Epílogo

Epílogo

Abejita me reconoció y piafó con alegría mientras estiraba el hocico en busca de una golosina. Le di la manzana que llevaba y unas palmaditas en el cuello. Yo también me alegraba de verla. Resultaba que cuando Panal partió del castillo de Cuco para ir a Avendoom, se había llevado mi caballo consigo. No tenía palabras para darle las gracias al Corazón Salvaje. El mozo la había ensillado y lo único que tenía que hacer era ponerle las alforjas y partir.

Tras lo sucedido en la torre de la Orden, había estado postrado en cama hasta mediados de primavera. No sabía qué era lo que me había salvado aquella terrible noche, si el poder de Valder o mi buena suerte, pero los hechiceros que acudieron corriendo a sofocar el «incendio» se llevaron una buena sorpresa al encontrarse a un hombre tirado junto a la torre en ruinas, con el Cuerno del Arco iris aferrado entre los brazos.

Me prodigaron las máximas atenciones mientras estuve inconsciente. Y cuando recobré la conciencia, a comienzos de la primavera, los hechiceros que había junto a la cama me preguntaron lo que había sucedido y cómo me sentía. Por ese orden.

Gracias a Sagot, Kli-Kli había relatado a los miembros de la Orden casi todo lo que sabía, así que no me mortificaron en exceso. Los hechiceros estaban demasiado ocupados tratando de restaurar la reputación de la Orden y reconstruyendo su torre como para perder el tiempo interrogando a un ladrón. Así que dieron crédito a mi explicación: que la explosión se había producido porque Artsivus había cometido un error al lanzar uno de sus hechizos. En cuanto al Cuerno, lo cierto es que no sabía cómo había acabado en mis manos. Recordaba claramente haberlo arrojado lejos de mí antes de perder el conocimiento.

De modo que me dejaron tranquilo. Al menos por un tiempo.

La convalecencia resultó increíblemente aburrida. Y tampoco es que tuviese demasiadas visitas. Al principio, Kli-Kli no se separaba de mi cama, pero al cabo de un tiempo prácticamente dejó de venir, a causa de algún escándalo en la corte.

Y cuando aparecía, pasaba allí apenas un minuto antes de volver a marcharse, sin contarme nunca todas las noticias.

—Entonces, ¿estás totalmente decidido?

Me volví. Kli-Kli había aparecido en el establo, no sé cómo, y estaba apoyada en la pared, mordisqueando una zanahoria. Tenía a Invencible sobre el hombro.

—Sí —dije, un poco azorado—. Ya es hora. No puedo retrasarlo más.

—¿Y pensabas irte de la ciudad sin despedirte? —preguntó con el ceño fruncido.

—He intentado encontrarte.

Era cierto. Lo había intentado, pero no me habían dejado entrar en palacio y no había tenido noticias de la trasgo durante una semana. Era como si se hubiera esfumado de la faz de Siala.

—Lo sé —dijo con un suspiro—. Lo siento. Estaba demasiado ocupada. Tenemos un nuevo rey, ¿no te has enterado?

—La ciudad entera no habla de otra cosa —dije con una carcajada.

Stalkon sin Corona había recobrado de pronto la razón y como era el hijo mayor de Stalkon IX, tenía más derecho al trono que Stalkon del Jazmín Primaveral.

—¿Qué piensa Stalkon del Jazmín Primaveral al respecto?

—Nunca se ha aferrado al poder. De buen grado habría dejado la corona en manos de su hermano mayor. Pero éste se negó a aceptarla. Llevaba demasiado tiempo apartado de los asuntos del reino como para tomar el poder. ¿Sabes?, creo que el culpable de que perdiera la cordura fue Artsivus.

—Lo mismo pensé yo, Kli-Kli. La pregunta es: ¿por qué lo haría el señor de la Orden?

—¿Quién puede entender al Jugador? Pero creo que, de algún modo, el príncipe debió de descubrir que Artsivus no era en realidad el bondadoso ancianito que fingía ser. De modo que el hechicero tuvo que… No se atrevía a matar a un príncipe de sangre real, así que lo convirtió en un idiota. Y al morir él, el hechizo perdió su poder.

Permanecimos un rato sin decir nada. Revisé las alforjas mientras Kli-Kli seguía mordisqueando su zanahoria. Invencible arrugó su naricilla rosa.

—Veo que has hecho buenas migas con el lingo.

—Ajá. Panal ha decidido que el ratón estaría mejor en la mesa del rey que en ninguna otra parte. Y no tengo nada contra esta pequeña bestezuela.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo en Avendoom?

—No lo sé. Todo el que me necesiten. Como mínimo, hasta que las cosas se calmen. Luego volveré a casa. Tengo que ayudar a mi abuelo.

—¿Con sus deberes como chamán? —dije con una risilla.

—Sí, con sus deberes como chamán —respondió riéndose también—. ¿De verdad tienes que irte?

—Así es —dije con un suspiro—. Nada me retiene en Avendoom. Ya he ordenado todos mis asuntos y los hechiceros… Prefiero marcharme antes de que se acuerden del Cuerno del Arco iris y de mí. El Amo ha ganado esta ronda del Juego, al final.

—Habrá otras rondas en el futuro. Si los hechiceros pierden el Cuerno, Valiostr tendrá dificultades dentro de trescientos años.

—No viviré tanto. Que se busquen a otro idiota para que vaya a buscar el Cuerno —dije con una carcajada.

—Por supuesto que vivirás tanto —respondió ella con mirada seria—. Eres un Bailarín.

—¿Y cómo están nuestros amigos?

Para mi gran pesar, no había podido ver a ninguno de ellos.

—Egrassa está en Zagraba. Ahora es el jefe de la casa. Creo que nuestro amigo elfo está muy ocupado. Los orcos dieron un buen golpe a los oscuros. Se habla de unificar todas las casas. ¡Egrassa podría convertirse en el mandamás del Bosque Negro antes de que nos demos cuenta! —comentó con alegría—. Los Corazones Salvajes han regresado al Gigante Solitario. Me dijeron que me despidiera por ellos, no podían quedarse más. Pero antes de irse, Hallas le vendió los cuernos de los h’san’kor a la Orden por una montaña de monedas de oro. Se ha comprado una caravana entera de barriles de vino y montones de cosas más, como dijo que iba a hacer con Deler. Están reconstruyendo el Gigante Solitario, ¿no te has enterado?

—Sí. Es una pena que no haya podido despedirme de ellos —dije con tristeza.

—Sí. Por cierto, Anguila me pidió que te diese esto —dijo mientras me ofrecía un fardo alargado.

—¿Qué es?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No creerás que soy de los que curiosean entre las cosas de los demás, ¿verdad?

Opté educadamente por ignorar el comentario y abrí el fardo. Lo que pensaba: eran las «hermanas» de Anguila.

—El garrakano me dijo que sabrías qué hacer con eso.

—Así es. ¿Cómo se las arreglará sin ellas?

—El rey les ha dado armas nuevas a todos. Mucho más hermosas que las antiguas.

Volví a envolver las dos armas en la tela y las colgué detrás de la silla.

—Si ves a Anguila, dile que haré lo que me pidió.

—De acuerdo. Escucha, con respecto al Encargo…

—¿Si?

—Sabes que no van a pagarte las cincuenta mil monedas de oro, ¿verdad? El Encargo ha sido anulado.

—No te preocupes, Kli-Kli, lo comprendo.

—Pero al enterarse de lo ocurrido, el rey decidió que no era demasiado justo.

—¿Y?

—Bueno, aquí tienes un perdón real —dijo mientras me entregaba un documento enrollado dentro de un estuche—. El rey te perdona todos tus delitos. Frago Lanten se pondrá furioso. Y aquí tienes algo de dinero. Es todo lo que han podido reunir…

—¿Y cuánto han podido reunir? —pregunté mientras aceptaba una pesada bolsa de manos de la trasgo.

—Comprenderás que después de la guerra la tesorería real está totalmente vacía, ¿no? —comenzó Kli-Kli con cautela.

—Vamos, dímelo, ¿quieres?

—Ciento cincuenta monedas de oro. Suficiente para empezar.

—Bueno —dije con un cabeceo—. No está mal.

Mientras guardaba el dinero, pensé en las otras doscientas monedas que había sacado del escondrijo de For. Mi viejo maestro me había dejado un regalito. De modo que contaba con una suma bastante razonable.

—Y hay algo más. Egrassa me pidió que te diese esto.

Kli-Kli me dejó en la mano un collar de turbios topacios. El mismo que había llevado Miralissa en la recepción de Balistan Pargaid. Contuve la respiración. Eran unas piedras muy valiosas. Muy, muy valiosas. Pero habían pertenecido a Miralissa… lo que las hacía más valiosas que cualquier cantidad de oro.

—Me temo que nunca podré venderlas, Kli-Kli.

—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Y creo que Egrassa también lo sabía. Y por cierto, dijo que las puertas de la casa de la Luna Negra siempre estarán abiertas para ti.

—No creo que vuelva a visitar Zagraba en mi vida. Pero gracias por la oferta.

Quedamos en silencio. Los dos sabíamos que había llegado la hora de que me marchara.

—¿Adonde vas a ir?

—Primero a Isilia y luego a Garrak, en barco. Iré a visitar a For, que está en Hozg, y tengo que hacer algo en nombre de Anguila. Después de eso… Ya veremos. Puede que a las Tierras Bajas.

Asintió.

—¿Ya es la hora?

—Sí.

—Inclínate.

—¿Cómo?

—¡Que te inclines, tarugo!

Me incliné obedientemente y me dio un beso en la mejilla.

—Ya puedes irte.

Me subí a la silla.

—Hasta la vista, Kli-Kli.

—No —dijo sacudiendo la cabeza con tristeza—. Lo más probable es que no volvamos a vernos. Creo que lo sabes tan bien como yo.

—Bueno, puede que alguna vez… —dije, azorado.

—«Alguna vez» y «nunca» suenan muy parecido. El mundo es demasiado grande para que nos encontremos y algún día te reunirás con las sombras. Lo sé. Así que adiós para siempre, Bailarín de las Sombras.

—Adiós —dije con un suspiro—. Te voy a echar de menos.

—Lo mismo digo. —Se aclaró la garganta—. Pero cuando te vayas, no mires atrás hasta llegar a las puertas de la ciudad. Es un mal augurio para los trasgos.

Asentí, la miré una última vez y aguijoneé a Abejita en los costados. Mantuve mi palabra y no volví la mirada una sola vez. A pesar de lo mucho que lo deseaba.

* * *

Aunque era muy temprano, la puerta de la Gallina, por la que se salía de la ciudad en dirección al oeste, estaba abierta de par en par. Los guardias estaban jugando a los dados y no prestaron la menor atención al solitario viajero que abandonaba Avendoom a tan temprana hora. Claro que los gloriosos servidores de la ley tampoco se habían fijado en el mendigo que estaba sentado junto a la puerta con un cuenco de arcilla para las limosnas.

El vagabundo llevaba unas botas sucias y una capa con capucha que había conocido tiempos mejores. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y al verme alargó el vacío cuenco hacia mí. Detuve a Abejita, eché mano a la bolsa y le arrojé una moneda de oro. El mendigo la cogió y me dio las gracias con un cabeceo lleno de dignidad. Le devolví el gesto y seguí mi camino.

Cuando estaba a un cuarto de legua de Avendoom, tiré el perdón real a un lado del camino. Había vivido todo aquel tiempo sin él y podía arreglármelas otros tantos años sin necesitarlo. Me volví. Una liviana neblina matutina envolvía las murallas de la ciudad. Aspiré hondo el fresco aire de la mañana.

¡Por Sagot, qué bien sentaba! Estábamos en primavera, a fin de cuentas.

—Adelante, Abejita —dije y no volví a mirar atrás.