5
A través de la durmiente penumbra
El eco de mis pasos resonaba sobre las losas de mármol blanco del suelo y se multiplicaba al rebotar en el techo, como una bandada de murciélagos sobresaltada de pronto por la luz de unas antorchas.
Sentía el desesperado impulso de salir del camino y refugiarme en las tinieblas circundantes, donde sería menos visible, pero que la oscuridad se me tragara, aquella senda de luz había sido creada especialmente para alguien que llegara como yo había llegado y sólo Sagot sabía lo que podía pasarme si la abandonaba.
Unas veinte de las losas de mármol que había delante de las Puertas estaban iluminadas formando un tosco semicírculo, una especie de plataforma de más o menos veinte metros de diámetro. Desde allí salían dos pasillos, uno hacia la izquierda de las Puertas y otro hacia la derecha. Había sendas lamparillas de color azul claro en los elevados techos de los pasillos, que inundaban las entradas con una luz pálida y llenaban los pasillos de una neblina azulada. No sé adonde llevaban aquellos pasillos, pues no se mencionaban en ninguna parte de los documentos que había encontrado en la antigua torre de la Orden.
¡Pero al Sin Nombre con los misteriosos pasillos! Desde luego yo no pensaba perder el tiempo explorándolos. En aquel momento no había nada más en el mundo para mí que las Puertas que se extendían diecisiete metros por encima de mi cabeza.
Me quité uno de los guantes y apoyé delicadamente la palma de la mano en la superficie de las Puertas. Estaban templadas, como si una pequeña llama ardiera en algún lugar de su interior, y al mismo tiempo heladas, como si las hubieran tallado a partir de un único bloque de hielo negro y macizo. Y eran muy suaves. No perdí el tiempo tratando de adivinar de qué material estarían hechas, pero se parecía mucho al cristal negro. Habría apostado los emolumentos de mis cien próximos Encargos a que ni un regimiento entero de gigantes o un ejército de hechiceros de toda laya habrían podido hacer temblar aquella barrera.
Los elfos habían creado algo soberbio y sólo alguien que poseyera la Llave podría pasar por allí. (Imaginé la furia que habría asaltado a los orcos al descubrir que los elfos habían cerrado la ruta más rápida y de acceso más fácil a las tumbas de sus antepasados).
Me coloqué a un lado de las magníficas Puertas, apoyé una mano sobre su superficie y recorrí los diez metros que medían de lado a lado. Nada en absoluto. Era una superficie absolutamente suave, ininterrumpida si no contamos las elaboradas imágenes talladas por maestros escultores de los elfos oscuros y de la luz, en las que se relataba la historia de sus guerras con los Primogénitos.
Las imágenes eran increíblemente hermosas y su atención a los detalles resultaba asombrosa. Aquí había un elfo armado con un s’kash, con un pie apoyado sobre el cuerpo postrado de su enemigo. Las figuras parecían vivas y se podía apreciar hasta el último pelo, el último anillo de la cota de malla, la última arruga del rabillo de los ojos de aquellos elfos entrados ya en años.
Y allá había un roble de gigantescas proporciones. Pude ver cada una de sus hojas, cada grieta de la gruesa corteza. Unos orcos colgaban cabeza abajo del árbol, con los ojos rebosantes de terror. Debajo de ellos había elfos. Muchos elfos. Y por lo que sabía de la raza de los Segundos Nacidos, habría apostado la vida a que mis simpáticos amigos estaban preparándoles a los orcos la atroz tortura de la Hoja Verde.
Todo esto resultaba impresionante, por supuesto, pero las Puertas no tenían lo que más me importaba a mí: una cerradura en la que pudiera introducir la Llave que llevaba. Casi me quedo ciego recorriendo su superficie de un lado a otro, pero no encontré ni la más pequeña abertura. Y como si no fuese suficiente con que la oscuridad circundante y la neblina azulada de los dos pasillos estuviera crispándome los nervios por momentos, también había algo extraño en las Puertas. Pero no conseguía determinar qué era exactamente lo que había estado intrigándome desde el mismo instante en que me acerqué a ellas.
«Calma, Harold, calma». Tenía la Llave, y la Llave servía para abrir las Puertas. Así que debía de abrirlas y lo único que tenía que hacer para encontrar la cerradura era usar la imaginación.
Traté de abordar la cuestión desde todas las perspectivas posibles, pero no llegué a ninguna parte. ¿Sería una especie de broma de los elfos, crear puertas que no se podían abrir? Pero entonces, ¿por qué, en el nombre de la oscuridad, se habían tomado la molestia de recurrir a los enanos para fabricar la Llave? Por diversión no podía ser…
Pero al final encontré la respuesta. Estaba escondida entre las figuras de las Puertas, o más bien en una de ellas. En la esquina inferior izquierda había un elfo de elevada estatura. Tenía la mano derecha extendida, con la palma hacia afuera y abierta. El color del cristal hacía que la abertura fuese casi invisible y de hecho casi no era ni un agujero, sino una pequeña irregularidad que se perdía entre las docenas de figuras que decoraban las Puertas. Pero tenía el tamaño exacto para alojar la Llave.
Saqué la cadena con la Llave de debajo de la camisa e introduje la fina reliquia de cristal helado en la mano del elfo. El cristal emitió un parpadeo de color morado y por un momento toda la figura del elfo se iluminó. La transparente Llave se volvió exactamente del mismo color de las Puertas y se fundió en un todo con ellas.
Y entonces se dibujó desde abajo una brillante línea morada en las enormes Puertas, justo en el centro, y comenzaron a abrirse lentamente hacia mí sin hacer el menor ruido. Tuve que retroceder un paso para dejarlas abrirse del todo. Percibí un suave chasquido en mi pecho y comprendí que los vínculos con los que Miralissa me había unido a la Llave se habían roto. Lo cual no resultaba muy sorprendente: había abierto las Puertas y los vínculos ya no eran necesarios. La reliquia había hecho su trabajo.
Los vínculos son fuertes, dijo con un ronroneo la suave voz de la Llave. ¡Corre!
¿Que corriera? ¡Pero si las Puertas acababan de abrirse!
¡Corre! ¡El olor del enemigo! —susurró la llave a modo de despedida y luego quedó en silencio.
¿El olor del enemigo? ¿Qué significaba eso?
Husmeé el aire y capté un dulce aroma a frutas. ¡Lafresa!
—¡Matadlo! —ordenó una voz masculina en la oscuridad.
Puede que a veces no sea muy perspicaz, puede que tenga la inteligencia de un corcho, puede que no sepa usar una espada, pero hay algo que no se me puede negar: en situaciones complicadas pienso a la velocidad del rayo y corro aún más deprisa.
Cuando el conde Balistan Pargaid gritó su orden, ya me encontraba lejos de las Puertas y había echado a correr por el pasillo de la izquierda a toda velocidad. Alguien chilló en la distancia que no podían dejarme escapar y otro me gritó que me detuviera al instante o sería peor. Como es natural, no tenía la menor intención de hacerle caso. Por suerte, el grupo que había estado esperando a que abriera las Puertas no llevaba ballestas. De lo contrario, ya me habrían despachado a la luz. Sólo podían hacer una cosa: tratar de atraparme para convertirme en un alfiletero. Pero yo tenía una pequeña ventaja con respecto a los chacales del Amo: había echado a correr mucho antes que ellos y hacerlo con cota de malla y espada es mucho más complicado que sin ellas.
Huí por el interminable pasillo inundado de luz azul, pidiendo a Sagot que apareciera una intersección para poder confundir a mis perseguidores. Pero con la suerte que tenía, no tropecé con un solo recodo: simplemente, las paredes se fueron separando y el techo se alejó cada vez más. Y por si fuera poco, una de cada dos lámparas estaba apagada.
Eso volvía el lugar aún más tenebroso. La penumbra era tan densa que parecía como si estuviera corriendo por un mundo fantasmal, nadando en una neblina azulada que era como una mermelada. Con aquella luz azul, todo lo que estaba sucediendo parecía irreal.
Fuuush… Fuuush… Fuuush…
Las luces del techo eran manchas borrosas que pasaban a toda velocidad por encima de mi cabeza. El suelo era de losas de mármol blanco con vetas doradas, como el salón de las Puertas, sólo que éstas, por suerte, no brillaban. Por otro lado, podía oír con toda claridad las pisadas y los amenazantes gritos de mis perseguidores. Los muy idiotas no se habían dado cuenta aún de que desgañitarse en sitios como Hrad Spein puede ser muy pernicioso para la salud. Les llevaba una considerable ventaja, así que pude arriesgarme a mirar hacia atrás para ver cuáles eran mis probabilidades de sobrevivir a aquella carrera.
La densa neblina azulada llenaba el pasillo entero, así que mi vista no alcanzaba más allá de un centenar de pasos. Pero les sacaba una distancia superior a ésta, así que aún no había nada en mi campo de visión. No tenía tiempo de pensar. Los perros de Balistan Pargaid estarían a mi lado en cualquier momento y sólo un milagro podía salvarme.
Había unos anchos frisos decorativos a lo largo de las paredes del pasillo, con sonrientes gárgolas de piedra dos veces más altas que un hombre. El escultor había creado una serie de criaturas brutales completamente idénticas entre sí: las cabezas de todas ellas tenían la forma de cráneos humanos y manos antinaturalmente largas, con tres dedos. Estaban inclinadas sobre el pasillo, como si en cualquier momento se dispusieran a cobrar vida y descender de un salto. De repente tuve una idea que podía funcionar.
Me encaramé al friso de un salto, pasé una pierna sobre el muslo de una de las gárgolas, agarré la estatua por el cuello y me oculté entre su espalda y la pared del pasillo.
Un escondrijo magnífico. En primer lugar, era poco probable que mis perseguidores miraran hacia arriba. En segundo lugar, aunque lo hiciesen no podrían verme. Y en tercer lugar, desde mi posición podía verlo todo perfectamente.
Durante un segundo me pareció sentir que la espalda de piedra de la gárgola temblaba un poco. Era completamente absurdo, claro está. En aquellas tinieblas azuladas era posible imaginar cualquier cosa. Saqué la ballesta y esperé a mis perseguidores.
Tras diez largos, pero en absoluto tediosos segundos, aparecieron. El conde Balistan Pargaid había enviado tras de mí a cuatro soldados, que no se diferenciaban en nada de los dos que se habían perdido en el laberinto del segundo piso. Como esperaba, los muchachos no se dedicaron a mirar en derredor. Todas sus energías estaban dedicadas a gritar y agitar las espadas a su alrededor. Pasaron corriendo por delante de mi escondrijo con aullidos triunfantes y luego desaparecieron en la neblina. Bueno, me quedaría un rato allí y esperaría a que se cansaran de correr y se largaran.
¡Con qué astucia me había engañado Lafresa! Pero la culpa era mía por subestimar a una enemiga tan peligrosa. A fin de cuentas, sabía lo importante que era en las intrigas del Amo y habría sido difícil encontrar a una hechicera comparable a ella en alguna parte. No era raro que hubiera logrado encontrar las Puertas y esquivar todas las trampas para poder prepararme una desagradable bienvenida. No se me ocurría cómo podía saber que yo llegaría también a las Puertas, pero estaba claro que la servidora del Amo había acertado al tomar sus decisiones.
Sin la Llave, Lafresa no tenía cómo abrir las Puertas, así que lo único que podía hacer era esperar a que el cabeza de chorlito que estaba vinculado a la reliquia se las abriera. Yo había hecho exactamente lo que ella esperaba que hiciera y entonces los hombres de Balistan Pargaid habían entrado en acción, ávidos de mi sangre. Sí, había un leve aroma a fresas en el aire, cerca de las Puertas, eso era lo que me había provocado aquella sensación de inquietud, pero no me había dado cuenta de lo que era y de no haber sido por la mágica Llave…
Un largo y pavoroso aullido de dolor y terror recorrió el pasillo y, sorprendido por él, me dio un ataque de hipo. Al cabo de un tembloroso momento de silencio, hubo otro chillido ahogado.
Y luego otro. Sentí que se me ponía de punta todo el pelo de la nuca. Me pegué lo mejor que pude a la espalda de la gárgola y traté de desaparecer en el aire.
—¡Sálvame, Sagra! ¡Sálvame, Sagra! ¡Aaagh! ¡Sálvame, Sagra!
Un hombre surgió corriendo de la neblina, gritando. Era uno de los cuatro que habían estado persiguiéndome hasta hacía pocos instantes.
El hombre arrojó la espada a un lado y trató de ganar a la carrera el salón de las Puertas, mientras gritaba pidiendo ayuda a Sagra. Y como suele ocurrir, la diosa de la guerra no respondió a su llamada. Pero alguien lo hizo. En la pared opuesta, una gárgola volvió la cabeza hacia los aullidos del soldado.
Al principio pensé que la luz me estaba jugando una mala pasada, pero entonces los dedos de las largas manos se movieron, los hombros se estremecieron y, mientras el hombre pasaba corriendo por delante de la gárgola, el monstruo de piedra saltó desde el friso y cayó sobre el pobre desgraciado con todo su peso.
¡Crunch!
El pobre muchacho ni siquiera lo vio venir. El monstruo cogió el cuerpo por las piernas con sus largas manos, lo volteó con fuerza y usó su cabeza para golpear el friso. Sonó un ruido parecido al que hace una nuez al partirse y apareció una mancha negra en la piedra. La gárgola regresó a su sitio y volvió a asumir la misma posición que antes, transformada de nuevo en un gigante de piedra sin vida. Como si la terrible escena que acababa de presenciar no hubiese sucedido jamás.
Traté de calmar los violentos latidos de mi corazón, pero era más de lo que podía soportar. ¡Por Sagot, no podía apartar los ojos de aquella bestia, que acababa de dar muerte a un hombre! Pero la bestia estaba absolutamente inmóvil, sin dar la menor señal de vida.
«¡Ah, pero a mí no volverás a engañarme!».
La espalda de la gárgola en la que estaba escondido volvió a temblar. Pero no, era mi imaginación… ¿verdad? Contuve la respiración. La cabeza de piedra volvió a moverse lentamente…
Bajé de un salto y corrí con todas mis fuerzas hacia el salón de las Puertas, mientras detrás de mí, una gárgola despertaba tras un largo sueño. Como es natural, no había querido esperar al desagradable momento en que el monstruo de piedra terminara de hacerlo. Simplemente eché a correr antes de que pudiera atraparme.
Fuuush… Fuuush… Fuuush…
Las lamparitas azules se transformaron en rayas alargadas y borrosas. Estaba corriendo en dirección opuesta. ¡Que la oscuridad se llevase a Lafresa, a Balistan Pargaid y a sus hombres! ¡Escaparía de un modo u otro! Al menos en el salón de las Puertas tendría una oportunidad, con un poco de suerte y contando con la ayuda del factor sorpresa, pero si corría en sentido opuesto, podía dar por segura mi partida hacia la luz. Y además, una idea absurda había aparecido en mi cabeza: si lograba llegar hasta las Puertas, cabía la posibilidad de que la gárgola dirigiera su atención a alguno de los hombres de Pargaid y se olvidara de mí.
El chirrido de unas zarpas de piedra resonó por el pasillo. Algo muy grande y muy poco amistoso estaba persiguiéndome. Apreté el paso para no terminar en su pétreo abrazo.
Una gárgola que se encontraba delante se estiró y descendió del friso con estruendo, pero yo ya había pasado como una exhalación por delante antes de que aquel nuevo engendro de la oscuridad terminara de orientarse. El final del pasillo estaba muy cerca, pero el camino estaba bloqueado por un tercer monstruo de piedra, con candentes brasas azules en lugar de ojos. Detenerme en aquel momento habría sido una estupidez imperdonable, de modo que me dejé caer al suelo como una piedra y, tendido de bruces, resbalé sobre las losas y pasé por debajo de las piernas del feo monstruo. Dudo que se diese cuenta en algún momento de lo que estaba sucediendo.
Me incorporé de un salto y, mientras volvía a echar a correr, el monstruo que me estaba persiguiendo se estrelló contra su amigo, el mismo bajo cuyas piernas había pasado yo con tanta elegancia.
El suelo iluminado delante de las Puertas. Los oscuros confines de la sala. Y nada más. Como esperaba: Balistan Pargaid no se había molestado en esperar a que sus hombres acabaran conmigo. Había descendido al tercer piso, aprovechando que cierto idiota había tenido la amabilidad de abrirle las Puertas.
Oí un aullido asfixiado de frustración y me volví.
Varias estatuas que habían cobrado vida estaban en el umbral entre el pasillo y el salón de las Puertas. Me observaron con impotente furia durante un segundo y luego dieron media vuelta y se marcharon con pesadas zancadas.
Exhalé un gruñido de alivio mientras trataba de recobrar el aliento. No me extrañaba que el libro del guardia muerto dijera que la luz azul significaba la muerte.
Kli-Kli me había advertido (de hecho, se había mofado a menudo de mí aprovechando aquel argumento) de que si sobrevivía a los Palacios del Hueso, lo que más recordaría serían las carreras. Perseguido por una bestia. Luego por otra. Y por otra.
Sin que me diera cuenta, las Puertas comenzaron a moverse. Lo hicieron sin emitir el menor ruido y cuando volví la mirada hacia ellas, ya habían recorrido una cuarta parte del camino.
No podía quedarme allí parado sin más. Mientras corría hacia la barrera, traté por todos los medios de localizar la figura del elfo en cuya mano había dejado la Llave. Las Puertas continuaron con su inexorable avance.
¡Por la oscuridad! ¡Necesitaba la Llave! ¡Egrassa me arrancaría la cabeza si volvía sin la reliquia élfica!
«¡Por la oscuridad! ¡Por la oscuridad! ¡Por la oscuridad! ¡Por la oscuridad! ¡Que se me coma el cerebro un demonio del abismo!».
¡La mano del elfo estaba totalmente vacía! ¡La maldita Lafresa se había llevado la Llave!
Pero no era momento para lanzar maldiciones a los cielos. Sólo quedaba una estrecha abertura entre las dos Puertas y tenía que correr para alcanzarla. De lo contrario, tendría que abrirme paso a bocados.
Lo conseguí.
El peligro de verme aplastado por las Puertas al cerrarse me dio alas y conseguí deslizarme hasta el otro lado como el corcho de una botella de vino espumoso.
Las Puertas se cerraron detrás de mí sin hacer el menor ruido. Adiós a mis posibilidades de regresar. Tendría que arrebatarle la Llave a Lafresa (cosa poco probable) o atravesar aquellos abismos de horror hasta encontrar otra salida (cosa menos probable aún). Ya sólo me quedaba un camino posible: hacia adelante. Y tenía que confiar en que un alma bondadosa acabara con la bruja y le arrebatase la Llave…
Apoyé la espalda en la negra y suave superficie y escudriñé la oscuridad. Justo delante de las Puertas había un poco de luz, pero más allá…
A treinta pasos no se veía absolutamente nada. Sólo una densa y sedosa oscuridad. Me encontraba sobre una plataforma de granito ligeramente iluminada, un poco más ancha que las Puertas y de unos quince pasos de diámetro.
Toda la plataforma estaba sembrada de huesos. A la izquierda y a la derecha, el suelo se fundía con las paredes de una caverna que se perdía en una oscuridad impenetrable. Mi visión no alcanzaba el techo. Era demasiado alto, monstruosamente alto, y completamente invisible sin una luz brillante. La plataforma terminaba en un borde irregular, más allá del cual se abría un vacío. Era como si las Puertas me hubieran franqueado el paso a una caverna natural de dimensiones inmensas, descubierta por los constructores de Hrad Spein muchos milenios atrás.
El tercer piso se encontraba mucho más abajo que el lugar en el que estaba yo y el camino hasta allí discurría por un puente de piedra que comenzaba en las Puertas mágicas y terminaba en algún lugar, más allá. Tenía que atravesar la caverna por aquel puente.
Una perspectiva poco alentadora, sobre todo si tenemos en cuenta que el puente no tenía más de cuatro pasos de ancho ni tampoco barandillas. Y si por un descuido llegaba a caerme, podría seguir haciéndolo hasta morirme de hambre.
Un inoportuno acceso de curiosidad me hizo recoger algo que en su día había sido el hueso de un brazo y arrojarlo al abismo. Al instante lamenté este impulso fugaz. ¿Quién sabía a qué criaturas podía perturbar? Pero incluso en medio de mi lamento, no me olvidé de contar para tratar de averiguar lo profunda que era aquella caverna sin fondo. Lo dejé al llegar a noventa y tres, al comprender que, aunque el hueso llegara al final, de todos modos no iba a oír nada. Ya estaba demasiado lejos para que el ruido llegara mis oídos.
Habían pasado más de quince minutos desde el cierre de las Puertas. Tenía que ponerme en marcha y, de momento, no preocuparme por cómo iba a salir de allí.
Lo único en lo que tenía que pensar era en avanzar, en tratar de poner el primer pie en aquel puente. Habría apostado una moneda de oro a que era más largo que la vida de un ogro, pero no podía ver ningún pilar de sustentación por debajo. ¿Qué sujetaba todo aquel peso? ¿Qué magia había convertido aquella piedra en un camino?
No podía olvidar que los servidores del Amo podían estar bastante cerca y si me tropezaba con ellos estando sobre una plataforma de sólo cuatro pasos de anchura podía pagarlo muy caro. Lafresa, Balistan Pargaid, Cara Pálida y una docena más de invitados a la fiesta. Seguro que se alegrarían muchísimo de verme. Pero si los perdía en aquel laberinto de palacios y salas, podía olvidarme para siempre de la Llave. Y de cualquier posibilidad de volver a ver la luz del sol. ¡No había nada que pensar! ¡Tenía que actuar! ¿Cómo decía el verso del acertijo?
¡Y luego adelante! Las Dobles Puertas están abiertas
hasta los salones del Susurro Adormilado,
donde las mentes de elfo, hombre y orco se
disuelven por igual en la sinrazón… como tú.
Una perspectiva poco alentadora, sobre todo teniendo en cuenta que las Puertas estaban cualquier cosa menos abiertas, y que para llegar a los salones del Susurro Adormilado aún tenía que viajar durante días por un fino trecho de piedra tendido sobre la oscuridad y el abismo.
Aparté a un lado toda vacilación, encendí una de mis lámparas, subí al puente y eché a andar.
Mientras trataba de no alejarme del centro ni mirar abajo, estiré todo lo posible el brazo que sostenía la lámpara, y recé para que su luz no atrajera la nada deseable atención de las criaturas hostiles que pudieran vivir en aquel lugar.
El camino era tan recto como un tiro de flecha y recorrerlo no entrañaba dificultad alguna. Sólo tenía que olvidarme de dónde estaba y permanecer lejos del borde.
Silencio y oscuridad. Oscuridad y silencio. ¿Cómo se podrían describir los Palacios del Hueso si las palabras «oscuridad», «silencio» y «tinieblas» desaparecieran?
No se podría. Porque Hrad Spein es la oscuridad de las catacumbas subterráneas, el silencio de las tumbas ancestrales y la penumbra de los pasillos a media luz, que a veces aparecen iluminados de formas misteriosas.
Mi pequeña lámpara hacía lo que podía por mantener a raya las tinieblas y gracias a ella podía ver el puente siete pasos por delante y otros siete por detrás. Pero la luz no era ni de lejos suficiente y me sentía como un bichito atrapado en el bolsillo de un demonio. El puente estaba ligeramente empinado, pero su inclinación iba creciendo cada vez más.
Muy, muy por delante de mí hubo una serie de fuertes destellos blancos en rápida sucesión. Desde el lugar en el que me encontraba parecía el parpadeo de un grano de arena al rojo blanco. Pero bastó para hacer que me detuviera y tapara mi lámpara mágica con las dos manos para asegurarme de que no se viera.
Otra secuencia de destellos blanquecinos. Estaban a más de mil metros de distancia. Permanecí tres largos y desalentadores minutos contemplando las sombras, pero no hubo más destellos. Fuera lo que fuese lo que había estado haciendo allí Lafresa (porque estaba seguro de que era uno de sus truquillos), ya había terminado.
Me senté en cuclillas y esperé otros diez minutos, por precaución. Una medida perfectamente razonable: no quería que los sirvientes del Amo sospecharan nada. Que creyeran que estaba atrapado al otro lado de las Puertas.
Después de eso dejé de preocuparme de que los hombres pudieran verme. La distancia que me separaba del grupo de Balistan Pargaid era demasiado grande y la diferencia entre mi pequeña lámpara y los destellos mágicos de Lafresa era como la que podía haber entre un ascua candente y el incendio de un bosque.
Tras caminar unos veinte minutos más, comencé a oír un zumbido sordo y regular. El tipo de ruido que hacen las abejas en su colmena o el agua al caer desde gran altura. El puente recto, que aguantaba misteriosamente en pie a pesar de la presión del tiempo, descendía de manera casi imperceptible, así que a esas alturas me encontraba trescientos metros por debajo de las Puertas. Y cuanto más caminaba, más fuerte se hacía el extraño zumbido.
Gradualmente, el zumbido se convirtió en un rugido y el rugido en un bramido. Una sensación de frescura me impregnó y el aire se llenó de finas gotitas de agua casi invisibles. Ya sabía lo que había más adelante.
Una cascada. Sólo que en aquel momento no tenía tiempo ni ganas de pararme a pensar cómo podía haber llegado allí. La luz comenzó a aumentar. Aparecieron unas paredes en medio de la fantasmagórica oscuridad, envueltas en un muerto fulgor de color verde pálido. Se unían en algún punto situado a gran altura, donde destellaba un techo irregular.
El rugido se tornó indescriptible y las paredes se aproximaron hasta estar a sólo cuarenta metros del puente. La humedad del aire se condensaba sobre mi ropa como el rocío y me helaba la piel. Creí que el estruendo que hacía el agua en su caída me iba a partir la cabeza en dos. El puente empezaba a estar cubierto por una película de humedad y la piedra resplandecía a la luz de mi mágica lamparilla. Gracias a Sagot no era resbaladizo, o me habría precipitado al abismo al primer traspié.
Al cabo de otros doscientos metros, las vi: una cascada a la derecha y otra a la izquierda. Unas cabezas enormes, a treinta metros de altura, aparecieron en las paredes. Eran grotescos híbridos de oso y ave, por cuyos picos abiertos de par en par brotaba el agua atronadora. El negro líquido, casi invisible a la luz verde pálido de la caverna, rugía furiosamente en su descenso hacia las profundidades.
¡Por Sagot! Al pasar junto a aquellas cascadas, más ruidosas que cien mil demonios del abismo, temí quedarme sordo para siempre (me había olvidado de los tapones para los oídos que llevaba) o verme arrastrado por el torrente de agua. Tenía la sensación de que si alargaba la mano podría tocar una de las cascadas. Y las ya familiares cabezas de ave-oso parecían capaces de fulminar a los desconocidos o al menos darles un susto capaz de hacerles mojar los pantalones. Pero mis pantalones ya estaban mojados de todos modos, al igual que el resto de mi ropa.
Las cascadas del río subterráneo quedaron detrás de mí y su rugido se perdió en la distancia. Las paredes volvieron a separarse y, con la retirada de su luz gris pálida, la oscuridad recibió la invitación que necesitaba para volver.
Que la oscuridad se me llevara, pero estaba monstruosamente cansado, así que me senté allí mismo, junto al puente, para comer algo. Además, me quité la ropa empapada y la escurrí. Estaba tiritando tras mi involuntario baño en la cascada. Después de devolver mi indumentaria a un estado más o menos decente, dirigí mi atención a las necesidades de mi estómago y saqué un empapado bizcocho. Mi lámpara parpadeó una última vez y se apagó. Con una imprecación, saqué una nueva. ¿Cuánto tiempo llevaba arrastrándome por aquel puente? Según mis cálculos, habían transcurrido casi tres días desde mi entrada a Hrad Spein y todavía me encontraba en algún lugar situado entre el segundo y el tercer piso.
Tras un breve descanso tuve que ponerme de nuevo en camino. En esa zona el puente ya no discurría en línea recta, sino que se convertía en una espiral que descendía de forma cada vez más abrupta. Al cabo de lo que se me antojó una eternidad, las paredes volvieron a acercarse, el puente describió una última vuelta y apareció ante mí la salida (o más bien la entrada) del tercer piso.
* * *
Una sala.
No consigo encontrar las palabras para describir lo que me mostró la lámpara. Sólo tuve que dar la orden apropiada y el radio de la luz se expandió hasta alcanzar los cuarenta pasos (lo que me permitía ver a la perfección, pero acortaba en varias horas la vida útil de la mágica linterna). Nada de lo que había visto hasta el momento en Hrad Spein podía compararse a la primera sala del tercer piso.
Estaba entrando en el nivel de los elfos y los orcos, creado sin la menor intervención de los hombres. La piedra, el basalto y el granito agrietados, los toscos ataúdes y estatuas de piedra basta habían quedado detrás de mí y allí… la escena que tenía ante mis ojos era de una belleza absolutamente sobrecogedora e incomparable.
Los colores predominantes en la sala eran el negro y un escarlata brillante. Una combinación muy hermosa si la contemplabas con detenimiento. Unas paredes negras con vetas y manchas rojas, arcos elegantes de color negro, con ornamentos rojizos que parecían caracteres órcicos, un techo en el que las líneas y los trazos negros se unían para formar la imagen de una enorme telaraña; un suelo recubierto de losas de color negro mate, con las mismas vetas rojizas que el techo y finas juntas rojizas entre ellas. La luz de mi «lamparita» hizo resplandecer la sala y le proporcionó un aire realmente mágico, como de cuento de hadas.
Por fin estaba en los palacios propiamente dichos. Antaño su fama había alcanzado todos los rincones de Siala y hasta los gnomos y los enanos acudían a Hrad Spein para contemplar la belleza de sus salones. Pero eran tiempos ya muy lejanos, que habían partido junto con la Edad de los Logros.
Hrad Spein se convirtió en un lugar peligroso. El camino que llevaba hasta allí quedó abandonado y el número de quienes decidían visitarlo se fue reduciendo. Pero los elfos y los orcos, los enanos y los gnomos, los humanos y los trasgos… todos recuerdan lo que se oculta bajo las verdes copas de los bosques de Zagraba, todos cuentan a sus nietos las leyendas, las fábulas y los mitos de la antigua magnificencia de aquellos palacios subterráneos. Y tras el despertar del mal de los huesos de los ogros y otras criaturas desconocidas en los niveles inferiores, el lugar quedó abandonado y muerto.
Por alguna razón, el tercer piso estaba completamente a oscuras. No encontré ninguna de las salas medio iluminadas a las que me había acostumbrado y, de no haber sido por mis lámparas, tendría que haber avanzado a tientas. Mis pasos apenas se oían, pero tomé la precaución de caminar con cuidado y reducir la intensidad de la lámpara a su nivel normal. Allí no era muy prudente irradiar luz como un sol. Los chicos de Balistan Pargaid podían estar en cualquier parte.
A la sala rojiza y negra le siguió otra idéntica, unida por tres salidas a otras tantas salas exactas a la primera. Y cada una de ellas a otras tres. Y así hasta el infinito. El laberinto era tan intrincado como cualquiera de los pisos superiores. Allá donde iba, algún detalle de belleza negra y morada aparecía de repente a la luz de mi lamparilla y luego volvía a desaparecer, embozado en la oscuridad. Una columna aquí, un elegante arco allí…
¿Cuántas salas había visto en aquellas horas? De no haber sido por los mapas de la torre abandonada de la Orden, llevaría mucho tiempo perdido en aquellos laberintos diabólicamente enrevesados. Y lo más probable es que fuese eso lo que les había sucedido a los servidores del Amo, que marchaban hora y media por delante de mí. De no haber sido por Lafresa, los habría dado por perdidos allí en la oscuridad. Pero la mujer de ojos azules poseía una especie de instinto que, incluso sin mapa, le permitía encontrar el camino correcto a través de los Palacios del Hueso.
Cada sala del tercer piso era una inmensa tumba. Los últimos enterramientos de los elfos y los orcos estaban en aquella zona. Las primeras tumbas habían comenzado a aparecer allí en los últimos años de la Tregua Muerta, observada por ambas razas durante muchos miles de años… Pero todo llega a su fin. Se derramó sangre y la tregua se desmoronó. Los elfos erigieron las Puertas y así impidieron a los orcos (y a sí mismos) alcanzar las tumbas de sus antepasados por la ruta fácil.
A diferencia de los humanos, las razas antiguas no construían estructuras funerarias, sino que ocultaban a sus muertos (o sus cenizas) en las paredes, mientras que las tumbas propiamente dichas no eran visibles, así que un visitante mal informado nunca habría podido suponer que los huesos de orcos y elfos que habían muerto milenios de años atrás yacían detrás de una moldura, una imagen o una columna hábilmente colocadas.
* * *
El tercer piso y luego el cuarto.
Y todo ello en medio de una oscuridad absoluta. Llevaba seis días en Hrad Spein. Comía, dormía y continuaba la marcha. A través de salas, corredores y galerías. Siempre hacia adelante y hacia abajo, cada vez a más profundidad… Sin el menor indicio de la presencia de humanos u otras criaturas cualesquiera.
Pero en el cuarto piso me crucé con algo distinto a todo lo que había visto durante los dos últimos días. La imperturbable paz estaba ausente allí. En aquel lugar flotaba un inequívoco olor a muerte. Las paredes de la sala estaban cubiertas por un material parecido a la corteza de roble, el techo era una maraña de ramas de piedra y el suelo era de hierba petrificada, como el mármol. Una caprichosa combinación de olores: rosa, canela, jengibre, escaramujo y podredumbre.
Los muertos.
Muchos, más de treinta. Esqueletos cubiertos de piel apergaminada y amarillenta, cuyas armaduras de acero resplandecían con el azul de los cielos y cuyas manos empuñaban espadas curvas: s’kashes.
Elfos. Los cuerpos eran especialmente numerosos en el centro de la sala. Mi pequeña lámpara iluminó un ataúd de negro roble zagrabano, con la parte inferior orientada hacia mí.
Me acerqué más, tratando de no tocar los huesos de los elfos muertos. Probablemente los atacaran por sorpresa y en ese momento, los que transportaban el ataúd lo soltaron y éste se abrió al tocar el suelo.
Los elfos habían luchado para defender a sus muertos y lo habían pagado a su vez con la vida. Muchos hombres dirían que luchar por alguien que ya ha fallecido es una estupidez, pero los hermanos de Egrassa tenían una perspectiva muy distinta de las cosas. La palabra «casa» y la palabra «pariente» significaban más que sus propias vidas para aquellos seres de afilados colmillos.
La tapa del ataúd se encontraba a un metro de distancia y la mitad del cuerpo del elfo había salido de su último refugio. Me pregunté si su espíritu habría asistido a la muerte de quienes lo habían llevado hasta allí.
El elfo del ataúd llevaba una corona. Un círculo de platino con diamantes negros, que alternaban con rosas de deslustrada plata forjadas por manos hábiles. Estaba viendo al gobernante de una de las casas de los elfos.
Sólo Sagot sabe qué me sucedió, pero el caso es que hice algo que era muy estúpido (hasta para mí). Me acerqué a los restos del rey, volví a meterlos en el ataúd y, con gran esfuerzo, enderecé de nuevo la sorprendentemente pesada caja.
Durante aquellas maniobras, la corona, que había permanecido en la cabeza del rey muerto durante más de cuarenta años, cayó al suelo con un horrible tintineo. Al ir a recogerla, la luz de mi lámpara mágica cayó sobre los diamantes y éstos cobraron vida de repente y comenzaron a brillar con más fuerza que nunca.
Sin poder evitarlo, solté una exclamación de deleite y admiración. ¡Por Sagot! El sutil y trémulo juego de las luces era de una belleza extraordinaria. Imaginé lo que sucedería si las piedras salieran a la luz del sol. La corona del segundo piso, fundida por el rayo de color rosa del techo, no podía compararse con la corona del señor de la casa de la Rosa Negra. Claro, ¿cómo iba a compararse el estiércol de caballo con el néctar de los dioses?
Me quedé paralizado durante unos segundos, enzarzado en un combate conmigo mismo. Una parte de mí quería llevarse aquella joya de valor incalculable. A fin de cuentas, el elfo muerto ya no la quería para nada y a mí me reportaría una inmensa fortuna. Pero otra parte apelaba a gritos a mi sabiduría y mi prudencia, alegando que nadie había logrado nunca robar a uno de los señores de las casas de los elfos, estuviera vivo o muerto.
Esta vez, mi parte codiciosa exhaló un suspiro y decidió ceder. ¡Que la oscuridad se llevara los diamantes, en el nombre de Sagot! Los elfos son vengativos incluso después de muertos. Sin el menor remordimiento, volví a dejar la negra corona sobre la cabeza del elfo muerto. «Descansa en paz, rey, y olvida que te he perturbado inadvertidamente en tu descanso».
Mi mirada recayó sobre un s’kash con empuñadura de jade que descansaba a mis pies. Me incliné para recoger el arma y el ondulado patrón del metal emitió un resplandor apagado a la luz de mi lámpara mágica. Un arma digna del señor de una casa. Mientras depositaba la curva hoja sobre el pecho del elfo, mi nariz captó una leve fragancia de escaramujos. Cerré los dedos de hueso sobre la empuñadura.
Primero la mano izquierda y luego la derecha. De repente, la muñeca del rey muerto se movió, la mano cubrió la mía y sentí un brusco escalofrío sobre la piel. La mano del elfo volvió a caer sobre la espada antes de que yo tuviera tiempo de pensar siquiera en apartar la mía.
Aterrado, aparté la mano al instante. No podía creer que fuera a salir indemne de aquello. La mano del elfo sólo me había sujetado durante una fracción de segundo, pero aún podía sentir el frío sobre la palma de la mía. Retrocedí asustado alejándome del ataúd y en algún rincón de mi mente comprendí que había cerrado instintivamente el puño porque el elfo, de algún modo, había logrado meterme algo en él. Abrí los dedos con miedo, como si hubiera un cruel escorpión de letal aguijón escondido dentro.
El destello momentáneo de una estrella fugaz.
Sólo tuve tiempo de ver que era negra. La estrella cayó al suelo con un tenue tintineo. Me incliné y recogí el precioso objeto: de pronto estaba templado en lugar de frío. De nuevo, no pude contener una exclamación.
Allí, en la palma de mi mano, había un anillo tan hermoso como la corona del señor de la casa de la Rosa Negra. La sortija estaba hecha de hebras de plata negra y platino entrelazadas y la piedra era un diamante negro. Y no me hubiera sorprendido que tuviese propiedades mágicas: a la luz de mi lámpara, todas sus facetas brillaban con los colores del arco iris. No era tan valioso como la corona, claro, pero aun así valía lo suficiente para, en caso de venderlo, pegarme la gran vida durante ocho años en un palacete de mi propiedad.
Me acerqué al cadáver y miré fijamente al elfo. El juego de las luces y las sombras hacía que su rostro pareciera vivo, casi dotado de movimiento a pesar de su antigüedad. Una tenue fragancia de rosas me hormigueaba en la nariz. Con una última mirada al rey, me alejé con el anillo en el puño, consciente de que se trataba de un regalo. Un gesto inesperado de la raza de los elfos, pero indudable. Me quité el guante de la mano derecha, me puse el anillo en el dedo y contemplé las facetas de la piedra.
De improviso, una chispa dorada se encendió en las profundidades del diamante. Brilló con fuerza, luego se apagó y volvió a encenderse. Destello. Oscuridad. Destello. La chispa palpitaba lenta, lánguida, regularmente, como si hubiera un corazón de verdad escondido en el interior de aquella piedra.
La iluminación acude a veces de manera inesperada. Mi corazón latía exactamente al mismo ritmo que la piedra. O, más bien, la piedra brillaba al compás de los latidos de mi corazón. No sabía qué tipo de anillo llevaba en el dedo ni cuáles serían las consecuencias de llevarlo, pero lo que sí entendía, o más bien sentía, era que estaba vinculado a mí exactamente del mismo modo que antes lo había estado la Llave. Podía sentirme a mí dentro de la piedra y la piedra dentro de mí.
Era como un hormigueo que no duraba más allá de unos tres segundos, pasados los cuales el brillo de la piedra se apagaba y ésta volvía a convertirse en un diamante normal y corriente. Volví a ponerme el guante para disimular el precioso objeto, lancé una última mirada por toda la sala, me cubrí la cabeza con la capucha de mi negro chaquetón y seguí mi camino, dejando al elfo todavía sin enterrar entre las densas tinieblas.
* * *
Un silencio de muerte, interrumpido sólo por el sonido de mis pasos. No tengo palabras para describir la belleza de los palacios subterráneos. Negros y rojos, anaranjados y dorados, azules y aguamarinas, morados intensos y ocres apagados, el frío del mármol azul y el calor del granito flamígero.
En las paredes resplandecían la mica y el ámbar puro de las magnificentes columnas que se elevaban hasta alcanzar alturas inmensas. Estatuas de elfos y orcos de hipnótica belleza, estanques cuyos fondos estaban cubiertos por hermosos mosaicos de turquesas; etéreas escaleras de esbeltos pasamanos que parecían haber sido talladas por la mano de un maestro artesano a partir de un único bloque de verde cristal de las montañas y balconadas constituidas de finos cables de un metal desconocido, tendidos a lo largo de los pisos superiores.
Paredes resplandecientes y techos de plata negra, la belleza del otoño agostado en los gestos y las poses de todas las estatuas. Un tenue y casi inaudible mmmmm, el canto de los salones que guardaban la paz de los muertos. Ni el menor atisbo de brisa, ni la menor corriente de aire, ni el menor sonido aparte del canto de las salas, ni el menor susurro, ni el menor rayo de luz… La magia que había iluminado antaño aquellos lugares, fuera la que fuese, había muerto cuando los elfos y los orcos abandonaron Hrad Spein.
Seguí avanzando, más y más abajo cada vez. No quería pensar siquiera cuántas leguas de piedra habría por encima de mi cabeza. ¿Quién podía haber creado aquella belleza congelada a profundidades tan insondables para la mente del hombre? ¿Qué medios milagrosos podía haber utilizado? Y aquel sólo era el cuarto, de los cuarenta y ocho pisos que poseía el complejo, además de aquellos que no tenían nombre, donde ni siquiera los ogros se habían atrevido a entrar en el apogeo de su poder. Quienquiera que hubiese creado Hrad Spein en el alba de los tiempos debía de ser comparable a los dioses, o incluso superior a ellos.
Las tinieblas dormitaban, los elfos dormían su sueño eterno en los nichos de las ancestrales tumbas y sólo yo entre todos no conocía el descanso. Sin prestar ya atención a la belleza de los palacios subterráneos, seguía avanzando sin desfallecer y cada segundo que pasaba, cada paso que daba, me acercaban un poco más a mi objetivo, a mi Encargo: el Cuerno del Arco iris.
* * *
Era el segundo día de mi viaje por el cuarto piso y mi séptimo día en Hrad Spein. Había transcurrido una semana y me asombraba que no me hubiera vuelto loco la opresiva sensación de soledad.
Una semana. Una semana entera, pasada sólo Sagot sabía dónde. Pero había hecho la mitad del camino y sólo me faltaban cuatro pisos.
¡Ja! ¡Sólo! Aún no había llegado a los lugares que se mencionaban en los versos. La semana había pasado volando, como una pesadilla confusa que casi no podía recordar. No había muchas probabilidades de que pudiera regresar a tiempo y parecía que al final el señor Alistan tendría que bajar allí en persona.
Sólo conservaba la mitad de mis reservas de bizcochos y lámparas y comenzaba a temer que dentro de poco tendría que empezar a racionarlos mejor, apretarme el cinturón y aprender a caminar en la oscuridad. Y lo peor era que en aquella parte del complejo no había agua por ninguna parte, lo que me obligaba a economizar con brutal severidad la pequeña cantidad que guardaba aún en el fondo de mi cantimplora. Y además, la cara me picaba desesperadamente, como resultado de una semana entera sin afeitarme.
Tendría que haber llegado hacía mucho a las escaleras del quinto piso, pero no había ni rastro de ellas. Empezaba a temer que hubiera tomado el camino equivocado en alguna sala y me hubiese perdido.
El mapa ya casi no me servía de nada. Sabía dónde estaba la salida, pero no había forma de determinar con exactitud dónde me encontraba yo. En aquella zona, todas las salas eran idénticas: techos de color añil y paredes ocre, columnas de madreperla y suelos turquesa (una combinación diabólica para los ojos).
Buscaba una sala en concreto. Una sala con una salida a un pasillo largo y totalmente recto que me conduciría hasta la escalera que necesitaba. Pero llevaba más de tres horas buscándola en vano.
Entonces tuve un golpe de suerte (si es que realmente se le puede llamar así).
Aquel lugar no era como los anteriores. Una pequeña estancia, con una puerta de hierro cerrada en el otro extremo y un pequeño y angosto escotillón en el suelo, cubierto por una rejilla de acero. Mientras me acercaba a la puerta, me pregunté con nerviosismo por qué razón se habría molestado alguien en poner una barrera allí, algo muy extraño si tenemos en cuenta las pocas puertas que había visto en Hrad Spein. Al comprender que debía de haberme equivocado al doblar algún recodo en alguna parte, di media vuelta para salir de la habitación, pero a mitad de camino me llevé una buena sorpresa. La pared se cerró por sí sola, como si estuviera dotada de vida, y me dejó allí atrapado y sin salida.
—No entiendo —dije estúpidamente a la oscuridad.
La respuesta fue un trueno procedente del techo. Ordené apresuradamente a mi lámpara que brillara a máxima intensidad mientras profería una frase que debió de resultar realmente ofensiva a los oídos de los dioses.
El techo descendía hacia mí, precedido por unos pinchos de dos metros de longitud, que habrían sido la envidia de los mejores puercoespines de Siala y amenazaban con ensartar de lado a lado a vuestro pobre amigo Harold.
Cuando me recuperé de mi estupor, corrí a la puerta y volví a inspeccionarla a toda prisa. Una cerradura… ¡Ahí! Las manos me temblaban ligeramente mientras el techo seguía descendiendo de manera lenta e implacable.
La ganzúa penetró en la cerradura y se partió con un ping que sonó casi como una disculpa. Me quedé mirando como un idiota el fragmento que había quedado en mi mano. «¡Será posible!». Lo arrojé a un lado con furia, embestí la puerta con todas mis fuerzas y siseé de dolor. ¡Así no cedería ni en un millón de años!
Mi mirada se detuvo en el escotillón del suelo. Agarré la rejilla con las dos manos y comencé a tirar con tanta fuerza que estuve a punto de partirme en dos. Pero, como cabía esperar, ésta no cedió un milímetro.
¡Tenía que hacer algo, y pronto! Los anónimos constructores que, por alguna razón desconocida, habían colocado la rejilla en aquella habitación, me habían ofrecido la oportunidad de salir de allí con vida y no pretendía desaprovecharla.
Saqué un puñado de redomas de la bolsa, escogí una que tenía un cráneo llameante dibujado y volví a guardar las demás. Arrojé el frasco mágico contra la rejilla y el cristal se rompió con un tintineo. Corrí para ponerme a salvo… tan lejos como me fue posible.
¡Una fuerte llamarada!
Me aproximé reptando a la rejilla, mientras por dentro pedía a Sagot que todo hubiera salido como debía. Los pinchos del techo ya casi me rozaban la espalda. La rejilla que cubría el escotillón del suelo había desaparecido. Me arrojé de cabeza al agujero sin pararme a pensar en las consecuencias. Caí durante un segundo y entonces, al chocar contra un suelo de piedra, siseé de dolor.
Un sonido chirriante procedente de arriba confirmó que los pinchos habían hecho contacto con el suelo. La lámpara subió de intensidad hasta recobrar su luminosidad anterior en un gesto de despedida y finalmente se extinguió.
¡Magnífico! El lugar al que había caído era tan estrecho que tuve que realizar una auténtica demostración de contorsionismo para alcanzar la bolsa que llevaba al cinto. Saqué una nueva lámpara mágica del bolsillo con dos dedos, cerré los ojos con fuerza, la encendí y al fin, tras esperar unos cuantos segundos, comencé a inspeccionar mi nuevo refugio.
Una pequeña estancia cuadrada de la que salía un angosto túnel de piedra.
Tras retorcer el cuerpo de una manera que parecía imposible, levanté la mirada. Allí estaban el escotillón cuadrado por el que había salido y el techo, apuntándome con sus pinchos. Volví a retorcerme hasta quedar casi boca abajo e iluminé el túnel de piedra. La luz sólo alcanzaba cinco metros más allá, a partir de los cuales reinaba una oscuridad absoluta.
Lógicamente, podría haberme quedado allí a morir sin más, como una rata en una trampa, pero por alguna razón no tenía ganas de partir a la luz tan pronto. De modo que tendría que meterme por aquel pasadizo con la esperanza de que no se volviera tan estrecho como la punta de una aguja. Gracias a Sagra no lo hizo y al cabo de un rato encontré la salida del túnel.
El agujero daba a una sala y no se encontraba a más de dos metros sobre el suelo. Dejé caer todas mis cosas antes de deslizarme hasta el suelo. Tuve que hacer auténticas acrobacias para hacerlo con los pies y no con la cabeza, pero al final lo conseguí y acabé en un espacio bastante bien iluminado.
No podía pararme a mirar a mi alrededor sin antes recuperar mis pertenencias, así que me apresuré a recogerlas. Me colgué una bolsa del hombro, la otra del cinto, me ceñí el puñal al muslo, apreté las cinchas y me puse la ballesta al hombro. Eso parecía todo. Ya podía echar un vistazo al lugar. Era la primera vez que me encontraba con una sala bien iluminada en aquel piso.
La arquitectura era bastante poco elegante para tratarse de una construcción de elfos u orcos: demasiado tosca, sencilla y vulgar. En cada pared había una de aquellas cabezas de ave-oso. Como de costumbre, las caras de las esculturas eran hostiles y los ojos brillaban con fuerza a la luz de unas lámparas mágicas, parientes cercanas de las mías, sólo que mucho más grandes.
Los ojos ardientes me llamaron la atención. Era imposible no mirarlos. Los de la primera cabeza eran verdes, los de la segunda de un rojo llameante, los de la tercera de un intenso color amarillo y los de la cuarta del color del cielo justo antes de que estalle una tormenta. Al instante me empezaron a sudar las palmas de las manos, porque aquellos ojos no eran otra cosa que piedras preciosas, casi tan grandes como mi puño.
Si podía hacerme con aquellas piedras, no tendría que volver a trabajar en toda mi vida. Me garantizarían cien años de opulencia y el pago por el Encargo, las cincuenta mil monedas que me había prometido Stalkon si le llevaba el Cuerno del Arco iris, parecería una suma risible en comparación. ¡Si hasta los enanos venderían la mitad de sus montañas por una sola de aquellas piedras!
Esta vez no vacilé. Saqué el puñal y me cerqué a la estatua más próxima, la de los ojos verdes. Introduje la punta entre la gema y el engarce de piedra y comencé a hacer palanca para extraer la gigantesca esmeralda.
La gema verde cedió con sorprendente facilidad y cayó sobre mi mano. Y entonces una cascada del mismo color cayó al suelo por la vacía cuenca ocular. Hasta me olvidé de abrir la boca. En cuestión de diez segundos, brotó un río entero de esmeraldas de pequeño tamaño (comparadas con la del ojos claro está).
Se esparcieron por el pulido suelo como granos de mijo, despidiendo verdes centelleos a la luz de las lámparas. Me guardé en la bola el ojo-esmeralda y luego comencé a recoger a sus hermanas menores con mano temblorosa, embargado por la idea febril de que una vez que hubiera vaciado los tesoros de todas las cuencas oculares, sería más rico que cualquier monarca.
Había una escalera que comenzaba junto a la cabeza de los ojos amarillos y llevaba directamente al techo, donde había una escotilla. Aquélla era mi vía de escape.
Me distrajo de la tarea de recoger las esmeraldas una sombra que apareció detrás de mí. Todavía a cuatro patas, salté hacia un lado con bastante poca elegancia y en ese momento, con un fuerte y metálico repicar sobre el suelo de mármol, cayó un yataghan sobre el lugar que acababa de abandonar.
Al volverme y ver a la criatura que había estado a punto de matarme, me quedé estupefacto. Allí, apenas a tres metros de mí, había un esqueleto. No un esqueleto humano, pues los huesos eran demasiado anchos y pesados. Lo más probable es que fuese un orco, o al menos algo cuyos colmillos eran del tamaño de los de un orco.
Un yataghan en la mano derecha, una rodela en la izquierda y una miríada de chispas carmesí en los ojos, señal de la magia de resurrección. Sólo la oscuridad sabía qué era lo que mantenía unidos sus huesos, pero fuera lo que fuese la criatura se abalanzó sobre mí.
Nunca había pensado que los esqueletos fuesen tan ágiles. El inesperado visitante era casi tan veloz como yo y su yataghan se convirtió en un borrón de acero en el aire. Estuvo a punto de arrinconarme en una esquina, pero por suerte para mí, la escalera estaba cerca y escapé por ella a toda velocidad. Las piedras preciosas quedaron olvidadas: por el momento lo único en lo que podía pensar era en salvar el pellejo. Tras recorrer la cuarta parte de los once metros que me separaban del suelo, sentí que la escalera empezaba a temblar.
Tras una rápida mirada hacia abajo, comencé a mover brazos y piernas dos veces más deprisa. El esqueleto no tenía la menor intención de detenerse. Desembarazándose de la rodela y con el yataghan agarrado entre los dientes (¡menuda imagen!), el orco muerto ascendía ágilmente detrás de mí. Debo, reconocer que trepaba mucho mejor que yo y me alcanzó a la altura de unos nueve metros.
No había nada que hacer, tenía que tomar medidas desesperadas. Me agarré al pasamanos con las dos manos, esperé hasta que no quedó casi distancia entre mi enemigo y yo y entonces mis botas golpearon el amarillo cráneo con todas sus fuerzas.
El orco cayó al suelo, donde se hizo mil pedazos.
Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de volver a bajar. ¿Y si había más sorpresas esperándome? For siempre me había dicho que debía contentarme con poco y no anteponer el dinero a mi propia vida. Como de costumbre, el viejo ladrón y sacerdote de Sagot tenía razón. Lo mejor era seguir sus consejos y darme por satisfecho con lo que ya llevaba en la bolsa.
Un minuto después volvía a estar en los ya familiares pasillos morados y plateados del cuarto piso, donde no me quedó más remedio que usar otra de mis lámparas. Miré en derredor para comprobar dónde estaba y solté una risilla entre dientes. No hay mal que por bien no venga. La galería que conducía a la escalera del quinto piso comenzaba en la sala donde me encontraba.
La verdad es que no me esperaba que, de algún modo, por pura casualidad, terminara en los salones del Susurro Adormilado, que en realidad no eran tales salones, sino una galería que llevaba al quinto piso. Pero claro, nadie me había advertido dónde me encontraba y en los mapas no había indicación alguna al respecto.
La galería estaba cubierta por completo de mármol negro con vetas blancas. Suelos de mármol, paredes de mármol, columnas de mármol a la derecha de la balconada… Me acerqué al borde y miré hacia abajo. Había la luz justa para ver el suelo de la sala inferior.
Me pareció oír algo…
Sh-sh-sh-sh…
Me detuve y agucé el oído. Sí, no estaba confundido, indudablemente sonaba un siseo allí. Miré en derredor, pero no pude localizar la fuente del sonido. Parecía proceder del interior de mi propia cabeza. Atribuí el inesperado sonido a mi desbocada imaginación, dejé de preocuparme por él y seguí adelante.
Unos cien pasos más allá me pareció que unas palabras vagas e ininteligibles comenzaban a tomar forma en medio del siseo, pero por mucho que me esforcé, no logré distinguir su significado.
Encontré al hombre muerto unos veinte pasos más allá. Lo único que quedaba de él era un montón de huesos. Ah, pero esperad, a los hombres no les salen colmillos de la mandíbula inferior. Al igual que el esqueleto que había estado a punto de hacerme filetes, aquél era un elfo o un orco, pero en cualquier caso podía dar gracias a mi buena estrella porque no fuese a atacarme.
A esas alturas el siseo se había transformado en un murmullo totalmente incomprensible, como si quien lo emitía tuviera la boca llena de gachas calientes. Veinte metros más allá había otro cadáver esperándome y durante los cinco minutos siguientes conté hasta veintiséis esqueletos. Pero no había forma de saber de qué habían muerto o cómo habían acabado allí.
El murmullo martilleaba con insistencia las puertas de mi cabeza, como si algún desgraciado me hubiera metido una colmena entera de abejas parlantes y furiosas dentro del cráneo. Sólo alcanzaba a distinguir palabras inconexas en medio de aquel inconstante zumbido: «sangre», «muere», «cerebro», y cosas por el estilo.
Digamos tan sólo que no eran el tipo de palabras que te alegran el corazón. Entre el murmullo dentro de mi cabeza y los cadáveres que aparecían cada vez con mayor frecuencia, tenía los nervios a flor de piel, así que empecé a entonar una cancióncilla para acallar las voces, pero la verdad es que no conseguí gran cosa.
El cadáver siguiente supuso una gran sorpresa. No era un montón de huesos polvorientos, sino un cuerpo bien fresco. Habría apostado el alma a que pocas horas antes estaba vivito y coleando y sin la menor intención de morirse.
Había visto a aquel hombre en el castillo del Topo, con Balistan Pargaid, de donde podía deducir que Lafresa y sus acompañantes ya habían pasado por aquella galería y me sacaban algunas horas de ventaja. ¡Ramera astuta!
Pero al menos aquel cadáver aclaraba algunas cosas. Hasta el más obtuso de los doralissios se habría percatado de la causa de la muerte del muchacho. Se había clavado varias veces un instrumento de hierro de un metro de longitud en sus propias tripas: en otras palabras, se había suicidado. Su mano aferraba aún la empuñadura de la daga que tenía clavada en el pecho.
Para entonces, el murmullo de mi cabeza palpitaba como un dolor sordo. Fruncí el ceño y apreté los dientes, incapaz de entender qué negra plaga podía haberme afectado de aquel modo.
Cinco pasos más adelante, de improviso, el susurro estalló en un aullante coro de triunfo que me hizo caer de rodillas y agarrarme cabeza con las manos. Una oleada de repulsión y horror universales me embargó por completo.
No sólo oía las palabras. Estaba todo allí: visiones de inefable horror, el olor de los cadáveres descompuestos, el sabor de los gusanos de la descomposición en mi boca, la sensación de estar hurgando con las manos entre las entrañas de un cadáver… Las voces me llamaban a ellas con insistencia, cantando una canción que me hacía aullar de horror y dolor insoportable. Mis sentidos estaban totalmente confusos, pero todo cuanto me rodeaba pedía a gritos mi muerte, la anhelaba, me instaba a sacar el cuchillo y clavármelo en la garganta.
La canción continuó sin descanso, palpando insistentemente mi mente con dedos blandos y resbaladizos. Cada palabra, cada acorde de aquellas voces, engendraba nuevos horrores que se me metían reptando por las orejas, que me cegaban los ojos y me asfixiaban la lengua…
Fue entonces cuando me di cuenta de que había llegado al fin a los salones del Susurro Adormilado, pero no podía hacer nada al respecto. Las voces eran más fuertes que yo y me estaban volviendo loco de manera lenta e inexorable. Sentía el deseo de dar unos pasos y arrojarme por el borde de la galería, de reventarme la cabeza a golpes contra la pared o de clavarme mi propio cuchillo.
¡Tenía que hacer algo, lo que fuese, para detener aquello! En contra de la voluntad de mi mente vacilante, mi mano avanzó hacia la empuñadura del cuchillo. Pongo a Sagot por testigo de que intenté combatir el impulso, pero fue como tratar de romper un enorme peñasco golpeándolo con una ramita. Las voces insistían en que debía morir y era imposible no sucumbir a ellas.
Y entonces, como había sucedido en los Yermos de Hargan, Valder me habló en un susurro apenas audible:
«¡Yo te ayudaré!».
Las voces aullaron al unísono con el irresistible torrente de su canción, pero entonces se retiraron a los últimos confines de mi percepción. Mi mano volvía a obedecer mi voluntad.
«¡Corre, Harold, sólo puedo darte un minuto! ¡En este momento es lo único que puedo hacer!», dijo el archimago muerto.
Me puse en pie de un salto y retrocedí corriendo al lugar en el que las voces aún no tenían poder sobre mí. Me temblaban las manos, pero aun así logré sacar los tapones de algodón de la bolsa y metérmelos en las orejas. El murmullo volvió a acercarse y, de nuevo, las palabras se tornaron casi inteligibles. Tardé otros diez preciosos segundos en sacar el frasco con el líquido que neutralizaba la magia hostil durante un par de minutos. Arranqué el sello con los dientes y me introduje su contenido en la boca. Su amargor me inundó la lengua y mis tripas protestaron, se estremecieron y estuvieron a punto de expulsarlo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para tragarme aquella sustancia repugnante.
«Se acabó, no puedo hacer más», declaró Valder mientras la presa que había levantado explotaba y se desmoronaba.
Las voces regresaron, pero ahora no eran más que voces que proferían abominaciones sin visiones que las apoyaran. El amargo líquido estaba haciendo efecto, pero ¿por cuánto tiempo? Abandonando todas mis dudas y vacilaciones, eché a correr con la esperanza de atravesar la galería antes de que la magia defensiva se debilitara lo suficiente como para dejar que las voces volvieran a hacerse con el control.
«¡Mátate! ¡Vete a la oscuridad! ¡Muere! ¡Muere! ¡Muere! ¡Sangre! ¡Mata!», susurraban las voces con impotente furia. «¡Detente! ¡Aguarda! ¡Muere, es muy fácil!».
Ignoré los susurros, apreté los dientes y eché a correr con todas mis fuerzas, saltando sobre los cadáveres que me encontraba en mi camino.
Pasé por delante de otros dos de los hombres de Balistan Pargaid, pero ¿dónde estaban los demás? ¿Habría logrado Lafresa contener los susurros?
Las voces percibieron un momento de debilidad en mí y avanzaron, susurrando y amenazando con todas las posibles pesadillas imaginables y todo el dolor del mundo. Me costó muchísimo no detenerme y seguir corriendo. El regusto amargo estaba desvaneciéndose gradualmente de mi lengua y los susurros regresaban.
Crucé los cinco últimos metros de la galería de tres largos brincos, sin ninguna protección mágica. Las voces lanzaban aullidos triunfales mientras me hundían las garras en el cerebro, pero para entonces ya estaba atravesando el último metro y era demasiado tarde para encadenar mi mente con las telarañas de la demencia.
Salí corriendo de la galería y la sala y, de repente, todo quedó en silencio. El medallón de Kli-Kli me quemó la piel con una llama fría y, antes de que pudiera entender lo que me había sucedido, choqué de frente con el conde Balistan Pargaid.
Me quedé allí un momento, tratando de recobrar el aliento mientras esperaba a que se disiparan las estrellas de mis ojos. La colisión me había dejado totalmente aturdido y me había hecho caer al suelo. Maldito Balistan Pargaid, mira que ponérseme delante en el peor momento…
Su excelencia y uno de sus soldados estaban allí de pie, transformados en estatuas vivientes. Parecían talladas en hielo turbio y luego espolvoreadas generosamente con escarcha.
Me acerqué a ellos y, con toda cautela, toqué una de las manos del conde. Los dedos fríos me quemaron. Era hielo de verdad. Alguna alma bondadosa había transformado a los servidores del Amo en estatuas de hielo por mera diversión. Un final grotesco pero totalmente apropiado para uno de los más poderosos señores de Valiostr y uno de los principales servidores del Amo.
Tras el encuentro con Balistan, tardé unos momentos en encontrar la escalera en espiral que bajaba al quinto piso. Otro hito que quedaba atrás.