Los insectos, peces, reptiles y anfibios tienen en general muchos hijos y los dejan solos. Entre tantos, alguno sobrevivirá. Las aves y los mamíferos, en cambio, tienen pocos hijos y los cuidan, protegen y alimentan durante su periodo de crecimiento.
El grado de autonomía del recién nacido varía enormemente entre los mamíferos. Muchos carnívoros, como los gatos o los lobos, tienen crías desvalidas, que apenas caminan y a las que hay que mantener calientes y escondidas en un nido o madriguera. Los pequeños herbívoros, como el conejo, también mantienen a sus crías en una madriguera, pues la madre puede permanecer unas semanas en la misma zona, saliendo a comer y volviendo de vez en cuando para dar el pecho.
Los grandes herbívoros, sobre todo si viven en manadas, acaban rápidamente con la hierba del lugar donde viven y tienen que desplazarse cada día en busca de nuevos pastos. La cría debe acompañarles en sus desplazamientos desde el primer día. Por ello, suelen tener crías capaces de caminar y correr a los pocos minutos de nacer.
En su excelente libro, del que he extraído la mayor parte de la información sobre la crianza en los animales, Susan Allport afirma que «los predadores, animales capaces de protegerse a sí mismos y a sus crías, pueden permitirse tener crías desvalidas». Pero me da la impresión de que un búfalo herbívoro puede defender a sus crías bastante mejor que un gato carnívoro; y, en todo caso, ¿qué daño le haría a un tigre el que sus crías pudieran caminar desde el nacimiento? Aunque «pudiera permitirse» tener crías desvalidas, ¿no sería aún mejor tener crías más autónomas?
Supongo que la respuesta está en el aprendizaje. El ciervo no puede aprender a huir de los lobos. Tiene que huir bien a la primera o no tendrá más oportunidades para huir. Por tanto, nace con la capacidad de huir, que pondrá en práctica, siempre de la misma manera, ante cualquier peligro. Los cazadores, en cambio, persiguen a sus presas cientos de veces a lo largo de su vida, y eso les da la oportunidad de aprender de sus errores, perfeccionar su técnica, idear nuevas estrategias adaptadas a cada terreno o a cada tipo de presa. Durante su infancia, el gato persigue moscas, ovillos de lana o su propia cola; más adelante acompaña a su madre para aprender de ella el arte de la caza; con frecuencia «juega al gato y al ratón» con sus presas, soltándolas y volviéndolas a atrapar para practicar. Posiblemente, el gato no podría aprender si ya «naciera enseñado»; la desvalidez de sus primeras semanas es el precio a pagar por una conducta que no depende sólo de los genes, sino también en parte del aprendizaje, y por tanto es más adaptable a los cambios ambientales.
Los primates también nacen desvalidos, probablemente como consecuencia de su adaptación a la vida en los árboles, Bambi (como todos los cervatillos en la vida real) se cae de culo varías veces antes de ponerse a caminar; eso no tiene importancia cuando ya estás en el suelo, pero puede resultar fatal si caes de una rama. Los monitos nacen desvalidos, y se desplazan colgados de su madre durante un tiempo. Sólo se aventuran solos cuando son capaces de hacerlo a la perfección, sin caerse ni una sola vez.
Los monos recién nacidos se agarran por sí mismos a su madre, con una excepción: los chimpancés y gorilas. Se nos parecen tanto que, durante las primeras semanas, es la madre la que tiene que sujetar a su cría.
Nos parecemos tanto a nuestros primos, los grandes simios, que nos reconocemos en su conducta y ellos en la nuestra. Pueden aprender de nosotros y también pueden enseñarnos, como nos explica Eva, una madre de Barcelona, que tuvo el privilegio de vivir un momento mágico y de saber reconocerlo como tal:
Estábamos en el zoológico y nos acercamos al recinto de los chimpancés. Estábamos observándolos a través de una enorme pared de vidrio cuando Xavi, nuestro hijo pequeño, de tres meses, se puso a llorar. Un par de chimpancés se acercaron al vidrio, directo hacia él, y pegaron sus manos al cristal, intentando tocarlo. Uno de los chimpancés era una hembra viejecita que, al ver que Xavi continuaba disgustado, levantó el brazo y ofreció su pezón a mi bebé. Xavi paró de protestar y la hembra se despegó del cristal, aunque se quedó junto a él, intentando acariciarlo con los nudillos. Y cuando lo vio protestar de nuevo, volvió a ofrecerle teta.
Además de sentir que habíamos vivido algo muy especial, pensé en lo triste que resultaba la experiencia. Hace dos días, una vieja chimpancé obligada a vivir en un parque zoológico no duda en ofrecer su pecho a una cría de otra especie que llora; hace un mes y medio, mi bebé protestaba en una reunión y la mayoría de los presentes insistía en que no volviese a darle teta, que lo mal acostumbraba, y que lo dejase en el cochecito (hubo quien dijo que el niño estaba nervioso porque echaría de menos la cuna… Sin comentarios).
Otra diferencia fundamental se establece entre los mamíferos que esconden a sus crías en nidos y madrigueras, como los conejos, y aquellos que llevan a sus crías a todas partes, colgados como los primates o andando como las ovejas.
La madre conejo pasa el mayor tiempo posible a unos metros de distancia de su madriguera para no atraer a los lobos con su olor (el olor de las crías es mucho más débil que el de la madre). ¿Ve lo que le decía? Ya he vuelto a usar ese lenguaje poético, como si la coneja hiciese las cosas a propósito. Ella no sabe lo del olor, ni lo de los lobos. Ella lo hace porque sus genes la obligan a hacerlo, y a lo largo de millones de años, las conejas dotadas del gen «mantenerse apartadas de la madriguera» han tenido más hijos vivos que las que tenían el gen «quedarse dentro de la madriguera». El triunfo de ese gen es la prueba de que resultaba útil en el ambiente evolutivo de la especie, es decir, cuando había lobos. Ahora que en muchos países no quedan lobos ni apenas otros depredadores, esa conducta de la coneja puede ser inútil, pero la coneja no lo sabe y se sigue comportando igual.
La madre conejo deja a sus crías escondidas en la madriguera y sólo les da el pecho una o dos veces al día. Para pasar tantas horas sin comer, los gazapos necesitan una leche muy concentrada: 13 por ciento de proteínas y 9 por ciento de grasas. La cría de la cabra va con su madre a todas partes y mama de forma casi continua, por lo que su leche sólo tiene un 2,9 por ciento de proteínas y un 4,5 por ciento de grasas (la leche materna, por cierto, tiene un 0,9 por ciento de proteínas y un 4,2 por ciento de grasas. ¿Cuánto rato piensa que puede aguantar un niño sin mamar con eso?). Como en una delicada coreografía, la conducta de las crías ha ido evolucionando en consonancia con la de sus madres y con la composición de la leche: los gazapos que salían de la madriguera intentado seguir a su madre murieron jóvenes, al igual que los corderos que se sentaban a esperar a su madre en vez de seguirla. Cuando se quedan solos en su madriguera, los conejitos están absolutamente quietos y callados, pues si llorasen llamando a su madre podrían atraer a los lobos. En cambio, las cabritas que pierden de vista un momento a su madre en seguida empiezan a llamarla con desespero.
De modo que la conducta de la madre y de las crías es distinta y característica de cada especie, y está adaptada a su forma de vida y a sus necesidades. Sería ridículo intentar explicar a una coneja que tiene que ser «buena madre» y pasar más tiempo con sus hijos, del mismo modo que sería absurdo decirle a una cabra que no ande siempre con su cría «pegada a las faldas», porque la cría necesita «hacerse independiente» y la madre «también necesita momentos de intimidad para vivir en pareja».
Los primates en general necesitan un contacto continuo con la madre. John Bowlby, un psiquiatra infantil inglés, describe con detalle en El vínculo afectivo la conducta de apego en distintos primates a partir de las observaciones de numerosos científicos. Explica, por ejemplo, las peripecias de otro investigador, Bolwig, que decidió criar en su casa una cría huérfana de mono patas y hacerle de madre sustituta para estudiar sus reacciones. Curiosamente, recibía, lo mismo que las madres normales, consejos de todo el mundo sobre la mejor manera de criar a un mono:
El castigo y la separación dan tan mal resultado en el mono como en el niño. Vean lo que ocurrió un día en que Bolwig metió a su mono en una jaula:
Si los científicos encontrasen un nuevo animal, hasta ahora desconocido, y quisieran averiguar rápidamente (sin necesidad de estar observándolo durante semanas) cuál es su manera normal de cuidar a las crías, podrían hacer un experimento muy sencillo: llevarse a la madre y dejar a las crías solas. Si se quedan quietas y calladas, es que lo normal en esa especie es que las crías se queden solas. Si se ponen a gritar como si las matasen, es que lo normal en esa especie es que las crías no se separen de la madre ni un momento. Y su hijo, ¿cómo reacciona cuando usted se va? ¿Qué le parece que es lo normal en nuestra especie?
Por la conducta de nuestros hijos, por la observación de nuestros parientes (animales) más cercanos y por la composición de nuestra leche, podemos deducir que el ser humano pertenece de lleno al grupo de los animales que maman de forma continua. Las madres bosquimanas (Kung) llevan a sus hijos constantemente encima, y los bebés se sirven solos: maman cuatro veces por hora o más durante varios años. Blurton Jones, un etólogo (especialista en la conducta de los animales) británico que estudió el comportamiento de los niños, sugirió que los «cólicos del lactante» podrían ser la respuesta de los bebés cuando se les intenta alimentar a intervalos en vez de continuamente. De hecho, se ha observado que los macacos criados en cautividad con biberón, a los que dan de comer cada dos horas, sufren frecuentes vómitos y eructos, a diferencia de los que son amamantados continuamente por sus madres.
Susan Allport sugiere que el paso de amamantar continuamente a hacerlo a intervalos es muy antiguo, tal vez desde el comienzo de la agricultura:
Me parece una interpretación demasiado centrada en la cultura norteamericana del siglo XX. Aunque la frecuencia de la lactancia en las bosquimanas parece un récord del mundo, lo cierto es que en muchas sociedades agrícolas las mujeres trabajaban con su hijo a la espalda, y las tomas a intervalos regulares son un invento muy moderno. Las abuelas (o bisabuelas) de muchas lectoras todavía fueron con su hijo encima a todas partes. La idea de dar el pecho con un horario fijo, es reciente, y al principio no eran cuatro, ni mucho menos tres horas.
Todavía en 1927 se recomendaba amamantar cada dos horas y media durante el primer trimestre. Se puede engañar a parte de la gente durante algún tiempo; pero la mayor parte de la humanidad durante la mayor parte de la historia ha amamantado a demanda.
Por otra parte, no creo que la mayoría de las madres, desde hace milenios, haya considerado a sus hijos como «estorbos» ni haya «dado saltos de alegría» ante la posibilidad de separarse de ellos. Conozco a muchas madres que consideran a sus hijos como su mayor tesoro, y que se sienten tristes (muchas usan la palabra «culpables») cuando se ven obligadas a dejarlos para irse a trabajar.
Hace millones de años, antes de que comenzase nuestra evolución cultural, las madres prehumanas cuidaban ya a sus hijos.
Tanto los hijos como las madres mostraban una conducta innata, instintiva, determinada por los genes. Aquella conducta estaba plenamente adaptada al ambiente en que evolucionó nuestra especie, probablemente en pequeñas bandas de recolectores y carroñeros, en una sabana poblada por peligrosos predadores.
Desde entonces, diversos grupos humanos han ideado y vuelto a olvidar docenas de métodos de crianza.
En las culturas tradicionales, los padres aprendían por observación la forma «normal» de criar a sus hijos, y los cambios eran lentos y escasos. En nuestra sociedad de la información y el desarraigo, la madre puede rechazar como inadecuada o anticuada la forma en que su propia madre la crio, y sustituirla por los consejos de sus amigas o por lo que ha leído en libros o visto en películas.
De este modo conviven métodos de crianza muy distintos.
Unos padres duermen con su hijo, otros lo instalan en una habitación separada. Unos lo toman en brazos casi todo el rato, otros lo dejan en una cuna, aunque llore. Unos toleran pacientemente las rabietas y exigencias de los niños pequeños, otros intentan corregirlos con severos castigos. Cada uno de ellos, por supuesto, está convencido de que hace lo mejor para sus hijos, ¡si no, no lo haría! Pero, sea lo que sea lo que hemos aprendido, leído, visto, escuchado, creído o rechazado a lo largo de toda nuestra vida, nuestros hijos nacen iguales. Nacen sin haber visto, oído, leído, creído o rechazado nada.
En el momento de nacer, sus expectativas no vienen marcadas por la evolución cultural, sino por la evolución natural, por la fuerza de los genes.
En el momento de nacer, nuestros hijos son básicamente iguales a los que nacieron hace cien mil años.
La forma en que los bebés se comportan espontáneamente, la forma en que esperan ser tratados, la forma en que reaccionan a los diferentes tratos que reciben, no ha cambiado en decenas de miles de años. Si queremos entender por qué los niños son como son, hemos de remontarnos muchos milenios atrás y observar cómo nos adaptamos a nuestro ambiente evolutivo.