DESPLIEGUE 00 HORAS: 5 MINUTOS: 8 SEGUNDOS (RELOJ DE MISIÓN DEL CAPITÁN KEYES) / SALVAVIDAS KILO TANGO VÍCTOR 17 EN DESCENSO DE EMERGENCIA SOBRE LA SUPERFICIE DE HALO
Quizá era porque el timonel del Autumn, el alférez Lowell, estaba a los controles o quizá era una pura cuestión de suerte, pero fuera como fuese el resto del viaje de descenso a través de la atmósfera de Halo estuvo desprovisto de incidentes. Fue tan tranquilo que puso nervioso a Keyes.
—¿Dónde prefiere que aterrice, señor? —preguntó Lowell, mientras la lancha recorría una pradera.
—Donde sea —replicó Keyes—, pero que no haya fuerzas del Covenant. Estaría bien encontrar algún lugar escondido, ya que este bote será como un imán si lo dejamos a la vista.
Como la mayoría de las lanchas de esa clase, no había sido diseñada para un uso atmosférico extenso; de hecho, volaba como una piedra. Pero la sugerencia tenía sentido, por lo que el piloto giró hacia lo que había designado arbitrariamente como el «oeste», hacia el punto en que la pradera se encontraba con un grupo de cerros bajos.
La lancha volaba tan bajo, tan bajo, que la patrulla del Covenant casi no tuvo ocasión de ver de qué se trataba antes de que la diminuta nave pasase como un rayo por encima de sus cabezas y desapareciese.
Dos Elites veteranos, ambos montados en sus deslizadores individuales, los Ghosts, observaron la lancha rozar la llanura.
El mayor de los dos informó del avistamiento. Se dirigieron hacia los cerros y pusieron en marcha los aceleradores. Hasta entonces el día parecía que iba a ser largo y aburrido, pero ahora se había vuelto mucho más interesante. Los Élites se miraron, se inclinaron sobre los controles y echaron una carrera para ver quién llegaba primero hasta la lancha, y cuál de ellos se anotaría la primera muerte de la tarde.
En las colinas delante de ellos, Lowell encendió los propulsores de proa, desplegó los flaps que tenían las diminutas alas y prendió los reactores del vientre de la nave. Keyes lo observó admirado, ya que el piloto hizo descender la nave dentro de una sima en la que sería imposible detectarla, a menos que estuviesen justo encima. Cuando Keyes lo había reclutado, Lowell era un oficial problemático, que acababa de ser degradado con deshonor. Había pasado por mucho desde entonces.
—Buen trabajo —lo felicitó el capitán cuando la lancha se asentó sobre sus patines de aterrizaje—. Bien, chicos, chicas, cogeremos a la nave todo lo que nos pueda ser útil y nos alejaremos de ella lo máximo posible. Cabo, ordene a sus marines que vigilen la zona. Wang, Dowski, Abiad, abran los compartimentos de almacenaje, y veamos qué tipo de champán guarda la UNSC en los salvavidas. Hikowa, ayúdeme con este cadáver.
Se produjo cierto alboroto mientras sacaban el cuerpo de ‘Nosolee y lo arrojaban sin ceremonias por una grieta, desvalijaban la nave e inutilizaban los controles. Cargados con los equipos de emergencia, los tripulantes del puente empezaron a subir por las colinas. No habían avanzado mucho cuando una explosión sónica retumbó sobre la tierra, el Pillar of Autumn cruzó el cielo con un bramido y cayó, más allá del horizonte, hacia el arbitrario «sur».
Keyes aguantaba la respiración y esperaba a ver qué sucedería. Él, como todos los capitanes de navío, tenía implantes neurales que lo conectaban con la nave, la IA y el personal clave. Hubo una pausa, seguida por lo que le pareció un pequeño terremoto. Un momento después, un seco mensaje de la subrutina de Cortana apareció ante su vista, gracias a su enlace neuronal:
>CSR-1 :: Transmisión de emergencia ::
> Pillar of Autumn caído. Los sistemas todavía funcionales están en standby. La operatividad se mantiene al 8,7%.
>CSR-1 fuera.
No era la clase de mensaje que le gustase recibir a ningún capitán. A pesar del conocimiento de que el Autumn nunca volvería a surcar el espacio, Keyes se consoló pensando que su nave mantenía el equivalente de un pulso, y aún podría serles de alguna utilidad.
Se obligó a sonreír.
—Venga, gente, ¿a qué estáis esperando? Nos espera una cueva. El último en llegar cavará la letrina.
El personal del puente continuó el ascenso.
A pesar de sus esfuerzos por mantener los HEV juntos, los Helljumpers descendieron en una zona que se extendía en un radio de por lo menos tres kilómetros. Algunos de los aterrizajes fueron resueltos de la forma habitual, con un salto en el que los marines más afortunados podían abandonar sus jaulas de choque cincuenta metros por encima del suelo, y aterrizar como hacían los soldados de simulación en los vídeos de entrenamiento.
Otros tuvieron menos suerte en sus aterrizajes, ya que los restos esqueléticos de sus cápsulas de salvamento golpearon contra precipicios, cayeron en lagos o, en un desafortunado caso, en un escarpado barranco. Los Helljumpers supervivientes lograron deshacerse de sus HEV, se encendió una señal localizadora, y pudieron orientarse hacia el cuadro rojo que apareció en sus transparentes pantallas oculares. Indicaba el lugar en el que había aterrizado el comandante Silva, donde había establecido el centro de operaciones y el punto en que el batallón podría reagruparse.
Cogieron las armas, la munición y otros suministros adicionales que portaban las cápsulas, por lo que las fuerzas que convergieron en la seca meseta estaban bien equipadas. Se calculaba que los Helljumpers debían ser capaces de sobrevivir sin más suministros externos durante períodos de dos semanas, y Silva estaba encantado de que sus tropas hubiesen sido capaces de mantener la mayor parte del equipo, a pesar de las duras condiciones del descenso.
«De hecho —pensó Silva mientras observaba a sus tropas llegar desde diferentes direcciones—, lo único que nos falta es una flota de Warthogs y un escuadrón de Scorpions.» Pero ya los lograrían, vaya si lo harían, poco después de que hubiesen arrebatado la meseta al enemigo. Mientras, los Helljumpers usarían el transporte terrestre que siempre usaban: sus pies.
La teniente Melissa McKay había aterrizado sin problemas, como la mayor parte de las trescientas personas que formaban su compañía. Tres de los suyos habían sido abatidos en el Autumn, y dos más habían desaparecido y estaban seguramente muertos. Teniendo en cuenta las circunstancias, no era un mal cómputo.
McKay tuvo la suerte de tomar tierra a sólo medio kilómetro de distancia de la señal de localización, lo que supuso que, para cuando ya se había establecido un perímetro, ella ya había cargado su equipo hasta la zona, localizado al comandante Silva y dado parte de su llegada. McKay era una de sus favoritas. El oficial de la ODST asintió satisfecho.
—Le agradezco que se haya dejado caer por aquí, teniente… Empezaba a preguntarme si se había tomado la tarde libre.
—No, señor —contestó McKay—. Me amodorré mientras descendíamos y no oí sonar el despertador. No sucederá de nuevo.
Silva mantuvo una expresión seria.
—Me alegra oír eso. —Se detuvo y señaló—: ¿Ve esa meseta? ¿La que tiene esas estructuras en la parte superior? La quiero.
McKay miró, sacó sus binoculares y oteó de nuevo. La distancia hasta la meseta apareció en la parte inferior de la imagen, pero pronto fue sustituida por las coordenadas que insertó Wellsley, que reemplazaban los conceptos de longitud y latitud, que servían para la mayoría de planetas, pero no ahí.
Aunque el sol ya se ponía, todavía había suficiente luz para ver. Mientras la teniente vigilaba el área, una Banshee del Covenant alzó el vuelo desde la cima de la meseta, giró hacia el oeste y se dirigió en línea recta hacia ella. Lo único sorprendente era que el enemigo hubiese tardado tanto en reaccionar a su aterrizaje.
—Parece una nuez muy difícil de cascar, señor. Especialmente desde tierra.
—Lo es —se mostró de acuerdo Silva—, por eso nos enfrentaremos a ella desde el aire y desde tierra. Sólo el Señor sabe cómo lo lograron, pero un grupo de pilotos de Pelican pudieron elevar sus transportes antes de que el capitán anulara el Autumn, y se esconden a unos diez kilómetros al norte. Podemos usarlos para apoyarnos en una operación aérea.
McKay bajó los binoculares.
—¿Y el Autumn.
—Está destrozado, en esa dirección —contestó Silva, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. Me gustaría presentarle mis respetos, pero tendrá que esperar. Necesitamos una base, un lugar que podamos fortificar y usar para mantener a raya al Covenant. De otra forma, nos cazarán a todos, de uno en uno, de dos en dos o de tres en tres.
—Y para eso queremos la meseta… —comentó McKay.
—Exacto —repuso Silva—. Así que empiecen a caminar. Quiero a su compañía al pie de la meseta lo antes posible. Si hay un sendero que nos lleve hasta la cima, quiero que lo encuentren y lo sigan. Cuando hayan captado su atención, nosotros los atacaremos desde arriba.
Se oyó un fuerte bang cuando una de las torpederos de la primera compañía disparó su lanzacohetes portátil MI9 SSM, eliminó a la Banshee del cielo y puso un punto y final a la frase de Silva. El batallón vitoreó entre los fragmentos humeantes de la Banshee que llovían del cielo.
—Señor, sí, señor —contestó McKay—. Cuando lleguemos arriba, podrá invitarme a una cerveza.
—Me parece justo —admitió Silva—, pero antes tendremos que elaborarla.
Incluso los Grunts tenían derecho a un poco de descanso de vez en cuando. Por eso se habían colocado en la superficie de Halo unos tanques largos y cilíndricos, equipados con esclusas de aire, por las que se introducía metano, que hacían las veces de barracones.
Tras haber sobrevivido al ataque suicida sobre el Autumn gracias al rescate de un Elite herido y haber insistido en que se evacuase al guerrero, en lugar de dejarlo morir, Yapap había conseguido prolongar la duración de su propia vida, además de la de los Grunt que se encontraban bajo sus órdenes.
En esos momentos, a modo de celebración de su victoria, el soldado extraterrestre dormía hecho una pelotita. Una de sus patas se movía espasmódicamente, ya que el Grunt soñaba con que estaba atravesando los pantanos de su mundo de origen.
En ese momento, antes de que pudiese cruzar por una hilera de piedras hasta la cabaña de cañas situada en el punto más alejado del estanque de pesca de su familia, Gagaw le sacudió el brazo.
—¡Yayap! ¡Despierta, rápido! ¿Te acuerdas del Élite que sacamos de la nave? ¡Está fuera, y quiere verte!
Yayap se puso en pie de un salto.
—¿A mí? ¿Ha dicho por qué?
—No —contestó el otro Grunt—, pero no puede ser nada bueno.
«Eso es bastante cierto», reflexionó Yayap mientras esquivaba el laberinto que formaban todos los equipos, que colgaban desordenadamente por todo lo largo del cilindro. Entró en el vestuario común y se apresuró a colocarse la armadura, el aparato respiratorio y el arnés de las armas.
Se preguntaba qué sería más peligroso: aparecer desaliñado y que el Élite lo reprendiese por su aspecto o llegar tarde porque se había tomado el tiempo necesario para asegurarse de tener una apariencia aceptable. Tratar con los Elites siempre suponía enfrentarse a este tipo de interrogantes, una de las razones por las que Yayap odiaba profundamente a esa raza.
Al final, decantándose por la velocidad en perjuicio del aspecto, Yayap entró en la esclusa de aire, esperó a que lo transportase al exterior y emergió a la brillante luz solar. Lo primero en que se fijó fue en que los centinelas, que normalmente estarían apoyados en el tanque, discutiendo sobre lo parcas que eran las raciones, estaban de pie, rígidos.
—¿Eres el que llaman Yayap? —La profunda voz brotó a su espalda e hizo que el Grunt pegase un salto. Se dio la vuelta, se puso en posición de firmes e intentó parecer un soldado de verdad.
—Sí, Excelencia.
El Élite, llamado Zuka ‘Zamamee, no llevaba casco. No podía por culpa del vendaje que le envolvía la cabeza, pero el resto de la armadura seguía en su sitio. Estaba inmaculada, igual que las armas que cargaba.
—Bien. Los médicos me han contado que tu tropa y tú no sólo me sacasteis de la nave… sino que también obligasteis al bote de asalto a que me trajese hasta la superficie.
A Yayap se le hizo un nudo en la garganta e intentó tragar saliva. El piloto se había mostrado bastante reticente. Había argüido que tenía órdenes de esperar a tener el transporte lleno de soldados antes de romper el contacto con la nave humana, pero Gagaw había sido muy insistente… hasta el punto de desenfundar la pistola de plasma y agitarla en el aire.
—Sí, Excelencia —contestó Yayap—, pero puedo explicarle…
—No es necesario —respondió ‘Zamamee. Yayap estuvo a punto de dar un salto de sorpresa; en la voz del Élite faltaba el exigente tono habitual. Sonaba casi… tranquilizador.
Lo único que Yayap no sentía era tranquilidad.
—Viste a un superior herido —continuó el Élite—, e hiciste todo lo que estaba en tus manos para asegurarte de que recibiría tratamiento médico a tiempo. Este tipo de iniciativas es extraño, sobre todo entre las clases menores.
Yayap miraba fijamente al Élite, incapaz de contestar. Se sentía desorientado. En su universo, los Elites nunca los elogiaban.
—Para mostrarte mi agradecimiento, he hecho que te trasladen.
A Yayap le gustaba la unidad, normalmente somnolienta, a la que estaba destinado, y no deseaba abandonarla.
—¿Trasladado, señor? ¿A qué unidad?
—A la mía, por supuesto —replicó el Élite, como si fuese de lo más natural—. Mi ayudante murió durante el abordaje de la nave humana. Ocuparás su lugar.
Yayap notó que su ánimo se derrumbaba. Los Élites que actuaban como agentes especiales de los Profetas eran fanáticos, y los habían escogido por su ilimitada disposición a arriesgar la vida, y la de los que estaban a sus órdenes.
—G-gracias, Excelencia —tartamudeó Yayap—, pero no me merezco ese honor.
—¡Tonterías! —lo atajó el Élite—. Ya hemos incluido tu nombre en las listas. Coge todas tus pertenencias, despídete de tu cohorte y reúnete conmigo aquí dentro de quince unidades. Tengo una audiencia ante el Concilio de Maestros esta tarde. Me acompañarás.
—Sí, Excelencia —dijo Yayap, obediente—. ¿Puedo preguntarle la razón de la audiencia?
—Puedes —respondió ‘Zamamee, mientras se tocaba el vendaje de la cabeza con una mano—. El humano que me infligió esta herida era un guerrero tan poderoso que representa una amenaza a todo un grupo de ataque. Si hacemos caso a nuestras grabaciones, esa sola persona es responsable de la muerte de miles de nuestros soldados.
—¿Él solo, Excelencia? —Las rodillas de Yayap empezaban a fallarle.
—Sí, pero no temas, porque sus días han terminado. En cuanto me autoricen a ello, tú y yo lo encontraremos.
—¿Lo encontraremos? —exclamó Yayap, olvidando todo protocolo—. ¿Y después qué?
—Después —rugió ‘Zamamee—, lo mataremos.
El aire del amanecer era frío. McKay podía ver cómo se condensaba su aliento mientras observaba las alturas y se preguntaba qué la esperaba allí. Habían pasado la mitad de la noche en marcha a través de un trecho de terreno sólido hasta colocarse en su posición al pie del cerro, y la otra mitad la habían dedicado a encontrar un camino que los llevase a la cima, y a intentar dormir un poco.
Lo segundo había sido fácil, quizá demasiado, porque, aparte de una chapucera barricada, la vía de acceso de metro y medio de ancho no estaba vigilada. Y es que lo último que esperaría el Covenant sería que apareciese una nave humana del espacio estelar y que de ella descendieran tropas de infantería, en la superficie de esa construcción. Desde ese punto de vista, era comprensible la falta de preparación.
Fuera como fuese, la vía ascendía regularmente, en forma de espiral, y, por lo que podía apreciar, no se había usado en mucho tiempo. Eso era lo que parecía, pero era difícil estar del todo segura desde abajo. Silva, comprensiblemente, se había mostrado reacio a enviar uno de los Pelicans a observar, lo que desbarataría el plan.
No, McKay y sus tropas deberían abrirse paso por el estrecho sendero, enfrentarse a cualquier tipo de defensas que tuviese el Covenant y rezar por que los Pelicans llegaran a tiempo para quitarles un poco de presión.
La teniente leyó la información que le aparecía en la transparente pantalla ocular, suspendida de su casco, esperó a que acabase la cuenta atrás y inició el empinado ascenso. El sargento de la compañía, Tink Cárter, se volvió de cara a los hombres y mujeres alineados detrás de él.
—¿A qué demonios esperáis? ¿A una invitación formal? ¡Pongámonos en marcha!
La Compañía B caminaba hacia la meseta, la Compañía C se dirigía al encuentro de los Pelicans, y el resto del batallón dedicó las horas que quedaban de oscuridad a prepararse para el día siguiente bajo la vigilancia del comandante Silva. Colocaron sensores sin cables, controlados por Wellsley, a doscientos metros; destacamentos de tres personas tomaron posición a unos ciento cincuenta metros, y se estableció un equipo de respuesta inmediata para darles apoyo.
No había ningún espacio natural que les sirviese de cobertura, así que los Helljumpers llevaron su equipo hacia un pequeño montículo e hicieron todo lo que estaba en sus manos para fortificarlo. La tierra que habían cavado para encender fogatas les sirvió para construir un pequeño muro alrededor del perímetro de los batallones; se excavaron trincheras que los conectasen, y se estableció una zona de aterrizaje para los Pelicans.
Ahora, desde el punto más elevado del terreno, Silva dejó de mirar hacia el oeste y prestó atención a Wellsley, que le hablaba al oído.
—Tengo buenas y malas noticias. Las buenas son que la teniente McKay ha iniciado el ascenso. Las malas son que el Covenant está a punto de atacar desde el oeste.
Silva bajó los prismáticos, se dio la vuelta y miró de nuevo hacia el oeste. Había aparecido una enorme nube de polvo en los cinco minutos que habían pasado desde que dejara de mirar en esa dirección.
—¿Qué clase de ataque? —preguntó con sequedad el oficial de la ODST.
—Es difícil de decir —contestó Wellsley—, sin las naves, los satélites y los robots de reconocimiento en los que normalmente me baso. De todas formas, a juzgar por la cantidad de polvo, además de mi conocimiento de las armas del Covenant, parece una tradicional carga de la caballería, similar a la que usó Napoleón contra mí en Waterloo.
—No estuviste en Waterloo —le recordó Silva a la IA mientras se llevaba los binoculares a los ojos—. Pero, suponiendo que tengas razón, ¿en qué montan?
—Son los vehículos de ataque rápido y reconocimiento a los que nuestras fuerzas llaman Ghosts —respondió Wellsley con pedantería—. Quizá unos cien… a juzgar por la polvareda.
Silva se cagó en todo. No podía ser un momento peor. Sabía que el Covenant tenía que dar una respuesta a su presencia, pero había esperado tener más tiempo. Ahora, con la mitad de sus tropas cumpliendo misiones en otros lugares, tenía que contar con unos escasos doscientos soldados. Pero eran ODST, los mejores de la UNSC.
—Muy bien —dijo Silva, serio—, si quieren cargar contra nosotros, ofrezcámosles la defensa tradicional. Ordena a los destacamentos que se replieguen, que las compañías A y D formen un cuadro de infantería, y coloquemos toda la munición de reserva bajo el nivel del suelo. Quiero armas de asalto en las zanjas, los lanzamisiles a mitad de la ladera y francotiradores en la cima. Que nadie dispare hasta que dé la orden.
Como Silva, Wellsley sabía que las legiones romanas habían usado los cuadros de infantería con buenos resultados, al igual que lord Wellington y muchos otros. La formación constaba de un cuadrado formado por las hileras de tropas, todas de cara al exterior, y era extremadamente difícil de romper.
La IA transfirió las órdenes a las tropas que, a pesar de sorprenderse por tener que colocarse en una formación tan arcaica, sabían exactamente qué hacer. Cuando llegaron los Ghosts e inundaron la elevación como una marea imparable, el cuadro estaba formado.
Silva estudió el alcance de ruego en su visor táctico y espero a que el enemigo estuviese a tiro. Abrió todas las frecuencias y dio la orden:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Una lluvia de balas perforadoras atravesó el aire. Las primeras máquinas reaccionaron como si chocasen contra un muro: los Élites se vieron derribados de los asientos y un vehículo huyó hacia el este.
Había un montón de Ghosts. Las tropas que llegaban rociaron a los marines con sus armas de plasma, y los soldados de la ODST empezaron a caer. Afortunadamente, las armas que disparaban rayos de energía estaban arregladas, lo que suponía que la ladera aún podía ofrecer una buena protección a los humanos, siempre y cuando los Ghosts no pudieran deslizarse por la pendiente.
A favor de los Helljumpers también jugaba la naturaleza impredecible de las máquinas, la nefasta conducción y una falta de coordinación general. Muchos de los Élites parecían ansiosos por anotarse una muerte: rompían la formación y adelantaban a sus compañeros. Silva vio a uno de los vehículos recibir un disparo de otro Ghost, y acabó chocando contra un tercero, con el subsiguiente estallido de llamas.
A pesar de todo, la mayoría de los Élites eran bastante competentes, y después de cierta confusión inicial, empezaron a desarrollar tácticas destinadas a romper el cuadro. Un Élite de armadura dorada era el líder de esa intentona. En primer lugar, en vez de permitir que los jinetes rodearan a los humanos en la dirección que quisieran, los obligó a realizar una rotación en sentido inverso a las agujas del reloj Con esto redujo en al menos un tercio las colisiones, y el oficial enemigo escogió la zanja más baja, contra la que los cañones de plasma serían más efectivos, y la atacó una y otra vez. Los marines fueron abatidos y se redujo el fuego continuado, y una esquina del cuadro se hizo vulnerable.
Silva contraatacó enviando un escuadrón a reforzar el punto débil. Ordenó a los francotiradores que fijaran su objetivo en el Élite dorado y avisó a los lanzacohetes de que les proveyesen de fuego de rotación. Si los lanzacohetes humanos tenían un talón de Aquiles, éste era el hecho de no poder disparar más de dos proyectiles y luego tener que recargar, lo que requería al menos cinco segundos entre cada descarga. Al alternar los disparos y concentrarse en los Ghosts más próximos a la colina, los defensores podían obtener la máxima eficiencia.
Esta táctica fue efectiva. Los Ghosts destrozados, quemados y mutilados formaban una barricada de metal que protegía todavía más a los humanos de los disparos de plasma y dificultaba los nuevos ataques.
Silva alzó los prismáticos y observó el área de batalla, rodeado de humo. Le dio unas gracias silenciosas a la deidad, fuese cual fuese, que protegía a los soldados de infantería. Si hubiese estado él al mando de ese ataque, primero habría enviado tropas aéreas para diezmar a los Helljumpers, seguidos por los Ghosts desde el oeste. O bien sus oponentes habían tenido un entrenamiento distinto, o bien confiaban demasiado en sus tropas mecanizadas. O era simple falta de experiencia.
Fuera cual fuese la razón, las Banshees se presentaron tarde, como si fuese una idea que se les hubiese ocurrido después. Los lanzacohetes de Silva derribaron a dos cuando los sobrevolaron por primera vez, alcanzaron a otro en el segundo pase y enviaron a un cuarto hacia el sur, con una estela de humo brotando del motor.
Por fin, con el Élite dorado muerto y la mitad de sus tropas masacradas, los Élites que aún quedaban se retiraron. Algunos Ghosts no tenían ni un rasguño, pero al menos una docena de los vehículos supervivientes llevaban pasajeros extra y la mayoría lucían impactos de bala. Dos de ellos, con los motores destrozados, estaban siendo remolcados.
«Por eso necesitamos la meseta —pensó Silva, mientras valoraba la matanza—, para evitar otra victoria de estas características.» Habían muerto treinta y tres Helljumpers, seis tenían heridas graves y diez más leves.
El sonido de la estática resonó en su oído, y la voz de McKay surgió de la frecuencia de mando.
—Azul 1 a Rojo 1, cambio.
Silva se giró hacia la meseta, alzó los prismáticos y vio aparecer humo desde un punto a la mitad de la colina.
—Aquí Rojo 1, adelante, cambio.
—Creo que hemos captado su atención, señor.
El comandante sonrió, pero su gesto parecía más una mueca.
—Recibido, Azul 1. También los hemos entretenido por aquí. Aguanten… la ayuda está en camino.
McKay se agachó de nuevo tras un saliente rocoso mientras la última andanada de granadas de plasma llovía desde el cielo. Algunas siguieron cayendo, otras encontraron un objetivo, se pegaron a él y explotaron en segundos.
Un soldado empezó a gritar cuando una de las bombas de los alienígenas aterrizó sobre su morral. Un sargento le ordenó que se deshiciese de la mochila, pero el marine estaba aterrorizado y retrocedió fuera del sendero. La granada explotó y roció las paredes del barranco con lo que parecía pintura roja. La oficial de infantería hizo una mueca de disgusto.
—Recibido, Rojo 1. Si es pronto será mucho mejor que si es tarde. Cambio y corto.
Wellsley ordenó a los Pelicans que alzasen el vuelo, mientras Silva seguía observando la planicie. Se preguntaba si su plan funcionaría, y si tendría el estómago de pagar el precio que iba a costar.