SELECCIÓN NATURAL Y SELECCIÓN CULTURAL

Los hijos, a menudo, se nos parecen

y así nos dan la primera satisfacción.

Joan Manuel Serrat

Los hijos se nos parecen, y no es de extrañar, porque han heredado nuestros genes. Pero de vez en cuando se produce un error en el complicado proceso de copiar los genes para pasárselos a nuestros descendientes. Es lo que se llama una mutación.

Las mutaciones se producen al azar. La mayoría de las veces son cambios químicos sin importancia práctica, y no nos enteramos de su existencia. Cuando la mutación es lo bastante importante para producir un efecto, la mayor parte de las veces resulta perjudicial para la víctima: un león con mala vista, una mosca que no puede volar… Estos animales mueren jóvenes, dejando pocos o ningún descendiente, por lo que la selección natural tiende a eliminar las mutaciones perjudiciales.

De vez en cuando, la mutación no tiene ningún efecto, ni positivo ni negativo, sobre la capacidad del animal para reproducirse y sobrevivir. Ojos azules o pardos, cabello liso o rizado, se distribuyen al azar por el planeta.

Muy de tarde en tarde, una mutación resulta beneficiosa para un ser vivo. Una flor de colores más atractivos para las abejas tiene más posibilidades de ser polinizada y producir semillas. Una gacela más veloz puede escapar de las leonas. Una jirafa con el cuello más largo puede seguir comiendo hojas de la parte superior del árbol cuando sus compañeras no tienen nada que comer en las ramas bajas. Estos animales o plantas tienen más hijos y nietos que sus competidores, más «éxito reproductivo», y sus genes se irán extendiendo.

No sólo la forma del cuerpo, sino también la conducta, en la medida en que sea innata (es decir, se herede de los padres sin necesidad de aprendizaje), está sometida a la selección natural. La tórtola que no empolla sus huevos o no protege su nido, la cierva que no lame continuamente a su cría para mantenerla limpia de olores que pudieran atraer a los lobos, tienen menos posibilidades de tener hijos, o de que sus hijos sobrevivan y les den nietos. A lo largo de millones de años, cada animal ha desarrollado la conducta más adecuada para aumentar su éxito reproductivo.

La conducta más adecuada, se entiende, dentro de unas condiciones determinadas. Condiciones que dependen, en primer lugar, del azar: los ratones podrían escapar más fácilmente a los gatos si una mutación les hubiera dado alas, como a los murciélagos. Pero parece que tal mutación no se produjo. En segundo lugar, de las características propias del animal. Una mayor agresividad puede ser útil para un tigre, pero a un conejo le conviene más esconderse y huir. Un conejo que plantase cara a los lobos no dejaría mucha descendencia. En tercer lugar, de las circunstancias ambientales. Tener una gruesa capa de pelo resulta muy útil en clima frío, pero no en clima cálido.

Todas estas condiciones constituyen el ambiente evolutivo de una especie. Y ese ambiente puede cambiar. Una especie perfectamente adaptada puede encontrarse de pronto con que su cuerpo o su conducta resultan inútiles ante un cambio en el clima o en la vegetación, o ante la aparición de predadores con nuevas técnicas de caza. Si el cambio es lento y poco intenso, tal vez aparezcan algunas mutaciones que permitan a la especie cambiar para dar origen a una raza o incluso a una especie nueva. En cualquier caso, la vieja especie, tal como la conocíamos, se habrá extinguido.

La selección natural es lo que nos permite afirmar que cada animal cuida a sus hijos de la mejor manera posible. A lo largo de millones de años, los que mejor criaban a sus hijos han tenido más hijos vivos, y sus genes se han extendido.

En el ser humano, y en menor grado en otros primates, la conducta no depende sólo de los genes, sino también del aprendizaje. Las conductas aprendidas se pueden transmitir no a través de los genes, sino por el ejemplo y la educación; no sólo a los descendientes, sino también a otros miembros de la especie. Esto nos ha permitido adaptarnos a todos los ambientes, desde las selvas hasta los desiertos, desde los verdes prados hasta los hielos perpetuos. Y nos permite también adaptarnos con gran rapidez a todos los cambios, pues la solución que una persona encuentra para un problema determinado no se transmite a un puñado de descendientes a lo largo de miles de años, sino que puede alcanzar a millones de personas en pocos años, incluso en pocos días.

Al hablar de la selección natural entre los animales, es costumbre usar un lenguaje figurado, atribuyendo libertad, voluntad y finalidad a lo que no es sino un proceso casual. Así, suele decirse que «el macho del pavo real ha desarrollado grandes y vistosas plumas para atraer la atención de las hembras», como si el pavo hubiera diseñado y fabricado su plumaje (cuando en realidad se trató de una mutación al azar) y como si la hembra fuera ajena al proceso (de nada sirve pavonearse si a la pava no le gusta. Las pavas muestran un interés instintivo por las plumas de su galán, interés que también se transmite por los genes).

Por supuesto, nadie cree que el pavo haya diseñado conscientemente una pluma, y todo el mundo entiende que se trata sólo de una licencia poética (pues también los científicos tienen su corazoncito). Pero al hablar de la conducta humana, en que la selección natural ha cedido el paso a la selección cultural, esta forma de hablar se presta a múltiples confusiones. Así, cuando se compara la conducta del varón joven con la del pavo: una moto o una cazadora de cuero sirven para «pavonearse», y la evolución favorecería esta conducta porque aumenta el éxito reproductor… Pero la situación es muy distinta. Primero, porque el ser humano sí que diseña o escoge su ropa con un propósito definido y no al azar. Segundo, porque ese propósito puede ser muy distinto del éxito reproductor. Es incluso probable que ese joven que se pavonea no tenga el menor interés en reproducirse (aunque sí en algunos requisitos previos). Tercero, porque sea cual sea el objetivo, nadie nos garantiza que la conducta en cuestión alcanzará, en efecto, ese objetivo. Uno puede elegir con cuidado su ropa, su peinado y su «pose», su forma de hablar y comportarse, con el objetivo de resultar irresistible para el sexo opuesto…, y encontrarse con que le consideran un pijo, un creído o un perfecto idiota. Y, a pesar de ello, puede que otros le imiten y sigan su moda, al menos durante un tiempo.

Por culpa de la selección cultural ya no podemos afirmar que los seres humanos criamos a nuestros hijos de la mejor manera posible. Una innovación ya no necesita contribuir a nuestra supervivencia o a la de nuestros hijos para extenderse. A largo plazo, la verdad probablemente acaba por imponerse; pero a medio plazo (unos cuantos siglos), es posible que una sociedad entera haga con sus hijos cosas que les perjudican sin darse cuenta de ello y convencidos de que están haciéndolo todo a la perfección. La reciente historia europea nos proporciona abundantes ejemplos de errores ampliamente extendidos entre médicos y educadores: hubo una época en que se fajaba a los niños como momias, con apretadas vendas de la cabeza a los pies, o en que se castigaba a los que intentaban escribir con la mano izquierda. ¿Somos tan arrogantes como para pensar que ahora, precisamente ahora, lo estamos haciendo todo bien? ¿No estaremos creyendo algo, haciendo algo, dando importancia a algo que, dentro de cien años, provoque el asombro, el estupor o la risa de nuestros bisnietos?

En los otros animales, casi cada conducta tiene un carácter adaptativo (es decir, útil para la supervivencia). Cuando vemos a una madre animal hacer algo con su hijo, es razonable pensar: «Para algo debe servir, porque si no sirviera, no lo haría».

La primera gacela que se pasó el día lamiendo a su cría no lo hizo por capricho, porque se le ocurrió en aquel momento y no tenía nada mejor que hacer; ni tampoco de forma deliberada, pensando: «Así los leopardos no olerán a mi cría». Lo hizo porque una mutación cambió su conducta; no podía hacer otra cosa.

Y si las gacelas actuales lo siguen haciendo es porque, en efecto, esa conducta resultó útil. En cambio, la primera persona que pegó una bofetada a un niño, o que le dejó llorar sin tomarle en brazos, o que le dio el pecho siguiendo un horario, o que le puso un amuleto, sí que lo hizo porque se le ocurrió. Son conductas voluntarias, que no obedecen a los genes. Puedes hacerlo o dejarlo de hacer. Puede que esa primera persona que pegó a su hijo lo hiciera por casualidad, porque estaba enfadado y era incapaz de controlar su ira, o puede que lo hiciera con un propósito determinado. Y ese propósito pudo ser el bien del niño, o el bien de los padres, o la voluntad de los dioses, o cualquier extraña teoría filosófica. Muchas veces, distintas familias hacen lo mismo pero por distinto motivo. Unos pegan a su hijo para castigarle por haberse peleado, creyendo que así le enseñan que los golpes duelen y que hay que ser pacífico; otros pegan a su hijo para curtirle, para que se convierta en un guerrero agresivo y no se deje dominar. Unos cuelgan de su cuello un amuleto para protegerle del mal de ojo, otros lo hacen para demostrar su pertenencia a un grupo determinado; otros, simplemente, porque el amuleto es decorativo. Estos dejan llorar al niño porque creen que eso es bueno para los pulmones; aquellos, para fortalecer su carácter; los de más allá, para que no aprenda a salirse con la suya (es decir, para que no tenga un carácter tan fuerte).

Y todos estos inventos pueden extenderse, tanto si funcionan como si no. Lo importante es la capacidad de sus inventores para convencer a los demás padres. Antiguamente, una costumbre se extendía más rápidamente si la respaldaban los hechiceros o los médicos; hoy en día, puede ser más útil vender muchos libros o salir por la tele. Es posible incluso que aparezcan y triunfen conductas que dificultan nuestra supervivencia o disminuyen nuestro éxito reproductor. Si el consumo de alcohol y otras drogas se transmitiera por un gen y no por imitación, difícilmente se hubiera extendido tanto.

Incluso cuando resultan beneficiosos, los cambios culturales pueden chocar con características físicas o de conducta que son fruto de la herencia genética, y que no se pueden cambiar de la noche a la mañana. Nuestra alimentación nos permite vivir más años que nuestros antepasados de las cavernas, pero con más caries. Nuestra organización del trabajo nos garantiza bienestar y prosperidad, pero los lunes por la mañana preferiríamos quedarnos en la cama…

Por tanto, ante conductas que ya no dependen de los genes, sino de la cultura, ya no es lícito el razonamiento de que «si lo hace todo el mundo, para algo servirá». No es lícito para nuestra cultura ni para ninguna otra. Las cosas no se pueden justificar «porque siempre se ha hecho así», ni tampoco «porque los aborígenes de Nueva Guinea lo hacen así».