7
El baile de la luz del sol
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero desperté bruscamente, como si alguien me hubiera clavado el codo en el costado.
Los mapas llamaban al lugar al que había llegado la Octogésimo Sexta Sala Noroeste de las Escaleras. Era una sala hecha de ónice y la negra piedra devoraba ávidamente la luz de mi lámpara mágica, por lo que la visibilidad era muy escasa. No podía arriesgarme a aumentar su intensidad, porque a esas alturas ya tenía que racionarlas y tratar de estirarlas al máximo para tener la posibilidad de llegar a la salida.
Traté de no pensar en el embrollo en el que me encontraba. Cuando aún estaba en el exterior, en mi antigua vida, solía pensar que entrar en Hrad Spein me haría partícipe de la más grande y peligrosa aventura del siglo. Sólo ahora comprendía que era algo mucho más serio. No podía encontrar las palabras para describir lo que sentía acerca de mi situación.
Solo. Completamente solo. En una oscuridad casi completa; adentrándome cada vez más en las profundidades de la tierra mientras mis provisiones se iban agotando a una velocidad catastrófica; sin la Llave; sin la menor esperanza de volver nunca a cruzar las Puertas.
Pero ¿qué esperaba? Posiblemente, ni más ni menos que un milagro. Un gran milagro divino. Porque los dioses, por supuesto, estaban desesperados por salvar a cierto tipo llamado Harold y hacían cola por la oportunidad de hacerlo.
Difícilmente habría podido estar más deprimido.
Docenas de escaleras negras subían o bajaban dando vueltas como sacacorchos. Sin diferencia alguna entre ellas, como si los arquitectos hubieran utilizado algún sistema muy estricto que no era capaz de comprender.
Caminé entre ellas durante mucho, mucho rato. A veces tocaba la piedra fría con los dedos y prestaba atención al silencio. El ónice devoraba todos los ruidos. Al menos eso creía hasta que oí el grito. Aunque en realidad, más que oírlo lo sentí. No duró demasiado. Se cortó un segundo después de haber comenzado. Se encontraba muy lejos.
Me detuve y escuché. Silencio. Tras atravesar la Sala de las Escaleras y algunos vestíbulos de pequeño tamaño, llegué a la entrada de una estancia iluminada, así que me apresuré a apagar mi lamparita mágica.
La entrada era tan ancha y tan alta como las puertas del tercer piso y, al igual que en las salas del Eco Adormecido, había dos estatuas allí esperando para recibirme. Un orco a la derecha, un elfo a la izquierda. La espada de dos manos del orco estaba rota y el Primogénito estaba usando un estilete para sacarse el ojo derecho con mirada impasible. Y ya tenía un agujero en el sitio donde debería haber estado su ojo izquierdo. Me estremecí: la enorme estatua, cinco veces más grande que un hombre, parecía viva. Desde luego, los dioses habían concedido talento a su escultor.
La espada del elfo seguía de una pieza, pero el arma estaba tirada en el suelo, con la empuñadura hacia mí. Me reí entre dientes: no todos los días ves que un elfo se desembarace voluntariamente de su arma. Pero al menos éste había decidido conservar los ojos y no introducirse objetos puntiagudos en ellos. Sólo los tenía tapados con las manos.
¿Cómo podía comprender lo que habían tratado de decir sus constructores con aquellas estatuas? Había algo escrito sobre el suelo. Estuve a punto de pasar sin verlo, pero las letras grabadas en las losas de piedra comenzaron a emitir una luz perlada y no pude sino reparar en ellas.
Al principio eran garabatos orcos, pero entonces comenzaron a temblar, se difuminaron y se transformaron en los cuadrados, círculos y triángulos que utilizan para escribir los gnomos y los enanos. Momentos después, de alguna manera milagrosa, la inscripción gnómica volvió a transformarse, esta vez en letras humanas que permanecieron tal cual, relucientes como perlas.
«Aquí duermen su eterno descanso los sesenta y nueve señores de la casa de la Hoja Blanca. Si eres gnomo, enano, humano, o hijo de otra raza y puedes leer estas líneas, te suplicamos que no perturbes a quienes guardan el sueño de los muertos y busques otro camino.
»Pero si eres un despreciable orco o un tozudo que se niega a escuchar la voz de la razón, o simplemente un ignorante que no sabe leer, entra y acepta el destino que te han reservado los dioses, pero luego no digas que no te avisaron».
Las letras brillaron todavía durante unos segundos, antes de volver a convertirse en los garabatos orcos y desvanecerse de nuevo. Probablemente fuese la primera vez desde que entré en Hrad Spein que me planteaba la posibilidad de buscar otra forma de acceder al sexto piso.
Soy una de esas personas que sí suelen escuchar la voz de la razón. Y además, a fin de cuentas, los elfos no se tomarían la molestia de advertir a los viajeros sobre un peligro porque sí, sobre todo si tenemos en cuenta que en ninguna de las trampas anteriores con las que me había encontrado había visto advertencia alguna. Más valía errar por exceso de prudencia que meterse a ciegas en un nido de víboras.
Para llegar a la ruta principal que conducía al sexto piso sólo tenía que cruzar algunas salas más caminando en línea recta sin desviarme (si es que los mapas decían la verdad, claro).
Un desvío me costaría un día y medio más de vagabundeos por escaleras, pasillos y salas y, simplemente, no disponía de ese tiempo. Ya marchaba mucho más retrasado de lo previsto y las estimaciones sobre plazos que le había dado al señor Alistan no valían ni lo que el eructo de un demonio.
Lo cierto es que mi periplo por los Palacios del Hueso estaba teniendo efectos muy perniciosos sobre mi mente. Empezaba a otorgar más valor al tiempo que a mi propia vida. En cualquier caso, el resultado fue un momentáneo apagón dentro de mi cabeza, del que sólo me recobré cuando había dado ya veinte pasos por la misma sala por la que me acababan de instar categóricamente a no entrar.
Así es como se cometen los errores más estúpidos del universo. Yo no lo hice, yo no quería hacerlo, sucedió sin más.
El miedo comenzó a levantarse dentro de mí como los géiseres de la isla de los Dragones. Y amenazaba con desbordarse en cualquier momento.
«¡Calma, que no te entre el pánico! —me susurró una voz interior—. No te ha sucedido nada terrible, aún puedes volver. Trata de calmarte. ¡Mira a tu alrededor!».
¡Por fin me daba Valder un consejo útil! Aspiré hondo varias veces, tratando de controlar mi respiración y los atronadores golpes de mi corazón. Era cierto, me había adentrado veinte pasos en la sala prohibida y seguía vivito y coleando, a pesar de las ominosas advertencias de la entrada. ¿Habrían tratado de asustarme los elfos? Debía echar un vistazo a mi alrededor y entonces decidir si retrocedía o continuaba adelante.
No era una sala muy grande (para Hrad Spein). Sólo del tamaño de un campo de justas. Las paredes estaban hechas de enormes sillares, cada uno de ellos tan grande como un carruaje de dimensiones modestas. La arquitectura era bastante sencilla, sobre todo si tenemos en cuenta que había sesenta y nueve señores de una de las casas de los elfos enterrados allí.
No podía compararse con la belleza que había visto en pisos anteriores. Era raro. ¿Habría realmente reyes elfos enterrados allí o sería otro cuento de hadas para gente crédula? Ya no había forma de saberlo. Los nichos separados por bloques de piedra habían sido tapiados siglos atrás y además no habría forma de averiguar si los huesos de sus ocupantes pertenecían a un miembro de la realeza o a un vulgar y rústico plebeyo.
La disposición de las columnas era totalmente aleatoria. Tres aquí, una allá y ocho acullá. Eran octogonales, altas y muy delgadas. Era imposible ocultarse detrás de una de ellas. Pero lo más raro eran las manchas de luz que se desplazaban lenta y caóticamente por el suelo. Como si entraran rayos de sol por el techo. Sólo que, como es natural, aquello no eran rayos y tampoco había sol por ninguna parte.
Era una imagen bastante extraña y, de algún modo, también ominosa. La sala estaba en penumbra, iluminada sólo por la pálida luz que irradiaban las paredes, pero cada una de las columnas proyectaba una sombra densa y oleaginosa, entre las cuales merodeaban, de manera completamente aleatoria, unas cuarenta manchas de luz, cada una de ellas de metro y medio largo de anchura. No había ninguna en el sitio exacto en el que me encontraba, pero más arriba…
Se podría definir como una asamblea, o como un enjambre. Me volví hacia la salida. De la nada habían surgido ocho manchas de luz que me cortaban el paso. Si quería salir de la sala tendría que pasar a través de ellas.
No tenía el menor deseo de atravesar algo que ni siquiera sabía lo que era, así que lo único que podía hacer era evitarlas saltando entre ellas. Por suerte para mí, había pequeñas zonas oscuras en el suelo, entre las manchas que no se habían alineado delante de mí. Como si pudieran leerme los pensamientos, las manchas comenzaron a moverse y se fundieron formando una mucho más grande.
—¡Malditas! —exclamé.
Había otra cosa que me inquietaba en aquellas manchas de luz y su forma de moverse. Incluso disparé un virote de mi ballesta contra una de ellas, pero éste se limitó a rebotar contra el suelo sin causar daño alguno.
—No voy a atravesaros y ya está. Podéis rebanarme el pescuezo si queréis, pero no voy a hacerlo —murmuré mientras le daba la espalda a la puerta.
Tendría que cruzar la sala. ¡Debía de haber alguna forma de hacerlo!
Me detuve justo al borde de las manchas de luz y me quedé un momento allí. Debía de haber algún propósito en su vagar sin rumbo, algún principio en aquel movimiento, pero era incapaz de encontrarlo.
Se desplazaban arrastrándose de acá para allá a la velocidad de un mamut paralizado. Fueran lo que fuesen, no tenían prisa y se movían a su propio ritmo.
Algunas de las manchas decidían que sería buena idea ir hacia la derecha, otras preferían hacerlo hacia la izquierda, algunas seguían una diagonal de una esquina a la otra, algunas se movían en círculos o en espirales y otras seguían líneas irregulares que sólo ellas podían entender. A veces se encontraban en sus lentos desplazamientos y entonces, por un momento, se fundían y formaban una mancha más grande, pero luego volvían a separarse y cada una seguía por su camino. Pero siempre quedaban espacios bastante amplios entre ellas, así que si era lo bastante ágil, podría correr entre las letárgicas manifestaciones. Allí, a un lado de la sala, no había demasiadas, pero a medida que me iba acercando al centro, su número crecía. Y había una cantidad especialmente grande junto a una especie de fardo tirado en el suelo, a unos ocho metros de mí.
Agucé al máximo la vista, pero no pude distinguir qué era lo que había allí. Y entonces reparé en algo que no había visto hasta entonces: los lugares donde las manchas se negaban en redondo a entrar.
¡Las sombras de las columnas! Se extendían sobre el suelo como largas y oscuras líneas y ni una sola de las manchas brillantes se atrevía a atravesarlas.
Las sombras eran islotes en medio del patrón de movimiento que cubría el suelo. Así que tendría bastantes posibilidades de atravesar la sala si las utilizaba para esquivar las manchas de luz.
Me puse en movimiento en cuanto la más cercana de las manchas terminó de pasar. ¡Un buen salto! ¡Y luego otro y otro! Alto. Dos manchas comenzaron a moverse hacia mí y, al retroceder de un salto, estuve a punto de tropezar con una tercera. ¡Un salto hacia la izquierda! ¡Otro hacia la derecha! ¡Hacia adelante! Cubrí de tres saltos la distancia que me separaba de la primera sombra y, una vez a salvo, suspiré de alivio. En realidad no era tan complicado, lo principal era mantener la cabeza fría y asegurarte de que no pisabas una de las manchas de luz por accidente.
Los ocho metros que me separaban de la siguiente sombra estaban vacíos. ¡Adelante! Corrí como una liebre, con la esperanza de confundir a mis perseguidoras y evitar una larga persecución. A veces tenía que detenerme para dejar pasar una mancha de luz, saltar por encima de dos de ellas o correr en sentido opuesto. El brazo comenzó a palpitarme de dolor. No sabía por qué.
O las manchas habían comprendido que estaba zigzagueando entre ellas como un doralissio borracho o simplemente habían decidido que iban a divertirse un poco, pero el caso es que comenzaron a moverse mucho más deprisa y de manera más aleatoria, así que al llegar al quinto islote de sombra estaba resoplando y jadeando. Y aparte de eso, en tres ocasiones estuve a punto de tropezar y sólo logré no pisar uno de los parches de «luz solar» de puro milagro.
El dolor de mi brazo izquierdo había comenzado a roerme el hueso. Tuve que apoyarme en una de las columnas, sentarme en el suelo y revolver mi pequeña mochila para encontrar el elixir mágico que necesitaba. Durante aquel juego de la rana a lo largo de toda la sala, todo lo que había en la sección de la mochila donde guardaba los frascos se había revuelto.
Maldije y comencé a rebuscar dentro de aquel caos. Tuve que guardarme algunos frascos menos importantes en los bolsillos del chaquetón. Podían quedarse allí hasta que encontrara un lugar mejor. Tardé unos dos minutos en guardar todo en su sitio y durante todo ese tiempo las manchas no dejaron de moverse cada vez más deprisa.
Parecían haberse vuelto locas, y en un punto, una hilera ininterrumpida de ellas me cortaba el paso. El dolor de mi brazo estaba volviéndose insoportable y me obligó a apretar los dientes. Mi improvisada ruta había llegado a su fin. Desde allí al centro de la sala había diez metros como mucho, pero el siguiente refugio de sombras se encontraba a treinta. Y el espacio que me separaba de él estaba repleto de manchas, tan abundantes que prácticamente no se veían zonas negras entre ellas. ¡Un auténtico reto! ¿Cómo podía cruzar un espacio así sin tocar en ningún momento la «luz solar»?
Entonces, por fin, presté atención al fardo que había en el suelo, situado a unos quince pasos. Lo que no había conseguido identificar desde lejos resultaba ser ni más ni menos que cuerpos humanos amontonados. Los hombres de Balistan Pargaid.
Como es lógico, casualmente Lafresa y Cara Pálida no estaban entre ellos. Había siete cadáveres sobre el suelo, en posturas que no podría haber imaginado ninguna persona normal. «Grotesco» y «antinatural» serían las mejores palabras para describir lo que allí se veía. Era como si los muertos hubieran nacido sin ningún hueso en el cuerpo. El cuello de uno estaba retorcido de tal manera que su nuca miraba hacia adelante y sus ojos hacia atrás. Y además de eso, sus codos y sus rodillas estaban doblados de maneras espantosas, en lugar de siguiendo lo dispuesto por la madre naturaleza, de modo que semejaba una representación paródica y gigantesca de una araña. Otro de los cadáveres estaba hecho un nudo y al tercero le habían atado las piernas entre sí de un modo que resultaba aterrador. La abundancia de manchas de sangre que cubría el suelo indicaba que la muerte había alcanzado a aquellos desgraciados en sitios distintos de la sala y que luego sus cuerpos habían sido arrastrados y amontonados allí.
Aquello tenía mal aspecto. Muy malo. Como siempre, Harold se veía metido en algo muy, muy desagradable. Lo principal ahora era averiguar qué era aquella cosa desagradable antes de que me arrancara la cabeza. Cualquier información sobre el enemigo podía ser un paso hacia la victoria.
Y entonces me di cuenta…
—¡Ah, Harold, maldito cabeza de chorlito! —exclamé mientras me daba una palmada en la frente.
¡Ahí estaba el secreto! Que la oscuridad me aplastase, las palabras de la entrada —«No perturbes a quienes guardan el sueño de los muertos»— significaban exactamente lo que decían. Y las estatuas no miraban, simulaban ceguera o falta de ojos. Eran guardianes ciegos, que vigilaban eternamente la paz de los señores de los elfos. El acertijo contenía un verso al respecto, pero había conseguido olvidarme de él en el peor momento posible.
Y tampoco era casualidad que me doliera el brazo izquierdo: ¡en él llevaba el brazalete de cobre rojo que me había dado Egrassa! Estaba protegiéndome contra los guardianes de aquella sala, aunque su protección fuese dolorosa.
Todos estos pensamientos cruzaron volando mi cabeza como un viento de tormenta. Pero ya no sabía qué hacer, si sentirme asustado por lo que pudiera suceder o feliz de seguir con vida.
Miré de reojo los cuerpos de aquellos pobres desgraciados (cosa que no logró animarme ni insuflarme optimismo). Pero al fin logré hacer acopio de valor, mandé al mundo entero al Sin Nombre y atravesé corriendo el centro de la sala sin lanzar una sola mirada a los cadáveres. Salté a un lado para esquivar una mancha que se me acercaba silenciosamente desde atrás y realicé una asombrosa acrobacia para eludir otras tres de ellas, que estaban avanzando simultáneamente hacia mí. La sombra extendida sobre el suelo se encontraba ya sólo a cinco pasos y estaba empezando a pensar lo que haría a partir de allí… cuando no me fijé en una de las manchas de «luz solar» y la pisé con el borde de la suela de mi bota.
Decir que estaba en uno de los islotes en un abrir y cerrar de ojos sería quedarse corto. ¡Menudo abrir y cerrar de ojos, que se me lleve un h’san’kor! ¡Fue cinco, diez, cien veces más rápido!
La ballesta saltó a mis manos por su propia voluntad. El dolor del brazalete de cobre rojo comenzaba a ser casi insoportable, pero ni por un instante se me pasó por la cabeza la idea de quitarme el amuleto de los elfos oscuros. Era mi única defensa, lo único que podía salvarme de los guardias que vigilaban los restos de los muertos de aquella sala. Todas las manchas de luz dejaron de moverse y entonces comenzaron a aparecer pequeñas chispas de color dorado en la que tan torpemente había pisado. Primero una, luego una docena y por fin un centenar…
Las chispas parecieron permanecer suspendidas en el aire, parpadearon por un instante con una brillante luz dorada ¡y luego comenzaron a latir al compás de mi corazón! Su número fue creciendo y creciendo, hasta que de repente empecé a distinguir una vaga silueta. Y un instante después, allí de pie delante de mí se encontraba una criatura de reluciente oro, formada por millones de minúsculas chispas.
Un Kaiyu.
Uno de los mayores mitos de los elfos, uno de los mayores horrores de los orcos.
Dos mil años antes, cuando los elfos cayeron sobre los orcos en los Palacios del Hueso y la sangre de ambos parientes corrió como un río por las cámaras funerarias, sucedió algo que nunca tendría que haber ocurrido.
Los orcos se cobraron venganza profanando las tumbas de los elfos y eligieron para ello las de las casas más nobles del Bosque Negro, cuyos restos esparcieron por los pasillos para que la oscuridad se mofara de sus huesos. Los Primogénitos atacaron lo más importante para cualquier elfo: el honor de su casa y la memoria de sus antepasados. Los elfos trataron de responder dejando centinelas en las tumbas, poniendo trampas y susurrando hechizos… Pero todo ataque tiene una respuesta efectiva, todo guardia se cansa alguna vez, toda trampa puede ser desarmada y todo hechizo tiene su contrahechizo.
El expolio de las cámaras funerarias continuó, hasta que una de las casas élficas decidió invocar a los Kaiyu desde otro mundo para proteger sus tumbas de la profanación de los Primogénitos. Lo que sucedió entonces se puede leer aún en las leyendas que elfos y orcos relatan en noches especialmente oscuras. Pero los Primogénitos no volvieron a atreverse jamás a atacar las tumbas de los elfos.
Y allí, apenas a cinco metros de mí, se encontraba uno de aquellos guardianes incorruptibles y ciegos a los que era imposible matar. El Kaiyu parecía hecho de miles de chispas resplandecientes, que era imposible mirar durante mucho tiempo. El brillante y dorado fulgor hacía que los ojos me lloraran y la figura del guardia sin alma rielaba y temblaba como un espejismo a mediodía en el desierto. Sólo podía distinguir su silueta.
La criatura me sacaba una cabeza. Dos brazos, dos piernas y una cabeza. Sin cuernos ni colmillos. ¿Cómo iba a tener colmillos? ¡Si ni siquiera tenía boca! Y en el sitio donde tendrían que haber estado sus ojos había dos agujeros vacíos y abiertos. Era completamente ciega.
Pero ciega o no, parecía tener una idea muy clara y definida de dónde estaba un servidor. O al menos comenzó a acercarse a mí, sin prisas, como si tuviera la certeza de que no podía escapar de ella.
Presa del pánico, disparé con mi ballesta. El virote atravesó el cuerpo de la criatura sin causar ningún daño y se estrelló con un fuerte chasquido contra la pared opuesta, en la oscuridad. De repente, la bestia apareció a un paso de mí, con la mano levantada. Grité de terror, convencido de que había llegado mi fin, pero la mano del Kaiyu se limitó a atravesar el aire junto a mi oreja, antes de que el guardia pasara a mi lado y se detuviera en un punto desde donde podía disfrutar de una privilegiada visión de su espalda.
No sé cuál de los dos estaba más sorprendido. El Kaiyu se quedó allí un breve instante, a todas luces tratando de comprender por qué seguía vivo yo, y entonces volvió a intentarlo. Con el mismo resultado. Como si alguna fuerza hubiera erigido una barrera entre ambos. El guardián podía verme (por extraño que pueda parecer), pero no hacerme daño. Di gracias a Egrassa y su brazalete.
Entonces el Kaiyu pisó la mancha de luz más cercana, y las chispas que componían su cuerpo cayeron sobre el suelo formando una lluvia dorada. Todas las luces de la sala comenzaron a moverse de nuevo. ¿Qué debía pensar de aquello? ¿Significaría que habían decidido dejarme ir?
El dolor ardiente que me provocaba el brazalete iba en aumento y no faltaba mucho para que resultase tan intenso que tendría que quitármelo (para no perder el conocimiento). Tenía que correr el riesgo de tratar de ganar la salida antes de que fuese demasiado tarde.
Haciendo caso omiso de las manchas de luz, eché a correr hacia la salida. En cuanto mi pie rozó la primera de ellas, apareció otro Kaiyu. Esta vez las chispas doradas formaron el cuerpo mucho más deprisa. Pero la bestia ni siquiera trató de atacarme. Pisé otra mancha y luego otra…
No todas las manchas generaban Kaiyus, porque de ser así, la sala entera habría quedado abarrotada de ellos. Aparecieron cinco guardianes, que formaron un semicírculo y vinieron a por mí. Era una imagen fantásticamente hermosa y al mismo tiempo aterradora.
Las cinco criaturas doradas «miraron» en mi dirección antes de desmoronarse en una lluvia de chispas que fueron absorbidas por una de las manchas de «luz solar», desaparecieron durante una fracción de segundo y luego reaparecieron, pero ahora junto a la mancha que yo acababa de pisar. Y de aquel modo cruzamos la sala.
Cuando salí de la estancia, los Kaiyu dejaron de seguirme. Las manchas del suelo reanudaron su movimiento a la espera del próximo visitante, que llegaría sólo la oscuridad sabía cuántos cientos de años después. El dolor de mi brazo fue remitiendo poco a poco a medida que el amuleto que me protegía volvía a transformarse en un brazalete de cobre perfectamente normal.
Había pasado por la sala de los Kaiyu y había sobrevivido. Era algo digno de celebrarse, que fue precisamente lo que hice en aquel momento. Como es lógico, en lugar de vino tuve que contentarme con agua normal y corriente de un río subterráneo, y en lugar de codornices, con medio bizcocho seco.
Cuarenta pasos más allá apareció el primer túnel y comencé a contar las intersecciones para asegurarme de que no me pasaba la que buscaba. Al llegar a la decimoctava me detuve y salí del vestíbulo central hacia la derecha.
Por delante de mí, el vestíbulo desembocaba en una escalera que bajaba al sexto piso, por donde tenía la absoluta certeza de que habían pasado Lafresa y lo que quedaba de los hombres de Balistan Pargaid. Sería más astuto y me desviaría de la vía principal. Muchas rutas conducían al sexto piso y la que se mencionaba en el verso del acertijo era mucho más corta que la elegida por la servidora del Amo.
Reduciría en tres cuartas partes la distancia que tenía que recorrer y llegaría a la zona del sexto piso que necesitaba, mientras que mi queridísima Lafresa tendría que recorrerlo de cabo a rabo, lo que le costaría casi dos días enteros. De ese modo, me colocaría por delante de ellos. ¿Y si les preparaba un buen recibimiento y me apoderaba de la Llave? Casi todos (o puede que todos) los acompañantes de Lafresa habían muerto en los Palacios del Hueso, lo que había aumentado considerablemente mis posibilidades. Lo más importante era mantener lámparas y provisiones suficientes para el viaje de regreso.
Localicé inmediatamente las estatuas «cuyas miradas lo convierten todo en cenizas». Estaban la una frente a la otra, con unos martillos de piedra en sus manos nudosas y retorcidas.
Transmitían un aire de antigua y oculta amenaza. ¿Qué cincel habría tallado aquellos colosos en la roca maciza? ¿Cómo los habrían llevado hasta aquellas profundidades y para qué? En lugar de cara, las estatuas tenían la lisa superficie de sendos yelmos cerrados de alta cresta y estrecha cimera. Las dos miraban al suelo frente a sus pies. Entre ambas había algo que parecía un estanque o un pilón, pero desde mi posición no se veía agua alguna en su interior.
… bajo la mirada de los gigantes que lo convierten todo en cenizas, hasta las tumbas de los más grandes.
¿Podía ser el «pilón» el camino a la zona de los héroes en el sexto piso? Aquél era exactamente el lugar al que tenía que ir, pero la frase sobre la aparente facilidad con la que la mirada de los gigantes reducía a cenizas a todo el que se acercase en exceso me hacía sentir cierta cautela.
Una vez en la sala, no intenté apresurarme. Apoyé la espalda en la pared y comencé a buscar la respuesta. Tenía que haberla, pues nadie construiría una entrada que no se pudiera utilizar jamás. De modo que, si quería entrar en el pilón, los gigantes tenían que cerrar los ojos un instante.
Pero ¿cómo podía lograr que lo hicieran? Eran estatuas, a fin de cuentas. ¿Mediante algún mecanismo? No podía ver nada que lo pareciese. Debo admitir que medité largo y tendido sobre aquel rompecabezas. Pero no se me ocurrió ninguna idea brillante. Las estatuas permanecieron monolíticas e inamovibles.
Decidido a poner a prueba su ardiente mirada, metí una mano en la bolsa y saqué la más pequeña de las esmeraldas. Era la única cosa de la que no lamentaría desprenderme. La dejé en el suelo y le di un rápido puntapié. Se deslizó sobre la superficie, parpadeando en su despedida como una estrellita verde y entonces, al entrar en el campo de visión de los gigantes, desapareció en medio de un cegador destello.
—¡Caramba!
Tenía que seguir trabajando el crucial problema de cómo bajar al sexto piso. Revisé todos los documentos que me había traído del Territorio Prohibido, prestando especial atención a las partes que hasta entonces había creído innecesarias. Un puñado de dibujos incomprensibles que mostraban la arquitectura de varias salas, una secuencia de símbolos sin sentido y más basura ignota… Mmmm, sí. A la oscuridad con los documentos. Era una idea absurda. ¡Pero la respuesta tenía que estar cerca, en alguna parte! Lo sentía en las entrañas.
Me acerqué a los gigantes con cautela, casi bizco. Con uno de mis ojos trataba de vigilar sus cabezas y trazar la línea que limitaba el efecto de su ardiente mirada sobre el suelo. Con el otro, buscaba cualquier pista que me permitiera encontrar la respuesta. Finalmente tuve que detenerme, so pena de acabar asado y luego incinerado.
Los gigantes se hallaban muy cerca y desde donde me encontraba podía ver con toda claridad que las estatuas distaban mucho de ser perfectas y que, de hecho, el cincel del artesano creador había trabajado con cierta tosquedad. Y también me fijé en otra cosa, algo que justificaba el hecho de haber estado a punto de quedarme bizco. Los gigantes estaban sobre sendos plintos bastante amplios. ¿Y qué tenía eso de especial? Un plinto es un plinto, ¿no? Pero habría apostado un diente a que aquellos plintos podían girar (junto con los gigantes, claro está) si uno sabía cómo hacerlo. El ojo curtido del hombre experto siempre reconoce un mecanismo disimulado. De modo que lo único que tenía que hacer era descubrir cómo funcionaba y asunto concluido.
La sala de los gigantes fue objeto de otra intensa inspección. Buscaba algo similar a una palanca o un bloque de piedra protuberante, pero no parecía haber nada similar por allí. Entonces mi mirada recayó sobre el suelo, se deslizó por las suaves losetas de color rojizo y se detuvo sobre los símbolos de un alfabeto que me resultaba desconocido.
Había visto garabatos similares antes. ¡Pues claro! ¡Era la parte «innecesaria» de los documentos! Entre los dibujos y los esbozos incomprensibles había un trozo de papel con una secuencia de símbolos muy parecida. Volví a sacar de la mochila el fardo envuelto en drokr, lo abrí y comencé a buscar entre los manuscritos.
¡Allí estaba! La memoria no me había engañado. Allí, en el papel, se encontraban los mismos símbolos que en el suelo. Alguna alma bondadosa había anotado la clave, sólo que se le había olvidado mencionar dónde debía utilizarla.
Me incliné, busqué el primer símbolo que aparecía en el papel y presioné la losa apropiada. Se movió un par de centímetros. Al final, todo resultó indecentemente simple (si tenías la respuesta correcta en un trozo de papel, claro). Lo único que tuve que hacer fue presionar catorce de los aproximadamente setenta símbolos presentes en un orden determinado. Y en cuanto el último de ellos se hundió en el suelo, un leve zumbido inundó la sala, como si un sistema de contrapesos y poleas se hubiera puesto en marcha en algún lugar bajo el suelo, y entonces los gigantes se volvieron de espaldas a mí y dirigieron su terrible mirada hacia la pared opuesta.
Lancé un grito de alegría triunfante, como si acabara de encontrar el tesoro de la dinastía Stalkon debajo de la cama.
El camino estaba despejado y los amenazantes colosos ya no miraban el pilón, así que comencé a dirigirme hacia allí.
El zumbido se inició de nuevo y, con un temblor, los plintos empezaron a girar en dirección contraria. Eché a correr para cruzar la distancia antes de que la mirada de los gigantes se convirtiera de nuevo en una amenaza letal y, sin pensármelo dos veces, me metí de un salto en el negro agujero.
—¡Aaaaaaaaagh! —aullé de terror, al comprender que mis pies no iban a tocar el suelo en un futuro inmediato.
El agujero era muy profundo. Caí a plomo los primeros veinte metros y ya me había despedido de esta vida cuando el aire se volvió más denso, mi caída comenzó a aminorar y el descenso se hizo más suave y delicado.
Tuve la inteligencia y el valor suficientes para dejar de gritar y encender una de mis lámparas mágicas. Caía lentamente por un hueco estrecho, cuyas paredes pasaban volando por delante de mí y desaparecían hacia arriba. De haber querido, no me habría costado alargar una mano y tocarlas. Sólo por un capricho de los dioses no me había golpeado con la cabeza contra ellas al comenzar a caer. Unos doscientos metros más allá, mi descenso había frenado más aún y me encontraba en una de las salas del sexto piso, en el mismo corazón de la zona de los Héroes.