6
Los señores de las tinieblas
Contar mis pasos en Hrad Spein se había convertido en una costumbre. Me ayudaba a mantener a raya los pensamientos lúgubres. Pero esta vez no estaba sirviéndome de mucho. Al llegar a quinientos setenta y tres, éstos regresaron con tal fuerza que perdí la cuenta y abandoné.
Lafresa seguía por delante de mí en la carrera por el Cuerno del Arco iris y aún tenía la Llave, sin la cual nunca saldría de los palacios. Se había abierto camino sin vacilación en medio de aquel laberinto de salas muertas, con la misma facilidad que si estuviera paseando por la calle de los Desfiles, sin prestar atención alguna a las amenazas que la rodeaban y usando las vidas de los hombres de Balistan Pargaid como salvoconducto.
Según mis cálculos, no podían quedar más de doce. Y probablemente ni siquiera tantos. ¿Quién sabía por qué camino habría llevado a su pequeño destacamento la bruja de ojos azules y cuántos cadáveres me había quedado sin ver? De hecho, era bastante probable que, a esas alturas, la servidora del Amo estuviera siguiendo su camino sola.
El primero de los peligros principales, los salones del Susurro Adormilado anunciados por el acertijo en verso, había quedado atrás, pero la diversión no había hecho otra cosa que comenzar. ¿Cómo continuaban los versos…?
Por las salas del Eco Adormecido y la Oscuridad,
más allá de los guardias ciegos de Kaiyu, que nada ven,
bajo la mirada de los gigantes que lo convierten todo
en cenizas, hasta las tumbas de los más grandes.
Alentadoras líneas, ¿verdad?
* * *
Desperté de una pesadilla, aunque no recuerdo con qué horrores había estado soñando. Lo único que quedaba de mi sueño era un penetrante dolor en el pecho y un inmenso agotamiento, como si no hubiese pegado ojo.
El descanso que me había tomado en el último recodo de la escalera no me había devuelto las fuerzas esperadas, así que reanudé la marcha con la moral por los suelos.
La fatiga de la última semana me pesaba sobre los hombros como una carga y me empujaba hacia el suelo. Estaba empezando a darme cuenta de que el viaje por Hrad Spein no era tan fácil como había esperado. La tensión constante y la permanente presencia del peligro estaban teniendo peores efectos sobre mi salud que toda la distancia que había tenido que recorrer de la puerta de los palacios a la entrada del quinto piso.
Me levanté con un gemido (por desgracia, los peldaños de piedra no eran el mejor sitio del mundo para dormir) y estiré los brazos y las piernas entumecidos. Centenares de agujas diminutas comenzaron a vagar por mi cuerpo y a pincharme donde les venía en gana. Pero, por extraño que pueda parecer, esa pequeña incomodidad me alentó más que cualquier otra cosa que hubiera podido hacer y al llegar al quinto piso me encontraba en un estado mental perfectamente alegre.
El quinto piso. La primera sala… y, una vez más, un cambio inesperado en la decoración. ¿Dónde estaba el oro, dónde la discreta elegancia, dónde el encanto de las estatuas y la fascinante belleza plástica de las paredes? Todo eso había quedado atrás en los pisos tercero y cuarto de los palacios subterráneos. Aquí no había más que paredes de piedra tosca con pinturas mediocres y un suelo formado por losas de unos dos metros cuadrados, alineadas con descuido.
Entonces me di cuenta de que todas las losas del suelo tenían colores y marcas distintas, y que no todas ellas habían recibido el beneplácito de un artista decente. Lo más probable era que las hubieran dispuesto formando un enorme mosaico, pero como era tan grande, era imposible que pudiese ver lo que mostraba. Cada sala tenía el suyo propio, con diferentes colores en el suelo, pero a la escasa luz que emitía mi lamparita mágica, me era imposible ver la imagen en su conjunto.
Ignoro por qué llamaban a estas salas los salones de la Oscuridad Adormecida, pues desde mi punto de vista, este título honorífico podía concedérsele a cualquiera de los espacios umbríos que había visto del tercer piso en adelante.
Pasé día y medio recorriendo el subterráneo laberinto, parando ocasionalmente para revisar los mapas y encender una nueva lámpara. Su número estaba menguando rápidamente. Traté de no pensar en el momento en que tendría que seguir avanzando a tientas.
Hacía más frío allí que en los pisos superiores. En esencia avanzaba por unas enormes cavernas naturales, con nichos excavados en paredes apenas trabajadas, suelos de mosaico y unas estalactitas y estalagmitas que habían crecido hasta formar fantásticas columnas de cuento de hadas.
Daba la impresión de que el quinto nivel se extendía hasta el infinito, sin que aquellas salas-caverna parecieran tener límites. Cuanto más avanzaba, más envuelto me sentía en la muerta telaraña del declive de la antigua majestuosidad de los Palacios del Hueso.
Las columnas estaban cubiertas de coágulos y protuberancias y en algunos lugares goteaba agua desde el techo, y los primeros indicios de las columnas futuras habían aparecido sobre el suelo de mosaico. No alcanzaba a ver las paredes, pues se encontraban demasiado lejos, así que caminaba y caminaba, aprovechando una vereda trazada por las losas rojas para orientarme.
A veces este camino se bifurcaba en dos, tres, cuatro e incluso ocho, y tenía que pasar un buen rato revisando los mapas, forzando la vista y devanándome los sesos para cotejar los garabatos de los orcos con las losas del suelo.
¡La presencia constante de la oscuridad habría vuelto loco a cualquiera! Hubiera vendido el alma por un pedazo de carne bien asada, una pinta de cerveza y un rayo de sol. Pero, gracias a los dioses, al menos no andaba corto de agua. Allí abajo la había en abundancia. Incluso en una ocasión, crucé un puentecillo cóncavo que pasaba por encima de un pequeño lago de aguas negras, tan imperturbables como un espejo.
Las cavernas subterráneas llegaron entonces a su fin y los lúgubres salones de los Palacios del Hueso comenzaron de nuevo. La temperatura subió, el agua dejó de gotear de las paredes y desapareció el olor a humedad, reemplazado por un leve tufo a descomposición.
Aquel hedor no me gustaba nada. ¿Cómo podía persistir, si la antigüedad de los enterramientos se medía en siglos y todo lo que podía pudrirse tenía que haberse podrido ya, sin dejar más que huesos? Aquel aroma a muerte antigua me provocaba una vaga ansiedad, pero un olor es sólo un olor y de momento no había sucedido nada malo.
Soplaba una brisa en los salones de la Oscuridad Adormecida. Nacía en algún lugar situado en el techo, desde donde emitía un constante y ominoso mmmmmmm. La primera vez que lo oí, pensé que era el terrible susurro que reaparecía, pero al cabo de lo que se me antojó una eternidad de sudores fríos y rodillas temblorosas, comprendí que era sólo el viento.
Seguí caminando hasta llegar a una pared. Por alguna razón, era ligeramente cóncava, así que me permití el lujo de ordenar a una de mis lámparas que brillara con la máxima intensidad.
La luz mágica reveló una columna inmensa en mitad de la oscuridad. Era tan grande que habrían hecho falta cuarenta hombres cogidos de las manos para abarcarla en su totalidad (suponiendo que se prestaran a cogerse de la mano, claro). Mmm, sí… Muchos de los árboles de Zagraba habrían envidiado el grosor y la altura de aquel monstruo de piedra. Y había centenares de columnas similares en aquella sala. Al caminar entre aquellos gigantes grises, me sentí como un patético y minúsculo insecto. Los taciturnos monstruos de piedra ascendían hasta perderse en la oscuridad y se cernían en silencio sobre el inesperado visitante, como si quisieran amenazarlo con dejar caer sobre su cabeza la lejana bóveda del techo.
Una vaga sensación de alarma se negaba a abandonarme mientras recorría aquel lugar, con aquel constante y aullante viento —mmmmmm—, la tétrica penumbra y el fugaz olor a descomposición… En un momento determinado, mientras sentía escalofríos en la espalda por centésima vez, decidí, por alguna razón que no entendí, que debía echar un vistazo a mi alrededor lo antes posible. No sé si fue impulso mío o de Valder. Pero me bastó con una mirada para ocultar la lámpara bajo mi chaquetón y ordenarle que se apagara.
Lejos, muy lejos, al comienzo de la sala de las columnas, había una constelación de puntos amarillos. No cabía duda de que eran antorchas. Podía ver varias docenas de puntitos luminosos y parpadeantes. Desaparecían detrás de alguna columna y luego volvían a aparecer, en un avance lento pero inexorable en mi dirección.
Habría apostado el alma a que no eran los hombres de Balistan Pargaid. No podía quedar gran cosa del grupo que había bajado a los Palacios del Hueso con Lafresa… mientras que aquel grupo podía tener cincuenta o sesenta integrantes. Así que tenían que ser otros lo que marchaban por la sala.
Con la esperanza de haber ocultado la lámpara a tiempo y de que los desconocidos no la hubieran visto, corrí a ocultarme detrás de una columna pegada a las paredes y lo más alejada posible del centro de la sala. ¿Estarían buscándome aquellos desconocidos o sería sólo su paseo diario para disfrutar de las vistas? Para mayor seguridad, preparé la ballesta, me cubrí la cabeza con la capucha y me pegué a la pared de la sala.
Mmmmmmmm.
El viento de los ancestrales salones cantaba una nana a las amodorradas tinieblas de la eternidad. El sonido del viento era una nota débil y triste a mis oídos y lo único que podía oír aparte de ella eran los desesperados latidos de mi corazón. Durante largo rato, no hubo más sonido que mis palpitaciones y la nana del viento. Y entonces los salones de la Oscuridad Adormecida se estremecieron y la noche despertó.
Los pasos se acercaron más y más… Primero apareció un fulgor anaranjado en las lejanas columnas y entonces pude oír el pesado gangueo de los desconocidos al respirar. Por un lado, era una buena noticia. Si respiraban es que eran seres vivos, pero por otro…
No terminé de formar el pensamiento, porque entonces los vi y al instante sentí el deseo de encontrarme a diez leguas de distancia. No todos los días ves cómo cobran vida las imágenes que has visto antes en las paredes. Por alguna razón, no esperaba ver ejemplos vivientes de las criaturas que los constructores de los Palacios del Hueso habían representado con tan obsesiva precisión en sus estatuas, pinturas y mosaicos.
Los híbridos de ave y oso de los que ni siquiera la Orden sabía nada (¡estaba seguro de ello!). Pasaron por delante de mí: altos, casi tanto como los ogros, de una constitución poderosa, casi maciza, con brazos y piernas gruesos y pies descalzos y terminados en garras. De cabezas grandes y alargadas, parecidas a las de los osos, con orejas pequeñas, ojillos redondos como los de los pájaros y unos picos curvos de pequeño tamaño que resplandecían a la luz de las antorchas.
Las extrañas (de hecho absurdas) criaturas iban vestidas con túnicas sueltas de color violeta. Aquellas prendas les cubrían el cuerpo casi por completo, dejando a la vista sólo las manos, los pies y las cabezas, cubiertas todas ellas de un pelaje rojizo. O puede que no fuese pelaje, sino plumas. Desde aquella distancia era difícil de saber.
Sin joyas ni armas. Las criaturas exudaban una sensación de fuerza, de confianza y de… antigüedad. Más aún, de ancestralidad, como si su edad pudiera rivalizar con la mismísima eternidad.
«Son el mundo —susurró Valder de repente—. Llegaron a Siala en el momento de su nacimiento. Los primeros nacidos no fueron los ogros ni, desde luego, los orcos. Esas criaturas vivían al comienzo mismo de la Edad Oscura. Una raza antaño poderosa, misteriosa hasta para los ogros, pero condenada ahora a vivir aquí. Muy diferente de nosotros. Totalmente extraña… Mira, Harold, allí están. Los Primogénitos del mundo».
Ignoro cómo sabía todo eso el archimago, pero me quedé mirando a las bestias, literalmente boquiabierto.
Pasaban por delante de mí, a quince metros escasos de distancia. En fila de a uno, respirando ruidosamente y moviéndose con un extraño anadeo. Una de cada tres llevaba lo que al principio había tomado por antorchas. Pero de hecho eran bastones de una madera negra y nudosa, pulida hasta conseguir que brillara, y coronados por cráneos. Cráneos de elfo, de orcos, de hombres e incluso de ogros… Emitían una luz anaranjada muy similar a la del fuego convencional.
Una figura siguió a la otra hasta que me pareció que la procesión no terminaría nunca. El ruido de su respiración, sus pasos, las garras que arañaban las losas de piedra del suelo… Pasaron como flotando por delante de mí, aquellos recipientes de una ancestral y vetusta gloria que se habían perdido en el abismo de los siglos, acompañados por las enormes sombras que proyectaban ominosamente sus cuerpos sobre las columnas. Hasta que finalmente la última de ellas, el octogésimo sexto caminante, pasó por delante de mí y se hizo la oscuridad.
¿De dónde procedían aquellos seres, en qué oscuras profundidades de los Palacios del Hueso habían vivido durante todos los milenios de la vida de Siala, qué querían, cuáles eran sus aspiraciones? No sé si eran peligrosos, pero, gracias a Sagot, no me habían visto. Sólo la oscuridad sabía cómo reaccionarían los Primogénitos (¡los verdaderos!) a la presencia de un visitante inesperado. Puede que lo recibieran con los brazos abiertos y lo llevaran por una ruta segura hasta la tumba de Grok y el Cuerno del Arco iris, o puede que se limitaran a convertir su cráneo en una nueva lámpara sin pensárselo dos veces. Algo me decía que la segunda alternativa era más probable que la primera.
Pero aun así, no podía quedarme donde estaba. La columna de criaturas avanzaba en la misma dirección por la que yo tenía que seguir, de modo que salí, en el máximo silencio y apenas sin respirar, detrás de los Antiguos.
Mantuve las distancias para que —no lo quisiera Sagot— no me oyeran ni, aún peor, llegara a meterme en el círculo de luz que proyectaban los cráneos. Atravesé la gigantesca sala corriendo de columna en columna. La hilera de luz que tenía delante se estremeció y luego se dividió en tres partes, que se perdieron lentamente en los pasillos de aquel laberinto, y entonces la sala quedó a oscuras.
En todo ese tiempo no había oído una sola palabra procedente de aquellos seres. ¿Adonde habían ido los osos-pájaro, cuáles eran las metas que perseguían, qué querían? Como es natural, no corrí tras ellos para formularles tan estúpidas preguntas. Fueran donde fuesen, aquél no era mi camino. Ni literal ni figuradamente. El mío llevaba por un corredor angosto y casi invisible que comenzaba entre las dos últimas columnas de la sala, mientras que los tres grupos de los Antiguos habían tomado otras sendas.
Sentí un deseo casi irresistible de sacar los mapas y tratar de averiguar adonde podían dirigirse aquellas criaturas, pero reprimí de manera implacable este impulso de traicionera curiosidad. Cuanto menos sepas, mejor dormirás. Tenía la total certeza de que los osos-pájaro que acababan de atravesar la sala de las columnas habían llegado hasta allí desde las profundidades de los pisos sin nombre, donde nadie se había atrevido a adentrarse en los últimos siete mil años.
—¿Qué querían, Valder? —dije al fin.
Sorprendentemente, en esta ocasión el archimago tuvo a bien responderme.
«Están esperando, Harold».
—¿Esperando? ¿El qué?
No dijo nada durante mucho rato. Muchísimo. Pensé que no iba a responder.
«Una oportunidad. La oportunidad de volver a nuestro mundo. Son un error de los dioses, o puede que de ese al que llaman el Bailarín de las Sombras. Fueron creados como… como experimento. Fueron las primeras criaturas y estuvieron a punto de destruir Siala, por lo que fueron castigadas… Están esperando a que alguien destruya los grilletes que los mantienen cautivos en las entrañas de la tierra. Esperando y soñando con su mundo, tal como era antes. Sin orcos, ogros, elfos ni, por supuesto, hombres. Están esperando a que los Guardianes de la Cadena, esos a los que antes llamábamos Grises, fracasen en su cometido y la hebra del equilibrio se rompa, como estuvo a punto de suceder una noche de crudo invierno, hace muchos años».
Las palabras del archimago muerto cayeron sobre mí como una losa.
Comprendí lo que estaba insinuando.
—¿El Cuerno del Arco iris?
«Muy probablemente. Fueron ellos los que despertaron el mal que dormía aquí. Su propio mal. Pueden sentir que su hora se acerca».
—Pero ¿cómo sabes todo esto?
No hubo respuesta. Valder desapareció, dejándome solo con mis preguntas y mis dudas.
* * *
Una comida frugal, una cabezada que casi no alivió mi cansancio y de nuevo en marcha. El pasillo me llevó hasta una caverna en la que por fin pude dejar de derrochar mis lámparas y de darme con las narices contra la pared.
Era tan grande como la sala de las columnas. Con paredes entre rojas y anaranjadas y un techo por el que entraba un haz de luz que iluminaba de manera soberbia el lugar entero. Y habría jurado que no era luz mágica, sino la luz del sol, auténtica y genuina.
Durante los dos primeros minutos, mis ojos, que se habían desacostumbrado a cualquier cosa parecida, no pudieron ver nada. Los entorné mientras trataba de contener unas lágrimas involuntarias. Pero tuve que soportar mucho dolor antes de acostumbrarme por fin a él y poder mirar el mundo con normalidad.
La luz que entraba por el techo, más de sesenta metros por encima de mi cabeza, era como los rayos del sol que se filtran entre las hojas de un bosque tupido. Era cálida, delicada, no demasiado brillante y, por supuesto (tras las tinieblas de las catacumbas), increíblemente hermosa. Probablemente fuese la primera vez en la semana que llevaba recorriendo los Palacios del Hueso que sentía gratitud por los arquitectos y magos que habían creado semejante milagro en una de las profundas cavernas.
Era una cueva tan grande que alguien había construido incluso una fortaleza de pequeño tamaño en su interior.
¡Sí, sí! ¡Una fortaleza de verdad!
Murallas de unos doce metros de altura, portones arrancados de los goznes y hechos pedazos. Cuatro torres de etérea elegancia, coronadas por agujas tan afiladas como lanzas. (O más bien: tres coronadas por agujas, pues la cuarta parecía aplastada por un puño mágico y lo único que quedaba de ella era un tocón).
Otra torre situada en su mismo centro, con la misma arquitectura que las otras cuatro, pero incomparablemente más grande. Si alguien hubiera sentido de repente el impulso de trasladarse allí y atrincherarse, hasta un contingente de soldados profesionales habría tenido dificultades para tomar las fortificaciones (o al menos así se le antojaba a mis ignorantes ojos de ladrón).
La razón por la que no había visto la ciudadela al instante era que sus murallas eran casi del mismo color que las paredes de la caverna. Tuve que caminar largo rato antes de llegar a aquel bastión tan misteriosamente situado, arrastrando los pies por una vereda rojiza que serpenteaba entre grandes afloramientos de roca que sobresalían del suelo como dedos. El camino estaba salpicado de pequeños fragmentos de piedra y de vez en cuando, uno de ellos quedaba pulverizado bajo las suelas de mis pies.
Al acercarme, me di cuenta de que no había forma de rodearla. Sus murallas se unían a las paredes de la cueva y sin mi cuerda telaraña no había forma de asaltar aquella barrera de doce metros de altura.
El único modo de llegar al otro lado era atravesar el enorme agujero, con la esperanza de que hubiese puertas al otro lado de la fortaleza.
No estaba lo que se dice muy feliz con la idea de entrar. Había demasiados huesos en el exterior, alrededor de la entrada.
Eran aterradoramente viejos… Muchos de los muertos tenían flechas alojadas entre las costillas. Los arqueros que defendían el lugar se habían cobrado una abundante cosecha. Había armas por doquier, pero eran tan antiguas y estaban tan oxidadas que bastaba con tocarlas con la bota para que desaparecieran, convertidas en polvo.
Escudos, yelmos, arcos con la cuerda podrida, armaduras con símbolos grabados aunque casi invisibles: una Rosa Negra, una Llama Negra, una Piedra Negra, una Hoja Blanca o un Agua Blanca. Elfos de las casas de la luz y la oscuridad, que habían atacado la fortaleza codo con codo.
Y yo sabía cuál era el único enemigo contra el que las casas de los elfos podían unirse. Tenía que ser su más antiguo e importante adversario, su pariente más cercano: los orcos. Había un ariete de asedio tirado junto a los destrozados restos de las puertas.
Me quedé allí sopesando mis posibilidades y entonces, con un suspiro, saqué la ballesta, le quité una de las flechas normales y la reemplacé por una de hielo. No había otra cosa que hacer, tenía que dar la vuelta o entrar en la fortaleza.
Sorprendentemente, nada me agarró, ni en la puerta, ni en el estrecho pasaje con saeteras desde las que disparar a los invitados inesperados. En aquel momento lo que crujía bajo mis pies eran huesos antiguos, en lugar de piedrecitas. Los elfos también habían recibido allí una cálida bienvenida. El corredor olía a moho, a humedad de la vieja techumbre de madera y a almendras amargas. Un aroma que resultaba extraño, como poco, en un lugar así.
Al salir al patio me encontré la roja columna de la torre central frente a mí. Todo el espacio estaba cubierto de huesos, como la zona de alrededor de las puertas.
Una cruenta batalla. Algunos de los esqueletos de los elfos y los orcos estaban entrelazados en las posturas más increíbles. Las oxidadas medias lunas de los s’kashes y los yataghans estaban esparcidos alrededor de mis pies. En muchos lugares, los suelos, las paredes y los huesos estaban cubiertos de hollín, o incluso derretidos. En la parte occidental del patio había bloques rojizos amontonados y fragmentos de piedra de la torre en ruinas. Allí se había usado la magia en tanta abundancia como las flechas y las espadas.
Muchos elfos habían perdido la vida, muchísimos, pero no cabía duda sobre la identidad de los vencedores. Los cuerpos de ocho orcos estaban empotrados en el muro de la torre central, a una altura de unos diez metros del suelo. Era probable que hubieran sufrido una larga agonía, incluso después de que los chamanes y hechiceros mágicos hubieran finalizado la ejecución. Lo más sorprendente era que el tiempo no parecía haber tocado los cuerpos de los orcos. Daba la impresión de que habían muerto apenas un minuto antes.
La carne no se había fundido como la cera de una vela o la carne podrida, ni se había secado como una salada ciruela rescatada del mar. Tras haber cruzado el Reino Fronterizo con los hombres de Algert Daily y haber librado aquella batalla en la encrucijada, sabía algo sobre las insignias de los clanes orcos más famosos. Las de los defensores de la fortaleza eran blancas y negras y estaban casi totalmente borradas. Nunca me había encontrado con insignias parecidas. Si alguna vez salía de Hrad Spein, tendría que preguntarle a Egrassa qué clan de orcos usaba distintivos blancos y negros.
Había un árbol grande y viejo justo delante de la torre. Se parecía un poco a un guerrero enano rendido tras una larga jornada: bajo, grueso y sólido. Y era tan viejo como la fortaleza roja que hacía las veces de morada a los cuerpos de los guerreros caídos. Pero a diferencia del muerto bastión que tanto tiempo llevaba abandonado, la absurda y antigua planta seguía viva. Todas las ramas de aquel árbol milenario estaban cubiertas de pequeñas flores blancas y así parecía cubierto por una mullida manta de nieve.
Las flores despedían un olor a almendras tan intenso que podía sentir su amargo sabor en la boca. El aroma empezaba a provocarme dolor de cabeza, así que seguí adelante a toda prisa. No podía quedarme allí más tiempo del necesario.
Avancé con zancadas largas y cuidadosas, tratando de no pisar ningún hueso. Sé que era una estupidez, pero no podía evitarlo: algo me decía que era mejor no perturbar los restos de los elfos y los orcos sin una buena razón. Pero no siempre podía esquivar los amarillentos huesos embutidos en oxidadas armaduras. Había demasiados esqueletos y a veces mis pies no tenían otra alternativa que pisarlos sobre la desmoronada arena del patio de la fortaleza. Entonces calculé mal las distancias y pisé un cráneo.
¡CRUNCH!
Estalló con un ruido atronador, como si lo que había pisado fuese un melón garrakano demasiado maduro en lugar de un cráneo. Me aparté con repugnancia y desvié la mirada un instante de los huesos para dirigirla hacia el árbol.
Mi corazón realizó un salto mortal en mi pecho, subió hasta el mismo cielo, volvió a bajar y se me enredó entre las tripas.
Las flores del árbol ya no eran blancas: ¡eran rojas! ¡Rojo sangre! Una sangre que se acumulaba en los pétalos formando grandes gotas que luego caían sobre los huesos y la arena. Como la lluvia de la pesadilla de un loco, los goterones caían de las ramas y brotaban por todos los poros del tronco. En cuestión de pocos segundos, se había formado ya un pequeño charco bajo el árbol, que crecía y crecía, consumiendo los huesos abandonados sobre la arena como un espantoso depredador.
Un aullido atormentado, interminable y paralizante de dolor repicó en algún lugar situado sobre mí. Me agazapé y eché la cabeza hacia atrás. Alcé la mirada, convencido de que iba a ver un grifo-dragón-mantícora-arpía-mensajero-del-Amo-o-del-Sin-Nombre abalanzándose sobre mí, pero… no había nadie.
Era uno de los orcos empotrados en el muro de la torre, que lanzaba un chillido continuo de agonía. Su rostro estaba contorsionado en una mueca de increíble dolor. Aquello fue demasiado para mí…
Eché a correr sin siquiera mirar adonde iba, esparciendo huesos a mi alrededor. El orco chillaba como un cerdo bajo el cuchillo de un carnicero especialmente torpe. Corrí hasta el otro lado del patio y salté sobre las piedras de la torre en ruinas que cubrían el suelo, tropecé, estuve a punto de caer de bruces sobre la sangre que se propagaba por el patio, rodé en dirección contraria, me incorporé de un salto y, con las orejas tapadas por las manos, salí corriendo de nuevo.
Entonces me di cuenta de que se me había caído la ballesta, así que regresé, aparté las costillas de alguien, agarré el arma y volví a correr… El aullido de la atormentada criatura me estaba volviendo loco, arrancando gélidos grumos de terror desde las profundidades de mi mente.
El recuerdo que guardo de mi carrera por aquel patio es una confusa combinación de la roja columna de la torre, el olor amargo de las almendras, el árbol sangrante y los gritos de un orco condenado a una agonía eterna.
El miedo me hizo sollozar mientras corría. Estuve a punto de volverme loco y sólo de milagro logré salir de un salto por el agujero que había en las murallas del lado opuesto. Los alaridos del orco parecían empujarme, obligándome a correr cada vez más deprisa por aquella vereda roja. Dos veces me caí y me despellejé y magullé las rodillas, pero volví a incorporarme de un salto y seguí huyendo.
Sólo me detuve cuando los aullidos de aquella criatura condenada a una eternidad entre la vida y la muerte se hubieron ahogado en la lejanía.
Apoyé las manos en las rodillas y traté de recobrar el aliento. Ah, por la oscuridad, parecía que lo único que hacía era correr. ¿De dónde iba a sacar las fuerzas para sobrevivir a los Palacios del Hueso así?
Me volví hacia la fortaleza en ruinas. Desde lejos parecía una de esas arquetas que utilizan ciertos individuos especialmente idiotas para guardar la hierba con la que se aturden los sesos.
La luz del sol que había iluminado la cueva anaranjada durante mi viaje estaba desvaneciéndose poco a poco, perdiendo su intensidad y vitalidad. Con la mirada clavada en el techo cada vez más oscuro, me alejé por la vereda roja en dirección a la distante pared de la caverna. Los pequeños fragmentos de piedra crujían bajo mis pies como una costra de nieve helada o fragmentos de huesos viejos.
Al llegar a la pared de la cueva, los escasos rayos de la luz del sol eran demasiado débiles para iluminar todo el espacio. Pero en ese mismo momento, cuando me disponía a usar otra de mis pequeñas lámparas, sucedió un milagro. Todas las protuberancias de roca similares a dedos entre las que había discurrido el camino parpadearon de repente, se iluminaron y comenzaron a brillar con una luz azulada, pálida y fría.
Había exactamente los mismos dedos de piedra, sólo que más pequeños, en la pared, y gracias a su brillante resplandor reparé en un camino en el que no me había fijado hasta entonces, que ascendía siguiendo una caprichosa y sinuosa espiral.
Qué otra cosa podía hacer: el camino debía de conducirme a la salida y parecía el único, salvo que quisiera caminar a lo largo de la pared hasta encontrar otra salida. Pero ¿para qué perder el tiempo con una tontería semejante, cuando la cueva no aparecía siquiera en los mapas? ¿Y si no había más salidas que ésa?
Aunque el camino era ascendente, no resultaba muy duro y después de nueve giros y cambios de dirección bastante bruscos, llegué a un punto más elevado. La vereda era angosta y tuve que continuar con la espalda apoyada en la pared para sentirme más o menos seguro. Si hubiese perdido la concentración o hubiera dado un mal paso sobre la roca, me habría precipitado hacia el suelo.
Como es lógico, la caída que tenía bajo mis pies no era un abismo de cien metros, pero de haberme caído me habría pulverizado todos los huesos del cuerpo. Traté de no mirar abajo hasta que el sinuoso camino excavado directamente sobre la cara del acantilado llegó a su final.
Era hora de hacer un descanso. Me puse cómodo, saqué un bizcocho, agité la cantimplora para comprobar cuánta agua me quedaba aún y chasqueé la lengua con desaprobación al ver que no pasaba de tres o cuatro tragos. Tenía que encontrar rápidamente un manantial o un estanque para rellenar mis escasas reservas.
Como siempre, el bizcocho era tan duro e insípido como la suela de una bota militar vieja, aunque, a Sagot gracias, no olía como tal. Mientras masticaba la comida, admiré la vista que tenía ante los ojos. Desde mi posición no había más que seis metros hasta el techo y unos cincuenta hasta el suelo. Podía ver la caverna entera desplegada ante mí. El espacio estaba iluminado por los brillantes puntos de centenares de columnas que emanaban una constante luz mágica, como fríos y brillantes gusanos refulgentes. El suelo y las paredes estaban cubiertos de círculos de luz azul irradiada por las columnas, y las que se encontraban más lejos se fundían en una única línea brillante. Aquellos islotes de luz transformaban la caverna en un sueño feérico. Ni siquiera las luces de la noche de Zagraba podían compararse a aquella imagen tan hermosa.
Podría haberme sentado allí y disfrutar de las vistas eternamente, pero de haberlo hecho nunca habría conseguido el Cuerno del Arco iris. Me levanté de mala gana, me limpié las migas de las manos, guardé la cantimplora y entré en un espacioso corredor con las paredes manchadas de hollín de antorcha.
Pasé un dedo por la pared y vi que era fresco. Estaba seguro de que lo había dejado Lafresa. Debía de haber conjurado unas alas y estaba aumentando constantemente la distancia que me sacaba.
* * *
Unas paredes soleadas y ambarinas y unas cuantas antorchas mágicas, que apenas alcanzaban a mantener a raya las sombras de la sala.
Patrones interminables en las paredes que se entrelazaban formando imágenes descuidadamente trazadas, algo así como una crónica. La relación de todos los sucesos más o menos relevantes en la historia de Siala durante sólo el Sin Nombre sabía cuántos miles de años, recreada ante mis ojos. Pero no tenía ni tiempo ni ganas de examinar los artísticos esfuerzos de los orcos y los elfos. No me sobraba un millón de años.
Los suelos, hechos del mismo mineral rojo que las paredes, estaban tan pulidos como espejos, de modo que ahora había dos Harold caminando juntos por aquellas estancias, uno de ellos arriba y el otro abajo, en el reflejo del suelo. Las losas del suelo eran resbaladizas y, obedeciendo un impulso infantil, eché a correr y patiné sobre ellas, como si fuese auténtico hielo lo que tenía bajo los pies.
Al cabo de una hora de viaje por el Sector Ámbar (nombre que había decidido dar a aquel lugar) me di cuenta de dónde me encontraba al tropezar con dos estatuas de cuatro metros de altura a la entrada de la siguiente sala. La de la derecha, un orco y la de la izquierda, un elfo. Ambas vestidas con idénticas túnicas sueltas, anudadas con cadenas y ambas con espadas de dos manos de hoja sinuosa, irreconocibles para mí. Tanto el elfo como el orco se tapaban los oídos con las manos. Había una inscripción incomprensible en el suelo, en órcico, pero opté por ignorar los ininteligibles garabatos, como había hecho hasta entonces.
¿Una advertencia? ¿El deseo de un buen viaje? Sólo Sagot sabía lo que era. ¿Por qué, en el nombre de la oscuridad, iba a devanarme los sesos por ello, cuando de todos modos no entendía una sola palabra?
De modo que, sin pensarlo demasiado, pasé entre las dos esculturas para entrar en la siguiente sala. Aunque debo admitir que, como es lógico después de que aquellas gárgolas hubieran vuelto a la vida, no podía dejar de mirarlas con cierta suspicacia.
¡Bang! ¡Buum! ¡BUUM! ¡Bang-BUUM! ¡BaBANG-ng-ng!
¡Menuda sorpresa! El eco atronador de mis propios pasos estuvo a punto de dejarme sordo. Su intensidad fue creciendo y creciendo hasta que se convirtió en el rugido de un torrente desbocado, en una catarata que resonó como el trueno de los dioses antes de desaparecer sin dejar otro rastro que un tintineo en mis oídos.
—Silencio —susurré, y el eco recogió al instante la palabra y pareció propagarla hasta el último rincón de Hrad Spein.
¡Silencio! ¡SilencIO! ¡SilencIO! ¡SILENCIO! ¡SilencIO! ¡SILENCIO! Encio… encio…
Me encogí como si tuviese dolor de muelas. El mejor modo de informar al mundo sobre tu existencia es gritar en las salas del Eco Adormecido. El más leve ruido provocaba un escándalo que hubiera sacado a los muertos de sus tumbas a una legua de distancia de allí.
Traté de dar un par de pasos haciendo el mínimo ruido posible. En vano. Hasta caminar con cuidado provocaba el mismo eco mágicamente amplificado.
Me quité las botas y eché a andar descalzo. Curiosamente, eso sí surtió efecto y el eco provocado fue apenas audible, así que pude continuar sin preocuparme por que me oyesen hasta en el último piso de Hrad Spein. Eso sí, el condenado suelo de espejo estaba helado.
Al cabo de un rato, cuando ya había dejado de sentir los dedos de mis pies, el camino me llevó hasta un río subterráneo que discurría encajonado entre dos orillas de mármol. La negra serpentina de plácidas aguas brotaba de un agujero en una de las ambarinas paredes, dividía la sala en dos mitades y desaparecía en un agujero idéntico en la pared opuesta.
A su paso por la sala, el río subterráneo me cortaba el paso. En tiempos pasados había un puente que lo cruzaba, pero lo único que quedaba de él era un tocón de piedra de aproximadamente un metro de longitud. El agua se encontraba sólo medio metro por debajo de la orilla de mármol, así que podía alcanzarla con la mano, y aproveché la ocasión para rellenar la cantimplora.
El canal tenía un metro de anchura, o poco más, así que era perfectamente posible cruzarlo de un salto, cosa que hice tras ponerme los zapatos. El suelo era tan resbaladizo como antes, así que el salto me salió mal. El corazón se me paró un segundo en el pecho al pensar que iba a quedarme corto y caer al agua, pero al momento mis pies tocaron la orilla opuesta. Al instante perdí pie, me deslicé hacia un lado y resbalé de costado al menos diez metros. Tal como ya he dicho, era exactamente igual que el hielo en enero. Pero al menos no me rompí nada.
—¡Ah, por la oscuridad! —maldije, y enseguida me di cuenta de que el eco no había repetido mis palabras.
Había dejado atrás las salas del Eco Adormecido.
* * *
Seguí mi camino hasta llegar a apenas dos pasos del borde de un precipicio. Una última antorcha ardía junto a la puerta y eso fue lo que evitó que cayera al abismo. Me encontraba sobre una pequeña plataforma de unos seis pasos de anchura. La sala, de paredes suaves, ascendía en línea recta hacia la oscuridad y la plataforma se fundía con un angosto pasillo excavado directamente en la roca. Un paso a la izquierda y mi hombro se encontraba con el frío basalto de la pared. Un paso a la derecha y… nada.
Espacio vacío. Un abismo.
Parecía que alguien hubiera roído la senda en el mismo acantilado con los dientes. Era un trabajo tosco, descuidado y aparentemente apresurado. La superficie era irregular y había rocas protuberantes, de modo que tenía que pegarme mucho a la pared y avanzar lentamente, como una tortuga. De vez en cuando pasaba por delante de algún agujero que se adentraba en el acantilado, y entonces trataba de dejarlo atrás lo más deprisa posible. Sólo la oscuridad sabía lo que podía salir de improviso de allí.
El camino se estrechó más aún, hasta alcanzar una anchura de un cuarto de paso. Ya apenas me cabía el pie en él y el peligro de despeñarse era muy grande. Tuve que clavar las uñas en el basalto para no caerme.
Más adelante y un poco hacia la derecha apareció una hilera formada por seis luces. La vereda terminaba junto a ellas, en una pequeña plataforma situada frente a una entrada. No tenía sentido meterse por el agujero. Tenía que ir en sentido contrario. Me volví hacia las luces y hacia algo que en el mapa aparecía como una línea apenas visible sobre el papel amarillento. Se llamaba la Hebra de Nirena.
Era sólo un puente, pero no más ancho que los últimos metros del camino por la pared. ¡Y encima curvo! Un simple palo, con apenas espacio suficiente para poner el pie, que se extendía durante más de treinta metros.
No les tengo miedo a las alturas, pero aquel milagro del diseño arquitectónico era demasiado para mí. No habría podido dar más de diez minúsculos pasitos antes de que sucediera lo inevitable y me despeñara. Había seis lámparas mágicas de gran tamaño, temblorosas y parpadeantes, suspendidas en el aire sobre el puente.
Bueno, mirando fijamente al puente no iba a conseguir que se ensanchara ni me iba a acercar al otro lado. Decidí no intentar nada demasiado imaginativo y cruzar el puente del modo más sencillo posible: me tendí sobre la Hebra de Nirena, la rodeé con las piernas y comencé a impulsarme con las manos.
Reptaba a la velocidad de una oruga. ¡Pero me movía! Y era mejor moverse lentamente pero con seguridad, sin temor a caer. Bueno… casi sin temor. Traté de no mirar abajo, donde no había nada más que negrura.
Una vez cubierta una cuarta parte de la distancia, decidí que me merecía un pequeño descanso y me detuve, aferrado al puente con las manos y las piernas como si fuese la cosa más preciada del mundo para mí. Unas suaves corrientes de aire caliente ascendían desde algún lugar situado más abajo, acompañadas por la peste de un pozo negro, cuyo hedor hizo que me lloraran los ojos.
Seguí adelante, conteniendo la respiración, hasta llegar por fin al otro lado.
* * *
Exhalé otro enorme bostezo y me eché agua de la cantimplora en la cara para tratar de contener el sueño. No sirvió de nada. Pero no era demasiado sorprendente. Llevaba más de veinte horas en pie, sin hacer prácticamente ningún descanso. La fatiga se dejaba sentir y sus implacables exigencias no admitían negativas.
Cerré los ojos, pero me prometí que no me quedaría dormido… por nada del mundo…