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01.27 HORAS (HORA DE LA NAVE), 19 DE SEPTIEMBRE DE 2552 (CALENDARIO MILITAR)/«PILLAR OF AUTUMN» DE LA UNSC, LOCALIZACIÓN DESCONOCIDA
El Pillar of Autumn dio bandazos cuando un disparo directo alcanzó su blindaje de Titanio-A.
«Es sólo otro elemento más del arsenal sin fondo del Covenant —pensó el capitán Jacob Keyes—. No es un torpedo de plasma, porque de ser así estaríamos flotando como moléculas.»
La nave de guerra había sido golpeada por las fuerzas del Covenant al escapar de Reach, y era un milagro que el casco se mantuviese intacto, y aún era más remarcable que hubiesen sido capaces de hacer un salto estelar.
—¡Estado! —ladró Keyes—. ¿Qué nos ha golpeado?
—Un caza del Covenant, señor. Clase Seraph —contestó la teniente Hikowa, la oficial táctico. Sus rasgos de porcelana se oscurecieron—. El muy cabrón debe de haber apagado la energía y se ha colado por nuestros sistemas de vigilancia.
Una sonrisa sin humor se asomó a los labios de Keyes. Hikowa era una oficial táctico de primera clase, completamente despiadada en la batalla. Era como si se tomase las acciones del piloto del caza del Covenant como un insulto personal.
—Deles una lección, teniente.
Ella asintió y tecleó una serie de órdenes en el panel para el escuadrón de cazas del Autumn.
Un momento después se oyeron voces por la radio cuando uno de los cazas Longsword C709 del Autumn se lanzaba tras el Seraph, seguidas por un hurra cuando la diminuta nave alienígena se convirtió momentáneamente en un sol, con su propio sistema de restos orbitando a su alrededor.
Keyes se enjuagó una gota de sudor que le recorría la frente. Comprobó su pantalla: habían vuelto al espacio real hacía veinte minutos. Sólo veinte minutos y las patrullas de reconocimiento del Covenant ya los habían localizado y atacado.
Volvió al mirador del puente, una enorme burbuja transparente que colgaba del arco de la superestructura del Autumn. Threshold, un enorme gigante de gas morado dominaba la espectacular vista. Uno de los cazas Longsword, de patrulla, se deslizó por delante de él.
Cuando le dieron el mando del Pillar of Autumn a Keyes, éste se había mostrado suspicaz ante la monumental ventana abovedada.
—El Covenant ya es lo bastante duro —le había argumentado al almirante Stanforth—, ¿por qué hacer de mi puente una diana fácil?
Había perdido la discusión; los capitanes no ganan sus debates contra los almirantes, y, en cualquier caso, no habrían tenido tiempo para blindar todo el mirador. Pero tenía que admitir que la vista de que disfrutaba casi valía el riesgo. Casi.
Jugueteó distraídamente con la pipa que llevaba habitualmente consigo, sumido en sus pensamientos. Escabullirse en las sombras del gigante gaseoso era totalmente contrario a su naturaleza. Respetaba al Covenant como un enemigo peligroso, mortal, y lo odiaba por la salvaje carnicería ejecutada sobre los colonos humanos y sus compañeros soldados. Pero nunca los había temido. Los soldados no se escondían de sus enemigos: les plantaban cara.
Volvió a la estación de mando y activó el panel de navegación. Marcó un nuevo rumbo que los llevaba hasta las profundidades del sistema y transfirió los datos al alférez Lowell, el oficial de navegación.
—Capitán —indicó Hikowa—. Los sensores indican que se acerca un escuadrón de cazas enemigos. Y parece que justo detrás de ellos hay un vehículo de abordaje.
—Era cuestión de tiempo, teniente —suspiró él—. No podíamos escondernos aquí para siempre.
El Pillar se deslizó fuera de la sombra que proyectaba el gigante de gas, hacia la brillante luz solar.
Los ojos de Keyes se abrieron como platos cuando la nave dejó atrás el gigante. Esperaba ver un crucero del Covenant, cazas Seraph o algún otro tipo de amenaza militar.
Pero no esperaba ver el enorme objeto que flotaba en un punto de Lagrange, entre Threshold y su luna, Basis.
Se trataba de una construcción inmensa, un objeto en forma de anillo que brillaba y refulgía a la luz de las estrellas, como una joya iluminada desde el interior.
La superficie exterior era metálica y parecía grabada con profundos patrones geométricas.
—Cortana —dijo el capitán Keyes—, ¿qué es eso?
Un holograma de unos treinta centímetros se hizo visible sobre una pequeña consola, cerca del terminal del capital. Cortana, la potente inteligencia artificial de la nave, frunció el ceño mientras activaba el sistema detector a larga distancia. Largas líneas de dígitos recorrieron las pantallas de los sensores, así como el «cuerpo» de Cortana a lo largo.
—El anillo tiene un diámetro de diez mil kilómetros —anunció Cortana— y un grosor de veintidós punto tres kilómetros. Los análisis espectroscópicos no son concluyentes, pero los patrones no se ajustan a ningún material conocido del Covenant, señor.
Keyes asintió. Aquellos descubrimientos preliminares eran interesantes, ya que las naves del Covenant se encontraban allí cuando saltaron fuera del espacio estelar, sobre sus regazos. En cuanto vio el anillo, Keyes sintió que aquella construcción era una instalación del Covenant, y que se hallaba más allá del alcance de la ingeniería humana. El pensamiento de que quizá se hallaba también fuera del alcance del Covenant lo reconfortaba un poco.
Pero también lo ponía nervioso.
Bajo la intensa presión de las naves de guerra enemigas en el sistema Epsilon Eridani, donde se encontraba la última gran base naval de la UNSC, Cortana se había visto obligada a lanzar la nave hacia un conjunto de coordenadas elegidas al azar, un procedimiento estándar para alejar las tuerzas del Covenant de la Tierra.
Ahora parecía que los hombres y mujeres que tripulaban el Pillar of Autumn habían conseguido despistar a sus perseguidores, pero sólo para encontrar más fuerzas del Covenant aquí… fuera donde fuese aquí.
Cortana dirigió un grupo de cámaras de largo alcance al anillo y consiguió un primer plano enfocado. Keyes soltó un largo silbido. La superficie interior de la construcción era un mosaico de verdes, azules y marrones, de desiertos, junglas, glaciares y océanos vírgenes. Conjuntos de nubes blancas proyectaban sus sombras sobre la tierra. El anilló rotó y mostró un nuevo elemento: un tremendo huracán que se formaba sobre una gran extensión de agua.
Las ecuaciones recorrieron de nuevo el cuerpo semitransparente de la IA, que continuaba evaluando los datos que recibía.
—Capitán —comunicó Cortana—, el objeto es claramente artificial. Hay un campo de gravedad que controla la rotación del anillo y que mantiene la atmósfera en su interior. No puedo asegurarlo con una certeza del cien por cien, pero parece que el anillo tiene una atmósfera de oxígeno-nitrógeno y una gravedad como la de la Tierra.
Keyes arqueó una ceja.
—Si es artificial, ¿quién demonios lo ha construido y qué es, por Dios?
Cortana procesó la pregunta durante tres segundos completos.
—No lo sé, señor.
«A la mierda el reglamento», pensó Keyes. Sacó la pipa, usó una antigua cerilla para encenderla y exhalo volutas de un humo fragranté. El mundo anillo brillaba en los monitores de estado.
—Pues lo mejor será averiguarlo.
Sam Marcus se masajeó el dolorido cuello con unas manos temblorosas por la fatiga. El subidón de adrenalina que lo había inundado cuando recibió las instrucciones de Shephard, el jefe de equipo, ya había remitido. Ahora se sentía extenuado y muy asustado.
Sacudió la cabeza para aclararse la mente y recorrió con la mirada el pequeño laboratorio de vigilancia. Cada almacén criogénico estaba equipado con una estación parecida, un observatorio de control central para los cientos de cámaras criogénicas que contenía el muelle de almacenaje. Para la media de las naves, la sala de observación de Crio Dos era grande, pero la proliferación de monitores con constantes vitales, indicadores de diagnóstico y terminales digitales, conectados directamente a cada una de las cámaras almacenadas en el muelle inferior, hacía que la estancia pareciese estrecha e incómoda.
Se oyó un pitido y los ojos de Sam recorrieron los monitores de estado. Sólo había una cámara en activo en esa cubierta, y el monitor sonaba, reclamando atención. Comprobó de nuevo el tablero de mandos principal y después tecleó en el intercomunicador.
—Ya casi está aquí, Señor —dijo. Se volvió y observó a través de la ventana de la sala.
El jefe de equipo Thom Shephard saludó a Sam desde el suelo de la Segunda Unidad de Almacenamiento Criogénico.
—Buen trabajo, Sam —contestó—. Es casi la hora de retirar el sellado.
Los monitores de estado siguieron proporcionando información a la sala de observación. La temperatura corporal del sujeto se acercaba a la normalidad, o al menos a lo que Sam pensaba que era normal, ya que nunca antes había despertado a un Spartan, y la mayor parte de las sustancias químicas ya se habían eliminado del sistema.
—Se encuentra en una fase REM de sueño, jefe —informó Sam—, y la actividad cerebral indica que está soñando; ya casi está descongelado. No falta mucho.
—Bien —contestó Shephard—. Mantén un ojo en las lecturas neurológicas. Lo empaquetamos con su armadura de combate. Quizá haya algunos efectos secundarios que haya que tener en cuenta.
—Recibido.
Una luz roja cobró vida en el terminal de seguridad y una serie nueva de códigos parpadearon por la pantalla:
>Despertar de emergencia. Cierre de seguridad [prioridad alfa] conectado.
>x-Cortana. 1.0 — Cryostor.23.4.7
—¿Qué demonios…? —masculló Sam. Pulsó de nuevo el intercomunicador del muelle—. ¿Thom? Pasa algo raro… Una especie de cierre de seguridad del muelle.
—Recibido. —Se oyó un ruidito seco, lleno de estática, mientras Shephard conectaba el canal del puente—. Crio Dos a Puente.
—Adelante, Crio Dos —respondió una voz femenina que sonaba con el habitual trino de la forma de hablar sintética.
—Estamos listos para retirar el sello de nuestro… invitado, Cortana —explicó Shephard—. Necesitamos…
—El código de seguridad —acabó la IA—. Transfiriendo. Puente corto.
Casi al instante apareció una nueva línea de texto en la pantalla de seguridad:
>Retiren el sello de la cámara secreta.
Sam pulsó el botón para ejecutar las órdenes, el cierre de seguridad desapareció y un temporizador marcó la cuenta atrás hasta que la secuencia de despertar estuviese completada.
El soldado casi estaba ahí. Había aumentado su respiración, así como su pulso, hasta llegar a niveles normales.
«Aquí está —pensaba Sam— un Spartan de verdad.» No era un Spartan cualquiera, quizá era el último. Los rumores a bordo de la nave decían que los otros se habían quedado por el camino, en Reach.
Como sus compañeros de equipo, Sam había oído hablar del programa, pero nunca había visto un Spartan en persona. Para encargarse de los crecientes disturbios civiles, la administración militar de la colonia puso en marcha, en secreto, el proyecto ORION en 2491. El propósito de este programa era desarrollar supersoldados, cuyo nombre en código era Spartans, que recibían un entrenamiento especial y un acrecentamiento físico.
Los esfuerzos iniciales dieron buenos resultados, y en 2517 se seleccionó un nuevo grupo de Spartans, la segunda serie, para que fuera la nueva generación de supersoldados. El proyecto tenía que haber continuado en secreto, pero la Guerra del Covenant lo había cambiado todo.
No era un secreto que la raza humana se hallaba al borde de la derrota. Las naves y la tecnología espacial del Covenant eran demasiado avanzadas. Aunque los humanos podían defenderse eficazmente en una lucha en tierra, el Covenant podía volver al espacio y convertir el planeta en vidrio.
La situación empeoraba por momentos, y el Ministerio de la Guerra se vio enfrentado a la terrible posibilidad de tener que librar una guerra en dos frentes: uno contra el Covenant, en el espacio, y otro en tierra, contra la sociedad humana, que se desmoronaba. El pueblo y los soldados de sus ejércitos necesitaban algo que les levantase la moral, así que se reveló la existencia del proyecto SPARTAN-II.
Ya tenían héroes triunfadores a los que seguir, hombres y mujeres que se habían enfrentado con el enemigo y que habían ganado varias batallas decisivas. Incluso parecía que el Covenant temía a los Spartans.
Pero ahora habían desaparecido… todos menos uno. Se habían sacrificado para proteger a la raza humana del Covenant y de la posibilidad, muy real, de la extinción. Sam miró fijamente al soldado que tenía delante con cierto sobrecogimiento. Delante de él, como si estuviese a punto de levantarse de la tumba, se hallaba un verdadero héroe. Sería un instante para el recuerdo y, si tenía la suerte de sobrevivir, para contárselo a sus nietos.
Pero nada de esto hacía que sintiese menos atemorizado. Si las historias eran ciertas, el hombre que recobraba gradualmente la conciencia en el muelle era casi tan diferente a ellos, y absolutamente tan peligroso para ellos, como el Covenant.
Flotaba en la tierra de nunca jamás que se encuentra entre la criogénesis y la conciencia completa cuando el sueño empezó.
Era un sueño familiar, placentero, un sueño que no tenía nada que ver con la guerra. Estaba en Eridanus II, la colonia donde había nacido, destruida hacía mucho tiempo por el Covenant. Oía risas a su alrededor.
Una voz de mujer lo llamó por su nombre: John. Un momento después, unos brazos lo estrechaban, y reconoció el olor familiar del jabón. La mujer le dijo algo cariñoso, y él deseaba contestarle también cariñosamente, pero las palabras no querían salir. Intentó verla, intentó penetrar en la bruma que le oscurecía el rostro y obtuvo la recompensa de la imagen de una mujer de ojos grandes, nariz recta y piel pálida.
Sabía quién era: la doctora Halsey.
La doctora Catherine Halsey lo había seleccionado para el proyecto SPARTAN-II. La mayoría de la gente pensaba que la generación actual de Spartans había sido escogida entre los mejores soldados de la UNSC, pero sólo un puñado de personas conocía la verdad.
El programa de Halsey implicaba la apropiación de niños cuidadosamente estudiados. Se clonaba a los niños con tecnología lumínica, lo que hacía a los duplicados propensos a desórdenes neuronales, y se devolvían los clones a los padres, que nunca sospecharían que sus hijos eran duplicados. En muchos sentidos, la doctora Halsey era la única «madre» que había conocido.
Pero la doctora Halsey no era su madre, ni tampoco era la figura pálida y translúcida de Cortana, que la reemplazó cuando apareció.
El sueño cambió. Una forma oscura, brumosa, se cernía tras la figura combinada de su madre, la doctora Halsey y Cortana. No sabía lo que era, pero se trataba de una amenaza… estaba seguro de ello.
Sus instintos de combate se pusieron en marcha y la adrenalina empezó a correr por su cuerpo. Inspeccionó el área rápidamente, era una especie de patio de recreo, con postes de madera muy altos, vagamente familiar, y decidió la mejor ruta para flanquear a la nueva amenaza. Descubrió un fusil de asalto, un poderoso MA5B, cerca. Si se colocaba entre la mujer y la amenaza, su armadura recibiría la peor parte del ataque y podría devolver el fuego.
Se movió con rapidez y la forma oscura le aulló: era un grito de guerra feroz, terrorífico.
La bestia era increíblemente rápida. Se hallaba sobre él en segundos.
Agarró el fusil de asalto y se dio la vuelta para abrir fuego, y descubrió con horror que no podía levantar el arma. Tenía los brazos pequeños, subdesarrollados. La armadura había desaparecido, y tenía el cuerpo de un niño de seis años.
Se encontraba impotente, cara a cara con la amenaza. El rugió a su vez, contra la bestia, lleno de rabia y miedo; estaba furioso no sólo con la amenaza sino también con su súbita falta de fuerza…
El sueño empezó a desvanecerse, y apareció una luz ante los ojos del Spartan. El vapor se alzó, se arremolinó y empezó a disiparse. Le llegó una voz como si se encontrase a una gran distancia. Era de hombre y sonaba desapasionada.
—Disculpe la descongelación precipitada, Jefe Maestro, pero por aquí todo está un tanto revuelto. La desorientación se le pasará enseguida.
Una segunda voz le dio la bienvenida y el Spartan necesitó un momento para recordar dónde se encontraba antes de entrar en la cámara de criogenización. Había tenido lugar una batalla, una batalla terrible, donde la mayoría, si no todos, de sus hermanos y hermanas Spartans habían muerto. Eran hombres y mujeres con los que se había criado y entrenado desde los seis años y que, a diferencia de la mujer que había recordado débilmente en sus sueños, constituían su familia de verdad.
Con los recuerdos y unos pequeños cambios en la mezcla de gases que llenaban sus pulmones le volvieron las fuerzas. Flexionó las extremidades, que tenía entumecidas. El Spartan oyó que el técnico comentaba algo sobre las «quemaduras por congelación», se levantó y se alejó del abrazo helado de la cámara de criogénesis.
—Dios mío —susurró Sam.
El Spartan era enorme, debía de medir más de dos metros. Dentro de su armadura verde de batalla, de tonos perlados, el hombre tenía el aspecto de una criatura mitológica, venida de otro mundo, terrorífica. El Jefe Maestro Spartan-117 salió de su cámara y observó el muelle. El visor espejado de su casco lo hacía más temible: era un soldado impasible, creado para la muerte y la destrucción.
Sam se alegraba de estar en la sala de observación y no en el piso principal de Crio Dos, con el Spartan.
Se dio cuenta de que Thom estaba esperando los datos de diagnóstico. Comprobó las pantallas: las secuencias neuronales estaban libres y no había fluctuaciones en el pulso ni en la actividad cerebral. Abrió un canal del intercomunicador.
—Enseguida introduzco sus lecturas vitales en línea.
Sam observó cómo Thom sometía al Spartan a diferentes pruebas en el muelle, e intervenía cuando era necesario. Al poco, habían conectado en línea el equipo del soldado: el sistema de escudos, los monitores de constantes vitales a tiempo real, el sistema de disparo y el de visión habían pasado a estado verde.
Sam tenía que admitir que el traje, cuyo nombre en clave era armadura MJOLNIR, era una maravilla de la ingeniería. Según la información que había recibido, el armazón del traje estaba formado por una aleación multicapa de una fuerza extraordinaria, con un recubrimiento refractivo que podía dispersar gran cantidad de la energía que fuese dirigida directamente hacia él, una matriz de almacenamiento cristalino que podía albergar una inteligencia artificial del mismo nivel que las que normalmente se reservaban para naves estelares, y una capa de gel que se adaptaba a la piel de quien llevaba la armadura y servía para regular la temperatura.
En el cuerpo del Spartan se habían implantado unidades adicionales de memoria y de conductos de comunicación, y se habían instalado dos puertos de entrada, accesibles desde el exterior, cerca de la base del cráneo. Estos sistemas combinados le permitían doblar su fuerza, mejorar sus reflejos, ya más rápidos que un rayo, y le posibilitaban navegar a través de las complejidades de un campo de batalla de alta tecnología.
En el equipo MJOLNIR se habían construido varios sistemas de soporte vital. La mayoría de los soldados entraban en criogenización desnudos, ya que la piel cubierta no reaccionaba bien con el proceso de criogénesis. En una ocasión, Sam llevaba un vendaje cuando se congeló, y al despertar vio que tenía la piel afectada, llena de ampollas, en carne viva.
Se dio cuenta de que la piel le debía de doler una barbaridad al Spartan. Pero, durante todo el proceso, el soldado permaneció en silencio, simplemente asintiendo cuando le preguntaban algo o realizando con calma lo que le pedía Thom. Era inquietante ver cómo se movía con eficiencia mecánica de una prueba a la siguiente, como un robot.
La voz de Cortana se oyó en el comunicador general de la nave.
—Los sensores indican la llegada de una nave de abordaje del Covenant. Preparaos para hacer frente a los intrusos.
Sam sintió una punzada de miedo… y de lástima por las tropas del Covenant que se enfrentasen a ese Spartan en combate.
El interfaz neural que conectaba al Jefe Maestro con la armadura MJOLNIR funcionaba perfectamente y proporcionó de inmediato datos al head up display de su casco, en la parte interior del visor.
Le sentaba bien poder moverse. El Jefe Maestro flexionó los dedos poco a poco. Le picaba la piel, era un efecto secundario de los gases criogénicos, pero dejó de prestarle atención al dolor. Hacía tiempo que había aprendido a abstraerse de las incomodidades físicas.
Había oído el aviso de Cortana. El Covenant estaba de camino. Bien. Echó un vistazo a la estancia en busca de armas, pero no había ningún armero. No le importaba no tenerlas: ya se había apropiado de armas de los soldados del Covenant con anterioridad.
El intercomunicador crepitó de nuevo:
—Puente de mando a Crio Dos, aquí el capitán Keyes. Envíen al Jefe Maestro al puente inmediatamente.
Uno de los técnicos empezó a poner objeciones, ya que necesitaba realizar más pruebas, pero Keyes lo cortó en seco.
—Ahora mismo, soldado —dijo.
El tripulante respondió lo único que podía responder:
—Señor, sí, señor.
El jefe técnico se volvió hacia él.
—Buscaremos armas más tarde.
El Jefe Maestro asintió y se dirigía a la puerta cuando una explosión resonó por todo el muelle de criogenización.
Los primeros disparos golpearon la puerta de la sala de observación con un ruido que hizo que Sam pegase un salto. Con el corazón saliéndosele del pecho, corrió para presionar los controles de la puerta y poner en marcha el cierre de emergencia. Una pesada barrera de metal cayó en su sitio con un golpetazo, y empezó a brillar al rojo cuando las armas de energía del Covenant empezaron a abrirse paso.
—¡Intentan atravesar la puerta! —gritó.
Oteó el muelle y vio a Thom, con una mirada afligida en el rostro. Y Sam pudo ver su propio reflejo en el visor espejado del Spartan.
Sam corrió hacia la alarma y tuvo tiempo de activar la alerta. Después, la puerta de seguridad explotó con una lluvia de fuego y acero tundido.
Oyó el gemido de los disparos de los rifles de plasma, y después notó que algo lo golpeaba en el pecho. La vista se le nubló y se palpó, para encontrar la herida. Las manos le quedaron bañadas de sangre.
«No duele —pensó—. Pero debería dolerme, ¿no?»
Se sentía desorientado, confuso. Podía ver una oleada de movimientos, de figuras acorazadas que llenaban la sala de observación. Las ignoró y se centró en la fotografía de su esposa, que había caído sobre las placas del suelo. Cayó de rodillas y tanteó el suelo, en busca de la fotografía. Las manos le temblaban.
El campo de visión se le hizo más estrecho mientras seguía intentando coger la foto caída. Estaba a sólo unos centímetros, pero le parecían kilómetros. Nunca se había sentido tan cansado. Repitió mentalmente el nombre de su esposa.
Los dedos de Sam habían conseguido rozar el borde de la fotografía cuando una bota blindada le apresó el brazo contra el suelo. Unos dedos largos, como garras, recogieron el retrato del suelo.
Sam maldijo débilmente y se revolvió, para enfrentarse con su atacante. El extraterrestre, un Elite, ladeó la cabeza ante la imagen, como si no supiese de qué se trataba. Miró hacia abajo, como si hasta entonces no se hubiese dado cuenta de la existencia de Sam. El humano seguía intentando agarrar la fotografía.
—¡Sam! —oyó apagadamente la voz de Thom gritando.
El Élite apuntó el plasma a la cabeza de Sam y disparó.
El Jefe Maestro se encrespó. Las fuerzas del Covenant estaban muy cerca, y un compañero soldado había muerto. Deseaba trepar hasta la sala de observación y enfrentarse al enemigo, pero las órdenes eran las órdenes. Tenía que llegar al puente de mando.
El técnico de criogénesis abrió una escotilla.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
El Jefe Maestro siguió al tripulante por la abertura y por un pasillo. Una explosión súbita redujo la siguiente puerta a añicos, arrastró los restos del cuerpo del técnico por el pasillo e hizo que los escudos del Jefe Maestro parpadeasen.
Revisó mentalmente los planos de una nave de clase Halcyon y dio media vuelta. Saltó un par de tuberías de energía para caer en un pasillo de mantenimiento pobremente iluminado que había al otro lado. Una luz de emergencia seguía encendida, y las alarmas aullaban. El estruendo de una segunda explosión resonó en el pasillo.
Siguió adelante, sobrepasó el cadáver de otro tripulante y entró en la siguiente sección.
El Jefe Maestro encontró una portezuela con el panel de seguridad de color verde y se acercó corriendo. Se produjo una tercera explosión, pero su armadura contuvo la fuerza del impacto.
El Spartan empujó la puerta, fundida parcialmente, vio una abertura a su izquierda y oyó a alguien gritar. Un miembro de la nave disparaba su arma contra un blanco que el Jefe Maestro no podía ver, y el muelle tembló cuando un misil golpeó el casco del Autumn.
El Jefe Maestro se arrastró por debajo de una puerta medio cerrada justo a tiempo de ver cómo el soldado recibía un rayo de energía en el pecho, y que el resto de la resistencia humana devolvía el fuego. Las fuerzas del Covenant se movieron hacia una trampilla y los obligaron a replegarse en un compartimento vecino.
El caos reinaba en la nave mientras los tripulantes intentaban empujar a los invasores hacia las entradas de aire o atraparlos en compartimentos, para ocuparse de ellos más tarde.
Sin armas y sabiendo que el capitán Keyes lo necesitaba en el puerto, el Jefe Maestro no podía hacer más que seguir las señales y evitar los combates que estallaban a su alrededor. Consiguió llegar a un pasillo mal iluminado, ya que las tropas del Covenant debían de haber destruido los circuitos de iluminación de ese compartimento… y se encontró de frente con un Élite.
Los escudos personales del extraterrestre chisporrotearon, y el invasor gritó de sorpresa y rabia. El Spartan se agachó y se preparó para recibir la carga del soldado… y se tiró al suelo cuando un batallón de infantería descargó sus rifles de asalto sobre el Élite. Una pulpa morada manchó los mamparos y el extraterrestre cayó, convertido en una masa arrugada.
Los soldados avanzaron para asegurar el área y el Jefe Maestro saludó con la cabeza, en agradecimiento al oficial del batallón. Se dio la vuelta, corrió por el pasadizo y llegó al puente sin más incidentes.
Miró al exterior a través del gran ventanal y vio la construcción de aspecto extraño que flotaba más allá del casco del crucero, y durante unos segundos sintió curiosidad por saber de qué se trataba. Sin duda, el capitán lo informaría. Caminó hacia su puesto, casi en el centro del puente.
El personal estaba sentado en tensión mientras intentaban mantener el control de su nave asediada. Algunos se enfrentaban a la última oleada de cazas Seraph, otros realizaban un control de daños y una teniente de cara sombría usaba los sistemas medioambientales para vaciar la atmósfera de los compartimentos ya ocupados por fuerzas del Covenant. Aunque algunos enemigos portaban sus propios sistemas de respiración, otros no, y éstos eran vulnerables. También había tripulantes en esos compartimentos, quizá gente que ella conocía, pero no había forma de salvarlos. Si no los mataba ella, lo harían los enemigos.
El Jefe Maestro comprendió la situación a la perfección. Era mejor morir rápidamente en el vacío que en las manos del Covenant.
Keyes se encontraba al lado de la pantalla táctica principal. Estudiaba las imágenes con detenimiento, sobre todo una enorme reproducción del extraño anillo.
El Spartan llamó su atención.
—Capitán Keyes. —Éste se volvió para mirarlo cara a cara.
—Me alegro de verlo, Jefe Maestro. Las cosas no van bien. Cortana ha hecho todo lo que ha podido… pero no teníamos ninguna oportunidad.
La IA levantó una ceja holográfica.
—Una docena de acorazados del Covenant contra un solo crucero de clase Halcyon… Con estas probabilidades, podrían habernos matado tres… —Se detuvo, como si estuviese distraída, y se corrigió—: no, cuatro veces.
Cortana miró al Jefe Maestro.
—¿Ha dormido bien?
—Sí —contestó éste—. Pero no gracias a usted.
—Vaya, me ha echado de menos —sonrió Cortana.
Antes de que el Jefe Maestro pudiese contestar, otra explosión hizo temblar la nave al completo. Se agarró a un pilar cercano y se apuntaló, mientras que varios de los tripulantes de la nave iban a parar al suelo.
—¡Informe! —gritó Keyes, mientras se sujetaba en una consola.
Cortana resplandecía con un tono azulado.
—Debe de haber sido uno de sus equipos de abordaje. Apuesto que se trataba de una carga de antimateria.
El oficial de control de fuegos dio la vuelta a su silla.
—¡Señora! ¡El control de fuegos del cañón principal está fuera de línea!
Cortana miró a Keyes. La pérdida del arma más importante de la nave, el cañón acelerador magnético, era un golpe que los dejaba en inferioridad de condiciones.
—Capitán, el cañón era la última posibilidad de defensa.
—Muy bien —dijo Keyes bruscamente—. Iniciaré el Protocolo Cole, artículo 2. Abandonamos el Autumn. Usted también, Cortana.
—¿Y qué hará usted? ¿Hundirse con el barco? —repuso ella.
—Es una forma de decirlo —contestó Keyes—. El objeto que encontramos… Intentaré aterrizar el Autumn allí.
Cortana meneó la cabeza.
—Con el debido respeto… ya han muerto héroes de sobra en esta guerra.
Los ojos del capitán se clavaron en los de ella.
—Le agradezco la preocupación, Cortana, pero depende de mí. El protocolo es claro. La destrucción o la captura de la IA son absolutamente inaceptables. Eso significa que va a abandonar la nave. Fije una serie de zonas para aterrizajes de emergencia y cárguela en mi enlace neural.
La IA se quedó quieta, y después asintió.
—Señor, sí, señor.
—Aquí interviene usted —siguió Keyes, ahora dirigiéndose al Spartan—. Saque a Cortana de la nave. Protéjala del enemigo. Si la capturan, lo sabrán todo: el despliegue de nuestras fuerzas, el desarrollo armamentístico. —Hizo una pausa y añadió—: La Tierra.
—Comprendo —asintió el Spartan.
Keyes miró a Cortana.
—¿Está lista?
Hubo una pausa mientras la IA miraba a su alrededor por última vez. En muchos aspectos, la nave era su cuerpo físico, y se mostraba reacia a irse.
—Vamos.
Keyes fue hacia una consola, pulsó una serie de controles y volvió.
El holograma titiló y la imagen de Cortana giró en espiral sobre la plataforma que tenía debajo, hasta desaparecer de la vista. Keyes esperó a que ya no se viese el holograma, retiró un chip de datos de la plataforma y se lo entregó al Spartan, junto con su arma.
—Buena suerte, Jefe Maestro.
El Spartan-117 cogió el chip y lo colocó en el puerto trasero, en la interfaz neural colocada en la base de su cráneo. Se oyó un clic de confirmación, seguido por un torrente de sensaciones cuando la IA se unió a él dentro de los confines de la red neural del traje. Al principio, la sensación fue como si alguien le hubiese vaciado un vaso de agua helada en el cerebro, seguida por un momentáneo acceso de pánico y una presencia familiar. Ya había trabajado con Cortana, justo antes del desastre de Reach.
La comunicación IA-humana era a la vez molesta y reconfortante, ya que sabía todo lo que Cortana podía hacer. Dependería de ella en las siguientes horas y días, igual que ella dependería de él. Era como formar de nuevo parte de un equipo.
El Jefe Maestro los saludó y abandonó el puente. El sonido de los combates se oía cada vez más fuerte, lo que indicaba que, a pesar de los esfuerzos de los soldados, las fuerzas del Covenant se las habían arreglado para salir de las áreas contiguas a las escotillas de ventilación y que habían logrado llegar al área que rodeaba el puente de mando.
Los cadáveres yacían desparramados por el pasillo, a unos escasos cincuenta metros del puente. Los defensores humanos habían logrado refrenarlos, pero el Jefe sabía que el último asalto había estado cerca. Demasiado cerca.
El Jefe Maestro se arrodilló al lado de un alférez muerto, se tomó un momento para cerrarle los párpados y se apropió de la munición del soldado. La pistola que el capitán le había entregado era la estándar en el ejército; disparaba munición perforadora semiblindada explosiva de 12.7 mm, en cargadores de doce balas. No era su preferida para enfrentarse a un Elite, pero le iría bien para encargarse de los Grunts.
Se oyó un chasquido metálico cuando deslizó el primer cargador en la culata de la pistola, seguido por la súbita aparición de un círculo azul en su HUD, un punto de mira, cuando su armadura entro en contacto electrónico con el arma que sostenía.
Después, consciente de la necesidad de sacar a Cortana de la nave, se abrió camino por el pasillo. Oyó los agudos chillidos y los extraños ladridos antes de ver a los Grunts. Consecuentemente con su condición de veterano, el primer extraterrestre que dobló la esquina llevaba una armadura de bordes rojos, una botella de metano y un cargador de metralletas del ejército. El alienígena llevaba el equipo requisado cruzado y lo arrastraba por el suelo. Dos de sus camaradas le sujetaban la parte trasera.
Seguro de que había más de esos extraterrestres vagamente simiescos de camino, el Jefe Maestro se detuvo, a la espera de que apareciera el resto, y abrió fuego. Los amortiguadores de retroceso de la armadura redujeron el efecto, pero aún pudo sentir los golpes de la culata contra la palma de la mano. Los tres Grunts cayeron muertos, con disparos en la cabeza. Un pus azul fosforescente salpicó el suelo.
No era mucho, pero sí un comienzo.
El Jefe Maestro pasó por encima de los cuerpos y siguió adelante. Una cápsula de salvamento. Esa era su meta, y haría lo necesario para llegar a ella.
Afrentado por la vergüenza que conllevaba, pero consecuente con sus órdenes, el Élite llamado Isna ‘Nosolee esperó a que los Grunts, los Jackals y dos miembros de su propia raza hubieren atravesado la escotilla de ventilación humana antes de abandonar la nave de abordaje. Iba armado con una pistola de plasma, además de media docena de granadas, pero estaba allí más como observador que como soldado, lo que significaba que el Élite confiaría en sus escudos energéticos y sus sistemas de camuflaje para mantenerse con vida.
Su papel, algo poco usual, era servir de ‘Ossoona, el Ojo del Profeta. El concepto, como su superior había indicado a ‘No solee, era introducir a oficiales experimentados en situaciones de las que se pudiese recoger información, y hacerlo pronto, para que ésta fuese de buena calidad.
Aunque eran inteligentes y valientes, los Profetas creían que los Élites tenían la desafortunada tendencia de destruir todo a su paso y dejar a los analistas muy pocos elementos que estudiar.
Ahora, al añadir ‘Ossonas a los combates, los Profetas esperaban aprender más sobre los humanos, desde datos armamentísticos y sobre el despliegue de sus fuerzas hasta el mayor premio: las coordenadas de su planeta original, la Tierra.
‘Nosolee tenía tres objetivos principales: recuperar la Inteligencia Artificial de la nave del enemigo, capturar el personal veterano y grabar todo lo que viese a través de las cámaras instaladas en su casco. Los dos primeros serían bastante difíciles de cumplir, pero una rápida comprobación le confirmó que el vídeo funcionaba, por lo que el tercero estaba asegurado.
Y aunque la misión estaba vacía de honor, ‘Nosolee entendía su propósito, y estaba determinado a triunfar en él, aunque sólo fuese para volver a formar parte de las tropas de infantería, a las que él pertenecía.
El Élite oyó el traqueteo regular de las armas humanas cuando un grupo de soldados se refugiaron tras una esquina, perseguidos de cerca por un pelotón formado por Grunts y Jackals. El ‘Ossona valoró la posibilidad de matar a los humanos, se lo pensó mejor y se apretó contra un mamparo. Ninguno de los combatientes se dio cuenta del punto en el que el metal parecía un poco rugoso, y un momento después el espía se escabulló.
Parecía como si el Autumn estuviese infestado por demonios con armaduras cromadas escupiendo fuego de plasma. El Jefe Maestro había conseguido un fusil de asalto MA5B junto con casi cuatrocientas balas perforadoras de 7,62 mm. En una situación como ésta, con tanta artillería a su alcance, prefería recargar cuando el indicador de munición le indicara que el arma estaba alrededor de diez. No hacerlo podría traducirse en una catástrofe si se encontraba con una férrea resistencia. Con esto en mente, el Jefe apretó el botón de apertura y dejó caer un cargador casi vacío, para colocar uno nuevo en su lugar. El contador de munición digital del arma se reajustó, así como su gemelo en el HUD.
—Nos acercamos —dijo Cortana en algún lugar justo fuera de su cabeza—. Pasa por debajo de esa escotilla y sube un nivel.
El Jefe Maestro se encontró con un Élite negro y brillante, y abrió fuego. También había Grunts en el área, pero sabía que los Élites eran el verdadero peligro. Disparó con mano experta un trío de ráfagas contra el alienígena.
El Élite rugió desafiante y devolvió el fuego, pero la especial dureza de los proyectiles de 7,62 mm hizo que el escudo del Élite se encendiese, se sobrecargase y acabase por fallar. El corpulento extraterrestre cayó de rodillas, se inclinó hacia adelante y se derrumbó. Asustados por la suerte que había corrido su líder, los Grunt ladraron, dieron media vuelta y salieron disparados.
Individualmente, los Grunts eran cobardes, pero el Spartan había visto qué podía hacer una manada de esas criaturas. Abrió fuego de nuevo. Los cuerpos alienígenas se tambalearon y cayeron.
Continuó por la escotilla, oyó más disparos y se volvió en esa dirección. Cortana le advirtió.
—¡El Covenant! ¡Justo por encima de nosotros!
Corrió hacia una escalera de metal para subir a la cubierta superior.
Las botas resonaron sobre el metal mientras introducía un nuevo cargador en el arma y sobrepasaba un marine herido. El Spartan recordaba al soldado de una de sus últimas misiones en una de las estaciones de defensa orbitales de Reach. El marine se presionaba una herida de plasma con unas gasas y consiguió sonreírle.
—Me alegro de que haya llegado, Jefe… Le hemos reservado unos cuantos comparsas…
El Spartan asintió, se detuvo al llegar al rellano y apuntó a un Jackal. Estas criaturas, con un aspecto que recordaba vagamente al de un ave, llevaban escudos de energía sujetos al brazo, a diferencia de los protectores de cuerpo entero de los Élites. El Jackal se movió para apuntar mejor al marine herido, y el Jefe pudo ver una abertura en su defensa. Disparó una andanada hacia el flanco desprotegido del Jackal, y el alienígena cayó sobre las planchas del suelo, muerto.
Continuó subiendo la escalera, para acabar casi visor a visor con otro Élite. El extraterrestre rugió y cargó, con el fusil de plasma blandido a modo de bate. El Jefe Maestro esquivó el golpe y retrocedió. Ya había luchado cara a cara con los Élites antes, y sabía que eran peligrosamente fuertes. Bajó el fusil de asalto a la altura del vientre del Élite y apretó el gatillo.
El soldado del Covenant parecía absorber las balas como si fuese una esponja y siguió avanzando, sólo para acabar desmoronándose cuando una última ráfaga le atravesó la médula espinal. El soldado extraterrestre golpeó el suelo, tuvo un espasmo y murió.
El Spartan-117 agarró otro cargador. Otro Élite rugió… y otro más. No tenía tiempo de recargar, así que el Jefe Maestro se dio la vuelta para enfrentarse a ellos. Dejó a un lado el fusil de asalto y agarró la pistola. Había un par de marines muertos a los pies del alienígena, a sólo unos veinticinco metros.
«Están a mi alcance», pensó, y abrió fuego.
El primer Élite gruñó cuando las fuertes balas desgarraron los escudos que le rodeaban la cabeza. Al sentir la amenaza del Spartan, las criaturas dirigieron todo su fuego en su dirección, sólo para ver cómo se disipaba al chocar contra sus escudos y su armadura.
Libres para poder descerrajar sus disparos a donde quisieran, los marines lanzaron un contraataque confuso. Una granada de fragmentación hizo volar a uno de los Élites en jirones sanguinolentos, despedazó los Jackals que habían tenido la mala idea de colocarse cerca de él y lanzó pedazos de chatarra volando por la escalera, que acabaron clavándose en los mamparos.
El otro Élite cayó bajo una lluvia de balas. Fue como si se perdiese la fuerza, se doblase y acabase volando.
—¡A esto es a lo que me refería! —graznó un marine. Disparó el tiro de gracia a la cabeza del extraterrestre.
Satisfecho por haber asegurado razonablemente el área, el Jefe Maestro siguió adelante. Pasó a través de una puerta metálica, ayudó a un par de soldados a acabar con un escuadrón de Grunts y descendió por un corredor empapado de sangre, humana y alienígena. El suelo saltó cuando el Autumn recibió un nuevo impacto de un misil nave-a-nave. Se oyó un golpe amortiguado y una luz se encendió más allá de los puertos.
—Están lanzando las lanchas salvavidas —anunció Cortana—. ¡Debemos darnos prisa!
—Me estoy dando prisa —replicó el Jefe Maestro—. Llegaré lo más pronto que pueda.
Cortana empezó a contestar, lo reconsideró y procesó lo equivalente a un encogimiento de hombros. A veces, aunque eran inexactos, los humanos tenían razón.
La capitana de vuelo Carol Rawley, mejor conocida por sus colegas marines de la nave como la Foehammer, esperó a que el Grunt doblara la esquina. Le disparó en la cabeza y el pequeño cabrón respirador de metano se desplomó como una piedra. La piloto lanzó un vistazo, verificó que el siguiente corredor estaba despejado e hizo una seña a los que se encontraban detrás de ella.
—¡Adelante! ¡Salgamos mientras haya vía libre!
Tres pilotos, junto con otros tantos miembros de la tripulación, siguieron a Rawley, que corría ruidosamente por el pasadizo. Era una mujer alta, de hombros anchos, y corría con determinación. El plan, si la locura que había pergeñado podía merecer ese nombre, era llegar hasta el hangar de lanzamiento de la nave, saltar dentro del descargador D77-TC Pelican y salir del Autumn antes de que el crucero se estampase contra la construcción que tenían debajo. Si todo iba bien, el despegue sería muy complicado y el aterrizaje sería imposible, pero prefería morir a los mandos de su pájaro que dejar su destino a manos del piloto de un salvavidas. Además, quizá les sería útil tener algunos transportes si alguien lograba salir de la nave con vida.
Y ese «si» era una suposición muy grande.
—¡Están detrás! —gritó alguien—. ¡Corred, rápido!
Rawley no era muy veloz. Maldición, ella era piloto. Se volvió para apuntar a sus cazadores, cuando un globo de plasma verde chisporroteó al pasar al lado de su oreja.
—¡A la mierda! —gritó, y corrió con energías renovadas.
A medida que la batalla contra los terrícolas se hacía más furiosa, el Grunt llamado Yayap conducía un pequeño destacamento de compañeros de su raza a través de una puerta medio fundida para llegar a la escena de una masacre. Las paredes cercanas estaban bañadas de sangre azul brillante. Había montones de casquillos usados por todas partes, y una pila de cadáveres de Grunts demostraba la derrota en aquella escaramuza. Yayap se arrodilló un segundo, en señal de luto por sus hermanos caídos.
Que la mayoría de los muertos fuesen Grunts no sorprendió a Yayap, ya que los Profetas hacía tiempo que usaban a su raza como carne de cañón. Esperaba que todos hubieran ascendido hasta un paraíso de metano, y estaba a punto de dejar atrás la pila de cadáveres cuando oyó el gemido de uno de los cuerpos.
El Grunt se detuvo y, acompañado por uno de sus compañeros, llamado Gagaw, revolvió entre la sanguinolenta masa, para descubrir que el sonido lo emitía un miembro de los Élites, vestido con armadura negra, uno de los «bendecidos por los Profetas» que estaban al cargo de ese asalto irreflexivo. Por ley y por tradición, la raza de Yayap debía reverenciar a los Élites como enviados casi divinos de los Profetas. Claro que el cumplimiento de la ley y la tradición era un poco flexible en el campo de batalla.
—Déjalo —recomendó Gagaw—. Es lo que él haría si fuese uno de nosotros el herido.
—Cierto —respondió Yayap, reflexionando—, pero tendríamos que llevarlo a la nave entre los cinco.
Gagaw tardó diez latidos en asimilar la idea y apreciar la genialidad que implicaba.
—¡Y no tendríamos que luchar!
—Eso mismo —dijo Yayap, mientras los sonidos de la batalla se recrudecían—, así que le cubrimos las heridas con algunas vendas, lo cogemos por brazos y piernas, y le sacamos el culo de aquí.
Una comprobación rápida reveló que las heridas del Élite no eran mortales. Un proyectil humano se había abierto paso a través del visor, había recorrido el lateral de la cabeza y se había alojado en la parte interior del casco del Élite. La fuerza del golpe lo había dejado inconsciente. Sólo tenía eso y algunos cortes y arañazos que se había hecho al caer; el Élite sobreviviría.
«Una lástima», pensó Yayap.
Contentos de que su pase de salida de la nave viviría lo suficiente para llevarlos a donde querían ir, los Grunts cogieron las extremidades del guerrero y corrieron por el pasillo. Su batalla había acabado.
La asignación del contingente de Soldados de Choque de Caída Orbital del Autumn, también conocidos como ODST o Helljumpers, era proteger la planta energética experimental del crucero, que consistía en una red de motores de fusión sin parangón.
Se podía acceder a la sala de motores por dos puntos principales, cada uno de los cuales estaba protegido por una escotilla metálica de titanio-A. Estaban conectados por una pasarela, y aún se hallaban bajo control humano. Que hubiese obligado a los marines del comandante Antonio Silva a apilar los cuerpos de los soldados del Covenant caídos como si se tratase de leña para mantener despejados los campos de tiro reflejaba lo efectivos que eran los hombres y mujeres que tenía bajo sus órdenes.
También había habido bajas humanas, muchas, incluyendo a la teniente Melissa McKay, que esperaba impaciente a que Doc Valdez, el médico de la sección, le vendara el brazo. Había mucho que hacer, y McKay quería levantarse y hacerlo.
—Tengo malas noticias, teniente —comunicó el médico—. El tatuaje de su bíceps, el de la calavera con las letras ODST, ha quedado afectado. Se puede hacer uno nuevo, pero la tinta no queda tan bien con las cicatrices.
McKay sabía cuál era el propósito de toda esa cháchara, ésa era la forma que tenía Doc de hacer que se olvidara de Dawkins, Al-Thani y Suzuki. El médico sujetó bien el vendaje y la oficial se colocó la manga por encima.
—¿Sabe qué, Valdez? No tiene remedio. Y lo digo como un cumplido.
Doc se secó la frente con una manga, y acabó manchándose con la sangre de Al-Thani.
—Gracias, teniente. Cumplido aceptado.
—Muy bien —bramó el comandante Silva mientras caminaba a largas zancadas hacia el centro de la pasarela—. ¡Escúchenme! Se acabó el recreo. El capitán Keyes se ha cansado de nuestra compañía y quiere que abandonemos esta bañera. Ahí abajo hay una especie de construcción, que tiene de todo, atmósfera, gravedad y una cosa que a los marines nos gusta tanto como la cerveza… tierra firme bajo nuestros pies.
El oficial de la ODST se detuvo en ese momento, para observar con sus ojos redondos y brillantes las caras que lo rodeaban.
—La mayor parte de la tripulación y de vuestros colegas soldados dejaran la nave a bordo de salvavidas. Viajarán hasta la superficie de esa instalación con aire acondicionado, bebiendo vino y picoteando aperitivos. Pero vosotros no, de ninguna manera. Vosotros dejaréis el Pillar of Autumn de otra forma. Decidme, chicos, chicas… ¿cómo os iréis?
Era un antiguo ritual de honor, y los marines de la ODST rugieron al unísono la misma respuesta:
—¡CON LOS PIES POR DELANTE, SEÑOR!
—Claro que sí, maldita sea —ladró Silva—. Ahora vayamos hasta las cápsulas de salida. El Covenant está disfrutando de un picnic en la parte exterior de la nave, y todos estáis invitados. Tenéis cinco minutos para ataros las correas, abrocharos los cinturones y meteros un tapón en el culo.
Era un viejo chiste, uno de sus preferidos, y los marines rieron como si lo oyeran por primera vez. Formaron en escuadrones y siguieron a sus suboficiales hacia el corredor que los llevaría hacia babor.
McKay condujo a su sección por el pasillo, y dejaron atrás los soldados asignados a vigilar la intersección y lo que debía de haber sido un campo de batalla. Había cuerpos tirados justo donde habían caído, quemaduras de plasma en las paredes y una larga línea de agujeros del calibre 7,62 mm señalaban la última andanada que había podido disparar uno de aquellos soldados.
Dieron la vuelta a una esquina y se metieron en lo que los marines llamaban «La sala de espera del infierno». Los soldados corrieron hacia el centro de un compartimento largo y estrecho que albergaba dos líneas de vainas de escape individuales ovaladas. Cada una de ellas llevaba el nombre de uno de los soldados, y se sujetaba a un tubo que atravesaba todo el vientre de la nave.
La mayoría de los aterrizajes durante el combate se realizaban a bordo de naves de asalto, pero eran lentas y podían caer bajo el fuego antiaéreo. Por eso la UNSC había invertido el tiempo y el dinero necesarios para crear una segunda forma de lanzar sus tropas a través de una atmósfera: eran los Vehículos de Entrada para Humanos, los HEV.
El fuego antiaéreo controlado por ordenador podía alcanzar alguna de las cápsulas, pero eran dianas pequeñas y cada acierto supondría sólo una muerte, en lugar de una docena.
Únicamente había un problema. Cuando los recubrimientos de cerámica de los HEV se soltaban al quemarse, el aire en el interior de las cápsulas se hacía increíblemente caliente, a veces de forma fatal: por eso a los integrantes de la ODST se los conocía como Helljumpers. Era una sección totalmente voluntaria, y hacía falta estar un tanto loco para alistarse en ella.
McKay se quedó en el pasillo central hasta que cada uno de sus hombres se hubo colocado en su cápsula. Eso significaba que tendría sesenta segundos menos para llevar a cabo los preparativos, y entró veloz en su HEV tan pronto se cerró la última escotilla.
Una vez dentro, McKay aseguró con manos veloces el arnés, realizó las obligatorias comprobaciones del sistema, retiró una serie de seguros, preparó el tubo de eyección y clavó la vista en la pequeña pantalla que tenía delante. El ordenador de control del fuego del Autumn ya había calculado la energía necesaria para disparar la cápsula y lanzar el HEV en la trayectoria de entrada adecuada. Ella sólo tenía que aguantar, rezar para que la carcasa de cerámica de la cápsula aguantase hasta que se abriese el paracaídas e intentar olvidar lo frágil que era ese vehículo.
Justo cuando la oficial afirmó sus botas en el mamparo y miró la cuenta atrás, el último número se convirtió en un cero.
La cápsula cayó, aceleró en el tubo de eyección y se desplomó hacia el mundo anillo que tenían debajo. Se le revolvió el estómago y el pulso se le disparó.
Alguien deslizó un diminuto disco en un reproductor de datos, pulsó una tecla y emitió a todo volumen el sonido del himno de los Helljumpers en la frecuencia del equipo. El reglamento dejaba claro que el uso no autorizado de los comunicado res de la UNSC era algo malo, muy malo, pero McKay sabía que en ese instante en concreto era algo bueno, y que Silva habría estado de acuerdo, porque no salió ningún sonido de la frecuencia de mando. La música resonaba en sus oídos, el HEV traqueteó cuando penetró en la atmósfera de aquella construcción, y los marines cayeron, con los pies por delante, sobre el anillo.
El suelo dio un salto cuando otro golpe impactó en el Pillar of Autumn; la batalla seguía encrudeciéndose en el interior. El Jefe Maestro estaba ya cerca de los salvavidas, decidido a acelerar para llegar a uno. Entonces fue cuando Cortana gritó «¡Detrás de ti!» y el Jefe Maestro notó que un rayo de plasma lo golpeaba de lleno entre los omóplatos.
Rodó con el impacto y saltó sobre sus pies. Dio la vuelta para estar cara a cara con su atacante y vio que un Grunt había saltado de un tubo de mantenimiento del techo. La diminuta criatura estaba de pie, en el pasillo, con una pistola de plasma cargándose en sus manos. Con tres pasos, el Jefe Maestro se acercó a él y usó el fusil de asalto para derribarlo, a lo que siguieron tres ráfagas. La pistola del Grunt descargó la energía acumulada en el techo. Algunas gotas de metal fundido sisearon sobre los escudos del Jefe Maestro.
Las balas perforaron el aparato respiratorio del alienígena, que dejó escapar un chorro de metano que hizo que su cuerpo empezase a dar vueltas como una peonza.
Otros tres Grunts aterrizaron en los hombros del Jefe Maestro y lo inmovilizaron. Era casi para echarse a reír, hasta que el Spartan se dio cuenta de que uno intentaba arrancarle el casco. Un segundo extraterrestre llevaba una granada de plasma encendida… Los muy cabrones intentaban hacerla explotar dentro de la armadura.
Flexionó los hombros y se sacudió como un perro.
Los Grunts salieron volando en todas direcciones y el Jefe Maestro les disparó ráfagas cortas y controladas para acabar con ellos. Se volvió hacia los salvavidas.
—¡Vamos! —lo urgió Cortana—. ¡Corra!
El Spartan corrió cuando la puerta ya empezaba a cerrarse. Cerca de él, un marine que también corría para coger la nave cayó al suelo y el Jefe se detuvo para recogerlo y lanzarlo dentro de la lancha.
Una vez dentro, se encontraron con un pequeño grupo de tripulantes que ya habían abordado la nave de escape.
—Ahora sería un buen momento para irse —comentó Cortana con calma, cuando algo más explotó y el crucero respondió temblando.
El Jefe Maestro se quedó observando la escotilla. Esperó a que se cerrase del todo, vio que se encendía la luz roja y supo que ya estaba sellada.
—Dele.
El piloto pulso la secuencia de despegue y el bote salvavidas se liberó de la nave, impulsado por una columna de fuego. La lancha recorrió la superficie del Autumn a una velocidad mareante. Rayos de plasma de una fragata del Covenant golpeaban con fuerza el casco del Autumn. En unos segundos, el salvavidas se distanció del crucero y se dirigió hacia el anillo.
El Jefe Maestro apagó su sistema de comunicación exterior y habló directamente con Cortana.
—¿Alguna idea de lo que es eso?
—No —admitió Cortana—. He conseguido rapiñar algunos datos de la red de batalla del Covenant. Lo llaman Halo y tiene algún tipo de importancia religiosa para ellos, pero aparte de eso… cualquier suposición suya será tan buena como las mías. —Hizo una pausa, y el Spartan sintió que la LA. sonreía—. Bueno, casi tan buena.
—Halo —repitió él—. Parece que lo llamaremos «hogar» durante un tiempo.
El salvavidas era demasiado pequeño para incluir un motor Transluz Shaw-Fujikawa, por lo que no podían ir a ningún otro sitio que no fuese el anillo. No hubo gritos de alegría, ni choques de manos, sólo silencio cuando la nave caía a través de la oscuridad del espacio. Estaban vivos, aunque eso podía cambiar, por eso no había nada que celebrar.
—Este puesto es una mierda —dijo un marine.
Nadie tuvo nada que objetar.
Rawley y sus compañeros se detuvieron, giraron en redondo y dieron rienda suelta a todo lo que tenían. Su armamento incluía dos pistolas, un fusil de asalto y un fusil de plasma con el que se había hecho un soldado en el trayecto. No era un gran arsenal, pero le bastó para tumbar tres Jackals y quizá matarlos. Rawley le partió el cráneo al último de ellos con la bota.
Ansiosos por abordar la nave, el grupo se deslizó por debajo de la escotilla que llevaba al muelle de carga, la cerraron detrás de ellos y corrieron hacia los Pelicans. Foehammer vio el suyo, dio gracias a que estuviese intacto y subió por la rampa. Como siempre, tenía el depósito lleno, las armas cargadas y estaba preparado para volar. Frye, su copiloto, se colocó en posición, justo detrás de ella, el mecánico de vuelo Cullen cerraba la marcha.
En la cabina, Rawley se abrochó los cinturones, realizó una versión abreviada de las comprobaciones anteriores al vuelo y encendió los motores del transporte. Junto con el resto de las naves, lanzó un rugido satisfactorio. La escotilla exterior empezó a abrirse, y todos los objetos sueltos se vieron arrastrados al espacio a causa de la explosiva descompresión.
Minutos después el crucero entraba en la atmósfera del mundo anillo, lo que significaba que los transportes ya podían despegar… pero tenían que hacerlo rápido. La fricción de reentrada estaba creando un muro de fuego alrededor de la nave.
—¡Mierda! —grito Frye—. ¡Mira eso! —Y señaló hacia adelante.
Rawley miró y vio una embarcación de desembarco del Covenant dirigiéndose directamente hacia el muelle, afrontando el calor generado por la velocidad de reentrada del Autumn. Para escapar de esa nave, que se hundía, sólo les quedaba un pequeño resquicio, una pequeña oportunidad, y el cabrón del Covenant se había colocado en medio.
La piloto soltó una sarta de tacos y sacó el seguro del arma frontal, que sacudió toda la nave, agujereó el blindaje alienígena y golpeó algo vital. El transporte enemigo tembló, perdió el control y chocó, dando vueltas, contra el casco del Autumn.
—Perfecto —dijo la jefa de vuelo por la frecuencia de nave a nave—. Salgamos de aquí y vayamos a saludar a nuestros anfitriones. Nos vemos en tierra. Foehammer fuera.
Apagó el transmisor y susurró:
—Buena suerte.
Las naves dejaron el muelle una a una, realizaron una serie de giros y descendieron hacia el cada vez mayor anillo. Rawley puso todo su empeño en mantener el control de la nave contra la atmósfera. Un aviso de recalentamiento empezó a parpadear cuando la fricción ocasionó un enorme aumento térmico en el fuselaje del Pelican. Los bordes frontales de las cortas alas de la nave se pusieron al rojo vivo.
—Joder, jefa —se quejó Frye, entre el castañeo de sus dientes, a causa del traqueteo del Pelican—, quizá no haya sido tan buena idea.
Foehammer realizó unos ajustes, consiguió mejorar el ángulo para planear y miró a la derecha.
—Si tiene una idea mejor —le gritó—, expóngala en la próxima reunión.
—Sí, señora —asintió él.
—Hasta entonces —añadió ella—, cierre la boca y déjeme pilotar.
El Pelican atravesó una bolsa de aire, se derrumbó como una piedra y se recuperó. El transporte se tambaleaba como si estuviese poseído. Rawley gritó y luchó con los controles mientras la nave se desplomaba hacia la superficie del anillo.
Las fuerzas del Covenant habían lanzado un ataque coordinado a la sala de control hacía quince minutos, pero los defensores habían logrado rechazarlos. Desde entonces, había disminuido el número de refriegas y había informes de que algunos extraterrestres, al menos, usaban los botes de asalto para volver a su nave.
No estaba claro si se debía al considerable número de bajas que habían sufrido las fuerzas del Covenant o si se habían dado cuenta de que la nave corría peligro de deshacerse en pedazos, pero eso ya no importaba. Lo principal era que el área circundante al puente estaba despejada, lo que significaba que Keyes, junto con el equipo de control que habían permanecido allí para ayudarlo, podrían desempeñar sus tareas sin miedo a que les disparasen por la espalda. Al menos por el momento.
Su siguiente labor era trasladar el Autumn hasta la atmósfera. No era sencillo si se tenía en cuenta que, como todas las naves de su tonelaje, el crucero se había construido en condiciones de gravedad cero y no estaba equipado para operar en atmósferas planetarias.
Keyes estaba convencido de que era posible. Por eso planeaba acercarse al mundo anillo, controlar manualmente la subrutina que Cortana había dejado preparada para ese propósito y usar el último salvavidas para escapar. Quizá la nave se espachurraría, quizá no. Pasara lo que pasase, lo más seguro era probar el aterrizaje desde cierta distancia.
Keyes miró los datos que pasaban por la pantalla de navegación y percibió algo que se movía con el rabillo del ojo. Miró, vio que la estación de control de armas titilaba, como un espejismo en el desierto, y se frotó los ojos. Cuando el oficial naval miró una segunda vez, el fenómeno se había desvanecido.
Keyes arrugó la frente, volvió a la pantalla de navegación e inició la secuencia de órdenes que situarían el Autumn en un lugar al que no estaba preparado para ir: tierra firme.
Isna ‘Nosolee aguantó la respiración. El humano lo había mirado directamente a los ojos, pero no se había alarmado y había dado media vuelta. Seguramente que los que habían estado antes, y de quienes fluía todo el conocimiento, habían bendecido sus acciones.
El camuflaje, combinado con su propio talento para la infiltración, era extremadamente efectivo. Desde que había subido a bordo, ‘Nosolee se había paseado por la sala de motores de la nave y el centro de control de fuegos, antes de llegar al puente. Ahora, ante un conducto de ventilación, el Élite reflexionaba qué hacer a continuación.
Habían extraído o destruido la LA. de la nave, de esto estaba seguro. Pero aún quedaban oficiales de alto rango, por lo que aún había una oportunidad.
A juzgar por la forma en que el resto de los humanos interactuaban con él, ‘Nosolee sentía que el hombre llamado Kis tenía el rango de comandante del navío. Sería un premio muy valioso.
¿Cómo capturar a un humano? Era evidente que no lo acompañaría por su propio pie, y sus compañeros estaban armados. En el momento en que ‘Nosolee desactivara el camuflaje le dispararían. Individualmente, los humanos eran débiles, pero eran peligrosos en manadas. Y los animales se hacían aún más peligrosos cuando su extinción se acercaba.
No, la clave estaba en la paciencia. El Élite debía esperar. Seguía saliendo vapor del frío conducto de ventilación y el aire parecía temblar, pero nadie se daba cuenta.
—Muy bien —dijo Keyes—, vamos a hacerla descender… Preparados para encender los propulsores de popa… ¡Ahora!
Los propulsores se encendieron y frenaron el ritmo de descenso de la nave. El Pillar of Autumn se bamboleó durante unos momentos, al entrar en contacto con el campo gravitatorio del anillo, y corrigió su ángulo de entrada.
Cortana, o al menos la parte que había dejado atrás, tomó el control a partir de entonces. Los propulsores se encendían en ráfagas tan cortas que eran como notas sueltas en una melodía continua. La subrutina, de una alta adaptabilidad, calculaba variables, estudiaba la información externa y tomaba miles de decisiones por segundo.
El maltratado casco de la nave dio una sacudida cuando entró en la atmósfera, empezó a temblequear, y una gran cantidad de objetos se esparcieron por el suelo.
—No puedo llevarlo más lejos —anunció Keyes—. Deleguen todos los controles y las funciones a la prima de Cortana, y saquemos el culo de esta nave.
Se oyó un coro de feroces «Señor, sí, señor». Y los tripulantes del puente empezaron a retirarse de la nave que tan duramente habían intentado salvar, miraron por última vez alrededor y cogieron sus armas. Los combates habían cesado, pero eso no significaba que se hubiesen ido todas las fuerzas del Covenant.
‘Nosolee observó, nervioso, que todos los humanos salían del puente. Espero a la última persona y los siguió. Había empezado a idear un plan. Era audaz, no, quizá brillante, pero el Élite creía que eso le ayudaría a salirse con la suya.
La lancha salvavidas reservada a la tripulación del puente de mando estaba cerca. Habían asignado seis marines a su vigilancia y tres de ellos habían muerto. Habían arrastrado los cadáveres hacia uno de los extremos y los habían colocado en una hilera.
—¡Capitán en cubierta! —gritó un cabo.
—No pasa nada —dijo Keyes, y se movió hacia la escotilla—. Gracias por esperarnos, hijo. Siento lo de sus compañeros.
El cabo, firme, asintió. Debía de estar fuera de servicio cuando empezó el ataque, ya que llevaba sólo afeitada la mitad de la cara.
—Gracias, señor. Se llevaron con ellos a una docena de esos cabrones.
Keyes hizo un gesto de asentimiento. Tres vidas a cambio de doce. Parecía un buen intercambio, pero ¿qué había de bueno en eso? Y, de todas formas, ¿de cuántas tropas disponía el Covenant? ¿A cuántos tendría que matar cada humano? Alejó estos pensamientos de su mente y señaló la abertura con el pulgar.
—¡Todo el mundo a bordo, deprisa!
Los supervivientes corrieron hacia la nave, y ‘Nosolee los siguió, aunque le resultaba difícil evitar tocar a esos gusanos humanos en un cubículo tan estrecho como aquél. Había un poco de espacio en la parte delantera y un agarre que le sería de ayuda cuando abandonasen la gravedad que generaba la enorme nave. Más tarde, cuando el salvavidas hubiese aterrizado, el Élite encontraría una forma de separar a Kis del resto de los humanos y reducirlo. Mientras, sólo tenía que aguantar, pasar desapercibido y llegar a la superficie del planeta.
Los pasajeros humanos se ataron los cinturones. El bote salió disparado de la cubierta y cayó hacia el anillo que tenían debajo. Los propulsores se encendieron, lo que estabilizó la pequeña nave, y planearon en una trayectoria calculada previamente, hacia la superficie.
Keyes se había colocado tres asientos por detrás del piloto. Frunció el ceño, como si buscase algo, y esperó a que la nave despegase. Se inclinó hacia el marine que se encontraba enfrente de él.
—Perdone, cabo.
—¿Señor? —El marine parecía agotado, pero de alguna forma consiguió ponerse firme, a pesar de estar atado a una silla de aceleración.
—Déjeme su arma, hijo.
La expresión de su cara dejó claro que lo último que deseaba el soldado era separarse de una de sus armas, y menos en un lugar tan pequeño. Pero el capitán era el capitán y no tenía otra opción. Las palabras «Sí, señor» aún se estaban formando en su cerebro para enviarlas a la boca cuando notó que le cogían de un tirón la pistola MD6 de la funda.
Keyes se preguntaba si una de sus balas de 12,7 mm podía atravesar el relativamente delgado casco del bote salvavidas. ¿Causaría una explosión y mataría a todo el mundo a bordo?
No lo sabía. Lo único que sabía era esto: el hijo de puta del Covenant que se encontraba en su lancha moriría. Keyes levantó el arma, apuntó al centro del extraño y fantasmal temblor y apretó el gatillo.
El Élite percibió el movimiento, pero no había adonde escapar, e intentaba coger su propia pistola cuando le impactó la primera bala.
El M6D se movió, empezó a alzar el cañón y la tercera bala del cargador atravesó el casco de ‘Nosolee, le reventó los sesos, que se desparramaron, y lo liberó de la tiranía de la realidad física.
El estruendo del tercer disparo aún no se había apagado cuando el generador de camuflaje dejó de funcionar, y del aire apareció un Élite. El cuerpo del extraterrestre flotó hacia el final de la cabina. Miles de glóbulos de sangre alienígena escoltaron los pedazos del cerebro hacia la popa de la nave.
La teniente Hikowa se agachó para evitar que una de las botas de la criatura le asestase un golpe en la cabeza. Con cara impasible, alejó de ella el cadáver. El resto de los pasajeros estaban demasiado sorprendidos para hacer o decir nada.
El capitán, lentamente, sacó el cargador del arma, hizo saltar la bala de la cámara y devolvió la pistola al sorprendido cabo.
—Gracias —dijo Keyes—. Funciona muy bien. No olvide cargarla.