Algunas de las costumbres de nuestro tiempo
parecerán sin duda bárbaras a las generaciones venideras;
tal vez la insistencia en que los niños pequeños
e incluso los bebés duerman solos en vez de con sus padres.
Carl Sagan, The Demon-Haunted World
La caída de la noche siempre ha sido un momento propicio para contar historias, cuentos para dormir y cuentos para no dormir. También se cuentan muchas historias sobre el sueño en sí, y por desgracia algunas de ellas se pretenden hacer pasar como ciertas.
En la versión clásica del mito, los niños duermen ocho o diez horas seguidas; modernamente se han publicado versiones aún más desaforadas:
Con un método similar, otras autoras aseguran que cualquier niño puede y debe dormir doce horas seguidas a partir de los tres meses.
No nos dicen estos expertos de dónde han sacado su información. Queremos creer que no se lo habrán inventado, que de algún sitio habrán sacado la idea de que los niños normales duermen once o doce horas (y no ocho ni trece) y que lo hacen a partir de los seis meses o de los tres meses (y no de los dos meses o de los diez).
Buscando, buscando, hemos encontrado un estudio científico que a lo mejor dio pie a esta creencia. Es un trabajo serio, bien hecho, publicado en una prestigiosa revista médica hace más de veinte años. Anders filmó durante toda la noche a dos grupos de niños, de dos y de nueve meses de edad, y observó que el 44 por ciento dormían toda la noche a los dos meses, y el 78 por ciento lo hacían a los nueve meses. No nos dice si tomaban el pecho, pero por la época es probable que casi todos los de dos meses y todos los de nueve meses tomasen el biberón. Todos los niños dormían solos en su cunita.
Es fácil imaginar que alguien que leyó hace tiempo este estudio y no lo ha vuelto a repasar, o que sólo lo ha oído de segunda o tercera mano, pueda acabar afirmando que todos los niños duermen de un tirón a los seis meses. Total, seis meses es «casi» lo mismo que nueve (igual lo leyeron al revés), y 78 por ciento es «casi» lo mismo que 100 por cien…
Pues no, señor, no es lo mismo. Sigue habiendo un 22 por cierto de niños normales de nueve meses que no duermen toda la noche, y eso con lactancia artificial y durmiendo solos.
Pero leamos el estudio con más detalle: resulta que el Dr. Anders usa una definición de «dormir toda la noche» que es habitual en la literatura en lengua inglesa: «El niño permanece en la cuna entre las doce de la noche y las cinco de la madrugada». El barco hace aguas por dos sitios:
—Si el niño se despierta pero no llora, e incluso si llora pero no sale de la cuna (es decir, si sus padres no lo sacan, porque él solo no puede salir), se considera que «durmió toda la noche». En realidad, según atestiguan las filmaciones, sólo el 15 por ciento de los niños de dos meses y el 33 por ciento de los de nueve meses durmieron de forma continua, sin despertarse, desde las doce hasta las cinco de la madrugada.
—Si se despierta a las doce menos cuarto o a las cinco y cuarto, también ha «dormido toda la noche», aunque sus padres lo saquen y lo tengan que pasear de cinco y cuarto a seis y media. Personalmente, si tengo que levantarme a las siete para ir a trabajar y mi hijo se ha de despertar una vez cada noche, no veo mucha diferencia entre que se despierte a las cuatro o a las seis. Y usted, ¿ve la diferencia? Lo que de verdad me gustaría (sé que no es frecuente y que no tengo derecho a exigirlo ni esperarlo, pero sería bonito) es que no me despierten en toda la noche.
¿Cuántos niños dormían de verdad, desde que los acostaban por la noche hasta que los sacaban de la cuna por la mañana, las famosas once o doce horas del Dr. Estivill? Pues no lo sabemos, porque los padres del estudio no dejaban tanto tiempo a sus hijos en la cuna, sino una hora menos: la media era de diez horas y treinta minutos. Sólo el 6 por ciento de los bebés de dos meses y el 16 por ciento de los de nueve meses dormían esas diez a once horas seguidas. El 84 por ciento de estos niños, que duermen solos en su propia habitación y no toman el pecho, no duerme lo que el Dr. Estivill considera «normal». Como vimos en capítulos anteriores, es probable que, con lactancia materna y durmiendo con su madre, el porcentaje de niños con «sueño anormal» fuese todavía mayor.
¿Quién define qué es lo normal? Primero se establece una definición de «sueño normal» que es arbitraria, absurda, contraria a los conocimientos científicos y tan estricta que sólo la cumple el 15 por ciento de los niños normales. Luego se afirma que todos los niños que no cumplen con esa definición tienen un «problema de sueño», y que si no se pone remedio, habrá «consecuencias muy negativas»:
En lactantes y niños pequeños, llanto fácil, irritabilidad, mal humor, falta de atención, dependencia de quien lo cuida, posibles problemas de crecimiento. En niños de edad escolar, fracaso escolar, inseguridad, timidez, mal carácter.
No se nos dice tampoco qué estudios científicos sustentan esas amenazas. Pero las amenazas son parte fundamental del método, porque si le dijéramos a los padres la pura verdad, por ejemplo: «Si su hijo se despierta por la noche varias veces, es normal y a él no le perjudica para nada. Pero a usted le fastidia, ¿verdad? Así que vamos a explicarle un método sencillo para que su hijo no dé la lata»; si dijéramos eso a los padres, muy pocos estarían dispuestos a aplicar el «tratamiento». No, hay que convencerles de que es necesario para el bien de su hijo.
Por último, se convence a ese 85 por ciento de los padres de que su hijo «anormal» no se «curará» a menos que lean el libro:
Con estas premisas, el éxito editorial está asegurado.
Y ahora le aconsejo que vaya a su habitación,
se comporte con tranquilidad y espere.
Franz Kafka, El proceso
Muchas familias optan por meter al niño en la cama grande. Unas, porque es lo más agradable y otras, porque es lo más práctico. Pero la presión es muy grande, y consiguen hacer que se sientan culpables, como explica Rosa:
Tengo un bebé de un año, y desde hace un mes a esta parte es imposible hacerle dormir en su cama toda la noche; se despierta a medianoche llorando y la única manera de calmarla es pasándola a nuestra cama. Como trabajamos los dos, llega un momento en el que preferimos dejarla con nosotros y así poder descansar, aunque sabemos que está mal.
Pues no, no están haciendo nada mal. Están haciendo lo mejor para su hija (lo único que la calma) y también lo mejor para ellos (lo único que les permite descansar). ¿A quién molesta, entonces, que hayan tomado libremente esta decisión?
Se hace creer a los padres que dormir con su hijo (el colecho) es malo para el niño. Lo aplastarán, le causarán insomnio para toda la vida o le producirán algún grave y misterioso trauma psicológico. ¿Qué hay de cierto en todo ello?
No existe ningún estudio aleatorio y controlado (es decir, en que se haya recomendado el colecho a un grupo de embarazadas y el dormir separados a otro grupo, y se hayan estudiado los efectos a largo plazo). Todos los datos provienen, por tanto, de estudios de menor calidad.
Entre los estudios de observación, muchos encuentran una asociación entre dormir con los padres y diversos problemas de sueño. Por ejemplo, Curell y colaboradores observan que en el grupo que practica el colecho hay más padres (17 por ciento frente a 5 por ciento) y más niños (44 por ciento frente a 17 por ciento) que perciben el momento de ir a dormir como desagradable; los niños duermen menos (10, 4 frente a 10, 8 horas), se despiertan en mayor proporción (89 por ciento frente a 51 por ciento), tardan más en dormirse (veinticinco frente a diecisiete minutos), son más viejos (veinte frente a dieciséis meses) y tienen más probabilidades de pertenecer a un nivel socioeconómico bajo (51 por ciento frente a 29 por ciento). Los autores concluyen que «el colecho produce un efecto negativo sobre el sueño de los niños», pero olvidan comentar que el colecho produce vejez en los niños y pobreza en sus familias… No, claro, es broma; el colecho no es la causa de la pobreza, se trata sólo de una asociación estadística; incluso podría haber una causalidad inversa, tal vez determinados grupos sociales practican el colecho por tradición… Pues bien, del mismo modo, la explicación más razonable de la asociación entre problemas del sueño y el colecho no es que el colecho produce problemas de sueño, sino la contraria: en una sociedad en que el colecho está generalmente mal visto, los padres recurren a él sólo cuando han fallado otros métodos para hacer dormir al niño, es decir, cuando el niño es propenso a llorar o a despertarse, o tarda mucho en dormir.
Cómo explicar, por ejemplo, que el 44 por ciento de los niños que duermen con los padres encuentren desagradable el momento de irse a dormir, frente a sólo el 17 por ciento de los que duermen solos. ¿Debemos creer que los niños prefieren dormir solos a dormir con los padres? ¿Estos niños querían dormir solos en su habitación, pero les obligaron a dormir en la cama de sus padres? ¿No será más bien que los padres intentan primero que el niño se duerma solo, este llora y se resiste, y al final le dejan meterse con ellos en la cama, pero a regañadientes y con mal humor? («Mira que eres pesada, me vas a matar a disgustos. ¡Venga, vente a la cama si es eso lo que quieres!»). Algo así debe pasar para que un niño llegue a encontrar desagradable el irse a la cama con sus padres.
Los estudios transculturales arrojan luz sobre este punto. En Estados Unidos, el colecho suele estar mal considerado entre los blancos, pero es habitual y se considera aceptable entre los negros. La doctora Lozoff y sus colaboradores estudiaron a cuatro grupos de niños norteamericanos de seis a cuarenta y ocho meses de edad: blancos de clase social baja, blancos de clase alta, negros de clase baja y negros de clase alta. Entre los blancos, dormían más con los padres los niños pobres (23 por ciento) que los ricos (13 por ciento), pero entre los negros no había diferencias (dormían con sus padres el 56 por ciento de los pobres y el 57 por ciento de los ricos). El colecho se asociaba con problemas leves de sueño entre los blancos pobres y entre los negros ricos, pero no en los otros grupos. Sólo entre los blancos pobres se asociaba estadísticamente el colecho con la percepción por parte de los padres de que su hijo tuviera un problema importante de sueño; en los otros grupos la diferencia no era significativa, y entre los negros pobres tal diferencia era, de hecho, favorable al colecho (tenían más problemas los niños que dormían solos).
¿Cómo explicar todas estas diferencias? Tal vez los blancos pobres duermen con el niño a regañadientes porque existe un problema previo de sueño o porque no tienen suficientes habitaciones en la casa, mientras que los poquísimos blancos ricos que duermen con el niño lo hacen convencidos de que es lo mejor porque han leído libros y se han informado. Tal vez los negros pobres duermen con sus hijos por tradición, porque consideran que eso es lo normal y por tanto ni causan ni encuentran un problema; mientras que los negros ricos, aunque siguen manteniendo la costumbre, han leído libros o han oído a pediatras que critican el colecho, empiezan a sentirse culpables de lo que hacen y acaban teniendo problemas con el sueño.
Aún más espectacular resulta comparar Estados Unidos con Japón. Esta última es una sociedad altamente industrializada en que el colecho se considera normal y deseable. Tradicionalmente, los niños duermen con sus padres hasta los cinco años y luego suelen pasar a dormir con algún abuelo (si vive en casa) hasta la adolescencia. Es una muestra de respeto hacia los abuelos: sería de mala educación dejarlos solos. En una muestra de familias japonesas de clase media, Latz, Wolf y Lozoff encontraron que el 59 por ciento de los niños de seis a cuarenta y ocho meses dormía con la madre o con ambos padres, y lo hacía desde el nacimiento, cada noche y durante toda la noche; mientras que solamente dormía con sus padres el 15 por ciento de los norteamericanos blancos y casi todos de forma parcial (es decir sólo algunas noches o parte de la noche).
Preguntaban a los padres de ambos países si sus hijos protestaban porque no quería irse a dormir, si se despertaban con frecuencia (tres o más veces por semana) y si creían que su hijo tenía problemas con el sueño. (Se trata, pues, de problemas percibidos. Eso depende no sólo de lo que hagan los niños, sino de lo que esperen sus padres. Ante dos niños que duermen exactamente igual, unos padres pueden pensar que existe un problema y otros, que todo es normal). El dormir con los padres se asociaba con protestas para ir a dormir, despertares frecuentes y con problemas del sueño entre los norteamericanos. En cambio, los niños japoneses que dormían con sus padres no tenían más «problemas» ni protestaban a la hora de dormir, pero sí que se despertaban más (puesto que eran los padres los que facilitaban este dato, esta asociación podría indicar, simplemente, que los padres que duermen separados de sus hijos no siempre se enteran cuando el niño se despierta).
Parecería que no hay mucha diferencia, que tanto en un país como en el otro los niños que duermen solos duermen «mejor» que los que duermen con sus padres. Pero ahora viene lo realmente apasionante. Los niños japoneses que dormían con sus padres se despertaban a media noche casi tan poco (30 por ciento) como los americanos que dormían solos. Los americanos que dormían acompañados se despertaban muchísimo más (67 por ciento), mientras que los japoneses que dormían solos se despertaban poquísimo (4 por ciento). Duerman donde duerman, los niños japoneses tienen muchos menos problemas, protestan menos y se despiertan menos que los americanos. Los autores del estudio concluyen que:
Resistirse al intenso deseo de los niños pequeños de estar muy cerca de sus cuidadores durante la noche puede sentar las bases de las protestas a la hora de dormir y del despertar nocturno persistente en Estados Unidos. Otros factores que pueden aumentar las protestas a la hora de dormir y el despertar nocturno entre los niños norteamericanos que duermen con sus padres incluyen el colecho intermitente o parcial, el que los padres recurran al colecho como reacción a alteraciones del sueño, las recomendaciones de los profesionales en contra de esta práctica y la ambivalencia de los padres respecto al colecho.
Así que las graves amenazas son totalmente falsas: no sólo el colecho no produce insomnio, sino que es el intentar que los niños duerman solos lo que aparentemente causa problemas de sueño en Occidente. Tal vez nuestros expertos del sueño se dedican a intentar solucionar los problemas que ellos mismos han creado.
¿Y por qué, de todas maneras, los niños que duermen solos duermen más en ambos países? Probablemente ha ocurrido una selección espontánea, aunque en distinto sentido. En Estados Unidos, donde el colecho está mal visto, sólo dejan ir a la cama de los padres a los niños que no duermen de ninguna otra manera; es un grupo seleccionado de niños que duermen poco. Al revés, en Japón, donde el colecho es totalmente normal, sólo aquellos padres cuyos hijos duermen como troncos se atreven a imitar lo que ven en las películas y poner al niño en otra habitación; es un grupo seleccionado de niños muy dormilones.
Nuestra cultura parece que no es tan obsesiva con los «problemas de sueño» como la norteamericana, aunque la presión ha aumentado en los últimos años. Así, García y colaboradores, en una zona rural de Cataluña, encontraron que la mitad de los niños de uno a tres años se despertaban por las noches, la mayoría más de dos veces por noche. Muchos pedían compañía, agua o comida; la mayor parte de los padres satisfacía estas demandas. Pero sólo la mitad de las familias cuyos hijos se despertaban por la noche consideraban que el niño «dormía mal», y sólo una de cada cinco había consultado al médico por tal motivo. Contrasta esta tolerancia y despreocupación de la mayoría de los padres con el alarmismo de algunos expertos: Estivill afirma, refiriéndose al «insomnio infantil por hábitos incorrectos», que:
No hay mayor desestabilizador de la armonía conyugal…, la sensación de frustración se incrementa…, las reacciones de autoculpa son frecuentes…
¿En qué se basan quienes afirman que el niño que duerme con los padres va a acabar en el manicomio? Como explicamos anteriormente, el estudio científico definitivo consistiría en decirle a cien embarazadas que duerman con sus hijos y a otras cien que no, y esperar veinte años para ver cuáles tienen más problemas psicológicos. Nadie ha hecho un estudio así.
Los estudios de cohorte son menos fiables. Habría que buscar niños que duermen con sus padres y niños que duermen solos, y ver qué pasa dentro de unos años. Como son los padres los que han decidido si duermen con el niño o no, puede producirse un sesgo de selección. Por ejemplo, hemos visto que en Estados Unidos los negros pobres duermen más con sus hijos que los blancos ricos; también los padres con menos estudios y los que tienen problemas económicos o tensiones conyugales. Y los niños enfermos o que han sufrido un accidente tienen más posibilidades de ser admitidos en la cama de sus padres. Si, más adelante, estos niños se comportan de forma diferente, ¿será debido al colecho o a las desigualdades sociales, a la pobreza y a la enfermedad? Además, en una sociedad en la que el colecho está mal visto, puede ser que quienes lo practiquen se sientan culpables por ello y traten a sus hijos con ambivalencia y hostilidad. Por todo ello, no nos habría de sorprender que algún estudio de cohorte encontrase problemas psicológicos en niños que han dormido con sus padres.
Y, sin embargo, el único estudio de cohorte realizado sobre el tema encontró que, a los dieciocho años, los que habían dormido con sus padres no mostraban ningún efecto pernicioso: no tenían peores relaciones con sus padres ni con otras personas, no consumían más tabaco, alcohol ni otras drogas, no eran más activos sexualmente.
Por último, existe también un estudio de casos y controles; es decir, que compara niños con problemas psicológicos con niños sin problemas, para ver cuáles duermen más con los padres. Lo emprendieron, nada menos, los psiquiatras infantiles del hospital de la Marina de Estados Unidos en Honolulú.
Primera sorpresa, resulta que el 30 por ciento de los hijos de Militares (entre dos y trece años de edad, media cinco años) dormía con sus padres. Y la cifra aumentaba al 50 por ciento cuando el padre estaba embarcado. Los niños menores de ocho años, cuando su padre no estaba, dormían con la madre dos o más noches por semana de media; después de los ocho años, la media bajaba a 0, 6 noches por semana. No había relación entre la frecuencia del colecho y la graduación militar del padre.
Segunda sorpresa, los cuarenta y siete niños que acudían al psiquiatra por distintos problemas psicológicos dormían menos con sus padres que los treinta y seis niños sanos que servían de control. La diferencia era especialmente notable entre los varones de más de tres años de edad: cinco de los seis niños sanos dormían con su madre en ausencia del padre, frente a sólo ocho de los veintidós niños con problemas psicológicos.
Hace dos siglos, cuando todos los niños dormían con sus padres, algunos amanecían muertos. Se decía que sus madres les habían aplastado sin querer; se sospechaba que algunos eran niños no deseados deliberadamente asesinados. Para evitar los supuestos accidentes o para evitar que los infanticidas pudieran recurrir a tan fácil justificación, los médicos y a veces las leyes prohibieron que los niños durmieran en la cama de sus padres.
Para sorpresa general, algunos niños seguían muriendo durante el sueño, aunque durmiesen en su cuna y nadie les pudiera asfixiar. Hoy llamamos a este problema «síndrome de la muerte súbita del lactante»; pero hace apenas unas décadas, el término habitualmente usado tanto por los padres como por los médicos era «muerte en la cuna». El 90 por ciento de estas muertes ocurre durante los primeros seis meses; el resto, entre los seis meses y el año.
No se sabe cuál es la causa exacta de la muerte súbita, pero sí se conocen varios factores que pueden aumentar o disminuir el riesgo. Por desgracia, el riesgo no se puede reducir a cero, y algunos niños morirán hagan lo que hagan sus padres. Pero podemos evitar muchas muertes si tomamos varias precauciones sencillas. Las más importantes: poner siempre a los bebés a dormir boca arriba (boca abajo es lo peor, pero de lado también hay un cierto riesgo), no fumar durante el embarazo ni en los primeros meses (ya puestos, sería buena idea dejar de fumar para siempre; eso beneficia tanto al niño como a los padres), y no dejar al niño durmiendo solo en su habitación (es mejor que la cuna esté en la habitación de los padres, al menos los primeros seis meses). También es importante que el colchón sea duro y evitar en la cama o en la cuna los objetos blandos que pueden asfixiar al bebé, como edredones pesados, almohadas, pieles mullidas (naturales o sintéticas) o peluches. No se ha de mantener al bebé demasiado abrigado (el bebé suele necesitar un poco más de ropa que sus padres, pero no puede ponerle la camiseta térmica, dos jerseys, un pijama de franela y encima taparlo con manta y colcha en una habitación en que hay calefacción). Parece que la lactancia materna también disminuye un poco el riesgo de muerte súbita.
¿Y dormir en la cama de los padres? ¿Aumenta el riesgo, lo disminuye o no tiene nada que ver?
Algunos datos parecen indicar que, al menos en ciertas circunstancias, el colecho puede disminuir el riesgo. La muerte súbita es muy rara en Japón, donde dormir con los padres es lo más común, y también es más rara entre los emigrantes asiáticos en Inglaterra (que suelen practicar el colecho) que entre los ingleses nativos. Además, en los estudios de laboratorio, los bebés que duermen con su madre tienen un sueño menos profundo, lo que se piensa que podría ser beneficioso.
Diversos estudios de casos y controles en Nueva Zelanda y en Inglaterra encontraron que cuando la madre no fuma, el riesgo de muerte súbita es exactamente el mismo si el niño duerme en la cama de los padres o en su cunita al lado. Si el bebé duerme solo en otra habitación, el riesgo se multiplica por cinco o por diez.
El tabaco aumenta mucho el riesgo de muerte súbita del lactante. Fumar durante el embarazo ya aumenta el riesgo, aunque luego se deje de fumar (pero si se sigue fumando, es todavía peor). En casa de un bebé no deberían fumar tampoco otras personas.
Por motivos todavía no bien conocidos, el riesgo del tabaco se potencia con el colecho. En el estudio británico, probablemente el mejor diseñado para analizar este problema, fumar y dormir separados multiplica el riesgo por cinco, pero fumar y dormir juntos multiplica el riesgo por doce.
Por tanto, la mejor solución es no fumar. La madre que no fuma ni ha fumado durante el embarazo puede dormir con su hijo todo lo que quiera, sin ningún peligro. Además de prevenir la muerte súbita del lactante, no fumar tiene muchas otras ventajas para la salud de la madre y de su hijo. Si la madre fuma o ha fumado durante el embarazo, sería prudente no dormir con el bebé durante las primeras catorce semanas (después de esta edad, el colecho ya no aumenta el riesgo, ni siquiera fumando). Puede dar el pecho en la cama y ponerlo en su propia cunita, junto a la cama de los padres, cuando se duerma.
El hallazgo de que el colecho se asocia con la muerte súbita cuando la madre fuma fue recibido con gran alegría por todos aquellos que tenían prejuicios contra el colecho. En vez de decir que el colecho es «malo» o «inmoral», ahora podían usar un argumento médico, que parece mucho más serio. Pero a muchos se les ve el plumero. Algunos prohíben el colecho en cualquier ocasión, olvidándose de informar a las madres de que si no fuman ni han fumado durante el embarazo, no hay ningún peligro. Otros admiten el colecho, pero sólo durante las primeras semanas (precisamente cuando hay peligro). Casi todos se olvidan de advertir que durante los primeros meses, tanto si la madre fuma como si no, dejar al niño solo en otra habitación es peligroso.
No nos dejaremos influir por los gritos del lactante para darle
el pecho antes de la hora adecuada.
Si empezamos a alimentar al niño durante la noche, este se
acostumbra y acaba por exigirlo.
Dr. Fritz Stirnimann, 1947
Solemos oír que «a partir de los seis meses no necesitan mamar por la noche». Esta frase está tan vacía de contenido que resulta difícil de rebatir por su misma vacuidad. ¿Qué significa «no necesitan»? ¿Que no se morirán de hambre si no maman por la noche? ¿Que existen niños que no han mamado por la noche? ¿Que es posible impedir que un niño determinado mame por la noche? Pues del mismo modo podríamos afirmar que los niños «no necesitan ir a la escuela», «no necesitan manzanas», «no necesitan juguetes» o «no necesitan calcetines». Ningún niño ha muerto (ni siquiera ha enfermado gravemente) por no ir a la escuela, por no comer manzanas, por no tener juguetes o por no usar calcetines. Existen millones de niños que jamás han tenido tales cosas. Cualquier padre puede privar a su hijo de escuela, manzanas, juguetes y calcetines si se lo propone. Pero ¿quién ha dicho que lo innecesario esté prohibido? Antiguamente, los presos en las mazmorras estaban a pan y agua, pero al menos nadie controlaba si se comían su pan y se bebían su agua durante el día o durante la noche.
Tampoco hay una diferencia sustancial entre las frases «los niños no necesitan comer de noche» y «los niños no necesitan comer de día». Otro experto podría escribir otro libro explicando a los atribulados padres que los niños que comen de día lo hacen por «malos hábitos aprendidos» (claro, han aprendido a asociar la luz solar con el alimento), y proponer un régimen de cuatro comidas generosas por la noche, con once horas de ayuno durante el día. ¿Peligroso? No más de día que de noche. Eso sí, si unos padres leyeran ambos libros e intentaran aplicarlos a la vez, su hijo iba a pasar mucha, pero que mucha hambre.
Dejemos de lado, por banal, el asunto de si los niños necesitan mamar por la noche o no, y centrémonos en lo realmente importante: ¿es perjudicial para el niño y la madre, o por el contrario es beneficioso y hay que recomendarlo, o tal vez no es ni bueno ni malo y lo más prudente es callarse y que cada cual haga lo que quiera?
Nadie, que sepamos, ni siquiera los más fervientes partidarios de que los niños ayunen toda la noche, ha pretendido seriamente que el comer de noche sea perjudicial para el niño: no produce cáncer, ni calvicie, ni almorranas, ni mucho menos «empacho» o «mala digestión». De hecho, se suele admitir que durante los primeros meses sí que pueden comer de noche. Si comer de noche fuera peligroso para un niño de diez meses, ¿no lo sería mucho más para uno de sólo dos meses? El terrible peligro de mamar de noche parece ser de tipo psíquico: el niño que ha probado la leche nocturna, como el tigre que ha probado la sangre humana, se convertirá en un devorador de madres.
No conocemos ninguna prueba de semejante teoría. Probablemente quienes la defienden vieron hace años la película Gremlins, aquellas simpáticas y adorables criaturas que se convertían en monstruos asesinos si se les daba de comer después de las doce de la noche.
McKenna, un antropólogo norteamericano, ha estudiado la interrelación entre dormir con la madre (colecho) y la frecuencia de las tomas nocturnas en un grupo de 35 niños y sus madres, norteamericanos de origen hispano (grupo étnico que considera el colecho como algo positivo). Veinte de los niños solían dormir con su madre cada día, mientras que 15 solían dormir separados; todos recibían lactancia materna exclusiva. Cuando los niños tenían tres o cuatro meses de edad, cada madre pasó dos noches con su hijo en un laboratorio. Se les filmaba con una cámara de infrarrojos, mientras se registraban sus constantes vitales para distinguir las distintas fases del sueño. Independientemente de cuál fuera su costumbre en casa, cada niño durmió una noche junto a su madre y otra separado.
Se observó que los niños mamaban más veces y durante más tiempo cuando dormían con su madre que cuando dormían separados. Es decir, que el dormir separados parece disminuir el número de tomas y por tanto dificulta la lactancia materna. Además, los bebés que solían dormir solos en su casa mamaban siempre menos (de media, 3,8 tomas la noche que durmieron juntos y 2,3 cuando durmieron separados) que aquellos que solían dormir con su madre antes del experimento (4,7 y 3,3 tomas, respectivamente). Es decir, el dormir separados parecía afectar de forma persistente al comportamiento de los niños, de manera que ni siquiera cuando se les daba la oportunidad de dormir con la madre lograban recuperarse por completo.
Durante las dos semanas previas al estudio, las madres habían anotado en casa el número de tomas nocturnas. Curiosamente, mamaban menos que en el laboratorio: 2,4 tomas por noche los que dormían juntos (4,7 en el laboratorio), y 1,6 tomas los que dormían separados (2,3 en el laboratorio). La diferencia podría atribuirse a que los niños estaban más nerviosos en un ambiente extraño, pero obsérvese que el aumento es mucho mayor entre los que duermen acompañados (que, en teoría, estarían menos nerviosos). Tal vez lo que ocurría es que, en casa, la madre no se enteraba de todas las tomas porque a veces estaba dormida; mientras que en el laboratorio, la implacable cámara registraba cada mamada sin error.
Cuándo un niño pequeño tarda en dormirse o se despierta varias veces por la noche y llama a su madre, se nos dice que tiene «insomnio infantil por hábitos incorrectos». En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV), una clasificación internacional generalmente aceptada, no aparece ninguna enfermedad con ese nombre. Sí que aparece el «insomnio primario», cuyos criterios diagnósticos principales son la «dificultad para iniciar o mantener el sueño» y el provocar «malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo».
Si a mi vecino le gusta irse a la cama a las diez, pero yo prefiero quedarme leyendo hasta las doce, ¿tengo insomnio? Claro que no; tendría insomnio si me fuese a dormir a las diez, pero no consiguiera dormir hasta las doce. En cambio, si un niño no quiere dormir, sino jugar, dicen que tiene insomnio.
Si me quitan el colchón y me obligan a dormir en el suelo me costará mucho dormirme. ¿Significa eso que tengo insomnio? Claro que no; devuélvame el colchón y verá qué bien duermo. Si a un niño lo separan de su madre y le cuesta dormir, ¿tiene insomnio? ¡Verá qué bien duerme si le devuelven a su madre!
El verdadero insomnio, el que sufren algunos adultos, es a1go totalmente distinto de ese «insomnio infantil» que se han sacado de la manga. Algún niño habrá, supongo, que de verdad tenga insomnio, pero en general estamos hablando de niños que o bien no quieren dormir o bien quieren dormir pero no les dejan porque les privan del contacto humano que necesitan para dormir bien. El «malestar clínicamente significativo» no se lo produce la falta de sueño, sino la falta de contacto humano. El único malestar se lo producimos nosotros, cuando, engañados por ciertas teorías, negamos a nuestros hijos la satisfacción de sus más básicas necesidades.
Hay adultos que no saben leer o que no saben geografía porque nadie les enseñó. Pero no hay nadie que no sepa dormir. Dormir, como comer, respirar o caminar, no es una conducta aprendida. Todos nacemos sabiendo dormir, comer y respirar, comenzamos a caminar cuando nos llega la edad adecuada, sin que nadie nos enseñe. Sí que podemos aprender a modificar de una forma específica estas conductas innatas. Todos saben comer, pero para comer con palillos chinos o con tenedor y cuchara hay que aprender. Todos saben caminar, pero para bailar hay que aprender. Todos saben respirar, pero para tocar la flauta hay que aprender. Todos saben dormir, pero para hacerlo de una determinada forma culturalmente aceptada (ponerse el pijama, meterse en la cama…) hay que aprender. Es seguro que nuestros antepasados prehumanos ya dormían y no necesitaban aprender nada.
Cuanto más se separe la forma en que queremos que duerman nuestros hijos de la forma en que es natural para ellos dormir, más tendremos que enseñarles. Es mucho más fácil enseñarles a dormir con pijama o en una cama que enseñarles a dormir sin su madre. Si están con su madre, se dejan poner pañal, pijama y lo que haga falta. No hay niños que armen una escandalera para arrancarse el pijama o que exijan dormir en el campo, sobre un lecho de ramas y hojas, como sin duda dormían nuestros antepasados. Nadie ha tenido que escribir un libro con un método para poner el pijama a los niños que no se dejan. No, los niños no son caprichosos; en aquellas cosas que no les parecen importantes están siempre dispuestos a llevarnos la corriente y a hacer lo que les pidamos. Pero al pretender que duerman solos, estamos exigiéndoles algo totalmente contrario a sus más profundos instintos, y la lucha es tenaz.
Una persona que no es capaz de caminar o de respirar está enferma. Pero una persona que no ha aprendido a bailar o a tocar la flauta no tiene ninguna enfermedad ni va a enfermar por no haber aprendido tales cosas. Del mismo modo, si de verdad un niño no pudiera dormir, estaría enfermo (y muy gravemente, por cierto; la privación absoluta de sueño produce la muerte en pocos días). Pero un niño que no ha aprendido a dormir solo, a dormir con su muñequito, a dormir en su cunita o a dormir en el momento en que a nosotros nos conviene, no tiene ninguna enfermedad, ni va a enfermar por ese motivo.
Decirle a una madre que si su hijo no duerme solo y de un tirón, va a tener de mayor problemas de sueño es tan cruel, tan absurdo y tan falso como decirle que si su hijo no aprende a tocar la flauta, va a tener insuficiencia respiratoria cuando sea mayor.
Claro que los partidarios de que los niños duerman solos mantienen, en este asunto del aprendizaje, doctrinas contradictorias. Por un lado parece que haya que enseñar a los niños a dormir, cosa que ya hemos refutado. En otros casos, se admite que el niño ya sabe dormir, pero hay que enseñarle a dormir de forma adecuada, es decir, como quieran sus padres (siempre y cuando sus padres quieran «solo, en su habitación, de un tirón»; si los padres quieren otra cosa, entonces ya no tienen derecho a elegir).
Por último, a veces se explica la historia al revés: lo normal, aquello para lo que todos los niños vienen preparados al mundo, es dormirse solos, dormir toda la noche de un tirón y no comer por la noche. Si llegan a exigir la presencia de sus padres para dormirse, a llamarlos a medianoche o a pedir alimento, es porque han aprendido un mal hábito. Dicho aprendizaje se produciría por condicionamiento operativo: la presencia de los padres o el alimento actuarían como refuerzos positivos, aumentando la frecuencia de la conducta reforzada (despertarse, llorar). Lo que hay que hacer es «reeducar» a los niños, que olviden lo mal aprendido y vuelvan a lo «normal».
Pero esta teoría presenta varios puntos débiles:
A) ¿Por qué hay tan pocos niños que hagan «lo normal» y tantos que «aprenden» a hacer algo anómalo? En muchas sociedades humanas, dormir con los padres o mamar por la noche se consideran normales y son universales. Pero incluso en nuestra sociedad, en que tales hechos se consideran anormales y son fuertemente criticados, la mayoría de los padres «enseñan» ¡involuntariamente!, malos hábitos a sus hijos. En el estudio mencionado de Curell, el 6 por ciento de los niños dormía con los padres; pero, de los que dormían solos, el 21 por ciento se quedaba dormido en un sitio «no recomendable»; el 11 por ciento pasaba la noche en un lugar «no recomendable»; el 64 por ciento de los niños y el 73 por ciento de los padres seguían rituales de conciliación del sueño «no recomendables»; el 13 por ciento tomaba bebidas «no normales» por la noche; el 46 por ciento presenta un comportamiento «alterado»; y el 51 por ciento se despertaba por la noche. Sumándolo todo, el 279 por ciento hacía algo mal. Es decir, tocaba a casi tres cosas mal por niño, y cabe preguntarse si había un solo niño que lo hiciera todo bien. Si de verdad eso del insomnio infantil es una enfermedad, es la más terrible plaga de la historia, ¡no hay nadie sano! Por supuesto, entre los que dormían con sus padres el porcentaje de pecadores era aún mayor para todos los mandamientos.
B) ¿Por qué lo «normal» (dormir solo) resulta tan fácil de olvidar y lo «anormal» (llamar a la madre) tan fácil de aprender? Enseñar a los niños «malos hábitos» sería, según esta teoría, algo que la mayor parte de los padres consigue en poco tiempo, sin conocimientos de pedagogía y sin ni siquiera proponérselo; enseñarles un sueño «normal», en cambio, requiere seguir al pie de la letra («no hagáis nada que no se os haya explicado») unas recomendaciones muy detalladas con objetivos y métodos claramente especificados y complejas tablas de días y minutos de espera.
Así pues, los padres normales deben ser excelentes pedagogos, que en dos días y como quien no quiere la cosa enseñan a sus hijos una forma muy rara y difícil de dormir. ¿Por qué no sigue usando los mismos métodos para enseñar a su hijo danza clásica, física atómica o filología eslava? ¡Tendrá usted un genio!
¿No sería más lógico que ocurriera justo lo contrario? ¿No debería hacer falta un gran esfuerzo para desviar a un niño de su comportamiento instintivo y no volvería a él a la más mínima oportunidad? Exactamente, eso es lo que ocurre. Hace falta esfuerzo, método y consistencia para que un niño duerma solo, porque eso va contra su tendencia innata. Pero vuelve a llamar a sus padres a la más mínima porque eso es lo normal.
C) El ejemplo clásico del condicionamiento operativo es la rata que recibe alimento (refuerzo positivo) cada vez que aprieta una palanca. Según los que creen en los «hábitos incorrectos aprendidos», despertarse y llamar a los padres es como apretar la palanca, y la consiguiente aparición de los padres es el refuerzo. Pero la primera vez que la rata aprieta la palanca lo hace por casualidad, pues no sabe para qué sirve. ¿Le parece a usted que el niño se despierta y llora por casualidad, lo mismo que la rata, dando vueltas por la jaula, pisa sin querer una palanca? ¿O más bien muestran los niños desde su nacimiento una fuerte tendencia a llamar a su madre? No, llamar a la madre no es una conducta aprendida, sino innata.
Por otra parte, la rata sólo aprieta la palanca si se le ofrece comida y si tiene hambre. Si al apretar la palanca, en vez de comida, salen pepitas de oro, la rata no se toma la molestía. Sólo sirve como refuerzo aquello que satisface una necesidad de la rata. Las personas trabajamos por dinero porque sabemos que con el dinero se compra comida; la rata no entiende algo tan difícil y sólo trabaja por comida. Implícitamente, los que creen que la presencia de la madre actúa como refuerzo positivo están admitiendo que esa presencia es tan necesaria para el niño como el alimento para la rata.
Así que la brillante idea «no acuda cuando el niño llora y así dejará de llorar» es equivalente a «no le dé comida a la rata cuando apriete la palanca y así la dejará de apretar». El problema es que la rata, si no le dan comida, se muere de hambre. Y a los niños, ¿qué les pasa si no les hacen caso?
Algunos padres no quieren dejar llorar a su hijo, pero tampoco quieren dormir todos juntos, o les gustaría sacarlo ya de su cama. Si este es su caso, le interesará saber que se han propuesto métodos para «enseñar a dormir» a los niños sin dejarlos llorar. Por supuesto, no son métodos mágicos, sino que requieren tiempo y paciencia. Pero recuerde que no le está enseñando a su hijo algo que él necesita saber, sino algo que a usted le conviene que sepa. No le está haciendo un favor, sino que se lo está pidiendo. Si su hijo le concede ese favor, debe estarle agradecido. Y, si no, pues se aguanta; el niño no tiene ninguna obligación.
En un estudio; el colecho parece aumentar con la edad: el 3 por ciento de los niños de menos de quince meses duerme con sus padres, frente al 9 por ciento de los de quince a treinta y seis meses. Los autores concluyen:
Así debería ser, en efecto, si se tratase de un hábito o de un aprendizaje: cuantas más veces se ha reforzado la conducta, más frecuente se vuelve y más difícil es que desaparezca. Eso es lo que ocurre con otros hábitos y otros aprendizajes. Es más fácil que se olvide de lavarse los dientes una niña de cuatro años que una señora de cuarenta. Es más fácil dejar de fumar o de beber cuando sólo se ha probado unos meses, que cuando se llevan años. Los ancianos suelen ser especialmente puntillosos con sus costumbres y cualquier cambio les molesta o les desorienta. De la escuela recordamos perfectamente las sumas y multiplicaciones, porque las hemos tenido que practicar con frecuencia; pero muchos adultos tendrían serias dificultades para sacar una raíz cuadrada, porque es algo que no hemos vuelto a hacer desde los quince años.
Si durmiendo una sola vez en la cama de sus padres, el bebé ya adquiere esa perniciosa costumbre, cuando lleve tres meses en la cama de sus padres será un criminal recalcitrante, y cuando lleve tres años, un pecador irredimible.
Pero en medicina no se demuestran las cosas con razonamientos, sino con estudios. Para afirmar que «el abandono de un hábito es difícil a largo plazo» tenemos que ver a esos niños a largo plazo y comprobar si han abandonado el hábito o no. El estudio de Curell y colaboradores sólo llega hasta los tres años, no sabe lo que pasa después. Otros investigadores, que tampoco dudan en calificar el colecho como un «mal hábito», han encontrado resultados bien diferentes en una zona rural de Cataluña: dormía con sus padres el 51 por ciento de los niños de cinco a doce meses; el 28 por ciento de los de trece meses a tres años, y al parecer el cero por ciento (al menos, no lo mencionan) de los de tres a siete años. En Norteamérica, Rosenfeld y colaboradores también encontraron que la frecuencia de colecho disminuía hasta los diez años.
Es decir, el «hábito» no sólo no es difícil de romper, sino que se rompe él sólito. A pesar de que los padres siguen reforzando su conducta (es decir, dejándole dormir en su cama o acudiendo cuando llora), el «aprendizaje», lejos de reforzarse, se debilita hasta olvidarse y los niños cada vez lloran menos por la noche y están más dispuestos a dormir solos. Llegará una edad en que su hijo no querrá dormir con usted por nada del mundo. Llegará una edad en que ni siquiera querrá compartir la habitación con sus hermanos (y cuando no hay más habitaciones, el conflicto está servido). Estos hechos son incompatibles con la teoría del aprendizaje y demuestran que el despertarse por la noche llorando y el buscar la compañía de los padres no son conductas aprendidas por refuerzo, sino conductas innatas propias de una determinada edad, que desaparecen por sí mismas en el momento adecuado.
Por cierto, si de verdad los hábitos fueran tan «difíciles de romper», ¿por qué los mismos que quieren impedir el hábito de dormir con la madre no dudan en recomendar otros hábitos alternativos? Por ejemplo:
Uno de los dos [padres] escoge un muñeco de los que ya tiene vuestro hijo y le pone un nombre, digamos Pepito. Se lo presenta al crío y le comunica que «a partir de hoy, tu amigo Pepito siempre dormirá contigo».
¿Le parece normal que el amigo de un niño no sea un ser humano, sino un muñeco? Pues no sólo ha de ser su amigo, sino su mejor amigo, pues los otros amigos (sus padres) le abandonan y Pepito no. Pero a lo que íbamos: ¿no le preocupa a nadie que el pobre niño se acostumbre a dormir con Pepito? Lo dice bien claro: «Siempre dormirá contigo». ¿No empezarán a criticar los parientes y vecinos? «Irá a la mili y tendrá que llevarse el muñeco». «Se casará y, en la noche de bodas, tendrá que poner al muñeco en medio de la cama». No, por supuesto, nadie dice esas tonterías. Todos estamos de acuerdo en que el niño dormirá con su muñeco durante un tiempo, mientras lo necesite, y que luego lo dejará. Más o menos el mismo tiempo que necesita dormir con la madre, de la que el muñeco no es más que un triste y frío sustituto. Y sin embargo, si ha tenido usted el valor de desafiar los prejuicios sociales y admitir a su hijo en la cama grande, seguro que sí que habrá oído docenas de comentarios estúpidos.
Al parecer, está prohibido dormir al niño en brazos, meciéndolo en la cuna, cantándole una canción de cuna, o haciéndole compañía hasta que se duerme. Los fanáticos de este mito llegan a exigir que, si algún día por casualidad el niño se duerme fuera de la cuna (¿a quién no se le ha dormido un niño en el coche, volviendo de una excursión?), hay que despertarlo para ponerlo en la cuna despierto.
Este mito se justifica en la creencia de que, en el momento de dormirse, el niño experimenta una especie de milagrosa fijación con todo lo que le rodea. Si, al despertarse por la noche, no ve exactamente lo mismo que vio en el momento de dormirse, le entrará el pánico y se pondrá a llorar:
Es decir, se considera que el llamar a la madre por la noche es algo aprendido de forma puramente mecánica y que el niño la llama tan sólo porque la vio en el momento de dormir. Un osito tiene exactamente el mismo efecto, con la ventaja de que el osito puede estar presente toda la noche para tranquilizar al niño y la madre no. (¿Por qué no? Porque a la madre le molesta tener que aguantar al niño toda la noche, mientras que al osito le es indiferente. ¿Y si a una madre no le molesta, sino que le gusta estar con su hijo? Es igual, que obedezca al experto y punto).
Curiosamente, entre esos «elementos externos» se mencionan a menudo un móvil colgado del techo y un póster en la pared. El pequeño detalle de que, cuando el niño se despierta a media noche en la más completa oscuridad no puede ver tales objetos (y por tanto, según la teoría, tendría que ponerse a llorar hasta que alguien enciende la luz) no parece disminuir en lo más mínimo la fe de los creyentes. ¿Qué decir del bebé que se va a dormir, una tarde de verano, cuando aún hay luz y despierta en medio de la noche? ¿O del que se va a dormir arrullado por el ruido de conversaciones y televisiones, en su casa o en la de los vecinos, y despierta en completo silencio? ¿Por qué hay elementos externos cuya desaparición no parece importunar al niño lo más mínimo? ¿No será que hay categorías, que unos elementos le importan más que otros?
Hagamos un experimento. Esta noche, querida mamá, métase en la cama con su hijo de un año y con un muñeco. Deje instrucciones a su marido para que, a la una de la madrugada, entre con gran precaución, se lleve el muñeco y se vaya a dormir a otra cama. Mañana por la noche, lo hacen al revés: a la una, su marido la despierta y se van los dos de la habitación, dejando a su hijo con el muñeco. ¿Cree que el niño reaccionará igual en las dos ocasiones? Claro que no. Cuando se lleven el muñeco, el niño ni se inmutará. (A menos que ese muñeco sea precisamente «el muñeco», ese que algunos niños arrastran todo el día a todas partes, lo que los psicólogos llaman un objeto transicional. Eso no es más que un sustituto de la madre; los niños que van en brazos y duermen con la madre no tienen ni necesitan para nada un objeto transicional).
Lo que el niño reclama por la noche no es «lo último que vio» porque no es un «lo», sino una persona. Y no cualquier persona. Si su hijo se queda dormido en brazos de un desconocido, cuando se despierte a medianoche, ¿a quién llamará, al desconocido o a su madre?
¿Existe alguna prueba de que los niños se despertarán más frecuentemente si sus padres estaban presentes en el momento en que se durmieron? Los únicos estudios científicos realizados para comprobar la veracidad de esta afirmación son los de Adair y colaboradores, en Norteamérica. En el primer estudio observaron que uno de cada tres niños de nueve meses solía quedarse dormido en presencia de uno de sus padres.
Durante la semana previa a la encuesta, los que caían dormidos solos se habían despertado tres veces, y los que necesitaban compañía para dormirse se habían despertado seis veces. Los autores sugieren una relación causal (fue el caer dormidos en compañía lo que les hizo despertar), pero es fácil imaginar otras explicaciones. Por ejemplo, puesto que pediatras y libros para padres llevan muchos años recomendando que se deje al niño despierto en la cuna, sobre todo en los países anglosajones, los padres que no siguen tal consejo podrían también estar criando a sus hijos de distinta forma en otros aspectos. O tal vez los padres se ven obligados a hacerles compañía precisamente porque esos niños duermen poco. O tal vez se trata de padres que responden más a las necesidades de sus hijos y por tanto también se levantan más frecuentemente cuando les oyen llorar. (En este estudio «despertar nocturno» significaba que los padres tuvieron que levantarse para ir a calmar al bebé. No se contaron las veces que el niño se despertó pero nadie le hizo caso).
En un segundo estudio, los mismos autores dieron a varios padres de niños de cuatro meses una hoja de instrucciones en que se indicaba que hay que dejar siempre al niño despierto en la cuna, hasta el punto de despertarlo si se ha dormido accidentalmente. A los nueve meses se les volvía a pasar el mismo cuestionario del estudio anterior. Los niños del primer estudio servían como grupo control. El porcentaje de padres que estaban presentes mientras se dormía el niño había disminuido del 33 al 21 por ciento. La media de despertares nocturnos por semana bajó de 3,9 a 2,5, y el porcentaje de niños que despertaban siete o más veces por semana bajó de 27 a 14 por ciento. Dentro del grupo experimental, los niños que se dormían solos despertaban 1,6 veces por semana, frente a seis veces los que se dormían acompañados. Los autores concluyen que su método es altamente eficaz, pero no explican cómo una intervención que sólo modificó la conducta de un 12 por ciento de los padres pudo ser «tan» eficaz como para hacer dormir a un 13 por ciento más de niños (es como decir, «este antibiótico es tan bueno que se lo tomaron 12 y se curaron 13»).
También sorprende que los niños que se quedan dormidos solos en el primer grupo se despiertan tres veces, y en el segundo grupo 1,6 veces, casi la mitad. ¿Por qué este cambio tan grande si se supone que están haciendo lo mismo? O bien el número de veces que se despierta un niño es tan variable que la diferencia es casual y no tiene importancia (y en tal caso, ¿qué valor tiene el resto del estudio?) o bien esos padres están haciendo algo que no hacían antes. Curioso, escribí a los autores y les pedí la hoja de instrucciones que se entregó a los padres en el grupo experimental. Resulta que, además de recomendar que se pusiera al niño en la cuna despierto, indicaba que, si despertaba por la noche, los padres habían de «esperar unos minutos» antes de acudir, por si se volvía a dormir solo (Robin H. Adair, comunicación personal, 1992). Es de suponer que unos padres siguieron los dos consejos a la vez y otros no siguieron ninguno de los dos. Los padres que hacen compañía al bebé cuando se duerme, acuden en seguida cuando se despierta. Los padres que dejan al bebé dormirse solo, se hacen los remolones y no acuden cuando llora. Puesto que sólo se contabilizan como despertares aquellos episodios en que los padres acuden, este consejo falsea los resultados, creando una falsa asociación entre el dejar al niño despierto en la cuna y el no hacerle caso.
Dicen que un bebé en la habitación interfiere con la vida sexual de la pareja. Pero no es así. Los bebés, cuando duermen, lo hacen profundamente; e incluso cuando el bebé duerme en la cama de los padres es posible, una vez dormido, sacarlo y dejarlo un rato en su cunita. Cierto que se puede despertar de pronto, pero eso también puede ocurrir si duerme en otra habitación y, si no va alguien corriendo, en dos minutos puede estar llorando a grito pelado. Además, el día tiene muchas horas y la casa tiene muchas habitaciones. Si no encuentra usted la manera de mantener relaciones sexuales, no le eche la culpa al niño.
Una versión extrema de este mito pretende que la madre mete al bebé en la cama como barrera contra su marido:
Este tipo de comentario me parece insultante. Por supuesto que habrá matrimonios con problemas, pero ¿por qué es lo primero que se les ocurre a algunos malpensados cuando ven a un niño en la cama de sus padres? ¿Por qué nadie hace el comentario opuesto? («Si existen tensiones entre madre e hijo, meter al marido en la cama puede servirle para evitar la confrontación y el estrecho contacto de la lactancia […], en lugar de ayudar a su marido, lo está utilizando para no tener que afrontar y solventar sus propios problemas»).
Es un comentario insultante para la madre (se le acusa de no querer a su marido sólo porque sí que quiere a su hijo) y para el padre. Para «evitar la intimidad sexual», si su marido es normal, basta con el típico «me duele la cabeza». Si un marido es tan bruto como para no respetar esa negativa, ¿se detendría acaso por la presencia de un simple bebé? Y si la presencia del bebé es lo único que impide que una esposa sea violada por su propio marido, ¿qué derecho tenemos a privarla de esa última y desesperada defensa?