El conductismo es una de las numerosas teorías psicológicas del siglo pasado. Como teoría tiene, sin duda, sus puntos fuertes y sus aplicaciones, y resulta útil para tratar a algunos pacientes. No es el conductismo entero lo que quiero ahora criticar, sino sólo una cierta forma de aplicar la teoría a la crianza y educación de los niños.
Uno de los padres del conductismo fue Skinner, un psicólogo norteamericano que metía ratas de laboratorio en unas jaulas especiales («jaulas de Skinner», por supuesto). La jaula tenía una palanca y un agujerito, cada vez que la rata apretaba la palanca salía comida por el agujerito. Las ratas pronto aprendían a apretar la palanca para obtener comida y la apretaban cada vez más. La comida es un «refuerzo» y el método de aprendizaje se llama «condicionamiento operante». Si desconectas la palanca y deja de salir comida cada vez que aprieta, la rata primero aprieta la palanca frenéticamente, pero se cansa y con los días deja de apretarla por completo. Esto se llama «extinción» de una conducta por falta de refuerzo. Si quieres que la conducta desaparezca más rápidamente, puedes usar un refuerzo negativo: cada vez que aprieta la palanca, descarga eléctrica.
Con su jaula, su rata y mucha paciencia, Skinner llegó a saber muchísimo sobre el comportamiento de las ratas enjauladas. Jamás estudió a las ratas en libertad. Pero, de todos modos, con el destello del genio, llegó a la conclusión de que sus descubrimientos podían aplicarse al ser humano y de que cualquier conducta podía ser «modelada» con los refuerzos adecuados. En 1948 escribió una novela de ciencia-ficción, Walden Dos. Este es el nombre de una especie de comuna utópica, cuyos habitantes se han aislado voluntariamente del mundo para vivir de acuerdo con las enseñanzas del conductismo y en que las técnicas de refuerzo y aprendizaje constituyen la base de la sociedad. La novela está escrita en un tono didáctico y en ella Castle, un catedrático de filosofía un poco tonto, hace continuas preguntas para que Frazier, el fundador de la comunidad, pueda lucirse con las respuestas.
En Walden Dos, los niños se crían sin apenas contacto humano durante el primer año, en pequeñas cabinas individuales con un ventanal de cristal, colocadas todas ellas en un cuarto en el que ni siquiera hay un cuidador (al menos en el momento en que los protagonistas del libro lo visitan):
A través del cristal pudimos ver a niños de diversas edades. Ninguno tenía puesto más que un pañal, y no tenían ropa de cama. En una de las cabinas, un pequeño recién nacido de buenos colores dormía boca abajo. Otros bebés de más edad estaban despiertos y jugando con juguetes. Cerca de la puerta, un niño a gatas apretaba la nariz contra el cristal mientras nos sonreía.
En la novela, la cuidadora de estos bebés entra en el cuarto, al que medio en broma llaman «acuario», sólo para enseñárselo a los visitantes. Desde luego, los niños no toman el pecho, pues la madre es una fuente de infección:
—¿Y los padres? —dijo Castle inmediatamente—. ¿No pueden ver a sus hijos?
—¡Oh, sí!, siempre y cuando gocen de buena salud. Algunos padres trabajan en la guardería. Otros pasan por aquí todos los días, más o menos, aunque sólo sea durante unos minutos. Sacan al niño al sol o juegan con él en un salón de juego.
Estos bebés que duermen, juegan, sonríen y que ven a sus padres unos minutos, casi todos los días, no lloran nunca porque no tienen de qué quejarse: la humedad y la temperatura de sus cabinas están perfectamente controladas, lo que les permite ir desnudos y evitar la incomodidad de la ropa. Frazier no duda en afirmar:
Cualquiera con dos dedos de frente se indignaría ante esta frase. Decir que unos niños que han pasado casi toda su vida solos en un cubículo de cristal no han conocido la frustración ni la ansiedad parece una broma de mal gusto. Lo más parecido que existe en la vida real al acuario de Skinner es la sala de prematuros de un hospital, con sus hileras de incubadoras. Y allí los niños sí que lloran. Uno de los grandes avances en el cuidado de los prematuros es el método canguro: sacarlos el mayor tiempo posible de la incubadora y ponerlos en brazos de sus madres; se ha visto que así los bebés engordan más, enferman menos y su ritmo cardiaco y respiratorio se mantiene más estable (lo que indica que sufren menos).
Pero en la novela, el tontorrón de Castle acepta, cómo no, que estos pobres niños abandonados son absolutamente felices e incluso se queja de que se les mima demasiado:
—¿Pero les preparan para la vida? —dijo Castle—. Ciertamente no se puede seguir así, evitándoles toda frustración o las situaciones de temor.
—Por supuesto que no. Pero puede preparárseles para ellas. Se puede crear una tolerancia a la frustración introduciendo obstáculos gradualmente conforme el niño crece y se hace lo suficientemente fuerte para resistirla.
Unas páginas más adelante, Frazier nos explica cuáles son esos métodos educativos con los que enseñan a los niños de uno a seis años a tolerar la frustración:
—¿Cómo se puede producir la tolerancia ante una situación molesta? —dije.
—Bueno, por ejemplo, haciendo que los niños aprendan a «aguantar» calambres cada vez más dolorosos…
Esta sorprendente declaración, admitiendo que se ha sometido a los niños a torturas sistemáticas, no provoca en la novela el menor comentario del resto de los personajes, ni siquiera de los que se supone que no creen en las teorías de Frazier. Más adelante explica otra técnica «educativa» un poco menos extrema:
Nunca he oído a ningún educador, médico o psicólogo recomendar lo de las corrientes eléctricas. Pero sí que he oído docenas de sugerencias similares a la segunda: hacer esperar deliberadamente al bebé que llora o al niño que pide cualquier cosa; enseñarle a «retrasar la satisfacción de sus deseos», a «tolerar la frustración», a «ir alargando las tomas». Quizás algunos me consideren extremista cuando afirmo que estas maniobras me parecen crueles e indignas. «Qué exagerado», pensarán, «no es lo mismo torturar a un niño con corrientes eléctricas que hacerle esperar cinco minutos para cenar». Pues bien, para Skinner sí que es lo mismo, son dos ejemplos perfectamente intercambiables de un mismo método.
Claro que a un niño no le hace ningún daño esperar cinco minutos para cenar. Le pasará docenas, cientos de veces a lo largo de su infancia, de manera natural. Pedirá la cena y la cena no estará lista. O se sentará a la mesa y le harán levantarse para lavarse las manos. Querrá ver un programa por la tele y se tendrá que esperar a que comience. Tendrá que esperar al día de Reyes para recibir sus regalos, aunque los paquetes ya estén escondidos en el armario de sus padres. El bebé despertará llorando desesperado, y su madre tardará cinco minutos en venir porque está dormida, en la ducha o friendo croquetas con el aceite a punto de quemarse. Nada de eso hace ningún daño a un niño. Como tampoco le hace ningún daño recibir por accidente una leve descarga eléctrica, caerse jugando y hacerse un moretón o despellejarse una rodilla.
Lo verdaderamente dañino en todas estas técnicas «educativas» no es el hecho en sí, sino su motivación. No es lo mismo tocar accidentalmente un cable eléctrico que pasarle corrientes eléctricas a propósito a un niño para que aprenda a tolerar la frustración. Cualquier niño prefiere golpearse jugando a que su propio padre le pegue una bofetada, aunque a veces se hace más daño jugando. No es lo mismo pensar «tengo que esperar porque la cena no está preparada» o «no podemos cenar hasta que venga tía Isabel», que pensar «podríamos cenar ya, pero mis padres no me dejan por el simple placer de hacerme esperar». No quisiera que mis hijos guardasen de mí ese recuerdo.
Si el niño tiene edad suficiente para comprender lo que le están haciendo, sin duda sentirá la misma rabia y la misma humillación que sentiríamos cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias. O tal vez tenga razón Skinner y, si se le ha sometido a tales abusos desde la más tierna infancia, acabe por someterse, por aceptar que no tiene ningún derecho y que está a merced de la voluntad y del capricho de otros.
Un bebé, en cambio, no puede conocer el motivo del retraso; nunca sabrá si su madre tardó cinco minutos porque estaba muy ocupada o porque le dio la gana. Para el bebé no existe, es cierto, ninguna diferencia. Pero para la madre sí. No se puede justificar una agresión porque la víctima no se da cuenta. Es el acto en sí de provocar una frustración deliberada a un ser humano lo que es inmoral. Si esta tarde se corta la luz en su barrio durante diez minutos, usted nunca sabrá si de verdad hubo una avería o si la compañía eléctrica ha decidido practicar cortes de diez minutos, al azar, para que los ciudadanos aprendan a tolerar la frustración y a arreglárselas sin electricidad. Usted no puede saberlo, pero da por sentado que la segunda opción es imposible. ¿Cómo iba nadie a hacerle una cosa así a un adulto, fastidiarle a propósíto para «educarle»? No, eso sólo se le puede hacer a los niños.
Walden Dos es sólo una novela, pero pretende ser algo más. La solapa del ejemplar que tengo en mis manos afirma:
Walden Dos no es una digresión, no es un divertimento del autor, Skinner cree en su ficción; Walden Dos es aconsejado, como lectura complementaria, a los estudiantes de Ciencias Sociales de muchas universidades norteamericanas.
¡Cree en su ficción! Él mismo lo reafirma en el prólogo que añadió en 1976, donde propugna con entusiasmo que su idea se lleve a la realidad. Skinner jamás intentó criar a ningún niño con su método (se dijo que lo había aplicado con su hija pequeña, pero su hija mayor desmiente con energía este mito en la página web de la Fundación Skinner). Lo más cercano que ha existido a la aplicación práctica de sus métodos son los kibbutz de Israel, en los que los bebés y niños dormían todos juntos y separados de sus padres. El experimento fracasó, resultaba igualmente molesto para los padres y para los hijos, y hoy en día los niños duermen con sus padres hasta la adolescencia en todos los kibbutz.
Si Skinner hubiera publicado un falso artículo científico, inventando un falso experimento sobre unos sujetos inexistentes, tarde o temprano se hubiera descubierto el fraude. Su prestigio se habría esfumado, le habrían echado de su universidad y sus libros habrían caído en el olvido. En vez de ello, inventó un falso experimento sobre sujetos inexistentes, pero en vez de hacerlo pasar por real, lo publicó como novela de ciencia ficción. Paradójicamente, mucha gente lo aceptó entonces como si fuese real o al menos como si se basase en datos científicos, y muchos miles de psicólogos y educadores han leído la obra y han dejado que esas fantasías impregnen sus creencias y orienten su vida.
El concepto de negar sistemáticamente atención y cuidados a los niños para así aumentar su tolerancia a la frustración está ahora muy extendido, al igual que otras ingeniosas aplicaciones de las teorías conductistas. Pero, en realidad, ya eran ideas viejas cuando Skinner intentó darles un nuevo prestigio científico:
A diferencia de Skinner, Schreber sí que educó a su hijo siguiendo sus normas. Su hijo, Daniel Paul Schreber, es considerado «el paciente más famoso de la psicología y el psicoanálisis», y los expertos aún discuten si el tratamiento recibido en su infancia influyó en su posterior enfermedad mental.
En su hermoso libro ¿Por qué lloras?, Cubells y Ricart nos ofrecen una teoría completamente distinta sobre la tolerancia a la frustración:
Es una equivocación frecuente el pensar que la mejor manera de aprender a tolerar y superar la frustración es hacer que el niño se enfrente a ella cuanto antes mejor.
Para ellos, no son los niños, sino los padres quienes tienen que aprender a tolerar la frustración. Es decir, tenemos que comprender que ciertas cosas provocan frustración en nuestros hijos, y que esa frustración se manifestará con llantos, gritos, rabietas e incluso golpes e insultos. Hemos de ser capaces de tolerar estas manifestaciones de ira, que son respuestas normales a la frustración, sin negarles nuestro cariño, sin reñirles ni castigarles, sin caer en absurdas venganzas.