PRÓLOGO

PRÓLOGO

01.03 HORAS, 19 DE SEPTIEMBRE DE 2552 (CALENDARIO MILITAR)/«PILLAR OF AUTUMN» DE LA UNSC, LOCALIZACIÓN DESCONOCIDA

El oficial técnico de 3.ª clase Sam Marcus lanzó un par de maldiciones cuando el intercomunicador lo despertó de un agitado sueño. Se frotó los ojos, que todavía tenía borrosos por el sueño, y miró el Reloj de Misión, que colgaba de la pared, justo encima de la litera. Había dormido tres horas… Su primer ciclo de sueño en treinta y seis horas, maldita sea. Peor aún, era la primera vez que había podido dormir desde que la nave había saltado.

—Dios —masculló—. Más vale que sea importante.

El capitán había asignado turnos triples a los oficiales de equipo desde que el Pillar of Autumn se había alejado de Reach. La nave había quedado hecha un cuadro, y lo que quedaba de los equipos de ingeniería trabajaban a todas horas para mantener el ajado crucero en funcionamiento. Casi un tercio de los miembros del equipo técnico habían fallecido durante el vuelo y todos los departamentos estaban bajo mínimos.

El resto estaban en el congelador, claro… El personal prescindible siempre dormía un sueño criogénico durante los saltos estelares. En unos doscientos viajes de combate, Marcus había pasado menos de setenta y dos horas en almacenamiento criogénico. Pero ahora se encontraba tan agotado que incluso la incomodidad de la resurrección criogénica le parecía tentadora, si eso suponía disponer de unas horas de sueño ininterrumpido.

No era fácil quejarse. El capitán Keyes era un estratega brillante, y todos los tripulantes del Autumn sabían lo cerca que habían estado de ser aniquilados cuando Reach cayó ante el enemigo. Una importante base naval quedó destruida, murieron millones de personas cuando el Covenant redujo el planeta a cenizas, y una de las pocas defensas que le quedaba a la Tierra quedó transformada en un montón de cadáveres y restos deshechos.

Contemplándolo en perspectiva, habían tenido suerte de escapar con vida, pero Sam no podía evitar la sensación de que los que seguían en el Autumn vivían en tiempo de descuento.

El comunicador sonó de nuevo. Sam saltó de la litera y golpeó el control.

—Marcus al habla —gruñó.

Siento haberte despertado, Sam, pero te necesito abajo, en Crio-Dos. —El Supervisor Técnico Shephard sonaba exhausto—. Es importante.

—¿En Crio-Dos? —repitió Sam, perplejo—. ¿De qué emergencia se trata, Thom? No soy especialista en criogenia.

No puedo darte detalles, Sam. El capitán no quiere que se transmitan por el comunicador —repuso Shephard, casi en un susurro—. Por si hay alguien escuchando.

Sam se estremeció al notar el tono de voz de su superior. Conocía a Thom Shephard desde la Academia, y nunca había sonado tan lúgubre.

Mira —prosiguió Shephard—, necesito a alguien en quien pueda confiar. Te guste o no, te toca a ti, colega. Y tú verificaste los sistemas criogénicos.

—Hace meses… pero sí —suspiró Sam.

Te envío información a tu terminal, Sam —continuó Shephard—. Eso al menos contestará algunas de tus preguntas. Descárgatelo en la consola portátil, coge tu equipo y baja aquí.

—Entendido —dijo Sam.

Se quedó quieto unos segundos, se enfundó en la casaca del uniforme y se acercó a su terminal. Activó el ordenador y esperó a la transferencia de datos de Shephard.

Mientras aguardaba, su vista se clavó en una pequeña fotografía en 2D pegada al borde de la pantalla; la acarició con los dedos. La joven capturada en la imagen le sonreía.

El terminal emitió un pitido cuando el mensaje de Shephard apareció en la cola de entrada.

—Recibiendo el informe, jefe —informó al micrófono del intercomunicador.

Abrió el archivo. Frunció el ceño, lo que llenó de arrugas sus cansados rasgos mientras recorría la pantalla.

>Archivo encriptado/Sólo para tus ojos/Marcus, Samuel N./SN: 18827318209-M.

>Clave de desencriptado: [Personalizada: «Aniversario de Ellen»]

Miró de nuevo la fotografía de su esposa. No había visto a Ellen desde hacía al menos tres años, desde su último permiso en la Tierra. No conocía a nadie en servicio activo a quien se le hubiera permitido ver a sus seres queridos en años. La guerra no lo permitía.

La arruga en la frente de Sam se hizo más profunda. Normalmente, el personal de la UNSC evitaba hablar de la gente de casa. La guerra había sido tan difícil y estaba durando tanto tiempo que la moral estaba por los suelos, y pensar en el frente de casa sólo lograba empeorarlo todo. Que Thom hubiese personalizado el código de seguridad era bastante poco habitual, y hacer que Sam recordara a su mujer con ello estaba totalmente fuera de la forma de actuar del jefe Shephard. Aquella preocupación por la seguridad rozaba la paranoia.

Introdujo una serie de números, la fecha de su boda, y configuró el desencriptado. En cuestión de segundos la pantalla se llenó de planos y documentos tecnológicos. Su entrenada vista recorrió el archivo… y, de pronto, se le disparó la adrenalina entre la fatiga, como si se tratase de un relámpago.

—Dios —dijo con la voz repentinamente bronca—. Thom, ¿esto es… lo que pienso que es?

—Sí, joder. Baja a Crio Dos cagando leches, Sam. Tenemos que descongelar un paquete muy importante… y volveremos a espacio real muy pronto.

—Ya voy —contestó. Cerró la conexión del intercomunicador. Había olvidado el cansancio.

Descargó rápidamente el archivo a su consola y borró el original del ordenador. Caminó hacia la puerta de su camarote y se detuvo. Agarró la foto de Ellen de la terminal, un impulso repentino, y la deslizó en el bolsillo.

Corrió hacia el ascensor. Si el capitán quería revivir a la criatura que estaba en Crio Dos, eso significaba que la situación iría a peor… o ya había empeorado.

A diferencia de las naves diseñadas por humanos, en las que el área de mando estaba casi siempre situada a proa, las naves del Covenant se construían de forma más lógica, lo que se traducía en salas de control enterradas profundamente dentro de cascos blindados, lo que las protegía de cualquier cosa que no fuese un golpe mortal.

Las diferencias no acababan aquí. En lugar de rodearse con todo tipo de paneles de control, además de los seres inferiores necesarios para manipularlos, los Élites preferían estar al mando desde el centro de unas plataformas austeras, que un aparejo reticular formado por dos rayos de gravedad opuestos mantenía en posición.

De todas formas, ninguna de estas cosas ocupaba un espacio relevante en la mente del comandante de nave Orna ‘Fulsamee mientras se encontraba en el centro de la sala de control de su destructor y observaba las proyecciones de datos que flotaban delante de él. Una mostraba el mundo anillo, Halo. Cerca de él, una minúscula flecha seguía el trayecto del intruso. La segunda proyección reflejaba un plano con la leyenda «Nave de ataque humana, tipo C-II». Una tercera exhibía un torrente constante de datos de dirección y lecturas de sensores.

Reprimió el asco. Que esos horribles primates se hubiesen hecho merecedores de un nombre real, y de nombres para las creaciones inferiores a ellos, lo irritaba en lo más profundo. Era perverso. Los nombres implicaban legitimidad y aquellos gusanos sólo merecían ser exterminados.

Los humanos tenían «nombres» para su propia clase, los Élites, así como para las razas menores del Covenant: los Jackals, los Grunts, los Hunters. La terrible insolencia de que esas asquerosas criaturas se atreviesen a dar nombre al pueblo del Covenant en su lenguaje chillón y primitivo era intolerable.

Hizo una pausa y recobró la compostura. ‘Fulsamee chasqueó las mandíbulas inferiores, el equivalente a encogerse de hombros, y recitó mentalmente una de las Palabras Verdaderas.

«Así lo decretaron los Profetas», pensó. Nadie ponía en duda estas cuestiones, ni siquiera cuando se era comandante de una nave. Los Profetas habían asignado nombres a las naves enemigas y él honraría esos decretos. Hacer menos sería un vergonzoso abandono de su deber.

Como todos los de su clase, el oficial del Covenant parecía más alto de lo que era gracias a la armadura que llevaba. Le daba un aspecto angular, a veces un tanto jorobado, que, al combinarse con un mentón agresivo, le hacía parecer lo que era: un guerrero muy peligroso. Su voz sonó calmada y bien modulada cuando evaluaba la situación:

—Deben de haber seguido una de nuestras naves. Encontraremos al culpable y le daremos muerte, Alteza.

El ser que flotaba al lado se balanceó ligeramente cuando una ráfaga de aire le azotó el cuerpo, atado con firmeza. Llevaba un yelmo alto, ornamentado, fabricado en metal y engarzado con piezas de ámbar. El cuello del Profeta era reptiliano, el cráneo triangular y tenía dos brillantes ojos verdes que relucían con una inteligencia malvada. Vestía una capa roja, y una túnica dorada, y en algún lugar, escondido bajo toda la tela, un cinturón antigravitatorio que le permitía a su cuerpo flotar una unidad por encima del suelo. Aunque sólo era un Profeta Menor, su rango era superior al de ‘Fulsamee, como le gustaba dejar claro.

Dejando de lado las Palabras Verdaderas, el comandante de la nave no podía evitar que le recordase a los diminutos y chillones roedores que había cazado de niño. Eliminó de inmediato el recuerdo de sus garras manchadas de sangre y volvió su atención hacia el Profeta y su enojoso ayudante.

Éste, un Élite de bajo rango llamado Bako ‘Ikaporamee, dio un paso adelante, para hablar en nombre del Profeta. Tenía la cargante tendencia de usar el «nos» mayestático, un hábito que irritaba a ‘Fulsamee.

—Eso es altamente improbable, comandante. Dudamos de que los humanos tengan medios para seguir una de nuestras naves a través de un salto. Y aunque los tuvieran, ¿por qué enviarían un solo crucero? ¿Su técnica no es ahogarnos en su propia sangre? Pensamos que lo más seguro es conjeturar que esa nave ha llegado hasta este sistema accidentalmente.

Las palabras surgieron con condescendencia, algo que enfureció al comandante, pero no podía hacer nada al respecto. Al menos directamente, no con el Profeta presente, pero ‘Fulsamee no estaba dispuesto a dejarse avasallar.

—Entonces —replicó ‘Fulsamee, dirigiendo cuidadosamente sus palabras únicamente a ‘Ikaporamee—, ¿quiere que crea que el intruso ha llegado aquí únicamente por azar?

—No, claro que no —repuso ‘Ikaporamee altivamente—. Aunque son primitivos para nuestros estándares, esas criaturas son sentientes y, como todos los seres sentientes, la verdad y el conocimiento de los ancianos los atraen inconscientemente.

Como todos los miembros de su casta, ‘Fulsamee sabía que los Profetas habían evolucionado en un planeta que los Dadores de Verdad habían habitado antes que ellos, pero que posteriormente habían abandonado por razones sólo conocidas por los ancianos. El mundo anillo era un ejemplo perfecto del poder de los ancianos… y de su inescrutabilidad.

‘Fulsamee consideraba que era difícil creer que unos simples humanos se pudiesen sentir atraídos aquí, a pesar de la sabiduría de los ancianos, pero ‘Ikaporamee hablaba en nombre del Profeta, por lo que debía ser verdad. Tocó el panel iluminado que se encontraba delante de él. Un símbolo se iluminó con una luz roja.

—Preparados para lanzar torpedos de plasma. Disparen a mi orden.

‘Ikaporamee alzó ambos brazos, alarmado.

—¡No! Lo prohibimos. ¡La nave humana está demasiado cerca de la construcción! ¿Y si sus armas dañasen las santas reliquias? Persiga la nave, abórdela y tome el control. Cualquier otro procedimiento es demasiado peligroso.

Irritado por lo que consideraba una interferencia de ‘Ikaporamee, ‘Fulsamee habló de nuevo, con los dientes apretados.

—Las medidas que recomienda el Ser Sagrado seguramente acabarán con un gran número de bajas. ¿Es eso aceptable?

—La oportunidad de trascender el plano físico es un don que hay que buscar —contestó el otro—. Los humanos están dispuestos a sacrificar sus vidas… ¿podemos hacer menos?

«No —pensó ‘Fulsamee—, pero deberíamos aspirar a más.» Chasqueó de nuevo las mandíbulas inferiores y pulsó de nuevo el panel iluminado.

—Cancelen la orden anterior. Carguen cuatro transportes con tropas y lancen un escuadrón de cazas. Neutralicen las armas del intruso antes de que la nave de abordaje llegue a destino.

A unas cien unidades hacia la popa, encerrado dentro del centro de control de fuego del destructor, un oficial acusó recibo de la orden y transmitió sus propias instrucciones. Algunas luces empezaron a destellar, los puertos transmitieron una vibración de frecuencia baja y más de trescientos guerreros del Covenant, una mezcla de lo que los humanos llamaban Élites, Jackals y Grunts, preparados para la batalla, se apresuraron a embarcar en el transporte que les habían asignado. Había que matar humanos.

Y nadie quería perderse la diversión.