma para disparar de nuevo. El primer tiro había sido perfecto. La primera posta había volado certera, había entrado por la base del cuello del tipo de azul y le había salido por la parte superior de la cabeza; le había arrancado el casco y había creado un surtidor de sangre y sesos que habían salpicado el aire.
‘Putumee renegó, saltó hacia atrás, y escapó de la segunda bala.
Unos momentos después, el eco de las dos detonaciones rebotaba en las dos colinas. El comandante de campo siguió reculando, en busca de un refugio. Le pasó la información al comandante de las Banshees y ladró en su equipo de comunicación:
—¡Un francotirador! ¡Matadlo!
Satisfecho, ahora que se ocuparían del francotirador, ‘Putumee se puso en pie y miró el cuerpo decapitado de ‘Mortumee. Descubrió sus colmillos.
—Parece que tendré que escribir el informe yo mismo.
Jones escupió al suelo, furioso porque el Elite dorado hubiese esquivado su segundo disparo. Se prometió que en la próxima ocasión no se le escaparía, que sería suyo. Las Banshees sobrevolaban la zona, tratando de identificar su posición. Jones retrocedió hasta una quebrada. Afortunadamente, entre los objetos que había recuperado del Autumn había veinte barritas de caramelo que le servirían de sustento.
Con el sistema de seguridad neutralizado, el Jefe Maestro se abrió camino a través del edificio alienígena y se dirigió a la superficie. Era el momento de encontrar ese Cartógrafo Silencioso y completar esa fase de su misión.
—¡Mayday! ¡Mayday! ¡Bravo 22 está bajo juego enemigo! Repito, estamos bajo fuego enemigo, perdemos altura. —La tensa voz del piloto del transporte sonaba aguda, chillona… era la voz de un hombre al borde de la locura.
—Recibido —contestó Cortana—. Estamos en camino. —Y, en un aparte al Spartan, la IA añadió—: No me ha gustado cómo ha sonado eso… No estoy segura de que logren sobrevivir.
El Jefe Maestro se mostró de acuerdo, y en su ansia por llegar arriba, cometió un error potencialmente fatal. Como ya había despejado la sala adyacente a lo que parecía ser el centro de seguridad del mundo anillo, había supuesto que seguiría desafortunadamente, el Elite, equipado con un aparato de camuflaje del Covenant, anunció su presencia con un rugido antes de disparar el arma. El rayo de plasma golpeó el peto del Jefe, que quedó desorientado durante un momento mientras intentaba discernir de dónde provenía el ataque. Su sensor de movimiento lo captó y apuntó con su arma lo mejor que pudo. Disparó una ráfaga controlada y su premio fue un grito de dolor del extraterrestre.
El guerrero del Covenant aún caía cuando el Jefe Maestro esprintó hacia la rampa que llevaba hasta la superficie; por el camino, recargó el arma. Había sido una estupidez entrar en la sala, previamente despejada, demasiado rápido, y estaba decidido a no cometer el mismo error por segunda vez. Y que Cortana estuviese ahí, viendo el mundo a través de sus sensores, hacía el error mucho más vergonzante. Por razones que aún no había tenido tiempo de averiguar, el humano buscaba la aprobación de la IA. ¿Era una tontería? Quizá sí, si se creía que Cortana no era más que un programa de ordenador moderno; pero era mucho más que eso. Al menos, lo era en la mente del Jefe.
Sonrió ante la ironía de ese pensamiento. El interfaz humano-IA suponía que Cortana se encontraba, en muchas formas, dentro de la mente del Jefe, y usaba su sistema nervioso para procesar la energía y el almacenaje.
El Spartan acabó de subir la rampa, atravesó un corredor y salió ante la luz del sol. Se detuvo sobre una plataforma y saltó a la ladera que había debajo, mientras Cortana le advertía que mantuviese un ojo atento a la aparición del Bravo 22.
Las tropas del Covenant, una mezcla de Grunts y Jackals, patrullaban por la playa que tenían delante. El Jefe Maestro desenfundó la pistola, activó el aumento 2x, y decidió ponerse manos a la obra de derecha a izquierda. Acertó de lleno al primer Jackal, falló el segundo y mató un par de Grunts que anadeaban en la cima de la meseta que tenía justo delante de su posición.
Mientras descendía por la ladera pudo ver los restos del Bravo 22, medio enterrado. No había señales de vida. O la tripulación y los pasajeros habían muerto a causa del impacto o algunos habían sobrevivido y el enemigo los había ejecutado.
Esa posibilidad lo enfureció más. Volvió hacia la derecha, vio el Jackal superviviente que corría y lo derribó. Cambió a su MA5B y descendió lo que le faltaba de la ladera hasta la arena.
Caminó un poco hasta llegar a los restos humeantes del accidente y los cuerpos desparramados. Las quemaduras de plasma en algunos cadáveres le sirvieron para confirmar sus sospechas.
Aunque no era una de las tareas más placenteras que conocía, el Jefe sabía que tenía que aprovechar todas las ocasiones de conseguir munición y víveres.
—No olvides quedarte con un lanzacohetes —intervino Cortana—. No tenemos ni idea de lo que nos espera cuando volvamos a buscar la sala de control.
El Jefe Maestro siguió el consejo de la IA y decidió que sería mejor ir motorizado que andando. El Warthog que había estado sujeto a la parte inferior del Pelican se había soltado en los últimos momentos del vuelo y había caído al suelo sobre un costado. Se acercó al vehículo, le puso una mano encima, encontró un buen punto donde agarrarlo y tiró. Se oyeron crujidos del metal mientras el Warthog se balanceaba, se inclinaba en la dirección del Spartan y caía. Dio un salto atrás, esperó que el vehículo rebotara y se colocó detrás del volante. Hizo una comprobación rápida para asegurarse de que el todoterreno aún era operativo y salió de allí.
Hizo que el Warthog se deslizase con un leve giro y se dirigió de nuevo hacia la zona de aterrizaje de la misión, la zona de playa donde los marines esperaban.
Los Helljumpers habían aguantado dos asaltos durante su ausencia, pero aún mantenían la zona que habían conquistado, impertérritos.
—Bienvenido de nuevo —dijo una cabo, mientras se colocaba tras la metralleta de tres cañones—. Nos aburríamos sin usted. —Tenía la cara sucia, las palabras «Cortar por aquí» tatuadas en la circunferencia del cuello y un cuerpo pequeño y fornido.
El Jefe echó un vistazo a los pozos donde se encontraban las armas, las trincheras, los montones de cadáveres del Covenant y la arena quemada por el plasma.
—Sí, ya lo veo.
Un soldado de primera clase, con la cara pecosa, saltó al asiento del copiloto, con un fusil de plasma que había capturado del Covenant entre las manos. El Spartan giró el vehículo hacia la dirección por la que habían venido y corrió por la orilla. El agua les roció por el lateral izquierdo del todoterreno; deseaba tanto poder sentir la humedad en la cara…
A un kilómetro de ellos, un Hunter llamado Igido Nosa Hurru echaba chispas mientras caminaba por la plataforma de descarga manchada de sangre. Un Élite que respondía al nombre de Zuka ‘Zamamee había informado de que un solo humano había matado a dos de sus hermanos hacía unas horas y que estaba a punto de atacar también su nueva posición. El guerrero de espinas afiladas esperaba que esto sucediera pronto, para que él y su hermano Ogada Nosa Fasu tuviesen el honor de matarlo.
Cuando Hurru oyó el ruido del motor del vehículo de superficie y vio que rodeaba el cabo, él y su hermano se prepararon. Al recibir el movimiento característico del otro Hunter que significaba asentimiento, Hurru se colocó en el mismo exterior de la entrada al complejo. Si el vehículo era algún tipo de truco, una forma de hacer que los dos guardias se alejaran de la puerta el tiempo suficiente para que el humano se colase, no les iba a funcionar.
Fasu era el que siempre tomaba la iniciativa, y también era un artista en el uso del cañón de combustible que llevaba sujeto al brazo. Esperó que el todoterreno estuviese a su alcance, siguió con la vista el vehículo para asegurarse de que el pulso de energía, que se desplazaba lentamente, tuviese tiempo de llegar a su destino, y disparó.
El Jefe Maestro captó con su visión periférica la esfera de un amarillo verdoso y decidió virar el coche, y enfrentarse cara a cara contra el enemigo, tanto para que el Warthog fuese un blanco más pequeño como para tener una oportunidad de disparar. Pero no tuvo tiempo. El Spartan había empezado a girar el volante cuando el pulso de energía golpeó el lateral del Warthog y derribó el vehículo.
Ninguno de los tres humanos quedó atrapado. El Jefe Maestro se puso en pie y miró a la zona superior de la ladera, a tiempo de ver cómo un Hunter saltaba de la plataforma que tenían encima, absorbía el golpe del salto en sus enormes rodillas y se dirigía hacia ellos.
Tanto la cabo como el joven de las pecas ya se habían puesto en pie, pero la oficial, que nunca antes había visto un Hunter, y menos había tenido que enfrentarse a uno cara a cara, gritó:
—¡Venga, Hosky! ¡Vamos a acabar con ese cabronazo!
—¡No! ¡Retírense! —ordenó el Spartan, mientras se agachaba a recoger el lanzacohetes. Pero mientras gritaba la orden, sabía que no había tiempo. Otro Spartan quizá sí hubiese podido apartarse de su camino a tiempo, pero los Helljumpers no tenían ninguna oportunidad.
La distancia entre el alienígena y los dos marines se había acortado mucho, y no podían evitar el encontronazo. La cabo lanzó una granada de fragmentación y vio cómo explotaba justo delante del monstruo, que seguía acercándose… y para su sorpresa, el alienígena siguió haciéndolo. El extraterrestre atravesó la metralla que volaba a su alrededor, bramó una especie de grito de guerra y bajó un hombro gigantesco.
El soldado Hosky seguía disparando cuando el escudo gigante lo golpeó, destrozó la mitad de sus huesos y lanzó lo que quedaba de él al suelo. El soldado seguía consciente, por lo que vio cómo el Hunter alzaba la bota en el aire y le soltaba un pisotón en la cara.
El Jefe Maestro ya tenía el lanzacohetes preparado sobre su hombro y estaba a punto de disparar cuando la cabo exclamó algo incoherente, se cruzó en su línea de fuego y obstaculizó su disparo. El Jefe le gritó que se tirase al suelo, pero Fasu le hizo un agujero del tamaño de una bandeja en el pecho a la marine.
El Spartan apretó el gatillo, y un obús salió lanzado hacia el Hunter. Con agilidad sorprendente, el enorme alienígena se encorvó y saltó a un lado; el proyectil pasó a su lado. Detonó tras el Hunter y los roció a los dos con pedazos de tierra.
El Hunter cargó.
El Jefe Maestro caminó hacia atrás. No había tiempo de recargar, por lo que el siguiente proyectil tendría que acertar el objetivo. La espuma de las olas se le arremolinó alrededor de las rodillas mientras entraba de espaldas al mar; intentó mantener los pies fijos sobre la blanda arena. El alienígena llenaba todo su campó de visión. ¿Estaba demasiado cerca? No había tiempo para comprobarlo. Apretó el gatillo y un segundo proyectil salió como un rayo, con una estela de humo y llamas.
El Hunter iba a toda velocidad y no pudo agacharse a tiempo. Los enormes pies de la criatura se quedaron clavados en el blando suelo mientras intentaba cambiar de curso para esquivar el cohete… En vano. El proyectil de 102 mm explotó en el mismo centro del peto de la armadura del Hunter, hizo volar su torso y le partió la columna vertebral. Se oyó un fuerte chapoteo cuando la criatura alienígena cayó de cara en el agua. Una mancha de color naranja brillante se mezcló con la espuma alrededor del Hunter derribado.
El Jefe Maestro se tomó unos segundos para recargar el lanzacohetes y remontó trabajosamente el camino de la playa. Un aullido de angustia surgió de la garganta del otro alienígena. «Lo tenéis bien merecido —pensó—. Tú sólo has perdido un hermano; yo los perdí todos.»
Notó un pinchazo de pena por los dos marines muertos. Debería haber previsto el ataque a larga distancia, debería haberles advertido de la posibilidad de que hubiera Hunters, debería haber reaccionado con más rapidez.
—No ha sido culpa tuya —le dijo Cortana, suavemente—. Ahora ve con cuidado… Hay otro Hunter en la plataforma.
Esas palabras fueron como un cubo de agua fría en la cara. Su maestro, el sargento Méndez siempre se refería a ello como «combate mental»; siempre les recalcaba la importancia de mantener la cabeza fría.
Lenta, metódicamente, el Jefe Maestro ascendió por la ladera y mató a algunos soldados del Covenant con una precisión mecánica. Los pequeños grupos de Grunts eran irrelevantes. El verdadero reto lo esperaba arriba.
Hurru oyó los disparos, supo que lo estaban flanqueando, y lo esperaba ansioso. La rabia, la lástima y la autocompasión le quemaban por dentro y lo hacían disparar una y otra vez su cañón de combustible, como para borrar la presencia del humano con sus descargas.
El humano aprovecho todas las zonas de cobertura que pudo, apoyó el brazo izquierdo contra la pared del precipicio y empezó a escalarla. El Hunter lo vio e intentó dispararle, pero el cañón no se había podido recargar desde el último disparo. El humano tenía libertad total para dispararle. Y lo hizo. Hurru sintió un cálido alivio.
Iba a reunirse con su hermano.
El obús había salido elevado, golpeó la cabeza de Hurru y se la voló. La sangre de color naranja empezó a brotar como si fuese un surtidor, salpicaba el suelo de metal que rodeaba al Hunter y le bañó el cuerpo antes de caer.
El Spartan hizo una pausa, cambió al fusil de asalto y esperó sentir cierta satisfacción. No se produjo. Los marines aún seguían muertos, lo estarían para siempre, y nada podía cambiar eso. ¿Era justo que él siguiera con vida? No, no lo era. Lo único que podía hacer era llevar a cabo lo que esperaban que hiciese. Avanzar, encontrar el mapa y hacer que sus muertes hubiesen servido para algo.
Con este pensamiento en mente, el Jefe Maestro volvió a entrar en el complejo a pie, avanzó por los pasillos que había salpicado de sangre durante su última visita, descendió por la rampa, se dirigió al nivel inferior y atravesó la puerta que había logrado abrir con tanto esfuerzo.
El Jefe Maestro llegó a las entrañas de la estructura. Desde el exterior, las agujas que se alzaban hasta varios metros de altura eran engañosas. El interior de la estructura se sumergía hacia las profundidades.
Descendió por una rampa curva. El aire estaba calmado, ligeramente enrarecido, y las gruesas columnas de la primera estancia de cierta amplitud que encontró la hacían parecer una cripta.
Se deslizó por habitaciones llenas de sombras, bajó por rampas en espiral, atravesó galerías repletas de formas extrañas. Las paredes y el suelo estaban hechos del mismo metal pulido y grabado que habían encontrado en todas partes. Encendió la linterna y se fijó en que había nuevas formas en el metal, como si el material fuese una especie de híbrido entre metal y piedra.
La cháchara de Grunts y Jackals rompió el silencio sepulcral. Por fin tenía oposición, un montón de oposición; el humano se vio obligado a enfrentarse con docenas de Grunts, Jackals y Elites.
—Es como si supiesen que veníamos hacia aquí —observó Cortana—. Creo que alguien está rastreando nuestros avances, y tiene una idea bastante buena de hacia dónde nos dirigimos.
—No me digas —contestó el Jefe Maestro mientras disparaba contra un Grunt y pisoteaba su cadáver—. Espero que lleguemos al Cartógrafo antes de que se me agote la munición.
—Ya estamos cerca —la aseguró la LA—, pero ve con cuidado. Habrá más fuerzas del Covenant cuanto más avancemos.
El Jefe Maestro apreció el consejo de Cortana. Esperaba encontrar una forma de evitar lo que el Covenant le hubiese preparado, pero no iba a ser así. Cuando el Spartan entró en una amplia sala, vio a dos Hunters. Se colgó el fusil y preparó el lanzacohetes. No había duda de que se trataba del arma perfecta contra los Hunters… mientras no permitiese que ninguno de los dos monstruos se le acercase demasiado. Un cohete lanzado en esas condiciones lo mataría también a él si detonaba demasiado cerca.
Uno de los alienígenas espinados vio al intruso y le dio el alto con un rugido. El Hunter había empezado a moverse cuando el proyectil atravesó la cámara, le golpeó el hombro derecho y lo mandó al infierno con una explosión.
El segundo Hunter aulló y disparó el cañón de combustible. El Jefe lo maldijo mientras el golpe del rayo de plasma, aunque no lo había alcanzado de pleno, ponía en marcha la alarma de sonido y el indicador de la esquina derecha superior de su visor se ponía en rojo.
El Spartan se dio la vuelta, esperando tener el segundo Hunter a la vista, pero el enorme alienígena se refugió tras un muro.
No podía disparar, así que empezó a retirarse. El Hunter lo embistió y las letales espinas se incrustaron en sus debilitados escudos.
El Jefe gimió de dolor cuando la punta de la púa superior atravesó la juntura de su armadura a la altura del hombro. Notó un desgarrón asqueroso cuando la carne de su brazo se abrió ante el corte de aquella espina tan afilada como un escalpelo.
Giró sobre sí mismo y la púa se soltó.
El Jefe Maestro notó que la frustración iba creciendo en su interior mientras agarraba el fusil de asalto, ascendía por una rampa y usaba su movilidad acelerada para llegar a la espalda del extraterrestre. Entonces llegó la oportunidad que necesitaba: la visión momentánea de un pedazo de carne sin protección. Disparó una ráfaga rápida contra la espalda del guerrero, dio media vuelta y evitó por poco de los disparos de plasma de un Jackal que había aparecido de pronto.
El Jefe Maestro lanzó tres granadas contra una de las mamparas. Una de ellas alcanzó a su objetivo y roció las paredes con pedazos de carne extraterrestre, lo que acabó con el frenético tiroteo.
Cortana, cuya vida también había estado en juego y que había tenido que quedarse mirando mientras el Spartan luchaba por los dos, procesó una sensación de alivio. De alguna forma, contra todo pronóstico, su huésped humano había conseguido sobrevivir de nuevo, pero habían estado cerca, demasiado cerca, y él aún estaba en un estado de shock, con la espalda apoyada en una esquina, los signos vitales muy bajos, los ojos saltando de una sombra a la siguiente.
La IA dudó mientras procesaba el dilema. Era difícil equilibrar la necesidad de seguir adelante y completar la misión con la preocupación de presionar demasiado al Jefe Maestro y ponerlos a los dos en peligro. El afecto de Cortana hacia el humano, sumado a su propio deseo de sobrevivir, le complicó el acceso a la decisión clara y racional que esperaba de sí misma.
Entonces, en el momento en que Cortana iba a decir algo, lo que fuera, aunque fuese incorrecto, el Jefe se recuperó y tomó la iniciativa.
—Vamos —dijo, a sí mismo o a Cortana—, es hora de acabar la misión.
Caminando cuidadosamente para no caer en una emboscada, el Jefe Maestro dejó la gran sala y se dirigió a una rampa descendiente. Se escondió en una esquina y, al comprobar que la zona era relativamente segura, retiró las planchas del hombro de su armadura MJOLNIR.
El corte era irregular y la sangre brotaba libremente. El Jefe podía hacer caso omiso del dolor, pero la pérdida de sangre se cobraría su precio y pondría en peligro la misión. Tras asegurarse de que el sensor de movimiento estaba en marcha, se colgó el arma a la espalda.
Buscó en la mochila y sacó el kit de primeros auxilios. Lo habían herido antes, y en muchas ocasiones había realizado curas de primeros auxilios tanto a camaradas heridos como a sí mismo. Lavó prestamente la herida, la roció con espuma biológica y se aplicó un vendaje adhesivo.
En unos minutos se había colocado de nuevo la armadura, se tomó un estimulante y avanzó.
—Foehammer al equipo de tierra. ¡Dos transportes del Covenant se acercan muy rápido!
El Jefe Maestro, de pie en el borde de un enorme abismo, escuchaba las comunicaciones de radio de sus aliados. En la distancia, apenas podía vislumbrar los destellos de los paneles luminiscentes que los creadores de Halo habían preparado para iluminar esos laberintos subterráneos. Ante él se abría un abismo aparentemente sin fondo.
Reconoció la siguiente voz; se trataba del sargento de artillería Waller, el Helljumper que estaba al cargo de su zona de aterrizaje.
—Vamos, chicos —decía Waller—, se acerca compañía. Fuerzas enemigas a la vista.
—Sería más fácil resistir desde el interior de las estructuras —lo interrumpió Cortana—. ¿Podéis entrar?
—¡Negativo! —fue la respuesta de Waller—. Se acercan demasiado rápido. Los mantendremos ocupados el máximo tiempo que podamos.
—Dadles con todo lo que tengáis, marine —dijo seria la IA, y cerró la conexión—. Estaremos bastante jodidos si no salimos de aquí antes de que lleguen los refuerzos enemigos.
—Entendido —contestó el Jefe Maestro, mientras descendía una nueva rampa, cruzaba un par de escotillas y se adentraba en la oscuridad. Atravesó una especie de cubierta transparente, cruzó un puente y mató a un par de Grunts que encontró allí.
Siguió por una escalerilla que lo llevó al piso inferior, lanzó una granada en medio de un grupo de enemigos que patrullaban el área y se apresuró a meterse por una abertura que tenía buen aspecto. Oyó un rugido iracundo cuando un Elite le disparó desde la plataforma inferior mientras un puñado de Grunts ladraba y farfullaba.
El Spartan usó una granada para librarse de todo el grupo y se apresuró a bajar, para investigar qué estaban vigilando. Reconoció la sala de mapas al momento. Pero nada más entrar, un Élite se lanzó a él desde el otro extremo de la estancia. Una corta ráfaga de su fusil de asalto bastó para apagar los escudos personales del extraterrestre, y acabó con él con un golpe de la culata del fusil.
—¡Allí! —indicó Cortana—. ¡Ese panel holográfico debe activar el mapa!
—¿Alguna idea de cómo activarlo?
—No —contestó ella, y alzó el tono—. Eres tú quien tiene el toque mágico.
El Jefe Maestro avanzó un par de pasos y alargó la mano sobre el panel. Parecía que supiese instintivamente cómo activarlo, parecía como si estuviese grabado en él, como su respuesta a las batallas.
Apartó ese pensamiento y volvió a la misión. Deslizó la mano blindada sobre el panel, y un mapa de marcos brillantes apareció y flotó delante de él.
—Analizando —dijo la IA—. El control central de Halo está —iluminó una zona en el mapa de su HUD— aquí. Interesante. Parece una especie de santuario.
Abrió un canal de comunicaciones.
—Cortana al capitán Keyes.
—No podemos contactar con el capitán Keyes —respondió Foehammer, después de un momento de silencio—. Su nave debe de estar fuera de alcance, o quizá tenga problemas técnicos.
—Sigue intentándolo —le indicó la IA—. Avísame cuando hayas podido restablecer el contacto. Y cuéntale que el Jefe Maestro y yo hemos determinado la localización del centro de control.
El capitán Jacob Keyes intentaba ignorar el ritmo machacón de la música que sonaba por el intercomunicador del sargento mientras el piloto hacía descender el transporte sobre el pantano.
—Todo parece despejado. Voy a aterrizar.
Los propulsores del Pelican batieron el agua con furia mientras descendía la rampa; el compartimento de carga fue invadido por un aire espeso y húmedo. Contenía el olor de la vegetación pudriéndose, el hedor del gas de los pantanos y el sabor ligeramente metálico típico de todo Halo. Alguien se quejó, pero su voz fue ahogada por la del sargento Avery Johnson, que los alentaba a saltar; los Marines descendieron sobre el agua, que les llegaba hasta la pantorrilla.
—¡Mierda! —gritó alguien cuando notó que el agua le subía por las piernas.
—¡Calma, marine! —advirtió Johnson, mientras Keyes bajaba por la rampa. Libre de su carga, el transporte encendió los propulsores, se alzó por encima del cargado aire y se elevó.
—La estructura que buscamos debe de estar por ahí arriba —dijo Keyes tras consultar una pequeña consola manual.
Johnson siguió el dedo con el que Keyes señalaba.
—De acuerdo, panda de vagos, ya habéis oído al capitán. Bisenti, al frente.
El soldado Wallace A. Jenkins se colocó en la retaguardia, que era un lugar tan malo como el frente, aunque no tanto. La oscura agua le llegaba por encima de las botas, le había empapado los calcetines y ahora estaba mojándole los pies. No estaba muy fría, y el marine lo agradecía. Como el resto del equipo, sabía que el propósito principal de esta misión era localizar y recuperar un almacén de armas del Covenant. Era algo importante, incluso después de la exitosa incursión de la teniente McKay en el Pillar of Autumn, y de que la Base Alfa hubiese sido reforzada como consecuencia de ello.
Pero era una misión asquerosa… especialmente por tener que atravesar ese oscuro y brumoso pantano.
Delante de ellos, algo se alzaba entre las tinieblas. Bisenti esperaba que fuese la razón por la que el Viejo había enviado sus desgraciados culos a ese maldito pantano. Informó de ello al sargento.
—Veo un edificio.
Se oyó el ruido de chapoteo en el agua mientras Jones se acercaba.
—No se aleje, Jenkins. Mendoza, muévase. Espere ahí a que llegue el capitán con su escuadrón. Y después muevan los culos hacia dentro.
—¡Señor! —exclamó Jenkins cuando Keyes se materializó entre la niebla.
Johnson vio a Keyes, asintió y dijo:
—¡Venga, vamos!
Keyes siguió a los marines al interior. Toda la situación era diferente de lo que había imaginado. A diferencia del Covenant, que mataba a casi todos los humanos que caían en sus manos, los marines seguían capturando prisioneros. Habían interrogado a uno, un Élite que respondía por ‘Qualomee, durante horas, y les había acabado jurando que pertenecía a un grupo de soldados que había entregado un cargamento de armas a las fuerzas que vigilaban la estructura que ahora tenían delante.
Pero no había ni rastro del equipo de seguridad del Covenant ni de las armas que ‘Qualomee juraba haber transportado, lo que significaba que seguramente les había mentido. Eso lo discutiría con el alienígena cuando volviesen a la Base Alfa. Por el momento, Keyes planeaba adentrarse en el complejo y ver qué había en su interior. El segundo escuadrón, a las órdenes del cabo Lovik, se había quedado atrás para cubrir la línea de retirada, mientras que el resto del equipo siguió avanzando.
—¡Uauh! Mirad esto. Alguien le ha arrancado las entrañas —exclamó un marine, unos diez minutos después.
Johnson examinó el Élite muerto. Había otros cadáveres del Covenant esparcidos por la zona. La sangre extraterrestre rezumaba por las paredes y por el suelo. Keyes se aproximó por detrás.
—¿Qué tenemos, sargento?
—Parece una patrulla del Covenant —contestó el oficial—. Los Operativos Especiales y Cabrones, los de la armadura negra. Todos muertos.
—Muy bonito. —Keyes observó el cadáver y miró a Bisenti—. ¿Amigos suyos?
—No, nos acabábamos de conocer —contestó el marine, meneando la cabeza.
Tardaron cinco minutos en llegar a una gran puerta metálica. Estaba atrancada y aunque estuvieron toqueteando el control numérico, no lograron abrirla.
—Muy bien —comentó Keyes, tras inspeccionar el obstáculo—. Vamos a abrir la puerta.
—Lo intentaré, señor —repuso Kappus, el especialista técnico—, pero parece que los Covenant curraron de lo lindo para atrancarla.
—Hazlo, hijo.
—Sí, señor.
Kappus sacó el descodificador de su mochila, pegó la caja a la puerta y presionó una serie de botones. Aparte de los suaves pitidos que emitía la caja negra mientras conectaba con los circuitos de la puerta y le introducía miles de combinaciones por segundo, sólo se oía el silencio.
Los marines se movían nerviosos, incapaces de relajarse. El sudor le resbalaba por la frente a Kappus.
Mantuvieron la posición unos minutos más, hasta que Kappus asintió con satisfacción y abrió la puerta. Los marines corrieron al interior. El experto en electrónica alzó una mano.
—¡Sargento! ¡Escuche!
Todos los marines se pusieron a escuchar. Oían un sonido suave, líquido, viscoso. Y parecía venir de todas las direcciones al mismo tiempo.
Jenkins notó un nudo en el estómago, pero fue Mendoza quien realmente dijo lo que todos pensaban.
—Esto me huele muy mal.
—Siempre estás igual —le interrumpió el sargento, y estaba a punto de abroncar a Mendoza cuando recibió un mensaje por la frecuencia de transmisión. Sonaba como si el segundo escuadrón tuviese algún tipo de problema, pero el cabo Lovik no era muy coherente, por lo que era difícil estar seguro.
Aun más, casi sonaba como si fuesen gritos.
—¿Cabo? —respondió Keyes—. ¿Me recibe? Cambio.
No hubo respuesta.
Johnson se dirigió a Mendoza.
—Mueve el culo hasta la posición del segundo escuadrón y averigua qué cojones está pasando.
—Pero, sargento…
—No tengo tiempo para oírte, soldado. ¡Te he dado una orden!
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Jenkins, dominado por los nervios, con los ojos saltando de una sombra a la siguiente.
—¿De dónde sale eso, Mendoza? —preguntó el sargento Johnson; se había olvidado momentáneamente del segundo escuadrón.
—De allí —exclamó Mendoza, señalando un grupo de sombras mientras los marines oían el ruido amortiguado de unos golpes metálicos.
Hubo un grito de dolor cuando algo aterrizó sobre la espalda del soldado Riley, le penetró en la piel como una aguja y se abrió camino hacia la columna vertebral. Dejó caer el arma, intentó arrancar lo que fuese que le había caído sobre los hombros y se retorció adelante y atrás.
—¡No te muevas! ¡No te muevas! —le gritaba Kappus; cogió una de las bulbosas criaturas e intentó arrancarla de su amigo.
Avery Johnson había formado parte del ejército la mayor parte de su vida adulta y había pasado más tiempo deambulando por la superficie de mundos alienígenas que todos los hombres de la sala juntos. Durante toda su vida, había visto un montón de cosas raras… pero nada como aquello.
Vio una docena de pegotes blancos, cada uno de un medio metro de diámetro, equipados con un racimo de tentáculos que se retorcían. Se desparramaron y dispersaron en una formación libre y saltaron en su dirección. Los tentáculos los propulsaron varios metros de un solo salto. Él disparó una ráfaga corta, inducida por el pánico.
—¡A por ellos!
Keyes, con la pistola en ristre, disparó a una de las criaturas. Estalló como un globo, con una fuerza sorprendente. La pequeña explosión hizo que tres más saltasen en pedazos pequeños, como plumas, pero casi parecía que una docena tomaba su lugar.
Keyes se dio cuenta de que el soldado Kappus tenía razón. El Covenant había atrancado la puerta por un motivo, por ese motivo. Quizá, sólo quizá, podrían rechazarlos y encerrar de nuevo a esos globos.
—Sargento, estamos rodeados.
La atención de Johnson estaba en otra parte.
—Maldita sea, Jenkins, ¡dispara!
Jenkins tenía el rostro paralizado por el miedo, y agarraba el fusil de asalto con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Parecía como si aquellas cosas apareciesen del aire.
—¡Hay demasiados!
El sargento empezó a bramar una respuesta, pero era como si se hubiese abierto la compuerta de un dique en alguna parte, ya que una nueva oleada de aquellas asquerosas criaturas con forma de gota salieron de la oscuridad y rodearon a los humanos. Los marines disparaban en todas direcciones. Algunos perdieron el equilibrio cuando dos, tres o incluso cuatro de esas criaturas conseguían agarrarse a ellos y derribarlos.
Jenkins empezó a correr, sobrecogido por el miedo.
Keyes alzó las manos para protegerse el rostro y agarró accidentalmente un monstruo. Lo apretó y notó cómo explotaba. Aquellos cabroncetes eran frágiles, pero había demasiados. Otro atacante se le pegó en el hombro. El capitán gritó al sentir que un tentáculo afilado como una cuchilla le atravesaba el uniforme y la piel, se revolvía bajo la epidermis y se le conectaba a la espina. Notó una explosión de dolor tan intensa que perdió la conciencia, pero fue devuelto a la conciencia gracias a una serie de drogas que la cosa inyectó en su torrente sanguíneo.
Intentó gritar, pedir ayuda, pero no pudo emitir ni un sonido. El pulso se le aceleró, las extremidades se le durmieron, una a una. Le pesaban los pulmones.
Cuando Keyes empezaba a perder el contacto con el resto de su cuerpo, algo extraño lo penetró, apartando su conciencia a los rincones de su cerebro; le invadía la mayor parte de la corteza cerebral, le contaminaba el cerebro con un ansia tan abyecta que habría vomitado si aún tuviese control sobre su cuerpo.
Esa ansia era algo más que la necesidad de comer, de sexo, o de poder. Esa ansia era un vacío, un vórtice infinito que consumía todos sus impulsos, todos sus pensamientos, toda idea de quién era o qué era.
Intentó gritar, pero no pudo.
La visión del capitán Keyes luchando contra este nuevo adversario paralizó al cabo Jenkins. Cuando el capitán dejó de debatirse, logró ponerse en marcha. Se dio la vuelta para huir, y notó que una de las diminutas bestias chocaba contra su espalda. El dolor le atravesó como un cuchillo cuando la criatura le introdujo los tentáculos en el cuerpo, y después remitió.
Tenía la vista borrosa, pero de pronto se hizo más clara. Tuvo la sensación de que había transcurrido algo de tiempo, pero no había forma de saber cuánto rato había estado inconsciente. El soldado Wallace A. Jenkins se encontró de pronto en un extraño mundo.
Debido a alguna tara, a una mala partida de dados cósmicos, la mente que había invadido su cuerpo se había visto debilitada durante el largo período de hibernación, y aunque tenía la suficiente fuerza para dominarlo y crear una forma de combate, le faltaba fortaleza para dominar completamente el huésped, como debería haber sido.
Jenkins, incapaz de hacer nada para solucionarlo, era totalmente consciente de la inteligencia invasora que le arrebataba el control de su musculatura, que movía sus extremidades como un niño trasteando con un juguete nuevo, y le hizo dar vueltas mientras que sus amigos, a los que no les quedaba ninguna conciencia, habían sido destruidos completamente. Gritó. El aire salió de sus pulmones. Pero nadie se dio la vuelta.