8: Jugando al escondite con la muerte

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Jugando al escondite con la muerte

El sexto piso era el límite para los humanos. Incluso en los siglos anteriores al despertar de los huesos de los ogros y el mal de los osos-pájaro, raro era el humano que tenía el valor de descender más allá del sexto piso.

Corrían rumores sobre locos que se habían atrevido a llegar hasta el piso duodécimo, pero nadie había vuelto a ver a ninguno de aquellos lunáticos.

La zona de los Héroes, situada en el sexto piso, era la única prueba de la presencia de los humanos a tales profundidades. Por alguna razón, ni los elfos ni los orcos habían mostrado demasiados deseos de enterrar a nadie allí y los hombres habían decidido aprovecharse de este descuido de las más antiguas razas. Cuando los Primogénitos y los elfos abandonaron Hrad Spein, los Palacios del Hueso quedaron bajo la única custodia de los hombres, quienes comenzaron de inmediato a «plantar» la vacía zona con sus más prestigiosos cadáveres (esto es, prestigiosos en vida).

Durante cinco siglos y medio, llenaron con sus ataúdes y sus tumbas la zona de los Héroes. Sólo a los más grandes y famosos se les ofrecía el honor de ser enterrados en el sexto piso: generales, guerreros que se habían distinguido en el campo de batalla, grandes nobles, reyes…

Luego comenzaron a enterrar a todo el mundo allí abajo y el sector quedó tan repleto que algunos incluso empezaron a pensar en extraer los huesos antiguos para reemplazarlos por otros nuevos. Pero cada vez se mostraban más perezosos a la hora de bajar los cuerpos allí abajo y los enterramientos continuaron en los niveles superiores. Sólo había una nimba humana por debajo del sexto piso: la de Grok, adonde, casualmente, se encaminaba vuestro seguro servidor.

Los hombres sólo comprendieron por qué los elfos y los orcos no habían querido enterrar a sus muertos en la zona de los Héroes cuando el mal despertó en Hrad Spein. Por alguna razón, era el piso afectado de manera más palpable por el Hálito del Abismo, el ominoso apelativo dado por la Orden a la emanación que había brotado de los niveles sin nombre para divertirse a costa de los muertos.

Sin razón aparente, a unos viejos huesos que llevaban siglos enterrados en sus ataúdes comenzó a crecerles de repente carne nueva y se levantaron. Al cabo de algún tiempo, había más muertos vivientes en la zona de los Héroes que cucarachas en una cocina sucia.

Al menos no salían a la superficie. Se quedaban en un sitio como si estuvieran pegados allí, alimentándose de las emanaciones maléficas que brotaban de las profundidades. Pero los hechiceros de la Orden solían decir que lo que estaba sucediendo en el sexto piso era un mero juego de niños y que lo que ascendía desde las profundidades no era el Hálito del Abismo, sino un mero eco lejano. A diferencia de cierto conocido mío llamado Hallas (que comenzaba a temblar de furia a la mera mención de la palabra «Orden»), yo tengo la costumbre de confiar en los hechiceros de la Orden, del mismo modo que me fio de los manuscritos de la Biblioteca Real. Y a juzgar por la información que me ofrecían unos y otros, podía haber cosas muy, muy desagradables esperándome allí; problemas que no sería capaz de resolver con tanta facilidad.

Comencé a temblar de nerviosismo y traté de tranquilizarme con la idea de que sólo tenía que estar tres tristes horas en el sexto piso, lo que no era nada en comparación con el cuarto, donde había pasado una eternidad. Y además, la idea de que Lafresa y su grupo tuvieran que recorrer la zona entera, además de darme esperanzas, me alegraba el corazón. Esperaba que mis enemigos se toparan con un regimiento entero de muertos vivientes para que pudieran experimentar en sus propias carnes lo que había sentido yo al recorrer el Territorio Prohibido.

Caminaba con sumo cuidado, casi tanto como al comienzo de mi visita a los Palacios del Hueso. Cada poco rato me detenía y escuchaba en medio del opresivo silencio. El lugar era muy oscuro y había veinte o treinta pasos entre cada una de aquellas siseantes antorchas mágicas que a duras penas eran capaces de mantener la oscuridad a raya. Había sombras y tinieblas en abundancia, lugares en los que podía esconderme (cosa que sabía hacer) y en los que también podían esconderse otros (cosa que esperaba que no supieran). Y atravesaba a la carrera las zonas iluminadas, temblando ante la idea de caer en el tenaz abrazo de un muerto.

Paredes de granito rojizo, techos bajos (algunas veces tuve que inclinarme mientras caminaba), pasajes estrechos y gran cantidad de ataúdes que no se diferenciaban nada de los de las cámaras del primer y segundo pisos. Al cabo de unos cuarenta minutos caminando sin parar, los estrechos y mal iluminados corredores comenzaron a alternar con gigantescas (pero igualmente mal iluminadas) salas.

A veces, el sonido de unas gotas de agua que caían interrumpía el silencio. Un olor flotaba en el aire… No era exactamente desagradable. Digamos sólo que no era muy alentador. Moho, sudor rancio y un tufo muy viejo a carne podrida.

Me encontré con el primer ataúd «malo» tras asegurarme por enésima vez de que todavía llevaba cristales de luz y un frasco de saliva de gato en la mochila. Había un agujero de bordes irregulares en la tapa de piedra, lo bastante grande para que se metiera dentro un hombre… al margen de que estuviera vivo o muerto.

Me aparté del ataúd y miré en derredor. No se veía nada fuera de lo ordinario. Si el cadáver había decidido salir a dar un paseo antes de su eterno descanso, debía de haberse alejado bastante.

Cuanto más me adentraba por aquellos corredores, más empeoraban las cosas. Al poco, en cada sala a la que entraba podía contar entre uno y doce ataúdes rotos junto a los intactos.

Me topé de bruces con mi primer muerto de la manera más inesperada (¿no es siempre así?). Simplemente, no lo vi en la penumbra de la sala: el cadáver pertenecía a una mujer y estaba tendido boca abajo, ataviado con un hermoso traje perfectamente preservado.

La piel de color ceniza de sus manos estaba cubierta por ese tipo de úlceras que caracterizan las primeras fases de la descomposición, mientras que su cabello largo y antaño hermoso estaba enmarañado y desgreñado. No olía a cadáver, en absoluto. La habían enterrado allí mucho tiempo atrás, y no tendría que haber quedado de ella más que huesos, en lugar de aquella carne casi inaccesible al paso del tiempo. Era la clase de bromas que le gustaba gastar a la Kronk-a-Mor.

Empezó a caminar hacia mí con torpeza y tuve tiempo de pensar lo que iba a hacer. Antes que nada, me aparté de su alcance de un salto y luego saqué un pequeño recipiente de cristal con saliva de gato y lo arrojé a los pies de la muerta. Todo el mundo sabe que los muertos que se transforman en zombis no toleran la luz del sol ni la saliva felina.

El jadeante cadáver se desplomó. La saliva había destruido la magia de la Kronk-a-Mor, que lo mantenía unido a este mundo. La carne se desprendió de los huesos en trozos enormes, que se fundieron despidiendo un olor espantoso. Se desmoronó del mismo modo que un terrón de azúcar cuando se sumerge en agua caliente. La imagen de la instantánea descomposición y el hedor que inundó la sala resultaban nauseabundos. Me tapé la nariz y la boca con la manga del chaquetón y me aparté. Al recuperarme un poco y acercarme para ver qué había sido del cadáver, lo único que quedaba de él eran algunos fragmentos de hueso y una mata de pelo que flotaba en medio de un charco que había sido un ser humano. Los huesos estaban disolviéndose gradualmente, como si alguien hubiera derramado un barril entero de ácido sobre la muerta.

Salí contrariado de la sala porque el hedor se me había adherido a la ropa y ya nunca podría sacarlo. Me detuve en el pasillo siguiente e hice algo que tendría que haber hecho mucho antes: cambiar los virotes normales de la ballesta por uno de fuego y otro de hielo.

Pero ay, mis encuentros con los muertos vivientes sólo acababan de empezar. Avanzado el pasillo me encontré con otro. Lo oí gemir y resollar mucho antes de ver su oscura y torpe silueta. Retrocedí rápidamente para alejarme de la antorcha y me oculté detrás de una de las tumbas de piedra, con una de mis lámparas aferrada en la mano. El zombi pasó a mi lado arrastrando los pies y sin reparar en mi presencia y se adentró en uno de los pasillos laterales. Esperé un minuto antes de seguir adelante, para asegurarme de que no volvía a topar con el mismo cadáver ambulante.

Había un número increíble de muertos vivientes. En algunas salas me encontré hasta con veinte cadáveres en diferentes estados de descomposición. Algunos de ellos se arrastraban de una esquina a otra como los juguetes de cuerda de los enanos, mientras que otros permanecían inmóviles. La apestosa, jadeante y gimiente masa era en su conjunto una visión horripilante.

El resto de la jornada fue como jugar al escondite. Yo me ocultaba y ellos trataban de encontrarme. O, más bien, vagaban de un lado a otro sin sospechar siquiera —por suerte para mí— a quién tenían que buscar y dónde debían hacerlo. El peor sitio fue un corredor estrecho donde un cadáver medio descompuesto me cortaba el paso. Tuve que volver en dirección opuesta y rezar para no encontrarme otro al final del pasillo.

Pero además de los pasillos, había otro lugar donde el peligro era muy grande: las salas mejor iluminadas. No era nada fácil pasar inadvertido por ellas. Siempre había algún apestoso de mirada aguzada que podía reparar en mí. De momento Sagot había sido benevolente, pero las cosas no podían seguir así eternamente. Las leyes de la injusticia universal siempre se terminan aplicando.

Y justo lo que estaba esperando que sucediera, sucedió. En dos ocasiones me vieron y trataron de devorarme. La primera vez simplemente me topé de bruces con el muerto, tomándolo en la penumbra por una estatua erigida junto a los ataúdes. Para cuando me di cuenta de que no lo era, ya era demasiado tarde. Me había visto. La apestosa criatura se me acercó arrastrando los pies, con unas manos como garfios extendidas hacia mí. Los huesos sobresalían de su cuerpo muerto y los podridos músculos apenas podían moverse. Me asombraba que pudiera caminar.

—¿Adonde vas tan deprisa? —dije con una carcajada antes de desaparecer.

El cadáver decidió sumarse a la carrera, pero quedó irremediablemente rezagado en la telaraña de pasillos y terminó con las manos vacías a pesar de todos sus esfuerzos. ¡Ja! Si alguien quería coger a Harold, tendría que ser bastante más rápido.

Luego me descubrieron en una sala con los ataúdes pegados directamente a las paredes. La culpa fue de mi propio descuido. Traté de pasar junto a una antorcha sin que me vieran y, como es natural, un montón de carne podrida se encaprichó de mi hígado y decidió darse un banquete con él, a pesar de que el montón en cuestión carecía de mandíbula inferior. Casi se me había merendado antes de saber lo que estaba sucediendo. El condenado estaba muy fresco: parecía haber muerto el día antes. Tuve que escapar y plantarle a mi perseguidor un virote de hielo en el pecho.

Se quedó paralizado al instante, pero el melódico tintineo atrajo a todos los muertos de las inmediaciones: un total de seis y medio de ellos (incluida la sección superior de un cuerpo que se movía impulsándose con las manos). Como es natural, quedaron encantados con la inesperada aparición de mi humilde persona y tuve que usar dos cristales de luz y un frasco de saliva de gato para calmarlos y hacerles entender que molestar a transeúntes pacíficos puede provocar consecuencias desagradables. Abandoné aquella sala con indigna premura.

El apabullante número de ataúdes y tumbas hacía que me diese vueltas la cabeza. Los pasillos estrechos habían quedado atrás. Ahora no había más que salas espaciosas con idénticas columnas y escalinatas estrechas.

Por desgracia, todas las escaleras eran de subida, así que no les presté la menor atención. Ocultarme de los muertos era más sencillo allí: sólo tenía que ponerme detrás de una columna y me volvía invisible. A veces los zombis pasaban a dos metros de mí sin verme. Por suerte, las narices ganchudas de aquellas criaturas sólo eran capaces de oler una cosa y esa cosa era la sangre.

Luego llegaron unos salones vacíos, como si los muertos hubieran decidido desaparecer de repente. Sentí que mi ánimo mejoraba al recorrer una zona enorme de cámaras funerarias sin encontrarme con nadie.

Más pasillos estrechos de techo bajo. De vez en cuando unas luces errantes del tamaño de un puño pasaban volando lenta y majestuosamente entre las tenebrosas columnas y las tumbas de piedra grisácea. Todo aquello resultaba sumamente inconveniente para mí, puesto que cada vez era más complicado ocultarse de los muertos vivientes y había tenido que echar mano de mi preciosa reserva de cristales y virotes en varias ocasiones.

Normalmente, cuando una de las criaturas me veía, me limitaba a escapar del torpe y estúpido monstruo, pero no siempre era tan fácil. Uno de ellos me persiguió durante veinte minutos, atrayendo a otros. Y por fin, cuando ya tenía detrás una fila de catorce de aquellas criaturas en diversos estados de descomposición, triunfó el sentido común y sacrifiqué uno de mis preciados cristales para acabar con mis alegres acompañantes.

Acababa de salir de aquella situación y subirme a una de las vigas del techo para dejar pasar a un ágil zombi, cuando el suelo se estremeció y se combó y las paredes comenzaron a temblar. La columna por la que había subido se cubrió de finas grietas y amenazó con venirse abajo. Unos ataúdes apilados hasta el techo a mi derecha cayeron al suelo y se rompieron, y los restos de sus ocupantes acabaron esparcidos por toda la sala. Hasta el agua del canal se levantó formando unas olas que rompieron contra la orilla. Entonces oí un trueno amortiguado en la distancia y el repentino terremoto remitió.

Levanté una mirada nerviosa hacia el techo. Gracias a los dioses, no se había desplomado y yo no estaba enterrado bajo una masa de roca. Y gracias a Sagot, el terremoto no me había sorprendido mientras caminaba junto a aquella pared, o de lo contrario los ataúdes me habrían dejado hecho papilla.

Continué mi camino con cautela, observando con asombro la destrucción causada por el terremoto. En una sala se habían desmoronado veinte columnas y podría haberme partido una pierna al pasar entre los escombros de ataúdes hechos añicos, lápidas volcadas y restos de puentes de los canales. Aún tenía que recorrer tres salas más antes de llegar a las escaleras.

¡Y como es lógico, en la penúltima sala había una sorpresita esperándome, bajo la forma de sesenta o más cadáveres! ¿Cómo habían logrado meterse todos allí dentro?

Estaban alineados como un grupo de soldados a la espera de órdenes. Regresé rápidamente a la oscuridad del pasillo antes de que aquellos sujetos de hostiles inclinaciones pudieran reparar en mi presencia. Bueeeeeno… Hasta a un mosquito le habría costado escabullirse por en medio de semejante congregación, así que a un hombre no digamos. Puse un segundo virote de luz en la ranura vacía de la ballesta y salí a la sala.

Sorprendentemente, no me prestaron la menor atención. Hasta el último de ellos estaba mirando en la dirección opuesta. ¿Qué sería lo que los tenía tan distraídos?

Abrumado por un impulso ridículo y repentino de hacerme el héroe, rompí el silencio en voz lo bastante alta para que se me oyera hasta en el último rincón de la sala.

—¿Podéis prestarme atención un momento?

El sonido de mi propia voz me resultó aterrador. El congelado mar de muertos se puso en movimiento entre jadeos de excitación. Uno de ellos dio media vuelta, luego otro, luego otros diez y después otros veinte, hasta que la sala entera estuvo mirándome. Rostros devorados por la lepra de la descomposición, pieles teñidas de amarillo, negro, gris o verde… úlceras y agujeros. Algunos carecían de nariz y otros de ojos. Algunos habían perdido la mandíbula o un brazo entero. Asomaban huesos blancos en medio de la carne descompuesta y jirones grisáceos de lo que en su día habían sido sudarios y mortajas. Los sonrientes cráneos sisearon, los monstruos alargaron las manos… y entonces, como si hubiera recibido una orden, el mar de cadáveres comenzó a moverse hacia mí. Lancé el primer virote contra la masa. Luz, gemidos, hedor…

La segunda vez disparé contra el techo y la luz cayó sobre los zombis como auténticos rayos de sol. Luego arrojé dos frascos de saliva de gato y emprendí una retirada apresurada para alejarme lo más posible de la sala, al tiempo que cargaba apresuradamente la ballesta con dos nuevos virotes.

Volví. El olor era tan horrible que casi no lo cuento. El suelo era una hirviente y gorgoteante masa de carne fundida y huesos en descomposición. De todos los cadáveres que había allí antes, sólo cinco mostraban algún débil indicio de vida (por blasfemo que pueda parecer). Aún se movían y resollaban. Sin perder un segundo, lancé otro virote de luz contra el techo y volví a retirarme al pasillo.

Me quedé allí veinte minutos largos, mientras esperaba a que la peste remitiera un poco. Para ser sincero, me daba demasiado asco pisar aquella sopa que hasta hacía poco había sido carne humana. Pero tampoco podía evitarlo, tenía que pasar por allí. Pedí a Sagot que me diese fuerzas, arranqué un trozo del forro del chaquetón, me envolví la cara con él y crucé la sala.

Un pasillo sinuoso y retorcido, ocho escalones hacia abajo, un pasillo, un recodo, un pasillo. Una sala.

—¡Espero que os pudráis todos en la oscuridad! —grité.

Ya no había escaleras al séptimo piso.

Si me hubiera dado más prisa, puede que hubiera llegado allí antes del fatal terremoto. Pero era demasiado tarde. La sacudida sufrida por la zona de los Héroes había colapsado las columnas que sustentaban el techo y ahora una gigantesca acumulación de trozos de piedra y escombros de pequeño tamaño me cortaba el paso. El polvo no se había posado aún, pero la escalera estaba bloqueada por las rocas y harían falta años para despejar el paso.

¿Qué podía hacer? Como acostumbraba a decir Kli-Kli en situaciones similares: agárrate los pantalones y echa a correr. La nube de polvo que inundaba la sala me dificultaba la respiración, así que tuve que retroceder. Me senté bajo una antorcha y estudié los mapas y documentos por cien millonésima vez.

Los resultados de mi investigación no fueron alentadores. Aquella escalera era la única de la zona de los Héroes, así que ahora, para bajar, tendría que volver al sitio por el que había entrado en el sexto piso. Y desde allí… Desde allí tendría que recorrer una distancia tan grande que más me valía tumbarme en el suelo para dejarme morir. La zona de los Héroes era enorme y sin duda tendría mil encuentros con los muertos vivientes antes de llegar a la escalera. Y mis reservas de cristales y virotes mágicos no eran ilimitadas. Ya se me estaban agotando.

Estaba desesperadamente cansado, pero dormir allí habría sido un suicidio. Así que tenía que seguir caminando mientras me quedaran fuerzas y luego ya veríamos si podía echar un sueñecito o no…

Me perdí en el enmarañado laberinto de tortuosos pasillos y salas de la zona de los Héroes. Seguí caminando, caminando y caminando, y al cabo de tres horas y un breve descanso en lo alto de una tumba situada en el «segundo piso», aún no me había encontrado con uno solo de aquellos malditos zombis. Era como si nunca hubieran existido. Pero las tumbas rotas sugerían que no era así, de modo que permanecí alerta hasta llegar a la zona «tranquila» (esto es, donde los ataúdes seguían intactos y no apestaba a cadáver). Pero fue un gran error. Bajar la guardia de aquel modo, me refiero. Y mi castigo llegó pronto, en forma de broma macabra.

Algo se abalanzó sobre mí desde la oscuridad. Era tan ágil que a duras penas logré esquivarlo, pero la garra que no me había alcanzado cogió la bolsa de elementos mágicos que colgaba de mi cadera… y la cincha que la sujetaba a mi costado derecho se partió.

Todos mis pertrechos mágicos, los virotes y todas las demás cosas que necesitaba cayeron al suelo. No tenía tiempo de pararme a recogerlas. ¡A Sagot gracias, seguía vivo! Mientras el cadáver (pues eso es lo que era, sólo que muy ágil) pisoteaba mis cosas, retrocedí de un salto y le disparé un virote de hielo.

Con un tintineo, una explosión gélida me lanzó al suelo. Comenzaron a repicar campanas celestiales en mis oídos. Al levantarme vi que una brigada entera de cadáveres avanzaba a trompicones por el sitio donde había caído mi bolsa rota. Las viles criaturas se lanzaron sobre mí.

Se movían mucho más deprisa que los zombis normales. De hecho, tan deprisa como seres humanos vivos. Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Era imposible recuperar la bolsa, así que disparé el segundo virote contra ellos, me colgué la ballesta de la espalda y eché a correr. Por el momento lo más importante era salvar la vida. Ya tendría tiempo de llorar la pérdida de la mochila más adelante.

Nunca habría pensado que aquellos cuerpos desecados y momificados pudieran contener tanta energía. Me metí por corredores secundarios y crucé salas como una flecha tratando de despistar a mis perseguidores, pero sin conseguir nada. No se despegaban de mis talones, lo que les daba alas a mis pies. No obstante, debo admitir que comenzaba a estar cansado. Finalmente me encontré en un vestíbulo oscuro, me pegué a una pared, saqué el cuchillo y me preparé para lo inevitable.

No me vieron. Una docena de muertos pasó corriendo y, sin pensármelo dos veces, eché a correr en dirección contraria. Me adentré en el laberinto de pasillos estrechos tratando de confundir a mis perseguidores y, al mismo tiempo, de volver a la sala donde había dejado la bolsa. Sin armas, mapas, provisiones ni otros pertrechos, era hombre muerto. Pero no funcionó: el sonido de unas respiraciones siseantes revelaba que mis buenos amigos seguían pisándome los talones.

Solté una maldición y eché a correr. ¿Qué otra cosa podía hacer? No estaba listo para enfrentarme a los muertos sin más arma que un cuchillo.

El pasillo giraba suavemente hacia la derecha. Seguí corriendo más allá de un pasillo aún más estrecho. Corrí. Giré. Corrí. Giré… y me encontré cara a cara con un grupo de criaturas idéntico al que me venía siguiendo. Hubo un momento de confusión… Estaban tan sorprendidas como yo por aquel inesperado encuentro.

Me recobré un instante antes que ellos, di media vuelta y regresé corriendo hacia el primer destacamento. El segundo grupo vino también tras de mí. Oía sus jadeos y siseos a mi espalda. Corrí a toda velocidad. Tenía que llegar a la intersección antes que el grupo que tenía delante. Unas figuras oscuras y angulosas, apenas visibles a la luz de la solitaria antorcha, aparecieron en mi trayectoria.

Pero lo logré. Llegué a la entrada del otro pasillo un segundo antes que ellos. Las engarbadas manos de hueso segaron el aire mientras yo me lanzaba de cabeza al pasillo y una brigada de zombis se estrellaba contra la otra. En el caos que se produjo, logré escapar de allí con el pellejo intacto.

Más jadeos a mi espalda. ¡Los malditos se pegaban a mí como sanguijuelas! Adelante. Izquierda. Adelante. Izquierda. Derecha. Derecha. Derecha. Adelante. Salto sobre un canal. Adelante. Adelante. Derecha. Adelante. Izquierda. Alrededor de un ataúd tirado en el suelo. Adelante. Izquierda. Camino cortado. Atrás. Derecha. Adelante. Derecha. Izquierda.

Me metí en un pasillo y, estupefacto, me encontré frente a las espaldas de un grupo de zombis. El mismo que había estado galopando tras de mí menos de quince minutos antes. Estaban allí parados, olisqueando el aire. Entonces uno de ellos se volvió y me «miró» con los negros agujeros de sus cuencas oculares…

A correr. De nuevo. Me metí a toda velocidad en una sala en la que no había más que algunos de los zombis normales, arrastrándose de acá para allá. Uno de ellos se volvió hacia mí y me cortó el paso. Choqué con él a toda velocidad. Un hedor espantoso se me metió en las fosas nasales. Caímos los dos. Rodé hacia adelante y volví a levantarme de un salto, mientras maldecía al feo monstruo por interponerse en mi camino.

Oí unos siseos detrás de mí. Lo único que podía hacer era correr.

Así que corrí.