¿Y AHORA POR QUÉ NO CAMINA?

Pero sigamos observando niños en el parque. Esta vez, nuestro sujeto es una niña de unos dos años. Su madre está sentada en un banco, y ella juega en la arena. La niña se sienta, se levanta, recoge algo del suelo, va hacia los columpios, vuelve, va hacia las flores, vuelve…

Hay algo común en todos esos desplazamientos: la madre siempre es el origen y el final. La niña se aleja lentamente, por etapas, deteniéndose aquí y allá para investigar algo interesante. Llegada a cierta distancia, decide emprender el camino de vuelta, que suele ser más rápido. Esta distancia de seguridad, en la cual el niño se detiene y da media vuelta, aumenta con la edad y varía con distintos factores (si está en un lugar conocido o desconocido, si hay en las cercanías otras personas o animales, si el terreno es despejado o hay obstáculos que ocultan a su madre). Depende también, por supuesto, del carácter más o menos atrevido del niño. Cuando está cerca de su madre, al principio las etapas suelen ser más largas y las pausas cortas, pero a medida que se aleja suele hacer etapas más cortas y pausas más frecuentes y prolongadas. Cuando decide volver, por el contrario, suele empezar a buen ritmo, y sólo cuando ya está cerca de su madre comienza a remolonear. La excursión termina a veces en brazos de la madre o tocándola, a veces a cierta distancia. Al cabo de un rato, la niña emprende una nueva exploración. Según Bowlby, la madre es la «base segura» para la conducta de exploración del niño, que compara con el avance de una patrulla de reconocimiento en territorio enemigo. Mientras se mantengan en contacto con su base y crean posible retirarse en caso de peligro, podrán avanzar con seguridad. Pero si el contacto se pierde, la base es destruida o la retirada está bloqueada, la patrulla se desmoraliza, y dejan de ser valientes exploradores para convertirse en temerosos extraviados.

Existe un doble sistema de seguridad; tanto la madre como la niña se encargan de mantener el contacto, mirándose con frecuencia y a veces diciendo algo. Es un espectáculo fascinante preciso como una sinfonía aunque no esté ensayado. La niña puede intentar atraer la atención de la madre con diversos métodos, «mira qué hago», «mira qué he encontrado»; se volverá más insistente si la madre no la mira o está ocupada en otra cosa. Del mismo modo, si la niña parece especialmente «despistada», la madre intentará atraer su atención, a ser posible sin asustarla («adiós, Sonia, adiós», «mira, un guau guau»…). Cuando la niña llega a una cierta distancia, espontáneamente emprende el regreso. Si a la madre le parece que se aleja demasiado, tal vez le diga que vuelva (lo que no suele hacer mucho efecto), o, más astutamente, intentará atraer de nuevo su atención («ven a ver qué mariposa tan bonita»). En otros momentos, o si falla lo anterior, la madre se levantará para acercarse a su hija. Si no existe un peligro real, probablemente no llegará hasta ella, sino que se limitará a mantenerse a una distancia «de seguridad». Esto, naturalmente, permite a la niña alejarse un poco más, puesto que está más cerca de su base. En algunos casos, cuando el margen de seguridad del niño es mayor que el de la madre (por ejemplo, si el niño se siente confiado hasta los treinta metros, pero la madre se empieza a angustiar a los veinte metros), puede producirse una persecución un poco cómica. Algunas madres píensan: «Es tremendo, se va por ahí sin mirar atrás; si no llego a ir detrás se habría perdido»; pero, en la mayoría de las ocasiones, el niño no se hubiera alejado tanto si la madre no hubiera ido detrás. Por supuesto, no hay en esta extraña persecución ninguna mala voluntad por parte del niño. Cuando se aleja más porque nos hemos acercado, no nos está «tomando el pelo», sino demostrándonos su confianza.

El regreso de la niña se activa automáticamente a cierta distancia o pasado cierto tiempo; pero también hay factores que lo desencadenan. Uno es una amenaza potencial, como la aparición de un perro o de un desconocido. Otro es la sensación de que la madre ya no la vigila; la llegada de una amiga que se pone a hablar con la madre suele hacer que la niña vuelva y reclame atención. Una vez más, no sería correcto hablar de «celos»; simplemente, la prudencia más elemental recomienda no alejarse mientras mamá está distraída hablando.

Tarde o temprano llega la hora de volver a casa. Mamá llama a su hija, que habitualmente no viene. Mamá se pone en pie y la vuelve a llamar; es probable que entonces la niña sí que acuda al ver que su madre está por irse. Ahora mamá espera que su hija la siga, poco a poco, caminando. Pero no es así. Tal vez la niña se siente en el suelo y se ponga a llorar. Tal vez corra hasta colocarse delante de su madre, alzando los brazos entre sollozos. Es incluso probable que intente abrazarse a sus rodillas para inmovilizarla.

Comienza una escena que todos hemos visto o vivido docenas de veces. La madre que suplica, grita, ordena, amenaza, arrastra. «¡Que camines, te he dicho!». «Tienes dos patitas muy hermosas para caminar». «No, señora, en brazos no, que ya eres muy grande». «Parece mentira, una nena tan grande». «De verdad que me tienes harta…». Cuando son dos los adultos que bregan con la criatura, es fácil que se inicie una tímida discusión: «Pobrecita, es pequeña, debe estar cansada…». «¡Qué cansada ni qué niño muerto! Si ha estado todo el rato corriendo y saltando tan tranquila. Lo que pasa es que nos toma el pelo, te lo digo yo».

En algunos casos, el niño intenta seguir a la madre, pero se detiene una y otra vez, se queda rezagado o se desvía; y la madre, cada vez más enfadada, tiene que volver atrás a recogerlo.

Al final, algunas madres cogen en brazos a su hijo y se lo llevan (algunas lo hacen pronto y con calma, otras tras una larga pelea, muy enfadadas y estrujando muy fuerte a la criatura); otras cogen al niño por una mano y se lo llevan literalmente a rastras. De las primeras se dice que están malcriando a su hijo, consintiendo sus caprichos, dejándose manipular; de las segundas, que están educando a su hijo, que han «aprendido a decir no» o a «establecer límites», que «le están demostrando quién manda aquí».

Los niños del primer grupo se callan al instante o, tras unos breves sollozos, antes de un minuto los verá felices en brazos, como si nada hubiera pasado; los otros son arrastrados en medio de gritos y protestas, y puede que su madre les acuse a gritos de «dar otra vez el espectáculo en medio de la calle» (como si el espectáculo lo diera sólo el niño).

Si nos fuera posible volver a ver a unos y otros niños (los que fueron «malcriados» y los que fueron «enseñados») a los cinco o seis años de edad, observaríamos que todos ellos caminan sin rechistar detrás o al lado de su madre, y ninguno pide ir en brazos. Si el niño fue arrastrado a la fuerza en repetidas ocasiones, se concluirá que el método fue eficaz para «enseñarle a caminar solito», y se alabará el esfuerzo y la determinación de los padres que, sin dejarse manipular por su hijo, han sabido vencer aquellas primeras muestras de rebeldía. Si los padres le llevaron en brazos una y otra vez, ¿les pedirá alguien disculpas? («Tenías razón, no se malcrió por llevarlo en brazos, sino que camina la mar de bien»). ¡Claro que no! Los que amenazaban con que «irá a la mili y todavía le tendrás que llevar en brazos» no sólo no han cambiado de opinión, sino que seguirán ofreciendo sus sabios consejos a otros padres más novatos. Jamás reconocerán su error, sino que mantendrán como mucho un digno silencio, o incluso puede que se descuelguen con un sorprendente: «Menos mal que al final ha espabilado ella solita, que si fuera por ti todavía iría en brazos».

Para mucha gente, todas las pruebas son acusatorias: la intensidad del llanto, lo bien que caminaba el niño un minuto antes, lo rápido que se le pasa todo al cogerlo en brazos…, no cabe duda de que era «puro teatro». Los expertos, sin embargo, lo interpretan de forma muy distinta. Bowlby pasa revista a los estudios de Anderson en Inglaterra, y de Rheingold y Keene en Estados Unidos. El primero mostró que la conducta antes descrita era prácticamente universal en un grupo de niños de entre quince meses y dos años y medio. Sus observaciones le convencieron de que los niños de esta edad son, simplemente, incapaces de seguir a su madre. Bowlby fundamenta su defensa precisamente en las mismas pruebas de la acusación:

[…] hasta esa edad [tres años] es preferible que sean transportados por la madre. Sus sospechas [las de Anderson] se confirman por la alegría con que los niños de esa edad aceptan la propuesta de ser transportados, el modo satisfecho y eficaz con que se ponen en posición adecuada para ello, y la manera decidida y con frecuencia abrupta con que suelen exigirlo.

Al relatar cómo un niño se colocaba delante de su madre tan bruscamente que esta casi lo tira al suelo, comenta:

El hecho de que el pequeño no se sienta desalentado por esta consecuencia impensada sugiere que su maniobra es instintiva e impulsada por el hecho de ver a la madre en movimiento.

En cuanto a Rheingold y Keene, observaron sistemáticamente a más de quinientos niños en calles y parques, y descubrieron que, de aquellos niños que iban en brazos o en cochecito, el 89 por ciento tenía menos de tres años (repartidos por partes iguales entre menores de un año, de un año a dos y de dos años a tres). Sin embargo, sólo el 8 por ciento de los niños que no caminaban tenía de tres a cuatro años, y sólo el 2 por ciento tenía entre cuatro y cinco. Al contrario, la mayoría de los niños de tres a cinco años iba de la mano o agarrado a la ropa de sus padres o a un cochecito, y sólo los mayores de siete años solían caminar sueltos. La conclusión: se trata de un proceso de maduración ligado a la edad. Los niños menores de tres años no pueden caminar con la madre, ni siquiera de la mano, a no ser durante breves periodos y muy despacio. Los mayores de tres años, en cambio, sí que pueden.

Aunque estas investigaciones que cita Bowlby tienen más de treinta años de antigüedad, parece que muchos expertos no se han enterado o no han comprendido sus implicaciones. El «negarse a caminar» se sigue citando como una de las más grandes muestras de indisciplina y negativismo. Langis lo menciona como primer ejemplo de la primera de las «trece condiciones para la esclavitud de los padres de hoy en día»:

El niño llora siempre para que lo llevemos en brazos, aunque es perfectamente capaz de andar él solo sin cansarse durante un buen rato. Se trata de un capricho.

Más adelante, el mismo autor lo considera un ejemplo típico de una curiosa actividad exclusiva de la infancia, «probar los límites» y atacar por cualquier resquicio que ofrezca la debilidad de los padres:

Una pequeña se cuelga de las faldas de su madre y le pide una y otra vez que la coja en brazos. Su madre, harta de su insistencia, le grita que camine a su lado. La niña sigue colgada de sus faldas, y su madre vuelve a repetirle lo mismo. Luego, de repente, decide cogerla en brazos. A la chiquilla le han bastado apenas quince segundos para salirse con la suya.

Para Ferrerós, se trata de uno de los casos en que no hay que coger jamás en brazos a un niño menor de dos años:

Si no quiere andar y nos encontramos ante la típica pataleta. […] A la larga, funciona mejor mostrarnos indiferentes ante su mal comportamiento y, sin hacer comentarios, cogerlo con fuerza de la mano e instarle a andar, aunque se resista momentáneamente.

Claro, ya lo entiendo, ¿cómo vamos a ser tan tontos de tomar en brazos a un niño que no quiere andar? Es más lógico hacer andar al que quiere brazos y llevar en brazos al que sí quiere andar; así fastidiaremos tanto a uno como a otro, y daremos excelentes espectáculos en la vía pública. ¿Por qué no va a esperar a su hijo adolescente a la salida del instituto y le coge en brazos delante de sus amigos? Verá qué contento se pone. (Se recomienda ir primero al gimnasio durante una temporada, si no quiere oír un ¡crac! en la espalda).

El error de estos autores (y de muchos médicos, psicólogos y padres) proviene de creer que «caminar» es una única actividad: el niño «ya sabe caminar», y por tanto puede y tiene que caminar en cualquier circunstancia.

Pero no es así. Caminar es una amplia gama de actividades; y del mismo modo que es muy distinto correr los cien metros o el maratón, y no hay ningún atleta que se atreva a participar en las dos pruebas, tampoco tiene nada que ver caminar alrededor de mamá, que está quieta en un sitio, con acompañar a mamá mientras ella se desplaza. Para esto último no basta con saber mover las piernas alternativamente sin perder el equilibrio, sino que además hay que decidir dónde estoy yo y dónde está mamá, y cuál es el mejor camino para ir de un punto a otro, ¡mientras los dos puntos se mueven sin parar!

Hubo un tiempo en que se creía que había que enseñar a caminar a los niños; y que, si no les enseñamos, no andarán nunca. El Dr. Stirnimann explicaba a las madres cómo y a qué edad se deben empezar las clases, y describe masajes y ejercicios gimnásticos especiales. ¿Entiende ahora, amable lectora, por qué algunas abuelas se horrorizan al ver que «no enseñamos al niño a andar»? En su época, se consideraba imprescindible; pero hoy en día casi todas las madres y casi todos los pediatras saben que el caminar no es un aprendizaje, sino un proceso de maduración: si recibe cariño y atención, y no se le impide caminar con ataduras y vendajes, el niño empezará a andar cuando le llegue la edad adecuada, poco después del año (a veces un poco antes). No hace falta enseñarle. Pues bien, el ir de la manita sin llorar, o el caminar solo, también dependen de la madurez. Su hijo lo hará cuando esté listo, hacia los tres años de la manita, hacia los siete años solo. Pretender que un niño camine por la calle porque se le ha visto caminar un rato en el parque es como dejarle conducir por la autopista porque lo hace muy bien en los autos de choque.

Por supuesto, no es un cambio brusco. Hay una larga temporada en que el niño es capaz de caminar, pero sólo un cierto tiempo, o cuando le hace una especial ilusión, o cuando está de buen humor… El otro día vi pasar por delante de mi casa a una madre con su hijo de unos dos años. Por la hora, debía venir de recogerlo en la guardería. Le iba animando a caminar con gran entusiasmo: «¡Mira, ahora vamos a dar un paso de gatito, así, muuuuy bien!» (y daba un paso pequeño). «Ahora un paso de elefante» (paso extralargo). «Ahora un paso de canguro» (saltito). El niño le seguía el juego, divertido, pero no pude dejar de pensar: «¡Como vivan a cuatro calles, se les va a hacer de noche por el camino!».

Es notable que muchos niños muestren en esta época una especial delicadeza de sentimientos: el mismo niño que exige con llantos desesperados que sus padres le lleven en brazos, será capaz de caminar junto a sus abuelos, porque percibe que estos no tienen ya la fuerza y la agilidad para llevarlos. Algunos también saben conformarse cuando ven que sus padres van cargados con paquetes. Con no poca frecuencia, la abuela advierte entonces a la madre: «¿Ves? A ti te toma el pelo, pero yo le he enseñado a andar». Se atribuye así un mérito que sólo corresponde al niño: es él quien ha hecho un gran esfuerzo para caminar cuando todavía le es muy difícil. Y no lo ha hecho para obtener ventajas y alabanzas, pues lo que obtiene son más bien críticas y sarcasmos («Ahora sí que caminas, ¿verdad?, y a mamá le montas un espectáculo…»), sino por pura bondad, porque tiene una conciencia moral y desea hacer el bien siempre que le es posible.