POR QUÉ LLAMAN NUESTRA ATENCIÓN

Hay quien va a los parques para observar a los pájaros o a las ardillas. Sin embargo, suele resultar mucho más interesante observar a los niños. Ir a ver niños a un parque debería ser un ejercicio obligatorio para las parejas de embarazados. Si ustedes ya son padres, todavía están a tiempo de observar a sus propios hijos y a los ajenos.

Observemos las complejas interacciones de los niños pequeños. Una madre pasea a su hijo en el cochecito y se encuentra con alguna conocida. Acérquese discretamente y no pierda detalle. La conocida (los varones suelen mostrarse más tímidos con los bebés) empezará a hablar con el niño casi antes de saludar a la madre. Primero se agacha hasta ponerse a su altura, le mira a los ojos a un palmo de distancia, inclina si es preciso la cara para alinearla con la del bebé, sonríe abiertamente y pronuncia con una cantinela característica y en tono agudo alguna frase apropiada («de dónde ha salido esta cosita tan linda» y «cómo está el reyecito de la casa» estar entre las más usadas; pero las palabras son lo de menos, y el clásico «¡cuuuuchi, cuchi, cuchi, cuchi, cuchi, cu!» aún tiene algunos partidarios).

Ahora el niño contesta (si es que está de humor). Abre los ojos, mira a la intrusa, hace una mueca más o menos parecida a una sonrisa, mueve la cabeza y pronuncia «ajo» o alguna palabra adecuada. A partir de ese momento, probablemente será el niño el que lleve el peso de la conversación, y la amable desconocida se limitará a imitar la sonrisa, el «ajo» o la sacudida de la cabeza del bebé, el cual, a su vez, imitará la imitación en una especie de ping-pong.

Atención a lo que viene ahora. La amable señora se cansa del jueguecito, se endereza y se pone a hablar con la madre, se miran una a otra, se hablan una a otra y ninguna de las dos se ocupa del bebé. Pero usted, observadora discreta y casual, no le quite al niño el ojo de encima. Podrá ver un episodio frecuente pero poco conocido de la vida privada de los bebés, algo que ni la madre ni su amiga pueden ver en ese momento, porque no están mirando. Verá cómo el niño intenta, una, dos veces, repetir la sacudida de la cabeza, el «ajo», la sonrisa. Verá cómo la sonrisa se va convirtiendo en una expresión bien distinta, primero de extrañeza, luego de preocupación, pronto de profunda ansiedad. Si su edad y habilidad se lo permiten, es posible que el niño intente repetir su «ajo» en un tono más fuerte, girar la cabeza y todo el cuerpo en busca de la persona que acaba de desaparecer de su campo de visión, mover el cochecito o tirar algún juguete intentando atraer su atención. Si la madre o su amiga vuelven a dirigirle alguna palabra amable, se calmará al instante (durante unos segundos); si le ignoran, puede que empiece a sollozar y en seguida a gritar o a llorar a moco tendido.

¿Por qué hace eso? La mayoría de las interpretaciones habituales, tanto en los libros como en la «sabiduría popular», son bastante negativas hacia el niño. Se le acusa de estar malcriado (pero si es usted un observador perseverante verá que todos los niños lo hacen, independientemente de cómo les hayan criado). Se afirma que tiene celos, lo que es una forma de interpretarlo, aunque quizás no la más adecuada. ¿Tiene celos de que la otra señora hable con su madre, o de que su madre hable con la otra señora? Imagine que está usted con su marido sentada en un café y que se acerca una persona desconocida, la saluda a usted y le dice cuatro tonterías sobre el tiempo, y a continuación se sienta a la mesa y se pone a hablar con su marido. Durante dos horas, esa persona y su marido se miran a los ojos y hablan de sus cosas, sin dedicarle a usted ni una palabra, ni una mirada. ¿Cómo se sentiría usted? Si la persona en cuestión es una rubia despampanante y muy escotada, tal vez piense usted que se siente «celosa». Pero aunque se trate de un anciano de barba blanca, tampoco se iba usted a sentir mucho mejor. Sería más correcto decir que usted se siente «excluida» o «ignorada» y eso duele a cualquier edad. («Pero en ese ejemplo mi marido no me ha hecho caso en dos horas, mientras que el bebé empieza a protestar en pocos segundos». Es cierto, pero el tiempo es relativo. Unos segundos es mucho tiempo para un bebé.

Y reconozca que usted empezaría a «mosquearse» bastante antes de las dos horas. En algunos casos, bastan cinco o diez minutos de olímpico desprecio para sacar a un adulto de sus casillas.

También se dice de los sufridos bebés que quieren «ser siempre el centro de todas las miradas», lo que es una enorme exageración. Al bebé le cuesta interaccionar con más de una persona a la vez; mientras uno le haga caso, los demás pueden hacer lo que les dé la gana. Se conforma con ser el centro de una mirada.

O se les califica de «egoístas». Es egoísta el que quiere un bien para sí y se lo niega a los demás. Pero el bebé no niega nada; está dispuesto a devolver sonrisa por sonrisa, y «ajo» por «ajo». Incluso pierde en el intercambio, pues al menor descuido nos llena de babas, y es muy difícil que un adulto babee sobre un niño en justa correspondencia. La intención del bebé, lejos de ser egoísta, es pura y desinteresada; una relación humana en que ambas partes salen ganando.

Se dice que «hacen comedia sólo para llamar la atención», que son «lágrimas de cocodrilo», como si el niño no sintiera el dolor que manifiesta y fingiese llorar sólo para «manipularnos». Tal vez es comprensible que lo crean así la madre y su amiga, que ven al niño sonriendo y diciendo «ajo», apartan la vista un minuto y lo siguiente que ven es un bebé llorando que parte el alma. Parece un cambio demasiado brusco, y es fácil sospechar que sea un cambio «artificial». Pero usted, observadora de niños, ha visto reflejada en el rostro de la criatura una angustia profunda y genuina; una expresión de angustia que no ha sido «teatro» porque el bebé la ha mostrado precisamente en esos segundos en que no tenía público. Hace un tiempo tuve ocasión de ver esa expresión en una pe1ícu1a científica rodada por unos psicólogos. Se le dieron instrucciones a la madre para colocarse frente a su hijo, y sonreírle y hablarle en la forma habitual durante un par de minutos. De pronto, la madre se quedaba quieta como una estatua, delante de su hijo pero sin sonreírle ni hablarle ni hacer el menor gesto durante otros dos minutos. Una cámara enfocaba a la madre y otra al hijo, y en la película habían montado las dos imágenes una junto a otra. La angustia del bebé ante la falta de respuesta era palpable, y también era evidente que ninguna madre hubiera sido capaz de soportar el experimento más de unos minutos. (Algunas madres que sufren una depresión profunda sí que permanecen impasibles ante sus recién nacidos. Estos niños pueden presentar problemas psicológicos).

¿Por qué, pues, se comporta el bebé de esta manera, si no es por celos, por egoísmo, por llamar la atención o por pura maldad? El hombre es un animal social. Vive en grupos. Para el bebé, la relación con su propia madre es fundamental; pero la relación con cualquier otro ser humano también es importante. Viene al mundo preparado para «caer simpático» a los demás miembros de la tribu y así evitar agresiones. Viene al mundo preparado para «llamar la atención» de los demás miembros de la tribu y así conseguir su protección en caso de peligro. Por eso, mucho antes de saber caminar o hablar, es capaz de «conversar» amablemente con otras personas. Por eso, el que otras personas le ignoren y «pasen de él» le parece peligroso y preocupante.

¿Quiere eso decir que nos hemos de pasar el día diciendo «cuchi, cuchi» a nuestros hijos y a los de los vecinos? Por supuesto que no. En primer lugar es imposible: tenemos otros hijos, otras obligaciones, otras necesidades, y jamás podremos prestar a un solo niño una atención completa y constante. En segundo lugar, el bebé no va a quedar «traumatizado para toda la vida» porque de vez en cuando dejemos de hacerle caso y se enfade (aunque probablemente sí que habrá consecuencias a largo plazo si no le hacen caso nunca o casi nunca). Lo que pretendo decir es que:

  1. Tirar de la ropa de su madre o de la amiga.
  2. Enseñarle a cualquiera de las dos algún tesoro recién encontrado, como una colilla chupada o un caracol.
  3. Intervenir en la conversación con algún comentario que venga más o menos al caso.
  4. Preguntar el porqué de algo.
  5. Tocar lombrices, patear piedras, levantar polvo, salpicar charcos o hacer cualquier otra cosa que suela provocar una respuesta inmediata de su madre.

¿Qué tienen en común todas estas acciones? ¡Lo ha descubierto! Todas están prohibidas. Todas se consideran de mala educación. Todas corren el riesgo de provocar, en vez de atención, enfado e irritación en la madre. Y eso hará que el niño se ponga todavía «más pesado». En este sentido, parecen respuestas inadaptadas. Pero sólo porque la situación ambiental ha cambiado. Sólo en épocas recientes (recientes en términos evolutivos; digamos desde hace algunos siglos) han surgido expectativas sociales sobre la «buena educación». Probablemente, hace diez mil años nadie decía «no hay que interrumpir las conversaciones de los adultos» o «a un niño bueno se le ve, pero no se le oye». Hace diez mil años apenas había conversaciones que interrumpir, y a nadie le importaba si unas manitas sucias estiraban o ensuciaban la ropa. Tampoco había jarrones ni cristales para romper, ni deberes para no hacer, ni mesas para no recoger, ni lavabos en donde no lavarse las manos, ni era posible molestar a papá mientras veía el partido. Cuando un niño cogía del suelo un caracol o una cucaracha, probablemente no le reñían por tocar porquerías, sino que le felicitaban por haber encontrado comida. La mayoría de las causas por las que solemos gritar a nuestros hijos no existían todavía. Lo mismo que ocurre hoy con otros primates, probablemente nuestros antepasados gritaban a sus hijos principalmente cuando había un peligro, como un lobo en las proximidades. Cuando su padre o su madre le gritaban, la cría tenía que correr hacia ellos y subirse encima; apartarse de la madre «enfadada» era la peor opción, porque llevaba hacia el peligro.

Nuestros hijos han heredado esa conducta y se ven atrapados con frecuencia en un círculo vicioso. Si les reñimos porque piden brazos, piden más brazos; si nos enfadamos porque interrumpen, interrumpen más. No lo hacen para desafiarnos o provocarnos, sino sencillamente porque no pueden evitarlo. Realmente, los pobres niños lo tienen muy crudo.

El que los niños intenten «llamar la atención» de los adultos es algo universal; pero las interpretaciones que se hacen de los hechos son muy variadas. Langis cita una anécdota de un experto, director del Centro de la Educación y la Familia. En un curso, presumiblemente de educación para familias, en que varios adultos estaban sentados en el suelo, «una chiquilla de unos dos años de edad se divertía levantándose cada dos por tres y paseándose entre nosotros». La niña mostraba una conducta muy poco respetuosa:

[…] a algunos les echaba las manos a la cara y a otros se les subía literalmente encima de los hombros. Los allí presentes, en su mayoría buenos padres, la dejaban hacer, […] hasta que, al pasar junto a un miembro del grupo, este la cogió suavemente por el brazo, la miró fijamente a los ojos y le dijo con voz serena: «Puedes moverte cuanto quieras, puedes pasearte entre nosotros si te apetece, pero procura no pisarme y ten más cuidado cuando pases junto a mí […]». Media hora más tarde, adivinen ustedes en las rodillas de quién había ido a sentarse tranquilamente la pequeña: en las de aquel señor. El único que tuvo derecho a ese privilegio durante todo el resto del día.

Para Langis, esta historia demuestra que el adulto se ganó el respeto de la niña al decirle «no». A los niños les encanta que les digan «no», lo necesitan, y los padres deben comprarse el libro del señor Langis para aprender a decirlo correctamente.

Mi interpretación es muy distinta (se dirá que yo no vi la escena y no puedo interpretarla; pero he visto muchos niños en escenas similares, y el lector decidirá quién se acerca más a la realidad). Creo que los adultos en esta historia no estaban «permitiendo» que la niña «se portase mal», es decir, no estaban siendo «permisivos». Más bien parece que «pasaban» de ella, sin mirarla ni hablarle; que jugaban al «déjala, que ya se cansará» pese a los continuos esfuerzos de la niña por obtener una respuesta. Creo que la niña no se «divertía» levantándose cada dos por tres, sino que lo hacía precisamente porque estaba soberanamente aburrida. Por fin, uno de los adultos toca a la niña, la mira a los ojos y le habla amablemente. En ese momento queda establecida la relación y queda otorgado el privilegio de tener a la niña en las rodillas. Es el contacto amistoso, la mirada respetuosa y la voz amable, el hacerle caso, lo que ha obrado el milagro. Las palabras poco importan; si en vez de decirle «Procura no pisarme y ten más cuidado…», aquel señor le hubiera dicho a la niña «¿Cómo te llamas? ¿Sabes dibujar? Ven, hazme un dibujo en este papel…», ¿no cree que también se hubiera ganado su afecto? Dickens, un gran observador de niños (y de seres humanos en general) pone en boca de una de sus protagonistas una historia muy similar:

De vuelta a casa, me gané de tal modo el afecto de Peepy, comprándole un molino de viento y dos saquitos de harina, que no permitió que nadie más le quitase el sombrero y los guantes, y no quiso sentarse a cenar más que a mi lado.

Bleak House Peepy es un niño pequeño al que sus padres no hacen ningún caso. La protagonista de la novela, una mujer bondadosa y muy modesta, atribuye su éxito al juguete; pero el lector sabe que en realidad se ha ganado su afecto con la atención que le ha prestado, ahora y en capítulos anteriores.