El tiempo fuera, o tiempo de exclusión, es una de las técnicas de «educación» derivadas del conductismo. Uno de sus adalides ha sido el Dr. Christophersen, profesor de pediatría y de ciencias de la conducta en la Universidad de Kansas. Publicó una amplia explicación de sus métodos en una prestigiosa revista pediátrica. Comienza, en efecto, con bastante sentido común, rechazando con firmeza el castigo físico y explicando que los niños menores de cuatro o cinco años no tienen capacidad de pensamiento abstracto, por lo que no pueden cumplir muchas de nuestras órdenes. También advierte que los niños aprenden por repetición, y que al hacer muchas veces una cosa «mal» no nos están desobedeciendo o desafiando, sino sólo practicando. Sostiene que el método del tiempo de exclusión «funciona mucho mejor que azotar, gritar y amenazar a los niños», lo que probablemente también es cierto…
Pero al llegar a la descripción detallada del método, uno se pregunta dónde ha quedado el sentido común. Estamos hablando de niños de ocho meses a doce años, que han hecho cosas tales como «berrinches, golpear u otros actos agresivos, no seguir las indicaciones que se les dan […], brincar en los muebles e interrumpir». El procedimiento es el siguiente:
Paso 1. En seguida de la conducta inadecuada, decir al niño: «No, no debes…». Debe decirse esto en forma calmada, sin levantar la voz, hablar con ira o regañar. Llevarlo al corralito sin decir ninguna otra palabra, y con una expresión facial tal que no se confunda esto con afecto.
Paso 2. Después de que la criatura se encuentre en el sitio que se le ha asignado, no decirle una palabra, no mirarle y no hablarle. Cuando ha dejado de llorar y se ha relajado, volver al sitio, recogerlo sin decirle una palabra y ponerlo en el piso cerca de sus juguetes. No darle reprimendas ni mencionarle lo que hizo mal. No se necesita darle todo un sermón y debe tratarse de no parecer iracundo. Si el niño comienza a llorar cuando el padre camina hacia él o lo levanta, volver a ponerlo en el corral y reiniciar la maniobra.
Paso 3. Después de cada exclusión, el niño debe iniciar un periodo de reconstrucción. No habrá explicaciones ni regaños, amenazas o reprimendas. En la primera oportunidad, buscar y premiar los comportamientos positivos.
El niño puede ser castigado en cualquier momento, sin previo aviso, durante un tiempo ilimitado, por un ser todopoderoso que no explica nada y finge no estar enfadado. El acusado no puede decir nada en su descargo, pues la decisión es irrevocable.
Para poner término al castigo, lo único que puede hacer el niño es dejar de llorar. No sirve de nada prometer que no lo hará más si lo promete llorando. No basta con cumplir un tiempo determinado: un asesino condenado a dieciocho años saldrá de la cárcel a los dieciocho años, tanto si llora como si no, tanto si se arrepiente como si no, tanto si pide perdón como si no; pero un niño puesto en exclusión puede permanecer indefinidamente si sigue llorando (por fortuna, los padres suelen tener más sentido común que los «expertos», y si el niño no calla en un tiempo prudencial acaban sacándolo). Lo que se exige del niño es que reprima sus sentimientos y que deje de llorar precisamente cuando más deseos (y más motivos) tiene para hacerlo. Que finja, que mienta (y se mienta a sí mismo), que renuncie a su propia personalidad para convertirse en un autómata al servicio de los deseos de los adultos. Es difícil concebir un método más inhumano.
¿Por qué no se le habla con ira ni se le regaña? Para demostrar superioridad. Se trata de no rebajarse al nivel del niño, de mostrarse ante él con la seguridad y el aplomo de un dios encarnado.
¿Por qué esa insistencia en no hablarle ni mirarle? Hablando se entiende la gente, y para el conductista es fundamental que padre e hijo no se entiendan. Si hablan, es posible la argumentación, la defensa, la súplica, la impugnación, y se corre el riesgo de que el proceso se vea contaminado por algo de racionalidad. La capacidad de hablar distingue al hombre del animal; y Skinner, no lo olvidemos, investigaba con ratas. Si el padre mira al niño, puede ver su sufrimiento, puede sentir compasión, puede establecerse un contacto visual. Todo esto es peligroso para el éxito del método, que por principio ha de ser distante, impersonal, irracional e inmisericorde.
¿Por qué una expresión facial que no pueda confundirse con afecto? Porque coger al niño en brazos para llevarle al corralito es el punto débil del método: en ambientes en que coger en brazos está firmemente prohibido porque los niños «se malcrían», el pobre infeliz podría tener la impresión de que le estarnos tratando con cariño. Podría llegar a «portarse mal» a propósito, para que así le toquen y le hablen.
Dentro de ciertos límites, a los niños les duele más la indiferencia de sus padres que los gritos y los golpes. Lo que aparentemente es un progreso, una «humanización», usar la indiferencia en vez de los gritos y sermones no es más que un retroceso hacia una forma más refinada de tortura. La indiferencia, como las descargas eléctricas, es una tortura ideal: duele más que los golpes, pero no deja marcas físicas.
¿Por qué durante el tiempo de exclusión no se le ha de mencionar al niño lo que ha hecho mal? ¿No sería más efectivo el método con un refuerzo verbal? («No vuelvas a tocar el gas, no pegues a tu hermanito»). ¡Claro que no! Dar explicaciones sólo lleva a debilitar el efecto. El acusado podría negar los hechos, o incluso (¡supremo desafío!) negar la validez de la norma. Un régimen de terror no puede admitir el debate.
¿Por qué el método sólo se aplica a menores de doce años? ¿No se podría modificar así la conducta del universitario sarcástico, del empleado holgazán, del cliente insolente, del novio descortés o de la esposa desobediente? No, y por tres motivos. El primero, un niño mayor de doce años pesa demasiado para cogerlo en brazos y meterlo en un corralito. El segundo, no va a quedarse en silencio cuando le tratan con tan manifiesta indignidad. El tercero, y quizás principal, es la vergüenza ajena: la sola idea de someter a estas vejaciones a un adolescente o a un adulto produciría incredulidad, risa o consternación. Pero parece tan «normal» tratar así a un niño…
(Por cierto, amable lectora, ¿le ha molestado en el párrafo anterior la expresión «esposa desobediente»? Escuece, ¿verdad? Eso se llama ahora «lenguaje sexista», que es el peor tipo de lenguaje políticamente incorrecto. ¿Por qué, entonces, sí que está permitido decir «hijo desobediente»?).
Algunos de los lectores habrán tenido una sensación de déjà vu al leer las explicaciones del tiempo de exclusión. ¿Dónde habían leído antes algo parecido? Tal vez aquí:
—No puede irse, usted está detenido.
—Así parece —dijo K—. ¿Y por qué? —preguntó a continuación.
—No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere allí.
[…]
—Usted está detenido.
—Pero ¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?
—Ya empieza usted de nuevo —dijo el vigilante, e introdujo un trozo de pan en el tarro de la miel—. No respondemos a ese tipo de preguntas.
—Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos, muéstreme ahora los suyos, y ante todo la orden de detención.
—¡Cielo santo! —dijo el vigilante—. Que no se pueda adaptar a su situación, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente.
Son párrafos de El proceso, de Kafka. Sí, el método del tiempo de exclusión es kafkiano, en el más estricto sentido de la palabra.
¿Es también efectivo? Casi todos los métodos que criticamos en este libro lo son. Efectivos para lograr su propósito: un niño sumiso, obediente, que no moleste. El problema es si compartimos o no ese objetivo; si la obediencia ciega y el silencio respetuoso son las cualidades que más ansiamos desarrollar en nuestros hijos.
Pero no efectivo al cien por cien, ciertamente; y el mismo Christophersen lo confiesa inadvertida e ingenuamente al explicarnos las normas escritas que se entregan a los padres de los niños (menores de dieciocho meses) en las guarderías del área metropolitana de Kansas. Hay varios puntos muy positivos en estas normas: el personal tiene prohibido abofetear o gritar a los niños. (¡Qué de vueltas da el mundo! Aquí tenemos al adalid del tiempo de exclusión convertido en uno de los que el Dr. Green llamaría «activistas anticastigo corporal»). Pero la verdadera disciplina empieza ahora:
Si la conducta inadecuada «pone en riesgo a otros niños» y no desaparece con la exclusión,
El resultado no puede ser más brillante:
Al pensar en conductas que «ponen en riesgo a otros niños», uno piensa en adolescentes que toman prestado el fusil de asalto de papá y se ponen a disparar en el patio del instituto. Pero si reflexionamos sobre la capacidad de agresión de un niño menor de dieciocho meses, en un recinto cerrado y bajo supervisión de adultos, hemos de concluir que el «riesgo» que sufren los otros niños es el de que les quiten el chupete o les empujen y les hagan caer de culo (sobre un acolchado pañal). Fracasados todos los intentos para tratar tan graves problemas, los sabios conductistas de Kansas se han visto obligados a expulsar a bebés forajidos de las guarderías. ¿Ingresarán en guarderías-reformatorio, o se unirán a peligrosas pandillas callejeras de bebés delincuentes? ¿Se imaginan qué carrera criminal puede esperar a un niño expulsado por mala conducta a los catorce meses? No es broma, por desgracia. ¿Qué concepto guardarán de su propio hijo unos padres a los que anuncian su expulsión por «conducta inadecuada intratable»? («Mire, señora, no nos queda más remedio que expulsar a su hijo de catorce meses. Presenta una conducta agresiva que pone en peligro a los otros niños, y los mejores tratamientos de la moderna psicología han sido inútiles en su caso. No podemos hacer nada más para ayudarla. Cómprese un revólver y que Dios la proteja»). ¿Qué les dirán en la próxima guardería o escuela a la que lleven a su hijo? («Dice aquí que fue expulsado de la guardería Pulgarcito. ¿Cuál fue el motivo?»). Si esto es lo mejor que puede hacer el sistema para ayudar a los bebés con «problemas», ¿qué medidas disciplinarias adoptarán con niños de cinco, siete o trece años?
Expulsar de la guardería a un niño de catorce meses porque se es incapaz de soportar o controlar su conducta es una trágica confesión de incompetencia. Otros, sin tantos títulos universitarios, han dedicado más tiempo a mirar a los niños y a hablar con ellos. Recuerdo, por ejemplo, que en la guardería de nuestro primer hijo había un niño que mordía a los otros. «Hay que tener mucha paciencia», decían Estela y Gloria, dos excelentes puericulturas, «tiene problemas en casa. Pero con cariño y paciencia dejará de morder». Y dejó de morder, por supuesto.
Para acabar de demostrar las excelencias de su método, Christophersen no puede resistirse a dar una «nota humana»:
No, no tengamos miedo en continuar la frase: y los que son tratados constantemente con cariño y respeto hacen lo mismo con sus muñecas y amigos.
Es triste que alguien pueda pasar tan cerca de la verdad sin verla. En efecto, los niños pequeños no pegan a otros porque «no les han educado», sino porque les han «educado» con bofetadas. Y la solución no es el método de exclusión, pues con ella se consigue que el niño deje de pegar, pero no que trate a sus amigos con cariño, sino sólo que los excluya.