9: El acuerdo

9

El acuerdo

Salí corriendo a otra sala. Era muy pequeña y tenía un estanque cuyas aguas lamían una de sus paredes. Había dos salidas. Y ocho antorchas. Impulsado por los sonidos que hacían mis perseguidores, había comenzado a cruzarla cuando, de repente, un torrente de cadáveres empezó a brotar por las dos salidas. Y los que me seguían no andaban muy lejos. Sólo tenía unos pocos segundos. Crucé los tres metros de agua del estanque de un solo brinco, caí de pie sobre la tumba de alguien, comencé a trepar por la pared usando salientes y protuberancias casi invisibles y me encaramé a uno de los ataúdes del «segundo piso».

Recuperé el aliento. Miré a mi alrededor. La vista desde allí era asombrosa. Cinco metros de espacio vacío por debajo de mí y ante mis ojos… una sala llena a rebosar de cadáveres. Había atraído a casi todos los muertos de la zona de los Héroes. Estaban allí parados, observándome en silencio.

Si bajaba, me devorarían. Nunca podría abrirme paso y escapar. Pero si me quedaba allí sentado, me moriría de hambre. Algo me decía que no tenían la menor intención de darme de comer. Lo único que podía hacer era esperar a que vinieran a rescatarme y jugar a ver quién pestañeaba antes con los muertos. Pero no tardé en cansarme de esto: las caras de mis carceleros eran absolutamente repulsivas y la verdad es que tampoco parecían tener demasiadas ganas de jugar a nada.

Lo primero que hice, por supuesto, fue recuperar del todo el aliento y descansar un poco. Correr grandes distancias es un ejercicio agotador. Una vez que mi respiración volvió a la normalidad y mi corazón se cansó de intentar escapárseme del pecho, miré a mi alrededor. Un cajón de piedra de tres metros de largo y un metro de ancho: espacio de sobra para acomodar a un invitado inesperado. Una losa enorme con una inscripción: «Copero predilecto del sexto conde de Patia». Por alguna extraña razón, se habían olvidado de inscribir el nombre del copero sobre la piedra. Y la fecha de su muerte. Pero alguien muy creativo había dejado una botella cubierta de moho sobre su ataúd.

Inspeccioné la sorpresa con escepticismo. El número y las cifras grabados en el cristal revelaban que era vino y que tenía al menos cuatrocientos años de antigüedad. No tenía nada mejor que hacer, así que saqué el cuchillo y corté el sello del corcho.

Y como no tenía sacacorchos, lo empujé hacia el interior de la botella. Olí el contenido. Lo probé. Y quedé agradablemente sorprendido. Era un vino de los que valía dinero de verdad.

Todavía conservaba la esperanza de salir de allí con vida, pero una hora más tarde comprendí que las repulsivas criaturas no tenían la menor intención de marcharse y me di cuenta de que había pocas probabilidades de que aquello tuviera un final feliz. O bajaba y me devoraban o me moría de hambre. Pero claro, incluso si los zombis se marchaban, había dado demasiadas vueltas en mi huida y ya nunca podría encontrar la bolsa donde guardaba los mapas de Hrad Spein. Y sin los mapas… Sin los mapas, nunca llegaría al octavo piso y nunca saldría de aquel lugar. En otras palabras, que podía darme por muerto. Lo único que me quedaba era la mochila de tela que llevaba a los hombros, con la zamarra, las esmeraldas y la redoma que había guardado en ella, pero nada de mapas o provisiones…

La consecuencia de todo esto es que me acabé el vino y me embargó una sensación de felicidad libre por completo de preocupaciones. Hasta que desperté con resaca…

Transcurrido el segundo día, mis tripas habían dejado de gruñir de furia, pero los calambres provocados por el hambre no habían remitido. Nada había cambiado. Los monstruos no se habían movido de allí.

—Bueno, ¿qué estáis mirando, bestias?

Como es natural, no me respondieron. Nadie siseó siquiera. Se limitaron a ignorarme de la manera más insolente que quepa imaginar. Habría disparado con mi ballesta a las viles criaturas, pero no me quedaban virotes. Lo único que podía hacer era arrojarles mi botella. Dio varias vueltas en el aire antes de estrellarse contra la cabeza de uno de ellos, que quedó parcialmente destrozada. Pero al muerto no pareció molestarle lo más mínimo esta particular circunstancia y se quedó como si tal cosa.

—¿Te diviertes?

La voz que resonó en la sala me sobresaltó de tal modo que di un respingo.

Se encontraba de pie a la sombra de una columna y desde mi posición sólo podía ver el vago perfil de una silueta oscura de enormes alas. Sus ojos dorados me observaban con velado desdén. El Mensajero no prestaba la menor atención a los muertos vivientes, que por su parte ignoraban su presencia.

—Algo así.

Traté de parecer calmado, pero el agudo gañido de mi voz me delató.

¡El servidor del Amo! ¡El Mensajero! ¡Allí! ¡En la sala! ¡Justo delante de mí!

Se me secó la boca, las palmas de las manos comenzaron a sudarme y sentí que se me disolvía la columna vertebral. Ya sabía, sin ningún género de duda, quién había atraído hasta allí a los cadáveres y por qué razón.

—Tengo una propuesta para ti —dijo el Mensajero.

—¿De qué se trata? —pregunté, encontrando el valor suficiente para no perder el conocimiento.

—Has llegado muy lejos en los Palacios del Hueso, ladrón. Pocos pueden presumir de una hazaña como ésa. Qué fastidio terminar atrapado así, por esos monstruos estúpidos. Dime, ¿tienes pensado quedarte mucho tiempo?

—Hasta que me aburra.

Ignoraba lo que habían preparado el Mensajero y su Amo, pero no iban a asustarme. Era imposible que me asustara más de lo que ya estaba.

—¿Mmmm? Creo que ya estás aburrido. ¿O acaso me equivoco?

No respondí y me pareció ver sonreír al Mensajero.

—Muy bien, Harold. Dejémonos de juegos y vamos a hablar en serio.

—¿De qué quieres que hablemos, Mensajero?

—¡Oh! ¡Veo que conoces mi nombre! —dijo con una nueva risilla—. ¿Lo has adivinado por casualidad o lo oíste mientras merodeabas por la casa de mi señor? ¿Y cómo está tu herida, por cierto? Escapaste al mundo primordial… ¡Y, por lo que veo, su medicina sigue siendo igual de eficaz!

Una vez más, no respondí, y una vez más él fingió no darse cuenta.

—Me ha enviado el Amo. Me manda para ofrecerte una salida de esta trampa. ¿Te interesa o prefieres que me marche?

—Me interesa.

—Bien. Abandona el Encargo, olvídate del Cuerno del Arco iris y serás recompensado.

—¿Cómo? ¿Me abrirás de nuevo las tripas?

—¡Oh, no seas tan susceptible! Si deseara matarte, ya estarías muerto. ¿Cuánto te ofreció el rey? ¿Cincuenta mil? ¿Qué le dirías a una oferta de… digamos… trescientos mil? ¿No es suficiente? ¿Te suenan mejor ochocientos mil? Di tu precio, ladrón.

Ajá, claro. Puede que me llevara el oro, pero sólo si lo dejaban en mi ataúd. No tenía la menor intención de aceptar ofertas de individuos como aquél.

—Estoy muy satisfecho con el precio ofrecido por el rey. Un Encargo…

El Mensajero resopló audiblemente para expresar su desprecio.

—¿Un Encargo? ¿Qué eres, una especie de noble? ¿Desde cuándo tienen palabra los ladrones?

¿Qué le pasaba a todo el mundo con la palabra «ladrón»? ¡Primero las sombras del mundo del Caos y ahora él! Tenía mi ética profesional. Y no estaba loco, así que no tenía la menor intención de abandonar el Encargo. No era sólo mi vida lo que estaba en juego.

—Ah… De modo que tienes miedo de violar los términos del Encargo y molestar a tu amado Sagot, ¿no? —dijo, como si fuera capaz de leerme la mente—. Los hombres les tenéis demasiado miedo a esos que llamáis los dioses. No te preocupes, ladrón. Los dioses no son más que una pandilla de inútiles y holgazanes, subordinados todos al Amo. No hay necesidad de tener miedo, nadie te castigará por abandonar el Encargo. El Amo se ocupará de eso en cuanto des tu aprobación.

¿Que los dioses estaban supeditados al Amo? ¡Qué audacia!

—No necesito dinero —murmuré—. El oro no se puede comer.

—He olvidado mencionar que si aceptas la propuesta, te llevaremos adonde quieras. Aunque puede que no necesites el dinero… Llevas esmeraldas suficientes en esa bolsa para comprar un pequeño país, junto con el título de rey. ¿Qué más podrías querer? ¿Tal vez alguna otra cosa? Dímelo y si está en manos del Amo, la tendrás. Convendrás conmigo en que es un precio justo. Puedes tener lo que quieras. Lo único que debes hacer a cambio es olvidarte del Cuerno del Arco iris.

—¿La inmortalidad? —solté. Era lo primero que me venía a la cabeza.

—¿Inmortalidad? Puede… —Me lanzó una mirada de suspicacia.

—¿Quién es el Amo? ¿Por qué no quiere que el Cuerno del Arco iris salga de Hrad Spein? —pregunté, decidido a dejar de dar palos de ciego y volver a lo fundamental.

—De acuerdo, tenemos tiempo de sobra y el Amo ha dicho que podía responder a algunas preguntas. No tienes una cita en ninguna otra parte, ¿verdad?

Los dorados ojos resplandecieron, pero no me molesté en responder.

—El Amo es el señor de este mundo. Creó Siala a partir de una sombra del mundo primordial, es…

—¡Un Bailarín de las Sombras! —exclamé.

—Ahora veo que tu pregunta sobre la inmortalidad era sólo una prueba, en realidad. Has descubierto muchas cosas… por desgracia.

¿Una prueba? Pues resulta que no estaba intentando ponerlo a prueba. Sólo era algo que había dicho.

—Sí, ladrón. Hace mucho tiempo, el Amo era un Bailarín de las Sombras y fue él quien creó este mundo. Veo que sabes mucho más de lo que creíamos. Pero tampoco resulta sorprendente, dado que, a fin de cuentas, también tú eres un Bailarín de las Sombras.

Di un respingo.

—No intentes negarlo, ladrón. Eres un Bailarín. De lo contrario, no te ofrecería ni un mendrugo de pan.

—No lo niego.

No era idiota. ¿Para qué iba a meter la cabeza en la soga? Si ser un Bailarín me beneficiaba, lo sería. Si me hubiera dicho que era un montón de basura, tampoco habría puesto objeciones.

—Exacto. Eres un Bailarín y ésa es la única razón por la que te ofrecemos esta alternativa. De todos modos, tampoco serviría de nada matarte: hasta que llegues a una de las Grandes Casas, eres inmortal. Los has visto, ¿verdad?

—¿A quiénes?

—A los primeros hijos del Amo. Los Caídos.

Al comprender que se refería a los osos-pájaro, asentí.

—Fueron sus Primogénitos y el Amo les dio poderes casi idénticos a los suyos. Pero ellos tomaron su don e intentaron convertirse en los nuevos señores del mundo. Decidieron entrar en el juego. Así que fueron condenados y encerrados en los Palacios del Hueso.

—Sigo sin saber qué tiene que ver el Cuerno del Arco iris con todo eso.

El Mensajero suspiró.

—El Amo no podía destruir a sus primogénitos, así que los sumió en un profundo sueño. Pero un día no demasiado bueno, la segunda raza, aquellos a los que vosotros acostumbráis a llamar ogros, despertaron por accidente el mal que dormía en Hrad Spein. Y fue entonces cuando crearon el Cuerno del Arco iris. De hecho, es mucho más antiguo de lo que se cree. El poder de esta reliquia contuvo a los Caídos, les impidió escapar y hacerse con el poder primordial de este mundo. Lo único que les quedó fue esperar a que se rompiesen las cadenas. El Cuerno del Arco iris no se creó tan sólo para neutralizar la Kronk-a-Mor, la magia primaria: su otro propósito, no dejar que los Caídos regresaran a Siala, era mucho más importante. Los ogros pagaron muy cara su curiosidad. Crearon un artefacto capaz de salvar el mundo, pero el precio fue la muerte de su raza. Por eso los seres a los que conoces como ogros no son más que animales. Al salvar el mundo perdieron la razón y cayeron bajo el poder de la magia primaria. Y mientras el Cuerno del Arco iris siga aquí, los Caídos no podrán entrar en Siala.

—El Cuerno del Arco iris no lleva tanto tiempo en Hrad Spein. No los miles de años de los que estás hablando.

—Cierto. Mientras estuvo en poder de los elfos, todo fue bien, y de no ser por cierto grupo opuesto al Amo, no habría sucedido nada. Pero no voy a contártelo todo. Sólo recuerda lo que sucedió cuando la Orden trató de usar el artefacto para detener al Sin Nombre.

—¡Lo recuerdo muy bien, aquel hechicero renegado dijo que era el Amo quien le había indicado lo que tenía que hacer!

—¿Es que estás ciego, Harold? El Amo no tuvo nada que ver con eso. Al menos, el Amo de Siala.

La mandíbula inferior se me quedó colgando.

—¿Te sorprende? Cada mundo tiene su propio Amo y los Bailarines están siempre jugando el gran Juego. Mientras uno trata de salvar su mundo, otro intenta cambiarlo para peor. El Juego es una lucha que pone a prueba el derecho a la vida de los mundos.

—¿Y de cuál de los jugadores es peón el Sin Nombre?

—No es conveniente saber demasiado. Bueno, ¿cuál es tu respuesta?

—¡Tu Amo sirve al mal, Mensajero!

Y entonces se echó a reír. Fue una genuina carcajada de alegría. Se rio y se rio, más y más, sin parar. Se rio hasta que el mismo eco se cansó de repetir sus carcajadas.

—¿Qué es el mal, ladrón? ¡Ilumíname! ¿Qué es el bien? ¿Quién puede determinar qué es cada cuál? ¿Dónde está la caprichosa frontera entre el bien y el mal?

—¡Tu Amo trató de matarnos a mis amigos y a mí!

—¿Y eso es el mal? —preguntó con una risilla burlona—. De modo que el mal es distinto para todos, ¿no? Si un hombre quiere matarte, es malvado. Si el mismo hombre te da una moneda de oro, te salva la vida y mata a otro, ¿eso es el bien? Respóndeme, ladrón.

No dije nada, pero tampoco él esperaba una respuesta.

—Un orco mata a un leñador y eso, desde el punto de vista de la familia del hombre, claro, es un acto terrible de maldad. Pero desde la del orco ha sido un acto muy bueno, porque ha salvado los sagrados árboles de las depredaciones de los humanos. ¡Como puedes ver, ladrón, el mal se convierte en el bien y el bien se convierte en el mal en cuanto los miras desde las dos orillas del río de la vida! Tratamos de matarte, pero tuviste suerte, demasiada suerte. El Amo comenzó a preguntarse quién eras en realidad cuando el hechizo de nuestra amiga Lafresa falló.

Y cuando encontraste la entrada a su casa, sobreviviste a mi golpe e impediste que se rompieran los vínculos de la Llave, todo encajó. Un Bailarín de las Sombras no mata a otro.

—Pues Lafresa y los suyos parecen haberse olvidado de eso.

—Ella actúa por cuenta propia. El Amo no tuvo tiempo de advertirla.

O no había querido hacerlo. En cualquier caso, no me creía una sola palabra de la historia sobre el Cuerno del Arco iris.

—El asunto de los atentados contra tu vida ha quedado zanjado. ¿A qué otra cosa llamas maldad?

—El Amo ha liberado demonios de la oscuridad.

—¿Y? Tú no comprendes cómo funciona el Juego; no puedes entender por qué eran necesarios. Ni el papel que desempeñan en esta historia.

—¡Pues explícamelo!

—¡Oh, no, Harold! Pero te prometo que tendrás buenas razones para acordarte de los demonios y comprenderás por qué el Amo hizo bien en liberarlos y a llevar el Caballo de las Sombras a Avendoom.

—Si era él quien lo había llevado allí, ¿por qué trató de recuperarlo con tanta prisa?

—El Caballo había cumplido con su cometido y otro Amo…

—¿Pretendes que crea que hay un montón de Amos vagando por Siala? —exclamé sin percatarme de que lo había interrumpido.

—¡Oh, vamos! Sólo hay un Amo, pero también está el que participa en el Juego.

—¿Y por qué lo hace?

—¿Por qué? Porque así es el Juego.

—¿El Juego? —repetí como el eco.

—¿Qué es lo que te sorprende tanto? La vida es aburrida para los que crean mundos y a veces se entretienen con Juegos. Eso es todo. Y no eres el más indicado para quejarse de los demonios. Si no recuerdo mal, de no haber sido por cierto pergamino que cayó en tus manos por casualidad, seguirían sueltos por las calles de Avendoom. Como ves, también tú has participado en el Juego. Y ahora mismo la partida continúa y el Cuerno del Arco iris es la mano de todos los triunfos. El Amo quiere impedir que vuelva al mundo.

—¿O sea, que todo esto no es más que un estúpido juego para ellos?

—¿Estúpido? Es el Juego lo que mantiene el mundo con vida.

—¡No te creo!

—Ni falta que hace. Sólo estoy hablando contigo porque me lo han ordenado.

—¡De acuerdo! —dije, cada vez más furioso—. Supongo que no intentarás negar que el Sin Nombre apareció gracias a tu Amo, ¿verdad?

—No lo haré —respondió el Mensajero con calma.

—Y tampoco negarás que el Sin Nombre es malvado.

Una vez más, el eco de las carcajadas del Mensajero resonó en las paredes de la sala.

—¿Malvado? ¡Creía que ya habíamos aclarado ese tema, Bailarín! Para ti, puede que sea malvado… A fin de cuentas, desea derrocar a tu rey y destruir tu reino… ¡La historia la escriben los vencedores, ladrón! Así es como ha sido siempre. Pero por alguna razón, parece que a alguien se le ha olvidado un pequeño detalle: que la dinastía Stalkon borró de la faz de la tierra a la familia de la persona a la que ahora llaman el Sin Nombre. ¡A todos ellos! ¿Acaso no es eso un acto malvado? ¿Y no es bueno el deseo de él de cobrarse venganza?

—No es bueno. Es una venganza.

—Puede que tengas razón —admitió—. Puede, pero este mundo necesita al Sin Nombre. Os mantiene a raya, impide que os descontroléis y tratéis de llegar más lejos de donde debéis.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando los Caídos y los ogros vivían en Siala y el Juego aún no había empezado, el Amo prefería no interferir con las cosas del mundo, pero entonces aparecieron las razas jóvenes, incluidos los humanos. Todo cambió. Sois peores que niños pequeños. Necesitáis dirección, objetivos que perseguir. De lo contrario, si se os dejara solos, organizaríais tal caos que el Juego terminaría. Destruís todo aquello en lo que ponéis los ojos. Podríais llegar a destruir este mundo. Y al Amo no le gustaría que pasara eso. Así que os proporciona objetivos. Como el Sin Nombre, por ejemplo.

—No lo entiendo.

—Sólo eres Bailarín de sangre. Para entenderlo, debes serlo también de espíritu, debes atravesar las Grandes Casas. Pero en tu caso, eso aún está por venir. ¿Qué sucedería si el Sin Nombre no amenazara Valiostr desde el norte?

—Que todo el mundo viviría feliz —murmuré.

—Lo dudo. Puede que eso hubiera sido posible hace seiscientos años, cuando el reino aún no era fuerte, pero ahora que vuestro ejército es el más poderoso de las Tierras Septentrionales, lo dudo mucho. Sin una amenaza constante desde el norte, vuestra atención se desviaría en dirección al sur. Guerra con Miranueh. ¿Cuántos miles de cadáveres quedarían tendidos sobre el campo de batalla? Y luego los orcos. Siempre han sido una espina en vuestro costado y los erradicaríais. Cientos de miles de vidas perdidas de nuevo. ¿Cuál es la consecuencia, Harold? De no ser por el Sin Nombre, que es una espada suspendida sobre Valiostr, todo el norte de Siala estaría anegado en sangre. Y el Sin Nombre no es la única fuerza que contiene a los hombres.

—¡Deja toda esa palabrería para los filósofos, Mensajero! —dije, cada vez más furioso—. Cuando el brujo alcance Valiostr, sucederá todo lo que has contado, sólo que tras la caída del reino, serán los orcos los que destruyan el mundo.

—No comprendes el propósito del Juego, Bailarín.

—¡Me importan un bledo todos esos juegos! ¿Cómo puede alguien decidir por todos los demás?

—Es su mundo, no lo olvides.

—Y como es su mundo, se le permite destruir la alianza entre los elfos oscuros y los de la luz para salvar a los orcos, ¿no? —protesté acordándome de mi reciente sueño.

—El mundo necesita a los orcos y el Amo no quiere que desaparezcan por capricho vuestro.

—¿Otra fuerza de contención?

—No sólo eso —respondió el Mensajero de modo evasivo, antes de preguntar—. ¿Cuál es tu respuesta, entonces? ¿Accedes a olvidarte del Cuerno del Arco iris?

Pasé un rato pensando, sin decir nada, hasta que al final respondí:

—¿Y qué sucederá si no accedo?

—¡Pues nada!

—¡Nada! —No daba crédito a mis oídos.

—¿Qué esperabas? ¿Que intentara asustarte? ¡No sucederá nada! Te quedarás sentado ahí hasta que te mueras de hambre. Claro está, renacerás en la Casa del Amor… transcurrido un tiempo, cuando todo el mundo se haya olvidado del Cuerno. ¿Crees que esa reliquia es muy importante para el Amo? Todo cuanto ves a tu alrededor, todos tus amigos, el mundo entero… no es más que un gran Juego que nunca entenderás. Si el Cuerno se queda donde está, el Amo ganará. Si te lo llevas, lo hará de todos modos, aunque le será diez veces más complicado. Aunque los Grises no hagan nada, aunque el equilibrio resulte trastocado, aunque los Caídos logren escapar y destruyan Siala, el Juego no hará más que pasar al siguiente giro de la espiral. Nada depende de ti. Será más sencillo si el Cuerno se queda en su sitio. Así le será más fácil ganar, eso es todo.

No me gustaba nada aquella conversación, todos esos cuentos sobre los Caídos, otros Amos y un estúpido Juego. No creía al Mensajero.

—Y entonces, ¿por qué los Caídos no lo cogen, si lo tienen delante mismo de sus narices?

—Se acabó la hora de las preguntas. Necesito una respuesta.

—Dado que nada depende de mí, mi respuesta es no.

Los ojos dorados me estudiaron detenidamente. Al cabo de un rato, tras un largo silencio, el Mensajero dijo:

—Bueno, el Amo sabía que tu respuesta sería ésa. Es una lástima, ladrón. Pero en tal caso, me gustaría hacer un trato contigo.

—¿Qué clase de trato? —pregunté con cautela, temiéndome una treta.

—Te ofreceré dos formas de salir de esta trampa y a cambio llevarás a cabo un Encargo para el Amo.

—¿Qué tipo de Encargo?

—El Amo podría necesitar que robes algo para él en un futuro cercano… Por el momento, sólo quiero tu palabra.

No dije nada.

—¿Accedes, entonces? —preguntó con tono de fastidio—. Si el Cuerno está destinado a reaparecer en el mundo, que sea de la mano de otro Bailarín. Así animaremos el Juego un poco.

¿Qué riesgo corría? Obviamente, el Amo tenía algún plan. De lo contrario no me dejaría llevarme el Cuerno, por muy Bailarín de las Sombras que fuese. Pero la verdad es que me importaban un comino los juegos de los dioses o de quienquiera que controlase el mundo.

—Accedo.

—¡Maravilloso! El primer modo de salir de aquí es suicidarte. ¿Tienes un cuchillo? Eres un Bailarín y por tanto inmortal. En cuanto mueras te encontrarás en la Casa del Amor.

—Esa opción no me sirve.

Por supuesto, es delicioso descubrir que eres inmortal (aunque no me lo creía), pero lo último que pensaba hacer era rebanarme el pescuezo de oreja a oreja.

—Entonces preferirás la segunda opción. Debajo de ti hay un estanque. Si te sumerges en él y buceas, llegarás al Nivel entre Niveles. Desde allí puedes llegar a cualquier parte de los Palacios del Hueso. Busca una puerta con un triángulo rojo. Atraviésala y estarás en el octavo piso, muy cerca de la tumba de Grok. Sigue recto sin desviarte y llegarás a tu destino. Hasta que volvamos a vernos, ladrón. Te dejo en esta agradable y fiable compañía.

—¡Espera! ¿Quién es el Jugador?

—Ya lo averiguarás a su debido tiempo. ¿Tienes más preguntas?

—¿Por qué no coges el Cuerno tú mismo, ya que estás aquí?

—Si pudiera, esta conversación nunca habría tenido lugar.

—¿Cuánto tendré que bucear?

—¡Oh, no demasiado! Seis minutos, como mucho.

Un instante después, había desaparecido.

Y fue entonces cuando empezaron a entrarme los temblores. Aún no terminaba de creer que hubiera estado hablando con el Mensajero, y que no me hubiera tocado un solo pelo. Y tampoco podía creerme quién era el Amo y lo que deseaba en realidad.

¡Seis minutos sin aire! Le lancé una maldición a la bestia de ojos amarillos, con la esperanza de que consiguiera alcanzarla. Pasé una hora sin atreverme a hacer nada.

En primer lugar, no me fiaba del Amo, que siempre había estado conspirando e intrigando y ahora, de repente, decidía ayudarme. Si de pronto quería que me apoderara de la reliquia, ¿por qué no me enviaba directamente a por ella?

Y en segundo lugar, me daba miedo lo que pudiera haber en el agua. Y no estaba en absoluto seguro de que pudiera permanecer sumergido durante tanto tiempo. Pero no podía quedarme de brazos cruzados, ¿verdad? Los muertos vivientes seguían esperando que me reuniese con ellos y comenzaban a dar señales de impaciencia. No quería que se les ocurriera la idea de trepar…

Tuve que zambullirme con las botas puestas. Sí, nadar así sería complicado, pero más complicado aún sería recorrer los Palacios del Hueso descalzo. Sin embargo, tenía que sacrificar algo para que me fuese más fácil nadar. ¡El chaquetón, claro! Me lo quité y me quedé únicamente con la camisa. Saqué también los frascos de hechizos que había guardado en los bolsillos cuando estaba ordenando mis cosas en la sala de los Kaiyu.

Tres objetos. Dos «asustadores», similares al que había usado en Ranneng cuando nos perseguía la banda del Sin Nombre. El tercero… El tercero contenía un líquido negro, que Khonkhel había incluido en el lote sin cobrármelo (cosa que, como poco, era rara en un enano tan roñoso como él). Hasta entonces no había pensado que pudiera tener que utilizarlo: permitía respirar bajo el agua. Pero aquel día me sería muy útil, aunque sus efectos duraran sólo un minuto.

Tras el chaquetón, le tocaba el turno a la ballesta. Mis manos tocaron a mi fiel amiga una última vez y entonces, sin el menor remordimiento, la dejaron en el sarcófago. De todos modos, tampoco me servía de nada sin virotes y bajo el agua debía llevar el mínimo peso posible.

¿Qué más? ¿El cuchillo? Mejor no, desembarazarse de todas las armas sería una gran estupidez. Saqué mi fiable navaja de la bota y la dejé junto a la ballesta. A continuación le tocaba a la mochila de tela. Tenía que llevármela. Si lograba llegar hasta el Cuerno, necesitaría algún sitio donde guardarlo. Pensaba guardar la zamarra, bien doblada, y también el drokr. En cuanto a las esmeraldas… ¡adiós muy buenas! No todas, claro. Me quedé el «ojo» y una cuarta parte de las piedras pequeñas. Tampoco pesaban demasiado. Y entonces, con gran alegría, mis ojos recayeron sobre una última lámpara que había acabado por algún milagro en el fondo de la bolsa.

¿Qué más debía conservar? Nada, en realidad. El medallón de Kli-Kli, el brazalete de Egrassa y el anillo del rey de los elfos apenas pesaban y desde luego no podía decir que no fuese a necesitarlos más.

Eso era todo. Confiaba en que, algún día, alguien encontrara mis cosas allí y le sirviesen de algo.

Había llegado la hora.

Me acerqué al borde del ataúd, de cara a la pared, me agarré a un asidero y al borde de la tumba del copero preferido del duque, abrí los dedos y me dejé caer cinco metros hasta el estanque.