EL COLECHO EN LA PRÁCTICA

Se han escrito excelentes libros sobre el colecho. Por desgracia, ninguno ha sido traducido al español. Permítame que a cambio le recomiende una novela y un cuento. Algunas familias optan por poner al bebé, desde el principio, en la cama de los padres. Por supuesto, resulta más cómodo con una cama más grande; pero se puede hacer con una simple cama de 1, 35 metros.

Otras prefieren atar una cuna con la barandilla bajada a la cama de matrimonio. Sólo se puede hacer si la altura de los colchones coincide exactamente, y si no queda ningún hueco entre ellos (el bebé podría quedar atrapado y asfixiarse).

Una solución es poner al bebé en su cunita y pasarlo a la cama grande para darle el pecho cuando se despierte. Si el bebé se duerme primero, la madre puede volver a dejarlo en su cunita. Si se duerme primero la madre, el bebé se queda. Normalmente, la madre se duerme primero, a no ser que esté haciendo esfuerzos deliberados para mantenerse despierta. En ese caso se desvela, y, paradójicamente, aquellas madres que deciden devolver al niño a la cuna para dormir mejor pueden ser precisamente las que peor duermen.

Hay que tomar unas ciertas medidas de seguridad. Si la cabecera de la cama tiene barrotes en los que pueda quedar atrapada la cabecita del bebé, puede forrarla temporalmente con tela. Un bebé no debe dormir junto a un adulto que está bajo los efectos del alcohol o que ha tomado somníferos, ni tampoco con un adulto extremadamente obeso (fuera de estos casos, no existe el menor peligro de aplastamiento). No hay que usar colchones de agua, ni pieles con pelo (naturales ni sintéticas). Tampoco mantas y edredones pesados, al menos durante los primeros seis meses (en invierno, mejor poner la calefacción y una colcha ligera). Y no fume: el tabaco aumenta mucho el riesgo de muerte súbita del lactante.

Nunca hay que dormir con un bebé en un sofá. Hay demasiados rincones donde el bebé puede quedar atrapado. Una solución radical para los problemas de espacio es dormir a la japonesa: colchones o colchonetas directamente en el suelo.

Cuando el bebé duerme con la madre, a veces se despierta y se vuelve a dormir sin decir ni pío, tranquilizado al notar su presencia, y otras veces mama. La madre no suele llegar a despertarse del todo y no lo recuerda al día siguiente.

Pero algunas familias están desesperadas porque su hijo no sólo se despierta y mama, sino que llora y grita, y exige que sus padres le saquen de la cama, le paseen o le canten cinco o diez veces cada noche. Esto es normal unos días si el bebé está enfermo, si le duele algo o tiene la nariz tapada, pero no parece lógico que lo haga cada noche un niño sano. En aquella tribu de la prehistoria, los niños debían estar bastante callados la mayor parte de la noche, no llorando para atraer a los leones. ¿Por qué algunos niños se comportan así?

A veces se trata de niños a los que se ha intentado hacer dormir solos durante una temporada. Si usted ha dejado llorar a su hijo por la noche y ahora, leyendo este libro, cambia de idea y lo trae a la cama grande, no espere que todo vaya como una seda desde el primer día. La respuesta normal a la separación, como vimos más atrás, es que su hijo se muestre desconfiado, exigente y lloroso durante unos días, incluso semanas. Hay que tener paciencia y darle muchos mimos hasta que recupere la confianza.

Pero también he oído de algún niño que, incluso durmiendo con sus padres desde que nació, se pasa las noches llorando y en danza. La mayoría de los padres preferiría no tener que salir de la cama en toda la noche, así que antes de hacerlo conviene preguntarse si de verdad el niño lo ha pedido. A veces, los niños hacen ruiditos medio dormidos, y lo mejor es no hacer nada para que no se despierten del todo. Otras veces, inician tímidas protestas, y basta con tocarles y decir «eoeoeo» para que se vuelvan a calmar. Cuando el niño no duerme, pero tampoco llora, no es necesario hacer nada para dormirlo. Duérmase usted, y él hará lo que le parezca. No encienda la luz, no hable, no salga de la cama a menos que hallan fallado otros medios más suaves.

Cuando un niño ha tomado la costumbre de llorar hasta que le llevan a dar una vuelta por el pasillo, puede ser útil que mamá se quede en la cama y le pasee papá. La mayoría de los niños prefiere a mamá en la cama que a papá paseando (esto es duro para nuestro ego masculino, pero la vida es así).

¿A qué edad dormirá solo?

Esta es una pregunta difícil. La actitud de nuestra sociedad ante el colecho es tan negativa que no hay estudios serios sobre su duración normal.

Si no se hiciera el más mínimo esfuerzo por sacar a los niños de la cama de sus padres, ellos mismos se irían tarde o temprano. No sé a qué edad, porque no conozco a nadie que haya hecho la prueba; sin duda la edad será distinta en cada familia, y dependerá del temperamento y de los deseos del niño y de sus padres. Pero estoy razonablemente seguro de que ninguno de mis lectores siente, en estos momentos, el menor deseo de volver a dormir cada noche entre su padre y su madre. Los japoneses suelen dormir con sus padres hasta los cinco años. Los chimpancés también hasta los cinco, pero tienen la pubertad a los siete, por lo que sus cinco años vienen a ser como diez de los nuestros.

Cuando no existían casas ni ropa, se hace difícil imaginar a un niño de menos de diez años durmiendo solo. Pero ahora dormir solo ya no es tan peligroso, y muchas madres y padres preferirían que los niños se fueran de su cama antes de los diez años. A otros padres, el colecho les es indiferente o les parece muy agradable. Puesto que no perjudican a nadie, están en su perfecto derecho a seguir durmiendo juntos todo el tiempo que quieran.

Cuando los niños comprenden racionalmente que no hay peligro, que sus padres están en la habitación de al lado y que si los necesita vendrán, son capaces de dormir solos sin llorar, y de no llamarlos si no surge ningún problema. Pero el instinto les sigue diciendo otra cosa.

Imagine que le dice a su marido: «Cariño, como ya no vamos a tener más niños, lo mejor será que no tengamos relaciones sexuales nunca más». Racionalmente, seguro que puede entenderlo; pero ¿podrá llevarlo a cabo?

Por mi experiencia y la de otras familias que practican el colecho, diría que hacia los tres o cuatro años, si se les vende la idea con habilidad («como eres un niño mayor, vas a tener tu propia camita, y un armario para guardar tus juguetes…»), los niños suelen aceptar dormir solos. Pero piden que les cuenten cuentos y les hagan compañía hasta que se duermen, y lo siguen pidiendo cada noche hasta los siete u ocho años. Y no que les haga compañía cualquiera, sino habitualmente su madre. Es típico que papá cuente un cuento, y otro, y otro más, y cuando por fin diga: «Bueno, ya está bien de cuentos, ahora a dormir», el niño conteste: «Pues que venga mamá». ¿Y qué madre no ha oído alguna vez una vocecita: «Ven, mamá, que papá ya se ha dormido.»?

El cambio a su propia habitación es más fácil si existe un hermano mayor con el que compartirla. Aunque a partir de cierta edad, es posible que el hermano mayor también prefiera estar solo.

Durante los años de conflicto, entre los tres y los diez, cuando la razón (y sus padres) les dice que pueden dormir solos, pero su instinto les llama junto a su madre, los niños pueden hacer cosas curiosas. Pueden llamar a su madre, y agradecerán enormemente que ella vaya, pero también se conformarán sin llorar con un simple «venga, duérmete, que es tarde».

Pilar, de diez años, pasó una temporada levantándose a los cinco minutos de meterse en la cama y yendo a la habitación de sus padres:

—No puedo dormiiir.

—¿Has probado a estarte quieta y callada?

—No.

—Pues prueba.

Y se iba. Al cabo de unos días, ya se sabía el truco:

—No puedo dormiiir.

—¿Has probado a estarte quieta y callada?

—Sí.

—¿Mucho rato?

—No, poco.

—Pues prueba más rato.

Unos días más tarde, no hacía falta dar con detalles:

—No puedo dormiiir.

—¿Sabes qué te voy a decir?

Y se iba a dormir. Algunas noches, si no estaba muy cansada, mamá iba a hacerle compañía unos minutos. Unas semanas más tarde, Pilar se iba a dormir sin decir ni pío; y su madre, por supuesto, echaba de menos aquellos momentos.