LA ESTIMULACIÓN PRECOZ

Hay excelentes profesionales dedicados a la atención de niños con deficiencias, y no dudo de que la estimulación precoz puede ser muy útil en esos casos.

Lo que incluyo aquí como mito es la estimulación precoz de niños sanos con el propósito de convertirlos en genios. Puede ser un mito bastante inocente si conduce simplemente a que los padres dediquen más tiempo a su hijo, jueguen con él, le enseñen canciones y le cuenten cuentos. Desde luego que todo eso es bueno para los niños.

Pero el fin (aumentar la inteligencia) podría hacer injustos los medios. Admitamos, por ejemplo, que los niños aprenden antes a hablar si sus padres juegan con ellos y les cuentan cuentos. ¿Constará eso en su curriculum? («¿A qué edad empezó usted a hablar?». «Dije “papa” a los once meses, y a los dieciocho meses dominaba 85 palabras». «Magnífico, el empleo es suyo». Es obvio que no basta con mostrar una ligera diferencia a los dos años, sino que esa diferencia debe mantenerse a los veinticinco para decir que realmente hubo un efecto.

Y si hubiera tal efecto a largo plazo, ¿cuál fue exactamente la clave del éxito? ¿Fueron los juegos, los cuentos o las canciones? ¿Estimulan más los «cinco lobitos» o el escondite? ¿O será que esos padres también llevaron a sus hijos a mejores colegios, o les ayudaron más con sus estudios cuando tenían doce años? ¿No será que los padres que dedican más atención a sus hijos el primer año se la dedican también el resto de su vida?

«Jueguen con su hijo para disfrutar de esta época» me parece un buen consejo para los nuevos padres. No parece prudente cambiarlo por «estimulen a su hijo para que sea más inteligente». Los juegos de los bebés no son competitivos, nadie gana al cucú ni pierde a hacer cosquillas. Pero en la estimulación sí que es posible perder, porque había un objetivo (la inteligencia). Los padres juegan para reírse y para disfrutar viendo cómo se ríen sus hijos, pero la estimulación puede convertirse en una obligación para unos y otros, y los padres pueden creerse con derecho a recibir algo a cambio de sus «esfuerzos». («¡Que te estés callada te digo, no interrumpas cuando te cuento un cuento!». «¿Cómo que qué es un palacio? Ya te expliqué ayer lo que es un palacio. A ver si te fijas un poco más»). Lo que los padres dan a su hijo cuando juegan no son conocimientos ni técnicas de estudio, sino la maravillosa sensación de sentirse amado, respetado, importante.

Uno de los mayores peligros de este mito es la extendida creencia de que los padres no saben estimular adecuadamente a los niños, y que este papel corresponde a profesionales de la pedagogía. Se hace creer a los padres que su hijo necesita ir a la guardería para aprender a hablar, para socializarse (es decir, relacionarse con otros niños), para «espabilar» en general, para no estar tan mimado, para separarse de su madre… (para esto sí que sirve la guardería, para separarse de su madre, por desgracia).

No es cierto. Ir a la guardería no es mejor que estar en casa con la familia. Hace una década, Susan Dilks revisó en profundidad los estudios científicos que comparaban a los niños que iban a la guardería con los que se quedaban con sus padres. La asistencia a la guardería se asociaba con un vínculo afectivo menos seguro con los padres. En cuanto a la socialización, los datos eran conflictivos: más sociables en algunos estudios, pero también más agresivos en otros; los resultados eran mejores en guarderías de alta calidad. En el aprendizaje o la inteligencia, no había diferencias entre niños que iban a la guardería o que se quedaban en casa, excepto para los niños de comunidades desfavorecidas, que mejoraban algo si asistían a guarderías de alta calidad dependientes de departamentos universitarios de pedagogía. La ventaja en el aprendizaje desaparecía a menos que se mantuviese una ayuda especial durante toda la escolarización. No se comenta nada sobre niños de familias maravillosas (como la familia de usted, querido lector) que acuden a guarderías de baja calidad.

En conclusión, si el niño recibe un trato adecuado en su casa, acudir a una guardería no le ofrece ninguna ventaja.

Desde luego, miles de familias necesitan, por motivos económicos, llevar a sus hijos a una guardería. Mientras seguimos luchando por prolongar la licencia de maternidad y equipararla a la de países socialmente más avanzados, es bueno saber que un niño puede desarrollarse más o menos igual de bien en una guardería de alta calidad.

¿Y cómo se distinguen esas guarderías de alta calidad de las que tanto hablamos? Dilks ofrece una serie de criterios generales, por ejemplo en cuanto al número de niños por cuidador. Máximo cuatro niños de menos de dieciocho meses, o cinco niños de entre dieciocho y treinta y seis meses, u ocho niños de entre tres y cinco años de edad. ¿Cuántos niños por señorita hay en la guardería de su hijo?

La legislación española permite ocho niños de menos de un año por cuidador. ¿Cree usted que es posible cuidar a ocho bebés a la vez? Si tuviera usted octillizos, o simplemente cuatrillizos, ¿se sentiría capaz de cuidarlos durante todo el día sin ayuda de nadie? Sólo en cambiar pañales y dar comidas se te va todo el tiempo; es imposible hacer nada más con los niños. ¿Dónde queda la famosa estimulación precoz? ¿Dónde queda, simplemente, el cariño? ¿Quién cree usted que toma a su hijo en brazos cuando llora, o que juega con él? ¿Cómo puede extrañarle que luego, por la tarde, pida brazos y mimos a todas horas?

El problema es que el cuidado de los niños se ha diseñado con criterios puramente económicos. El proceso no ha sido: «Los niños necesitan esto y lo otro, eso cuesta tanto dinero, vamos a ver de dónde lo sacamos», sino justo al revés: «Tenemos tanto dinero, vamos a ver qué podemos conseguir con eso». Y la cantidad de dinero es, por definición, muy pequeña, pues la madre no puede gastar en el cuidado de su hijo más que una parte de lo que gana con su trabajo, y en general las mujeres tienen empleos peor pagados que los varones.

Así, todo nuestro sistema educativo está cabeza abajo.

Cuanto menor es la edad del alumno, menos calificaciones y experiencia se exigen al maestro, y menos se le paga. Tendría que ser justo al revés: las cuidadoras de una guardería deberían estar mejor cualificadas y mejor pagadas que los profesores de universidad, porque un bebé puede sufrir mucho con una mala cuidadora, pero un joven de veinte años puede pasar olímpicamente de una mala profesora de física.

Habitualmente, la hora de cuidar niños en casa («canguro») se paga menos que la hora de fregar pisos. ¿Qué es más importante, que su hijo esté bien atendido o que su suelo quede brillante?

Al estar tan mal pagado, el cuidado de los niños ha quedado desprestigiado. Cuando una madre hace el enorme esfuerzo económico de dejar de trabajar durante unos meses para cuidar a su bebé, encima le dicen «qué suerte, tú que puedes» o «qué bien, ahora todo el día sin hacer nada». O incluso: «Te vas a quedar estancada, no puedes renunciar a tu carrera…». Hace tiempo leí el comentario de una madre que, harta de escuchar críticas, había decidido sustituir el «ahora no trabajo» por «estoy en un proyecto piloto de psicología aplicada; estamos estudiando el efecto de la atención continua personalizada sobre el desarrollo psicoafectivo del lactante». Parece tan complicado que nadie se atrevía a pedir más detalles, y así no se enteraban de que la investigadora era ella, el sujeto de estudio era su hijo, el centro de investigación era su casa…, y no le pagaban por el trabajo.