Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero, si la acierta mal,
protegella y no enmendalla.
Guillen de Castro, Las mocedades del Cid
Suelen recibir los padres el consejo de no echarse nunca atrás, una vez tomada una decisión. Si cedes una vez, tendrás que ceder siempre. Te perderá el respeto. Bajo ningún concepto debes escuchar sus protestas o rebajarte a discutir con el niño tu autoridad.
Un padre que cede ante la rabieta de un niño sería, según los partidarios de este mito, un mal padre, un ser débil y patético que se hace daño a sí mismo pero le hace más daño aún a su hijo, al que enseña a salirse con la suya a base de gritos y protestas. Un padre que cede ante una rabieta es…, ¿cómo lo explicaría?, como un empresario que cede ante una huelga o un gobierno que negocia con los manifestantes.
Ah, no, claro que no. Los empresarios tienen que atender las justas reivindicaciones de los obreros, los gobiernos tienen que escuchar la voluntad popular, expresada en el sagrado derecho de manifestación. Un gobierno que tuviera como norma no ceder jamás, no echarse nunca atrás en sus decisiones, o negociar, ignorar a los manifestantes, sería un gobierno dictatorial, antidemocrático, ineficaz. En todo el planeta, son aquellos gobiernos que más negocian, que más escuchan y que más ceden los que cuentan con el más decidido amor y respeto de sus ciudadanos; mientras que los otros, los inflexibles, los que parecen tener la sartén por el mango, están siempre expuestos a caer en una revolución.
¿Por qué habría de ser distinto con los niños? ¿Por qué en los padres se considera virtud lo que en cualquier otra figura con autoridad se consideraría tiranía y prepotencia?
Nicolay explica con pluma ágil los peligros de ceder ante un hijo:
—Mamá, dame un albaricoque.
—¡Qué dices, chiquilla! ¡Estás loca! Acabas de estar enferma; el médico te ha prohibido en absoluto las frutas: ¡que se te quite esa idea de la cabeza!
La niña refunfuña.
—¡No, es inútil…! Te he dicho que no y no. ¿Lo has oído?
Aumentan los gritos y la nota cambia; es decir, la mamá comienza a ablandarse.
—Pero, hija mía, ¿quieres estar enferma? ¡Te aseguro que no hay nada tan dañino como la fruta en verano!
La escena prosigue con chantajes afectivos, gritos por ambas partes, la madre que ofrece medio albaricoque, la hija que insiste, la madre que concede el albaricoque entero:
¡Toma!, aquí tienes el maldito albaricoque; ¡toma!, ¿quieres dos, tres…? ¡Cómetelos!, ¡si revientas, mejor! ¡Te estará bien empleado…! ¡Me alegraré!
¿Nota el lector moderno algo curioso? A mí me llaman la atención varios puntos: ¿qué enfermedad será esa en la que están prohibidos los albaricoques? ¿Qué tiene de malo la fruta en verano? ¿Se pasaban todo el verano sin comer fruta?
Nicolay pretendía mostrar los «terribles» efectos de la falta de disciplina: la madre incapaz de imponer su criterio, la niña que se «sale con la suya». Hoy en día, muchos estarían de acuerdo con la idea de fondo, pero probablemente el ejemplo iría al revés: «Vamos, cómete la fruta, ya sabes que el doctor ha dicho que es muy sana y lleva muchas vitaminas». «¡No quiero!». «¡Bueno, está bien, no comas fruta si no te da la gana! ¡Si se te caen los dientes y te quedas ciega, te estará bien empleado!».
Puesto que se contradicen totalmente, al menos una de las dos madres debe de estar equivocada. Incluso es probable que se equivoquen los dos. ¿En nombre de qué principio moral o pedagógico debe imponerse el criterio de los padres, aunque estén equivocados, y debe someterse el niño, aunque tenga razón? Puede que la obediencia ciega a la autoridad pareciera lógica a los súbditos del siglo XIX, pero los ciudadanos del XXI deberían aspirar a algo más.
Sí que comete algunos errores la madre de la historia, pero su error no es ceder. El primer error (que no es suyo, por cierto, sino del médico que la aconsejó) es el creer que un niño puede enfermar por comer fruta. (La madre moderna suele sufrir el error contrario, igualmente difundido por algunos médicos: que un niño puede enfermar por no comer fruta). El segundo error es no haber cedido antes. Obraba, se dirá, bajo la fuerte presión de su médico, que la había advertido de los graves peligros del albaricoque. Pero, en tal caso, no debía haber cedido jamás. Si está usted plenamente seguro de que algo es gravemente perjudicial para su hijo, no puede ceder ante una rabieta ni ante mil. ¿O acaso va a dejar que su hijo beba lejía o se tire por el balcón para que no llore? Si esta madre cedió no es «para que su hija reviente», como dijo en su enfado, sino precisamente porque sabía que no iba a reventar. En el fondo de su corazón, esa madre sabía que lo que afirmaba su médico sobre los graves peligros de la fruta en verano es una exageración y que el peligro (si lo hay) es bastante leve. Pues bien, si no era una cuestión de vida o muerte, si en el fondo sabía que no tenía importancia, ¿para qué tanto escándalo? Si piensa que puede ceder, ceda pronto y evitará discusiones.
El tercer error es no haber sabido ceder con elegancia. En vez de salvajes imprecaciones como «¡Ojalá revientes!», o en vez de manipulaciones más sutiles y acaso más dañinas como: «toma, aquí tienes el albaricoque. Pero ya sabes que mamá está muy enfadada y sobre todo muy decepcionada. Te has portado muy mal», ¿qué costaría mostrarse un poco amables, y salir del paso salvando la cara y la dignidad?: «Bueno, toma el albaricoque. No sabía que te gustaban tanto…».
Fernand Nicolay fue un jurista y pensador francés, autor de una obra, Los niños mal educados, que alcanzó un gran éxito editorial: el ejemplar que ha caído en mis manos corresponde a la décima edición española, traducción de la vigésima edición francesa. El libro no tiene fecha de edición y, aunque la encuadernación podría ser de los años cuarenta, el texto parece más antiguo, pues no menciona los coches, ni la radio, ni los aviones… Conseguí más información en Internet. El catálogo de la Biblioteca Nacional de Francia incluye 15 obras de Nicolay, publicadas entre 1875 y 1922, incluyendo tres ejemplares de Los niños mal educados de 1890, 1891 y 1907. Sólo en la de 1891 consta el número de edición, y es la undécima.
Afirma Nicolay que sus propuestas no son simples opiniones, sino ciencia experimental, pues ha anotado en un papel una lista de los niños bien educados que conoce, y otra lista de los maleducados, «resultando esta lista larguísima, interminable», y a continuación ha analizado los métodos de unos y otros padres. Describe con gran detalle y en varios capítulos la carrera de esos niños maleducados, que afirma son la mayoría de los franceses de su época.
A los tres años, una «insubordinación permanente», «es el niño quien indica el camino», sólo come lo que quiere… A los diez años, «es más insolente», «grita más alto», sus padres no se atreven a decirle que no, se cree todo un personaje… A los quince, «una bobería presuntuosa ha reemplazado a su primitivo candor», se burla de la ignorancia de sus padres, es insolente… A los veinte, «la casa se transforma a capricho del señorito», es un inútil desagradecido que vive de gorra. Cuando es mayor de edad (después de los veinticinco años), es «inepto y derrochador, holgazán y ambicioso, libertino y sin corazón». Hemos resumido en un párrafo más de 80 páginas, que realmente no tienen desperdicio. La descripción del niño mal educado de tres años coincide notablemente con la de diversos autores modernos:
Y aquí viene el meollo del asunto, el motivo por el que me tomé tantas molestias para establecer la fecha de la obra. ¿De unos años a esta parte? No, los niños de los que habla Nicolay no son, amigo lector, sus hijos, sino sus bisabuelos. Los abuelos de usted, sí, a los que sus tatarabuelos malcriaron espantosamente. Su bisabuelo malcrió luego a su abuelo, y este a su padre, y su padre, que habiendo sido malcriado de pequeño se convirtió en un ser «inepto y derrochador, holgazán y ambicioso, libertino y sin corazón», le malcrió a usted. ¿Dónde quedan ahora todos aquellos mitos de que «antes se respetaba más a los padres», «antes sí que había disciplina», «a nosotros no nos dejaban pasar ni una»…? La gran mayoría de los niños ya estaban malcriados, según Nicolay, hace más de un siglo.
No, cuando cedemos, cuando negociamos, cuando reconocemos nuestros errores, no perdemos el respeto de nuestros hijos. Antes bien, es entonces cuando más lo ganamos.
Cuando cedemos, le estamos enseñando a ceder.
Hace mucho tiempo, tendría yo trece o catorce años, mi padre me riñó sin motivo. Al menos no recuerdo el motivo, hace mucho tiempo que lo olvidé. Recuerdo claramente, sin embargo, mi profunda indignación ante tamaña injusticia, Me fui a dormir dolido y lloroso; y entonces, ¡oh, milagro!, mi padre vino a darme las buenas noches y me pidió perdón. ¡Pedir perdón a un hijo! ¿No es esa la forma más segura de perder la autoridad y el respeto? Al contrario. En aquel mismo momento todos sus pecados, pasados, presentes y futuros, le fueron perdonados.
Los niños nunca son demasiado pequeños para azotarles: como los bistecs duros, cuanto más les golpeas, más se ablandan.
Edgar Allan Poe, Fifty Suggestions
Un cachete a tiempo puede descargar la atmósfera tanto para los padres como para el niño.
Dr. Spock
Muchos psicólogos y educadores han cantado las excelencias de las bofetadas.
En España, docenas de niños mueren cada año asesinados por sus padres. (Entre 1991 y 1992, los servicios de protección de menores confirmaron en España 8565 casos de malos tratos. En Estados Unidos se contabilizaron 1185 muertes en 1995, lo que representó un 34 por ciento más que diez años antes). Sin embargo, la coincidencia a comienzos del año 2000 de tres o cuatro casos de asesinatos protagonizados por adolescentes desencadenó una ola de histeria, como si fueran los hijos los que habitualmente maltratan a los padres. Llegué al oír a un sesudo experto afirmar en una tertulia radiofónica que esto era consecuencia de la intromisión del Estado en la esfera familiar, pues pocos años atrás se había prohibido por ley pegar a los niños. ¡Una bofetada a tiempo hubiera evitado estos crímenes! El niño que a los ocho años recibe una buena bofetada de sus padres aprende que los conflictos se resuelven a golpes y que los fuertes pueden imponer sus puntos de vista sobre los débiles. Ignoro cómo esta temprana enseñanza y este vivo ejemplo ayudan a impedir que se convierta en un adolescente asesino.
Veamos un caso concreto. Jaime se considera un buen esposo y un padre tolerante, pero hay cosas que le hacen perder los estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca obedece y encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque se lo recuerdes veinte veces. Es caprichosa con la comida; las cosas que no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas la tele, la vuelve a encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero del monedero, ni siquiera se molesta en pedirlo por favor. Interrumpe constantemente las conversaciones. Cuando se enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone a llorar y se va corriendo a su habitación dando un portazo. A veces se encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento consigue tranquilizarla. De hecho, una vez hubo que abrir la puerta del baño a patadas. Pero lo que realmente saca a Jaime de quicio es que le falte al respeto. Anoche, por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del escritorio para dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del escritorio sin pedir permiso», le dijo Jaime. «¿Pero qué te has creído? ¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió Sonia. Jaime le pegó un bofetón, gritando: «¡No me hables así. Pide perdón ahora mismo!»; pero Sonia, lejos de reconocer su falta, le plantó cara con todo desparpajo: «¡Pide perdón tú!». Jaime le volvió a dar un bofetón, y entonces ella le gritó: «¡Capullo!» y salió corriendo. Jaime tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos casos es mejor calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto, Sonia estará castigada en casa todo el fin de semana.
Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es este uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera, como tan bien decía el Dr. Spock? ¿Qué pueden hacer en un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas? ¿Van a denunciar a este padre ante los tribunales por pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan en el ámbito familiar sin intervenciones externas? Tal vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado a ser tan desobediente y respondona si le hubieran dado una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica de niños malcriados por padres permisivos que no saben establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina: lo que hoy está permitido, mañana provoca una respuesta desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso y es desgraciado.
¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad diecisiete años y que Jaime es su padre? ¿Cambia eso algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece tal vez que es demasiado grande para pegarle, para apagarle la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es lógica y comprensible?
Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro estén enfadados, a mantener la calma y no llorar ni dar escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el adolescente que para el niño pequeño? No son esos los criterios que sigue la Justicia con los menores de edad. Antes bien, cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran los jueces y menor es el castigo (si es que existe algún castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista», que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre «justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno? Quizá, en vez de asistentes sociales, educadores, tribunales de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes juveniles.
Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante. ¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelva a leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia fuera la hija). ¿Le parece normal que un marido le apague la tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene hacerse la cama, que la obligue a comérselo todo, que le prohiba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo («quien bien te quiere, te hará llorar»)? ¿Acaso no juró ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente privado?
¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente porque Jaime le gritaba y le pegaba. Inconscientemente, usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija». No se nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.
La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es un niño; cuanto más pequeño, mejor.
Veamos otro ejemplo. Pedro, de seis años, pide un chicle en la panadería. Maite finge no haberle oído. Pedro insiste. «Un chicle, por favor». «No». «¡Quiero un chicle!». «¡Te he dicho que no!». «¡Quiero un chicle!». «Mira, es que me pones de los nervios. Te he dicho veinte veces que no te doy ningún chicle» exclama Maite mientras agarra fuertemente al niño por un codo y lo arrastra fuera de la panadería.
¿Quién no ha visto, quién no ha vivido una escena así? Es fácil comprender que una madre acabe por perder la paciencia…
¿Y si resulta que Maite no es la madre? La madre, amable lectora, es usted. Ha enviado usted a su hijo Pedro, con una monedita en la mano, a comprar un chicle (no hay ni que cruzar la calle), y Maite, la panadera, lo ha tratado de ese modo. ¿No iría usted a protestar? ¡A que no vuelve a comprar en esa tienda!
La violencia contra un niño nos parece más aceptable cuando el agresor es un padre o maestro que cuando es un desconocido. De hecho, jamás permitiríamos que un desconocido se acercase a nuestro hijo en la calle y le pegase.
Y para el niño, ¿qué es más aceptable? La agresión de un desconocido te puede causar dolor físico y miedo. Pero ¡tu propio padre! Al dolor y al miedo se unen el asombro, la confusión, la traición, la culpa (sí, la culpa; aunque parezca increíble, los niños tienden a pensar que, si les pegan, es porque se lo habrán merecido. Incluso los que sufren las palizas de un padre alcohólico se sienten culpables). Un desconocido sólo golpea tu cuerpo; tus padres, además, pueden golpearte el alma.
Imagine ahora que su hijo, de diez años, ha tenido una disputa en el colegio. Un empujón, una zancadilla, unos cuantos insultos, un revolcón por el suelo… Resultado final: un niño lloroso, la ropa sucia y un arañazo en la rodilla. ¿Iría usted a protestar al colegio o a hablar con los padres de los agresores o con los agresores mismos? Probablemente no, salvo que las agresiones fueran continuas o se produjeran lesiones graves. Al fin y al cabo, «son cosas de niños». Es más, muchos padres y no pocas madres le dirían a su hijo que lo que tiene que hacer es dejar de lloriquear y plantar cara a los matones…
Perdón, ¿he dicho su hijo de diez años? Quería decir su marido de treinta. Un compañero de oficina, tras una discusión, le ha pegado un puñetazo y le ha tirado al suelo mientras los demás colegas se reían y gritaban: «¡Dale, dale fuerte!». ¿Hay alguna diferencia?
Claro que la hay. Un comportamiento así nos parece inaceptable. No hace falta esperar a que se repita cada día, ni a que haya un hueso roto. He visto poner una denuncia ante los tribunales por mucho menos. El adulto que denuncia una agresión no es un quejica ni un chivato, sino que está defendiendo sus derechos. Los niños, en cambio, están sometidos a una ley del silencio tan dura como la de la mafia, y cualquier queja puede ser recibida con el desprecio de los compañeros e incluso de los profesores.
Podemos inventar mil excusas para maquillar la realidad, pero lo cierto es que nuestra sociedad condena la violencia, excepto cuando la víctima es un niño. Si la víctima es un niño y si el agresor es otro niño, un maestro o sobre todo un padre, se toleran y a veces aplauden dosis increíbles de violencia. David Finkelhor, un sociólogo norteamericano que ha investigado en profundidad la violencia familiar y los malos tratos, señala tres motivos principales por los que los niños son agredidos con tanta frecuencia:
1) Los niños son débiles y dependen de los adultos.
2) La justicia no se ocupa de protegerles, y la sociedad no condena las agresiones.
3) Los niños no pueden escoger con quién se relacionan: no pueden cambiar de padres, de escuela o de barrio cuando quieren.
¿Estoy diciendo entonces que no podemos jamás, por ningún motivo, pegar a un niño? Exactamente. ¿Y cómo podemos entonces imponer disciplina? Imagínese que su hijo hace exactamente lo mismo dentro de quince años. No le podrá pegar porque será más fuerte que usted (ese es, no nos engañemos, el principal motivo por el que no pegamos a los chicos mayores). ¿Cómo resolverá entonces la situación? Pues vaya practicando.
Estoy de acuerdo con Spock cuando afirma que algunos padres, en vez de pegar a sus hijos, recurren a formas todavía más dañinas de violencia, como la humillación, los gritos constantes, las burlas o el desprecio. Como en todo, hay gradaciones; y las burlas e insultos cotidianos pueden ser peores que una bofetada flojita de tarde en tarde. Pero eso no me sirve como justificación para las bofetadas.
¿Debe detener la policía a los padres que pegan a sus hijos? O, en un sentido más amplio, ¿somos malos padres porque alguna vez hemos pegado a nuestros hijos? ¿O porque les hemos pegado muchas veces? ¿Sufrirá mi hijo un «trauma» por aquella vez, hace doce años, que perdí los nervios y le pegué?
Por supuesto, la policía y la justicia han de intervenir en los casos graves de violencia y crueldad; y otros casos un poco menos graves caerán en el terreno de la psiquiatría y del trabajo social. Pero no es menos cierto que sería difícil encontrar a un padre que nunca ha levantado la mano o la voz contra un hijo.
También hay matrimonios, parientes, amigos o compañeros de trabajo que alguna vez (o muchas veces) han discutido agriamente, se han insultado o ridiculizado, incluso se han golpeado, y sin embargo han conseguido la reconciliación y el equilibrio. Sin duda, en muchos casos leves de violencia, tanto en la familia como fuera de ella, la intervención de la policía y de los jueces no haría más que empeorar la situación y dificultar un arreglo amistoso.
Lo que diferencia, a mi modo de ver, la violencia contra los hijos de otros tipos de violencia en nuestra sociedad, lo que la convierte en una intolerable ignominia, es la justificación. No sólo una parte importante de la opinión pública sino también un gran número de profesionales e intelectuales, por lo demás cultos, amables y respetuosos, insisten en afirmar que la «bofetada a tiempo» no sólo es admisible, sino recomendable, que constituye un procedimiento «educativo» útil y valioso que ayuda a la víctima a ser mejor. Se le dice a la víctima que «es por tu propio bien» e incluso, en el colmo del cinismo, que «a mí me dolió más que a ti». Nadie, al menos en un país democrático y a principios del siglo XXI, se atrevería a justificar de ese modo la violencia si la víctima fuera un adulto.
No hace falta llegar a los casos extremos que salen en los periódicos, a las quemaduras de cigarrillo o a los huesos rotos. Cada día hay niños entre nosotros que reciben bofetadas por «contestar» a un adulto, que escuchan gritos, burlas e improperios por actividades perfectamente inocentes, que son castigados por accidentes o errores involuntarios, que son recluidos durante horas en cuartos convertidos en celdas de castigo, que son obligados a volverse a tragar lo que acaban de vomitar o castigados sin ejercicio al aire libre o sin actividades de ocio. Y todo ello en base a leyes y reglamentos que no están escritos, normas que a menudo se inventan después de producirse los hechos, mediante juicios en que una misma persona es policía, testigo, juez y verdugo sin ningún documento escrito, sin defensor, sin posibilidad de recurso (la protesta suele generar un aumento del castigo). Si todo eso no ocurriera en un hogar, sino en una prisión, y las víctimas no fueran niños, sino criminales y terroristas, se producirían interpelaciones en el Parlamento.
Propongo que pongamos fin a esta justificación. Que dejemos de pensar como vivimos, e intentemos vivir como pensamos.
Y si alguna vez «se nos va la mano» con nuestro hijo, hagamos exactamente lo mismo que si se nos fuera la mano con un compañero de trabajo o un familiar adulto:
—Procurar por todos los medios que eso no ocurra.
—Reconocer que hemos hecho mal y sentirnos avergonzados.
—Pedir perdón a la víctima.
No podría acabar este capítulo sin pasar revista a los argumentos de algunos partidarios de las bofetadas. Hay partidarios clásicos, como los que cita Miller:
Entre los autores modernos, no he encontrado a ninguno tan convencido como el Dr. Christopher Green, norirlandés afincado en Australia y autor de un libro de título revelador: Cómo domar a los niños (el título original usa la palabra toddler, un término intraducible que designa a los niños de aproximadamente uno a cuatro años).
Comienza Green afirmando que «en modo alguno justifica las palizas, los castigos excesivos, la violencia o el abuso de los niños». A continuación, acusa a «ciertos activistas anticastigo corporal» de:
No queda claro si los «buenos padres» son buenos a pesar o precisamente a causa de la bofetada. Es admirable la inversión de la culpa: la víctima no es el niño al que su propio padre ha pegado una bofetada, sino el pobre padre que ha sufrido una «preocupación innecesaria» por culpa de los activistas desinformados. ¿No podría ocurrir que una «preocupación innecesaria a tiempo» sea beneficiosa para la educación de los padres?
Describe luego Green algunos casos en que se usan mal las bofetadas: la falta de consecuencia (el padre se arrepiente de haber pegado a su hijo y cede), la gota que colma el vaso (el padre soporta «una larga serie de molestias» y al final salta ante un hecho de poca importancia), el peligro de que el niño responda y pegue al padre, la indiferencia del niño:
Estamos hablando de niños de menos de cuatro años. A esa edad (y también más tarde), un niño al que se le da una bofetada ocasional reacciona con incredulidad y asombro, frustración y llanto incontrolable. Un niño ha de estar «curtido» por docenas de bofetones para ser capaz de aguantar el llanto y contestar «no me ha dolido». Una vez más, se culpabiliza a la víctima: es el niño golpeado el «insolente», el que «hace teatro», el que «se cree muy importante», el que «castiga». ¿Debemos entender que el padre que golpea repetidamente a un niño de tres años no es insolente, comediante ni engreído, sino todo lo contrario, amable, sincero y humilde?
Si no lloras cuando te pegan, eres insolente; pero, ojo, si lloras, eres manipulador, como advierte el Dr. Green en otro pasaje:
La traducción no hace justicia a las generosas opiniones del Dr. Green sobre los niños, pues to trump significa al mismo tiempo «jugar una carta de triunfo» e «inventar una falsa historia para engañar a alguien». Así pues, amable lector, si tu padre te pega, no llores mucho (pues harás sentir culpable a tu padre), pero tampoco te abstengas de llorar (lo que tendría el mismo fatal resultado). Los buenos hijos, siempre preocupados por no causar un trauma psicológico a sus padres, responden a las bofetadas con un llanto breve y bien modulado que exprese profundo agradecimiento por los paternales desvelos y decidido propósito de enmienda.
A continuación explica el Dr. Green la forma correcta de abofetear a los niños. (Sí, amigo lector, se han publicado en nuestro país y en otros países civilizados manuales prácticos para enseñar la técnica de golpear a los niños; y tales libros no han sido retirados del mercado, ni sus autores denunciados. ¿Se imagina el escándalo si existiera un manual para policías titulado Domar sospechosos, explicando la forma correcta de golpear a un detenido?). Afirma Green que es mejor abofetear a los niños más pequeños, de dos años, por que con ellos es más efectivo el método, y que una bofetada tiene un rápido efecto, establece claramente los límites, impide la escalada del conflicto, resuelve una situación de empate y es muy valiosa para evitar que el niño vuelva a cometer actos peligrosos.
Como ejemplo de esto último, un niño trepa sobre la barandilla del balcón. ¿Qué mejor, dice Green, que una «bofetada fuerte» para evitar que lo vuelva a hacer? Pues bien, hay muchas cosas mejores. En primer lugar, un niño de dos o tres años no puede trepar sobre la barandilla de un balcón si no se ha producido un grave fallo de seguridad: no debe haber macetas por las que trepar, la barandillas con barrotes horizontales deberían estar prohibidas por la ley y un niño de esa edad jamás debería quedarse solo en un balcón. Si nos despistamos un minuto, lo siguiente que veamos puede ser a nuestro hijo encima de la barandilla. No le pegamos para «educarle», sino para descargar sobre él la culpa que en realidad sabemos nuestra por habernos despistado. Puesto que somos humanos, y por tanto imperfectos, tarde o temprano nuestro hijo se pondrá en peligro durante un descuido: en el balcón, cruzando la calle, acercándose a la cocina o metiendo los dedos en un enchufe. Por supuesto, no sería adecuado en un caso así limitarse a sonreír y decirle: «¡Ay, pillín, no vuelvas a abrir la llave del gas!». Pero la respuesta lógica y espontánea de cualquier padre: ponerse muy serio, gritarle que eso no se hace, que la cocina es «pupa» y sacarlo inmediatamente de la cocina cerrando la puerta son más que suficientes para que rompa a llorar cualquier niño que no esté acostumbrado a las bofetadas. Si el niño tiene la edad y madurez suficientes (digamos unos cuatro años), bastará eso para que no vuelva a tocar el gas en su vida. Si el niño tiene año y medio, más vale mantener la vigilancia porque probablemente es incapaz de entender, con o sin bofetada, qué peligro puede haber en la llave del gas.
Otro experto en bofetadas, esta vez español, es el Dr. Castells, psiquiatra infantil. Propone, entre otros, un uso realmente original de la bofetada:
¿Lloran los niños sin motivo? ¿Alguna vez, amigo lector, ha llorado usted sin motivo? El niño llora por hambre o por frío, por dolor o por cansancio, por frustración o por rabia, pero en cualquier caso llora por algo. Lo más próximo a «llorar sin motivo» de que es capaz un ser humano se produce en la depresión; y, hasta donde yo sé, las bofetadas no son un método habitual para tratar la depresión en el adulto. Por si acaso, si alguna vez me siento deprimido, me guardaré mucho de pisar la consulta de cierto psiquiatra…
Lo que se está diciendo a los padres es que desoigan y desprecien el llanto de su hijo, que no intenten calmarle, consolarle, escucharle, averiguar qué le pasa u ofrecerle al menos contacto y compañía. ¿Por qué preocuparse por el sufrimiento de su hijo, por qué intentar compartir su sufrimiento (con-padecer), si es mucho más fácil arrearle una bofetada y todos contentos?
Si vuestro hijo no quiere aprender porque vosotros así lo queréis, si llora con la intención de desafiaros, si causa daños para ofenderos, en una palabra, si quiere salirse con la suya: ¡adelante con los golpes y a darle hasta que grite: «Basta, papá, basta!» (Krüger, 1752, citado por Miller).
Los que prefieran el camino difícil, usar la palabra en vez de la violencia, disfrutarán con el libro, tan distinto, de Cubells y Ricart (un pediatra y una psicóloga infantil). Ellos parten de una premisa fundamental:
Sorprendentemente, los partidarios de la bofetada con frecuencia se sienten en la necesidad de lavar su imagen:
Con lo dicho, no vaya a creer el lector que somos unos sádicos y acérrimos abofeteadores de infantes (Castells).
¡No, por Dios! Ni por un momento lo habíamos creído…
Uno de los aspectos más terribles de la violencia hacia los niños es la facilidad con que se transmite de generación en generación. Castells lo expresa con claridad (pues es un dato bien conocido por la ciencia, y como psiquiatra no puede ignorarlo):
Sí, los niños maltratados se convierten con frecuencia en padres maltratadores. Varios motivos contribuyen a mantener esta nefasta cadena. Por una parte, el niño crece sin conocer otro modelo, otra manera de hacer las cosas, otra forma de educar. Crece, también, con problemas psicológicos fruto del maltrato recibido, problemas como la agresividad o la incapacidad para empatizar con el sufrimiento ajeno. Pero, también, y tal vez sobre todo, el niño crece con la necesidad de justificar a sus padres. Los hijos quieren a sus padres con locura y sienten la obligación de justificarlos. Todo lo que hicieron mis padres, bien hecho estuvo. Si yo no pego a mis hijos, es como si les pasase por la cara a mis padres que hicieron mal en pegarme a mí. Con absoluta devoción filial, Castells cae, sólo una página después, en el mismo defecto que antes ha atribuido a otros:
Todos —o la gran mayoría— hemos recibido algún que otro sonoro cachete de nuestros padres que, curiosamente, recordamos de mayores con cariño y, también, añoranza de que ya no están para volver a propinárnoslo.
Mucho antes, Théophile Gautier lo había expresado con palabras más hermosas al describir la desolación del joven barón de Sigognac (El capitán Fracasse):
Una relación humana, en efecto. Los niños necesitan tan desesperadamente el contacto y la atención de sus padres que son capaces incluso de aceptar los malos tratos como prueba de cariño, a falta de algo mejor. Algunos niños que no logran recibir suficiente atención «sana» por las vías normales llegan a buscar una atención patológica por vías anómalas. Son niños «malos», desafiantes, que «parece que la estén buscando».
Algunos padres explican la bofetada diciendo: «La estaba pidiendo a gritos». ¿Cree que su hijo pediría una bofetada si pudiera o si supiera cómo pedir alguna otra cosa, si se sintiera capaz de obtener otra cosa, si fuera capaz (en los casos más graves) de concebir la existencia de otra cosa?
Yo también espero que, algún día, mis hijos me echen de menos con lágrimas en los ojos o me recuerden con cariño. Pero espero que no sea por una patada, ni por una bofetada. Y a usted, ¿qué recuerdo indeleble le gustaría dejar?
Muchos que están en contra de las bofetadas defienden, en cambio, otras formas de castigo: la retirada de privilegios (sin postre o sin televisión), las consecuencias naturales («como no cuidas los juguetes, los guardaré»)… La sociedad norteamericana parece especialmente obsesionada por el castigo, o al menos en sus telecomedias se asombra uno de ver a adolescentes que son casi hombretones diciendo espontáneamente: «Sé que he hecho mal, no podré salir en doce semanas». No creo que los niños necesiten castigos para aprender, lo mismo que no los necesitamos los adultos. Los niños desean hacer felices a sus padres y lo intentan con todo su entusiasmo (aunque no siempre saben cómo). El que sabe que ha hecho mal, intentará no volverlo a hacer y no necesita ningún castigo. Al que no lo sabe, basta con decírselo. Si no está de acuerdo, si él cree honradamente que ha hecho bien, no cambiará de opinión por un castigo. Antes bien, sentirá rabia y humillación y volverá a hacer lo mismo en cuanto pueda. Lo más que te pueden enseñar los castigos es a hacer ciertas cosas con disimulo, para que no te pillen. Eso no es una conciencia moral, sino pura hipocresía.
Es perfectamente posible educar a un niño sin castigos y sin la amenaza del castigo.
El inventario de Eyberg (Eyberg Behavioral Child Inventory, ECBI) es un cuestionario para detectar problemas de conducta en los niños, en que los padres tienen que puntuar a sus hijos en 36 aspectos del tipo: «Tiene malos modales en la mesa», «Lloriquea o gimotea», «Se niega a obedecer hasta que se le amenaza con castigos»…
El padre o la madre han de valorar la frecuencia con que su hijo realiza tales atrocidades (nunca o casi nunca, algunas veces, siempre o casi siempre), y también deben decir si consideran que tal conducta es un problema en su hijo. Cuando los padres identifican 13 o más problemas, es que el niño tiene una «alteración de la conducta». De este modo se determinó que el 17 por ciento de los niños de Cantabria de entre dos y trece años tenía problemas de conducta y que es muy útil usar el cuestionario en la consulta del pediatra. Teóricamente, la «alteración de la conducta» es un trastorno psiquiátrico que precisa de atención especializada, pero es dudoso que haya suficientes profesionales para atender tan gran número de «enfermos mentales».
El lector avispado habrá apreciado ya muchos de los problemas que presenta esta forma de «diagnosticar».
En primer lugar, el médico no observa directamente la conducta del niño, ni habla con un observador neutral, sino con los padres. En caso de conflicto, los padres son parte interesada y no se pueden considerar imparciales. Lo que el cuestionario mide no es, en realidad, la conducta del niño, sino la opinión que los padres tienen sobre dicha conducta. No es lo mismo decir «señor, su hijo tiene una grave alteración de la conducta», que «señor, tiene usted una pésima opinión de su hijo».
En segundo lugar, el sistema atribuye todos los problemas al niño. Es el niño el que grita demasiado, el que no obedece o el que llora mucho. ¿Acaso no hay padres que gritan demasiado a sus hijos, que les hacen llorar continuamente con insultos y golpes, que les abruman con exigencias excesivas y órdenes imposibles de obedecer? Alguno debe haber, pero con este cuestionario no encontraron a ninguno. ¡Qué raro!
Por ejemplo, a la frase «se niega a obedecer hasta que se le amenaza con castigos», la respuesta normal de unos padres normales debería ser: «No lo sé, nunca hemos amenazado a nuestro hijo». En el Código Penal existe un delito de amenazas. Si un marido dijera: «Mi esposa se niega a obedecer hasta que la amenazo con un castigo», todos estaríamos de acuerdo en que es él quien tiene un problema de conducta. Pero si un padre o una madre dicen eso de su hijo, entonces pensamos que el «problemático» es el niño.
En tercer lugar, muchos (la mayoría, diría yo) de los puntos del cuestionario son más que discutibles como indicios de alteración de la conducta:
—Tarda mucho en vestirse.
¿Cuánto es mucho? Un cuestionario serio hubiera especificado, por ejemplo: «Tarda más de doce minutos en ponerse ropa interior, camisa y pantalones». Tal como está, la calificación queda al criterio arbitrario de los padres. En todo caso, muchos adultos presentan esta «alteración de la conducta».
—Lloriquea o gimotea.
Eso es poco frecuente a los trece años; pero a los dos o a los cinco, ¿no lloran todos los niños?
—Se niega a comer la comida que se le ofrece.
Mucha gente se deja comida en el plato en los restaurantes y nadie parece preocuparse. Cuando un niño se niega a comer lo que se le ofrece, puede ser por tres motivos: le han puesto demasiada comida en el plato (es decir, no tiene hambre), no le gusta la comida (yo tampoco me como lo que no me gusta, ¿y usted?) o está enfermo y no tiene apetito.
—Reclama constantemente la atención.
Los niños pequeños necesitan atención constante y por tanto es normal y sano que la reclamen.
—Se enfada cuando no se sale con la suya.
¡Toma, igual que yo! A ver si es que estoy mal de la azotea y no lo sabía. Y usted, ¿no se enfada cuando no consigue lo que quiere? «¡Qué contento estoy! Hoy he suspendido un examen, mi novia me dio calabazas, he perdido a los bolos y me han puesto una multa por aparcar en doble fila. Hacía tiempo que no me divertía tanto». Si enfadarse cuando no nos salimos con la nuestra es una enfermedad mental, igual necesitamos ir todos a una clínica de reposo.
—Le cuesta estar quieto un momento.
Cualquiera que tenga niños sabe que eso es normal. Si su hijo se queda quieto, más vale que lo lleve al médico.
—Discute con los padres sobre las normas de la casa.
Pero bueno, ¿estamos o no estamos en una democracia? Discutir las normas es un derecho, se llama «participación». Para ser buenos ciudadanos el día de mañana y poder discutir las normas con los gobernantes es preciso que los niños practiquen en el seno de la familia.
—Interrumpe a los adultos.
Interrumpir a la gente cuando habla no es de buena educación, pero resulta imprescindible para triunfar como tertuliano en radio o televisión. ¿Cuántas veces los padres interrumpimos a nuestros hijos, cuántas veces nos impacientamos con su lengua de trapo, cuántas veces les cortamos con un «no digas tonterías», «¿no ves que estamos hablando?», «he dicho que no y es que no», «ni “porfa” ni nada»…? A los niños se les enseña con el ejemplo.
—Se hace pis en la cama.
La enuresis nocturna no es una alteración de la conducta, sino una variación normal del ritmo de maduración de los niños. Ya hace tiempo que se demostró que no se asocia con ningún tipo de problema psicológico.
—Insulta y discute con sus hermanos o con niños del entorno.
La rivalidad entre los hermanos es totalmente normal y, muchas veces, lo mejor que pueden hacer los padres es mantenerse al margen.
—Tiene malos modales en la mesa.
¿Puede alguien pensar seriamente que poner los codos en la mesa o hacer ruido al tomar la sopa es motivo para ir al psicólogo?
—Tiene dificultad para acabar lo que empieza.
¡Vaya cosa! La mayoría de las catedrales góticas están aún sin acabar.
Sorprende y preocupa la severidad del juicio paterno a la hora de considerar que un determinado niño tiene «un problema de conducta». Así, el 6 por ciento de los padres afirma que su hijo «se niega a hacer las tareas que se le solicita» siempre o casi siempre, y otro 52 por ciento dice que eso ocurre «algunas veces»; pero un 29 por ciento ve un problema en este punto. Es decir, buena parte de los padres considera que negarse a hacer las tareas «sólo algunas veces» ya constituye un problema. Del mismo modo, sólo el 5 por cien de «chincha a otros niños» siempre o casi siempre, pero el 13 por ciento de los padres ve un problema; sólo el 5 por ciento «tiene dificultades para acabar lo que empieza» siempre o casi siempre, pero el 16 por ciento de los padres ve un problema; sólo el 6 por ciento «tiene rabietas» siempre o casi siempre, pero el 21 por ciento de los padres ve un problema… Sólo en dos apartados, «le cuesta estar quieto un momento» y «se hace pis en la cama», ocurre lo contrario: algunos padres afirman que su hijo lo hace siempre o casi siempre y sin embargo no ven en ello ningún problema (con lo que muestran mejor criterio que el autor del cuestionario).
¿No será que la constante repetición de comentarios negativos sobre los niños acaba deteriorando la percepción que tenemos de nuestros propios hijos?
Muchos adultos, al hablar sobre niños, recurren al estereotipo, al insulto y a la descalificación sistemática. Ello se hace muchas veces en tono jocoso, casi «cariñoso» («el monstruito», «los pequeños tiranos», «son unos trastos»), pero el daño está hecho: se transmite a los padres la idea de que sus hijos están en su contra y no merecen respeto como personas. Veamos algunos ejemplos concretos:
El «granujilla» tiene diez meses, pero su conducta se considera no sólo meditada y consciente, sino moralmente reprobable. La elección de las palabras no es casual: el bebé no empieza a gemir («quejarse con voz lastimera», según el diccionario), ni mucho menos a llorar («derramar lágrimas por algún dolor físico o moral»), sino a gimotear («gemir, quejarse o llorar sin causa justificada»). ¿Quién ha dicho que no tiene motivo?
Veamos otros insultos:
¿Cree que exagero? ¿No le parece que esta frase sea tan insultante? Sustituya «niños pequeños» por «negros» o por «mujeres» y dígame qué le parece ahora.
Esta es una acusación muy grave. Sustituya «niños» por «sindicalistas», «catalanes», «clientes», «funcionarios» o cualquier otro término referido a personas adultas y podría recibir una demanda por difamación.
¡Vaya descubrimiento! Sin necesidad de insultos y exageraciones como «demoníaco», lo cierto es que todos nos comportamos mejor con desconocidos que con familiares. Usted soporta de sus compañeros de trabajo, y no digamos de sus jefes, desaires que provocarían una discusión con su cónyuge. Nos quejamos menos de la comida en un restaurante que en casa (y, cuando comemos en casa de un amigo, jamás nos quejamos de la comida). Usted, padre lector, ¿dónde se hacía mejor la cama, dónde barría y fregaba sin rechistar, dónde obedecía al instante y sonriendo: en casa o en la mili? ¿Significa eso que quería o respetaba más a su sargento que a su madre? Claro que no, simplemente le tenía más miedo. En España ha habido muchas más huelgas y manifestaciones bajo el gobierno socialista que en tiempos de Franco. ¿Significa eso que los obreros estaban más contentos con Franco? Es un hecho que no protestamos más cuando somos más desgraciados, sino cuando tenemos más esperanzas de que nuestras protestas sirvan de algo. Protestamos más cuando nos sentimos aceptados y queridos. Como afirma Bowlby:
El mismo Freud no se quedaba corto con sus descalificaciones:
Y es que de insultar a los niños a insultar a los padres sólo va un paso, y si usted trata a sus hijos con ternura, es un neurópata.
«No», dirá el lector, «Freud sólo llama neurópatas a los que muestran una ternura sin medida, no a los que muestran una ternura normal». De acuerdo, pero ¿qué es una ternura sin medida? Para muchos, en nuestra sociedad, tomar en brazos a un niño que llora ya es excesiva ternura.
No es Freud el único, ni mucho menos, que ridiculiza a los padres que tratan con «excesiva ternura» a sus hijos:
Veamos cómo describe el Dr. Green su método de dejar llorar a los niños para enseñarles a dormir:
Es decir, que los padres que no quieren dejar llorar a su hijo son delicados, frágiles e incluso faltos de tolerancia (¡intolerantes!); pues en una increíble corrupción del lenguaje, «tolerancia» significa ahora la capacidad para oír llorar a tu propio hijo sin hacerle ni puñetero caso. Incluso admitiendo que dejar llorar a los niños fuera moralmente aceptable (¡cosa que no admito en absoluto!), ¿no parecería más lógico adaptar la duración del llanto a la resistencia del niño y no a la de los padres? (Deje llorar cinco minutos al niño normal, dos al delicado, uno al frágil…). Pero, claro, al Dr. Green no le preocupa lo que pueda sufrir un niño de meses, sino lo que pueda sufrir un adulto de veinte o treinta años.