4: El camino a las Puertas

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El camino a las Puertas

La antorcha siseaba y escupía furiosamente. Estaba claro que no le gustaba la idea de que la arrastraran a la lóbrega oscuridad del mundo subterráneo.

Me había detenido dos veces para mirar atrás. La primera, cuando sólo había recorrido ciento cincuenta pasos por el corredor. Quería echar un último vistazo a la luz del sol.

Muy, muy lejos, se veía un pequeño rectángulo brillante.

La salida.

Allí atrás estaba el mundo del sol, el mundo de los vivos, mientras, por debajo de mis pies, se extendía el mundo de la oscuridad y de la muerte. Cuando miré en aquella dirección por segunda vez, la luz había desaparecido y no quedaba más que oscuridad a mi alrededor.

Mi enorme sombra negra bailaba sobre la pared siguiendo el compás de las llamas. Al cabo de un rato comenzaron a aparecer dibujos e inscripciones en órcico en las paredes. Al principio estaban borrosos y apenas podía distinguirlos (a pesar de la oscuridad perenne que reinaba en aquel lugar, los colores empleados en las pinturas y los escritos no habían soportado bien el paso del tiempo), pero después de avanzar otros doscientos metros, comencé a distinguir las imágenes y las letras.

No presté demasiada atención a los dibujos y no entendía aquel lenguaje. Sólo me detuve una vez, cuando la antorcha iluminó una recreación en grandes dimensiones de una épica batalla entre ogros y otras criaturas que eran la viva imagen de las que había visto en el cofre en el que Balistan Pargaid guardaba la Llave.

Las criaturas —medio aves, medio osos— luchaban con los ogros entre los troncos de unos estilizados árboles. Había una inscripción dibujada en caracteres apretujados bajo la escena, pero su significado era un completo misterio para mí.

Pasé largo tiempo caminando. El pasillo no tenía bifurcaciones y se adentraba cada vez más en la tierra. No sabría decir hasta qué profundidad había llegado, pero aproveché la ocasión para dar gracias a Sagot por no dejar que les tuviera miedo a los lugares subterráneos.

Mis pasos resonaban con ecos vacíos en el suelo, que rebotaban en las paredes e iban a morir bajo el elevado techo. La antorcha comenzó a extinguirse y tuve que detenerme para encender otra. Ni siquiera había reparado en el paso del tiempo. ¿Cuántas horas llevaba caminando sin descanso por aquel pasillo?

Lo más sorprendente es que no sentía ningún frío. Un aire seco y caliente me soplaba en la cara en su huida hacia la superficie. No perdí el tiempo preguntándome cómo podía originarse una brisa en el subsuelo. Puede que fuesen tubos de ventilación, magia o cualquier otra cosa. Sólo la oscuridad podía decirlo. Lo único que sabía yo era que soplaba aire. Y lo más importante es que no era helado.

Aparecieron los primeros escalones. Al principio de tres en tres y de cuatro en cuatro y luego en grupos cada vez más grandes. Un pasillo, luego unos escalones, luego otros cien metros de pasillo y luego otra escalinata. Cada vez más adentro y cada vez más oscuro.

Decidí hacer una parada. Apoyado en la pared, coloqué la antorcha de manera que no se apagara, estiré las piernas y tomé un trago de agua de la cantimplora que llevaba. ¡Había caminado todo aquel tiempo y aún no había llegado al primer piso! Saqué de la bolsa el drokr, lo abrí y extraje de su interior los mapas de Hrad Spein. No sabía en qué lugar exacto me encontraba en aquel momento, pero el pasillo no tardaría en desembocar en una espiral. Seis enormes vueltas que se adentrarían en el abismo, hacia el primer piso de los Palacios del Hueso. Pero tenía que ir mucho más lejos, hasta el octavo. Allí era donde se encontraba la tumba del general Grok, con el Cuerno del Arco iris.

Me esperaban largos y agotadores días de viaje antes de alcanzar el octavo piso. Y eso si tenía suerte. Una semana para llegar al octavo piso… ¿Cuánto se tardaría entonces en llegar al cuadragésimo octavo? ¿O más allá, a los pisos sin nombre, donde ninguna criatura viva había puesto el pie en nueve mil años?

La escalera describió un giro y luego otro. Comencé a dar vueltas y más vueltas, adentrándome cada vez más en el subsuelo.

La luz iluminó otra inscripción en la oscuridad y me detuve en seco: estaba escrita en la lengua de los humanos.

Acerqué la antorcha a la pared. Tal como había pensado, las letras eran de un color rojo oscuro. Estaban escritas con sangre. Alguien había trazado pacientemente dos palabras en grandes caracteres: «¡No bajéis!». Me quedé allí un momento, observando la advertencia, y luego continué unos pasos más y me encontré con otra palabra: «¡Marchaos!».

Al cabo de otra eternidad, tras el sexto giro de la espiral, el pasillo comenzó a iluminarse. Al principio pensé que era una mala pasada que me jugaban los ojos, pero la oscuridad comenzó a remitir, reemplazada por una densa penumbra. Diez pasos después estaba rodeado por una pálida luz gris que parecía emanar de las paredes. Podía ver a la perfección, y tuve que hacer un esfuerzo para evitar la tentación de apagar la antorcha.

Bajo mis pies, el suelo comenzó a inclinarse cada vez más, hasta parecer una ladera empinada. Tuve que caminar con mucha lentitud y cuidado para no tropezar y bajar resbalando sobre la espalda. La luz seguía allí, de modo que, tras un momento de vacilación, arrojé la antorcha a un lado. La cuesta se interrumpió bruscamente, el suelo volvió a nivelarse, el pasillo se convirtió en una esquina y entonces me topé con lo que ya había desesperado de encontrar: la entrada al primer piso de los Palacios del Hueso.

Bueno, cuando lo llamo entrada incurro en una leve exageración. De la entrada no quedaba absolutamente nada. La escalera que comunicaba el umbral de Hrad Spein con el primer piso se había desplomado y la parte superior, que aún seguía en pie, desembocaba en un agujero de grandes dimensiones.

Me aproximé con cautela al borde del agujero y miré hacia abajo.

Cuatro peldaños y luego un espacio vacío. El camino se alejaba unos ochos pasos de mí hasta un lugar donde yacían amontonados los restos fragmentados de la escalera. Era extraño… muy extraño… ¿Qué despreciable gusano podía haber hecho aquello?

Porque la habían destrozado deliberadamente, como evidenciaba el hecho de que los peldaños supervivientes estuvieran cubiertos por una densa capa de hollín e incluso fundidos aquí y allá. Alguien había lanzado un hechizo contra la escalera antes de mi llegada. Y no tenía la menor duda de que ese alguien era Lafresa.

Pero no terminaba de entender la razón de aquel acto. Para empezar, ¿cómo pensaban salir ahora Balistan Pargaid y sus hombres? Y además, era curioso —por decir algo— que ella creyera que así me impediría bajar. Por descontado, saltar desde aquella altura era el mejor modo de partirse todos los huesos en mil pedacitos, pero hay muchas formas más de bajar desde un sitio elevado, aparte de saltar. Como por ejemplo, una telaraña élfica que se adhiere a cualquier superficie y levanta por sí misma a su propietario hasta la altura que éste desee.

Lafresa no era estúpida, así que debía de saber que podría bajar. Eso significaba que las cosas no eran tan sencillas como parecían y que allí abajo habría una bienvenida preparada para mí, con orquesta real y heraldos incluidos. Más me valía comprobar cien veces que no había ningún peligro antes de meterme en la boca del lobo.

Tuve que tumbarme en el suelo y suspender el cuerpo sobre el agujero para estudiar con el máximo detenimiento posible el punto sobre el que iba a descender.

Mmm, sí.

Un pasillo espléndidamente iluminado, con antorchas en las paredes, un montón de escombros y una fina capa de polvo en el suelo. La presencia de las antorchas no me sorprendía, llevaban mil años encendidas y seguirían estándolo al menos otros tantos. La magia chamánica no dejaría que se apagaran.

Era el momento de echar mano a la bolsa y sacar un frasco de cierta sustancia mágica. Volví a tumbarme y vertí unas pocas gotitas sobre los escombros amontonados.

Lo que vi superó mis más alocadas expectativas. De hecho, para ser sincero, me sorprendió tanto que estuve a punto de caerme desde el borde de la escalera. Porque había una criatura sentada sobre las rocas. Un hechizo la había ocultado haciéndola invisible hasta que le eché el líquido mágico encima.

En cualquier caso, estaba repantingada justo debajo del agujero, con las fauces abiertas de par en par, esperando pacientemente a que la cena se metiera sólita en ellas. El monstruo debía de haber nacido en la encantadora pero indudablemente perturbada cabecita de mi amiga Lafresa. ¡No podía existir en la naturaleza una bestia formada única y exclusivamente por unas fauces y una fila tras otra de colmillos de un blanco cegador y afilados como navajas! Con cierto esfuerzo, habría sido posible meter a un caballero entero, con montura y todo, por las fauces del voraz monstruo.

¡Qué artera víbora era Lafresa, qué ingeniosa trampa me había preparado! Me imaginé la sorpresa que habría sentido de haber descendido por la cuerda y encontrarme de pronto en las tripas de la bestia. ¡Qué forma más indigna de desaparecer, y encima en el primer piso de los Palacios del Hueso!

Pensé en meterle al monstruo un virote por la garganta, pero para ello habría necesitado una balista, no una ballesta. Un virote normal y corriente no le haría el menor daño. Y lo más probable es que el medallón de Kli-Kli no sirviera de nada contra un monstruo de pesadilla como aquél.

Tanteé furiosamente a mi alrededor, recogí una piedra más grande que mi puño y la arrojé al interior de las fauces abiertas. La trampa funcionó a las mil maravillas. Al sentir la piedra, aquel saco de colmillos se cerró como impulsado por un resorte.

¡Chac!

«¡Espero que se te indigeste!».

La piedra no fue del agrado del monstruo, que desapareció con un pop ensordecedor.

En el nombre de… ¡Una trampa que sólo funciona una vez y luego desaparece!

Pero soy de naturaleza demasiado suspicaz como para dejarme engañar por una simple y repentina desaparición. Así que utilicé unas gotitas más del mágico líquido que revelaba la presencia de trampas ocultas. Nada. Las fauces se habían esfumado.

A pesar de lo cual, sentía una cierta aprensión al descender por la cuerda. Así que, más que nada por tranquilizarme, cuando me encontraba sólo a dos metros del suelo, solté una mano de la cuerda, la metí en la bolsa y dejé caer una piedra que me había traído a tal efecto. Rebotó varias veces sobre el suelo. No había nadie esperándome allí abajo. Terminé de bajar y ordené en silencio a la cuerda telaraña que se soltara, la recogí y me la até al cinturón.

Hora de seguir adelante.

Me encontraba en un pasillo largo y vacío, con ocho antorchas encendidas. Había dos aberturas en cada pared, y tardé unos instantes en orientarme en el mapa. A esa profundidad era absolutamente imposible distinguir el norte del sur, pero por suerte para mí, el Salón de la Llegada —que es como llamaban a aquella sala en los mapas— contaba con indicaciones muy claras para todo el que fuese tan estúpido como para meterse en los Palacios del Hueso. Para saber cuál era cada dirección sólo tenías que levantar la cabeza y mirar al techo, en donde unas manos hábiles habían tallado una flecha de gran tamaño para indicar al viajero en qué dirección estaba el norte. Y según aquella flecha, tenía que seguir por la abertura más lejana del lado derecho.

Como es lógico, la ley universal de la buena fortuna de Harold establecía que aquella entrada conducía al más oscuro y angosto de los pasillos. Y a diferencia de los otros tres, que eran más anchos y estaban mejor iluminados, éste ascendía en lugar de descender. Me detuve a la entrada y escuché con la máxima atención.

Ni un murmullo. Ni un sonido. Sólo una solitaria antorcha encendida unos cuarenta pasos por delante. ¿De verdad era aquél el camino? Tuve que sacar de nuevo los mapas de la bolsa para verificarlo. Sí, eso parecía. Lancé una última mirada de desilusión a los otros pasillos, más sugerentes, pero no se podía hacer nada, tenía que fiarme del mapa.

El pasillo que continuaba a partir de allí era tan angosto que mis hombros tocaban las paredes al andar y tuve que caminar de lado, como un cangrejo. Y me daban tanto miedo las historias sobre el mal despertado por los huesos de los ogros que me detenía cada pocos pasos para escuchar el silencio.

Por suerte para mí, el silencio no dejó de ser eso, silencio, y no escuché ningún ruido extraño o inexplicable. Dejé atrás la primera antorcha, luego una segunda y después una tercera. El pasillo seguía ascendiendo ligeramente y comencé a sentir un miedo creciente a haber errado el camino, a pesar de que era el que indicaba el mapa, sin ningún género de duda. Pero si la lógica no me fallaba, el octavo piso debía de estar por debajo del primero, no por encima. Lo que había sobre mi cabeza era Zagraba, no un complejo de cámaras funerarias. Al llegar a la séptima antorcha me detuve y traté de sacarla de su soporte. Fue una completa pérdida de tiempo. Estaba totalmente pegada y se negó en redondo a salir.

El ligero ascenso llegó a su fin, el pasillo describió un brusco giro y desembocó en un pequeño habitáculo del que salían otros dos pasillos. El lugar estaba tan iluminado como la primera sala y no había necesidad de revisar el mapa. Recordaba por qué camino debía seguir.

* * *

Tardé seis horas en llegar a la escalera que llevaba al segundo piso. Lo cual no era mucho, si lo pensamos un momento. Para ser sincero, no estaba demasiado impresionado por el primer piso. Mentiría si dijera que estaba decepcionado, pero la verdad es que por el momento los rumores sobre Hrad Spein parecían sumamente exagerados.

Y esperaba que el resto de mi viaje fuese igualmente tedioso y aburrido. Aunque lo cierto es que lo ocurrido en el primer piso era lo lógico. Ni siquiera los humanos habían enterrado a sus muertos allí. Era más bien una especie de antesala. Los niveles de los ogros estaban muy lejos y las Puertas del tercer piso protegían a todo lo que había sobre ellas del mal de las profundidades. Las tumbas de los humanos comenzaban en el segundo piso y había también algunas en el tercero (donde los muertos estaban enterrados a ambos lados de las Puertas). Y también en el sexto piso, claro, donde yacían los restos de sus guerreros más heroicos. La tumba de Grok, en el octavo, era una especie de excepción a esta norma.

Todo el primer piso se había convertido en una especie de intrincada red de salas, pasillos y estancias. En dos ocasiones me perdí, revisé el mapa y tuve que desandar mis pasos hasta encontrar el camino correcto. Por todas partes veía tristes paredes de basalto gris sin ornamentos de ninguna clase, y a veces de factura muy tosca. Me encontré tres veces con escalinatas que descendían hacia la oscuridad, pero prudentemente opté por dejarlas atrás. Nadie sabía cuánto podían desviarme de mi objetivo… y además tampoco aparecían en los mapas. Me detuve a descansar cuatro veces. La monotonía y la penumbra del lugar resultaban terriblemente deprimentes, sentía un dolor inmisericorde en los ojos y en la cabeza y cuando por fin llegué a la escalera que buscaba, exhalé un suspiro de algo muy parecido al alivio.

El silencio de los mudos salones me pesaba intensamente en los oídos y me invadió el deseo de ponerme a gritar, siquiera para oír un sonido emitido por un ser vivo. Por extraño que pueda parecer, a pesar de la profundidad no hacía frío, sino más bien todo lo contrario. Y lo mejor de todo era que no había corrientes, ni tan siquiera una mera brisa, por lo que la llama de las antorchas ardía con regularidad y sin temblores, lo mismo que el baile de las sombras sobre las paredes. Al mismo tiempo, el aire era tan fresco y puro como si estuviera de excursión por Zagraba en lugar de vagando por unas catacumbas. Debía de ser también el efecto de algún hechizo.

En cualquier caso, las impresiones que había extraído del primer piso conformaban una imagen bastante borrosa. Por suerte para mí, la cuarteta del acertijo en verso no se había hecho realidad. ¿Que qué cuarteta era? Ésta:

Si eres hábil y valiente, rápido y audaz,

de paso liviano y mente penetrante,

evitarás las trampas que te hemos puesto,

pero cuidado con la tierra, el agua y el fuego.

Hasta entonces, Sagot mediante, no había sucedido nada de todo aquello. Y confiaba en que todos los demás versos de aquel estúpido poemilla de los hechiceros de la Orden resultaran igualmente poco fiables.

Pero a pesar de que no me había encontrado con nadie, sentía un agotamiento desesperado. Puede que porque, siguiendo una vieja costumbre, había avanzado pegado a las paredes, saltando de sombra en sombra, tratando de esquivar los espacios mejor iluminados y parando cada dos minutos para escuchar el silencio. Así que mi cansancio era tanto mental como físico.

Encontré un lugar cómodo para descansar en la esquina más alejada de una sala, cuyas paredes estaban cubiertas de densas sombras. La caminata me había dejado con un hambre de lobo, así que devoré otro medio bizcocho sin la menor vacilación. El bizcocho mágico era una fina galleta no más grande que mi mano. Con sólo medio te sentías como si acabaras de devorar un banquete de reyes, formado por ciento un platos distintos. Así que saciaba, sin duda, pero no era muy sabroso. Como mucho, su sabor se podía comparar al del pan, aunque se parecía más bien al de la paja mohosa. Se podía comer, pero no lo disfrutabas. Salvo, claro está, que fueses un caballo.

Cuando acabé de masticar el bizcocho, lo ayudé a bajar con un poco de agua y me preparé para pasar la noche. Necesitaba al menos un pequeño descanso para recuperar fuerzas. Dejé la ballesta a un lado y me quedé dormido.

No puedo decir que lo hiciese como un niño. Hrad Spein no es lo que se dice el lugar idóneo para tener dulces sueños. Flotaba en la zona intermedia entre el sueño y la vigilia, donde a veces me hundía en los sueños y a veces salía a la superficie. Estaba muy nervioso y en no menos de seis ocasiones abrí los ojos y agarré la ballesta, pero no había ningún peligro y el lugar continuaba tan desierto como siempre, sin más movimiento que el titilar de la antorcha en la pared opuesta.

El sueño me hizo un gran servicio. Al menos, al despertar me sentía descansado y —por sorprendente que pueda parecer— sano y salvo. Nadie había tratado de arrancarme a mordiscos una pierna o la cabeza mientras dormía, cosa por la que di gracias al instante a Sagot.

Permanecí parado un buen rato en la amplia escalinata de piedra que se adentraba en la oscuridad. Ignoraba lo que podía ocultarse allí abajo, en las tinieblas, y no tenía ninguna gana de comprobar la resistencia de mi piel contra los afilados colmillos de algún horripilante monstruo. Pero por mucho que me quedara allí de pie, el Cuerno del Arco iris no subiría arrastrándose a mi encuentro. Suspiré, saqué una de mis «luces», le di una sacudida que le hizo cobrar vida con un parpadeo y apoyé el pie en el primer peldaño de la escalera que bajaba al segundo piso.

En la escalera, la oscuridad era absoluta y de no haber sido por mi fría luz mágica, habría tardado al menos una hora en bajar.

Los peldaños descendían en línea recta. No se ensortijaban alrededor de una espiral ni bailaban como una víbora borracha, sólo seguían y seguían, cada vez más abajo, sin que la luz de mi mágica lámpara llegara apenas a tocar el techo.

Conté doscientos cuarenta y cuatro peldaños antes de llegar al segundo piso. Siempre será un misterio la identidad de quien construyó aquella escalera de monstruosa longitud, tallando los peldaños directamente sobre el cuerpo de la tierra, pero en mi mente lo maldije sin reservas, sobre todo al pensar que tendría que volver a subirlos.

Me sorprendió la diferencia entre el segundo piso y el primero.

Para empezar, los techos allí eran abovedados en lugar de planos. Además, las paredes ya no parecían desnudas y carentes de vida. Una sala tras otra, había imágenes pintadas sobre ellas, así como inscripciones. Algunas estaban escritas en la lengua de los humanos, aunque las antiguas letras eran de trazo muy elaborado. La mayor parte eran indicaciones sobre la ubicación de las diferentes secciones y las identidades de quienes estaban enterrados en cada cámara mortuoria.

En segundo lugar, había gran abundancia de gárgolas de piedra. De hecho, una casi cada cien pasos. Todas las estatuas parecían absolutamente distintas, o al menos, al pasar por delante de ellas no vi dos que fuesen iguales. Sus desconocidos escultores habían creado gárgolas de todos los tamaños imaginables, en las poses más increíbles. Muchas de las estatuas eran tan horripilantes que bastaba con mirarlas para que te empezaran a temblar las rodillas.

De la boca de una de las gárgolas caía un tintineante y plateado hilillo de agua sobre un cáliz poco profundo que la estatua sostenía entre los dedos. La probé con cautela. No parecía envenenada, así que aproveché la ocasión para beber hasta hartarme y rellenar mi cantimplora.

En tercer lugar, en el segundo piso no había antorchas. Sólo se veía fuego en las palmas abiertas de algunas de las gárgolas o en unas pequeñas jaulas que colgaban del techo. Pero en general no había llamas en ninguna parte y la luz emanaba directamente del techo. En algunos sitios era muy tenue y una densa y oscura penumbra inundaba las salas.

La reputación de los Palacios del Hueso como el mayor cementerio del mundo era bien merecida. Aparte de su arquitectura, las imágenes de las paredes y las decenas de gárgolas, eran el lugar donde descansaban miles y miles de almas que habían partido a la luz.

Había dos sarcófagos esperándome a la misma entrada del segundo piso. Sendos nichos de piedra con enormes losas que, saltaba a la vista, pesaban muchísimo. Por mera curiosidad me acerqué a una de ellas y leí el nombre y la fecha de la muerte de su ocupante. Lo habían enterrado más de setecientos años antes. Seguí mi camino sin detenerme más que de vez en cuando en alguno de los ataúdes para saciar mi curiosidad con los nombres de los fallecidos. Pero ésta no tardó en agotarse. ¡Había demasiados sarcófagos! Para leer los nombres de todos los muertos tendría que haber pasado allí diez años y debía estar muy atento en todo momento para asegurarme —no lo quisiera Sagot— de que no me adentraba por el pasillo equivocado.

A veces los ataúdes de piedra estaban apilados unos sobre otros hasta llegar al techo, o escondidos en los nichos de las paredes, que cada vez se parecían más a los panales de las abejas.

Y muchas veces, la imagen del fallecido estaba tallada en la losa de su sarcófago. Aunque lo más frecuente, sobre todo en las salas más alejadas de la escalera, era que los muertos estuviesen enterrados en las paredes, con nichos sellados que sólo tenían una lápida a modo de recuerdo.

Pensé que nunca acabarían las salas, los pasillos, las galerías, los corredores, las habitaciones y las escaleras. Allá donde fuese me recibía sólo un silencio de tumba, un sinfín de ataúdes y las gárgolas, que seguían a los visitantes por el lugar con sus ciegos ojos de piedra.

Me encontré con el primer cuerpo tras vagar largo rato por el segundo piso y después de haber dejado atrás varias escaleras que descendían al tercero. (El único camino que pensaba utilizar para llegar a ese piso eran las Puertas. A fin de cuentas, para eso tenía la Llave. Cualquier desvío tenía tanto sentido como arrojarse de cabeza a un remolino o meterse corriendo y desnudo en un edificio en llamas).

El cuerpo estaba tendido en el suelo, con los brazos y las piernas abiertos, y debía de llevar muerto unos meses como poco, porque la ropa estaba en avanzado estado de descomposición y no le quedaba carne en los huesos.

Para ser honesto, éste es exactamente el tipo de cadáver que prefiero, porque son los que causan menos problemas. Pero no me gustaba el aspecto de su indumentaria, porque era gris y azul. Y hasta el mayor cabeza de chorlito del mundo se habría dado cuenta de que no era un traje de civil, sino un uniforme. El uniforme de un miembro de la Guardia Real. Y por si esto fuese poco, la espada rota que había junto a sus restos confirmaba su condición de soldado.

Puede que fuese un miembro de la primera expedición, la que habían enviado a buscar el Cuerno del Arco iris a finales de invierno o principios de primavera. Ninguno de sus miembros había regresado a la superficie y Alistan Markauz había perdido a más de cuarenta de sus hombres en los Palacios del Hueso. Aquel guerrero era uno de ellos. O puede que me equivocase y el muerto fuese un miembro de la segunda expedición, que había encontrado el lugar de su eterno descanso en las lóbregas profundidades de aquellas catacumbas.

Tenía el cráneo totalmente aplastado y me pregunté cómo habría muerto. Me incliné para estudiar el cuerpo con más detenimiento y en ese momento me fijé en una bolsa negra que había debajo de él.

Sin el menor remilgo (los huesos son sólo huesos), aparté el esqueleto y recogí la bolsa. La tela estaba rígida y ennegrecida por la sangre que la había empapado. Había un libro dentro de la bolsa, pero por desgracia su contenido no tenía sentido. Estaba casi totalmente cubierto de sangre. Traté de volver las páginas, pero estaban pegadas y sólo algunas de ellas cedieron a mis insistentes esfuerzos. ¡Por la oscuridad! Era imposible leer nada, aunque se veía que lo habían usado para escribir en los márgenes.

«… a… ch… 6

ca… en… t… mp…»

«Mmm, sí, imposible descifrar nada». ¿Sería más fácil en las páginas siguientes?

Mientras hojeaba el libro, me encontré con una anotación que casi se podía entender.

«… arco 28

P… rtas cerra… adelantarse para buscar un… rut… l… z azul… es la m… rte!»

¡Ajá! Conque la expedición había llegado a las Puertas del tercer piso. ¿Qué sería «l… z azul»? ¿Luz, quizá?

En la última página no había una sola gota de sangre, pero la única línea escrita era casi ilegible y me costó bastante descifrarla. Quienquiera que la hubiera escrito tenía muchísima prisa.

«2 de abril:

El teniente ha muerto, la bestia lo ha dejado tan aplastado como una torta. Siart y Shu han escapado hacia las escaleras».

Pobre diablo… ¿Era eso lo que había salido arrastrándose de la oscuridad y le había aplastado la cabeza?

Recorrí con mirada cautelosa la sala vacía y la entrada a la siguiente. Pero lo que quiera que hubiera matado al desgraciado se había marchado hacía tiempo, así que seguí mi camino sin hacer el menor esfuerzo por ocultarme.

No había tumbas allí, sólo unas grandes columnas cuadradas sobre amplios plintos. Parecían extenderse hasta el infinito. El techo despedía una leve luminiscencia, lo que hacía que la sala pareciese tenebrosa e interminable. Comencé a avanzar pegado a las columnas. Sólo la oscuridad sabe por qué, pero de repente el lugar no me gustaba nada en absoluto. Había recorrido algo así como su cuarta parte cuando comenzaron los problemas.

De repente, un espantoso sonido chirriante inundó toda la sala y quedé inmóvil, cogido totalmente por sorpresa. Al cabo de ocho segundos de ensordecedor silencio, el chirrido se repitió y, dos columnas por delante de mí, aparecieron tres largos y profundos surcos en la pared. Como si una zarpa poderosa e invisible los hubiera excavado en la piedra. Estupefacto, sentí que me empezaban a castañetear los dientes. Entonces aparecieron nuevos surcos en la columna siguiente y oí el mismo y aterrador chirrido.

El penetrante sonido me puso los pelos de punta.

No perdí un solo segundo tratando de averiguar lo que estaba sucediendo. Simplemente salí corriendo a toda velocidad en dirección opuesta. La columna que había detrás estalló en una nube de polvo y fragmentos de piedra. Algo me asestó un doloroso golpe en el hombro derecho, que estuvo a punto de tirarme al suelo.

¡Buuum! ¡Buuum!

Los fuertes temblores y los chirridos me pisaban los talones, pero seguí corriendo a toda velocidad sin mirar atrás una sola vez (pues en los Palacios del Hueso el exceso de curiosidad se pagaba con la muerte). Las columnas pasaban por delante de mis ojos a izquierda y derecha, pero de repente la salida de la sala parecía encontrarse a una distancia inalcanzable. Y en un golpe de mala suerte, la cuerda telaraña que creía haberme ceñido firmemente al cinturón escogió aquel momento para soltarse y caer al suelo. Parar para recogerla era impensable: mi vida me importaba más que todas las cuerdas mágicas del mundo.

Lo que me estaba persiguiendo, fuera lo que fuese, no estaba dispuesto a rendirse y otras tres columnas se partieron detrás de mí arrojando fragmentos de piedra, como si un gigante enfurecido estuviera golpeándolas con los puños. Pero ¿qué fuerza hacía falta para destrozar una columna de piedra tan gruesa como un roble centenario?

Entré corriendo en la sala donde estaba el guardia muerto, salté sobre su cuerpo, la crucé hasta el otro lado y me detuve al llegar a la puerta contraria. Fuera lo que fuese aquel monstruo, la salida de la sala de las columnas era demasiado estrecha para él. Los pasos continuaban acercándose, pero juro por Sagot que no podía ver nada.

Oí de nuevo aquel ruido chirriante y entonces, una sección de gran tamaño del muro que había junto a la entrada a la sala de las columnas emitió un gemido, como si estuviera dotado de vida, y se desmoronó en medio de una nube de escombros.

¡Buuum! ¡Buuum!

El invisible monstruo pisó el esqueleto del guardia, que quedó reducido a fino polvo, y luego avanzó en mi dirección, con la evidente intención de deparar el mismo trato a vuestro viejo amigo Harold.

Creo que chillé antes de dar media vuelta y echar a correr sin pensar dónde debía girar ni preocuparme por la posibilidad de perderme. Sólo quería salvar el pellejo. Seguía oyendo aquel terrible ruido atronador y el estruendo de los muros que se desmoronaban detrás de mí. Salí corriendo a un pasillo, torcí a la izquierda, luego a la derecha, luego de nuevo a la izquierda…

* * *

Mucho después de que los ruidos del monstruo se hubieran perdido en la distancia, yo seguía demasiado aterrado como para dejar de correr. Sólo me di cuenta de que estaba perdido cuando me quedé sin fuerzas para seguir huyendo.

Con una maldición dirigida al mundo y a todo cuanto contenía, me senté en el suelo y apoyé la espalda en un sarcófago. Que pasase lo que tuviera que pasar, pero Harold no pensaba seguir corriendo. Cuanto más tiempo pasara huyendo por los corredores en penumbra, menores serían las probabilidades de volver a orientarme. El hombro en el que me había alcanzado el fragmento de la columna me dolía mucho. Estaba claro que me iba a salir un cardenal enorme. Lo que tenía que hacer de momento era descansar, recobrar el aliento y tratar de averiguar dónde me encontraba exactamente.

Lo que había sucedido era que todo había ido tan tranquila e inocentemente como en el primer piso, por lo que había cometido el imperdonable error de relajarme demasiado y no esperar más problemas. Y aparte de perderme, me había quedado sin mi cuerda. Y sin ella no podría volver, porque la señora Lafresa había destruido la escalera y me había dejado sin forma de cruzar los ocho metros que me separaban del camino a la salida. De repente, mis probabilidades de escapar de Hrad Spein habían menguado de manera drástica. No tenía sentido tratar de recuperar la cuerda. No estaba seguro de poder encontrar el camino de vuelta, aparte de que no me apetecía nada volver a meter la nariz en la guarida de Destrozamuros.

Así que mi camino de regreso a la superficie había quedado cortado. Tenía la seguridad de que existían otras salidas de los Palacios del Hueso. Como mínimo, tenía cuatro entradas principales. La del Oeste se encontraba en algún lugar de Zagraba, pero a centenares de leguas de distancia. Había otras dos entradas cerca de las estribaciones de las montañas de los Enanos, pero tras el despertar del mal en las cámaras funerarias, los enanos las habían cegado por precaución. De modo que podía olvidarme de las entradas principales. Pero aparte de éstas, tenía que haber otras menos importantes. Tenía que haberlas, pero ¿podría encontrarlas?

Vagando sin objetivo por el segundo piso y aferrándome a la esquiva sombra de una esperanza no iba a ir a ninguna parte, así que saqué los mapas de mi bolsa y comencé a estudiarlos a la escasa luz de que disponía. Tardé más de media hora en localizar en el mapa una vieja escalera que llevaba a la superficie desde el primer piso. Según mis cálculos (y siempre que la escalera hubiera sobrevivido al paso de los milenios), para llegar a ella desde las Puertas tendría que recorrer dos leguas en el segundo piso y cinco en el primero. Un camino muy, muy largo, pero era mejor que nada.

En ese caso, después de conseguir el Cuerno (es decir, en el caso de que lo consiguiera), tendría la oportunidad de salir de las cámaras funerarias, aunque lo haría a una enorme distancia del lugar en el que me esperaba el grupo. Pero prefería mil veces estar en una zona desconocida del bosque que morirme de hambre en aquellos funestos salones de piedra. (¿Y quién era la rata que había inventado el cuento de que era un lugar increíblemente hermoso?).

El problema más importante que afrontaba en aquel momento era que no tenía ni la menor idea de en qué parte del segundo piso me encontraba. En mi huida de Destrozamuros había perdido del todo el sentido de la orientación y ahora sólo los mapas podían ayudarme a encontrar el camino. Tenía que dar con alguna sala especialmente característica e inusual y localizarla en el mapa para orientarme.

Una tarea muy sencilla a primera vista, pero no tanto una vez metidos en harina. En aquel sector, todas las salas y todos los pasillos eran muy similares. Penumbra, tumbas y gárgolas a centenares. Cuanto más vagaba por aquel vasto mausoleo, más crecía mi desesperación.

Sala, pasillo, habitación, intersección, sala, sala, pasillo, penumbra y gárgolas. Los malditos monstruos de cara infernal me crispaban más los nervios que un centenar de bufones trasgos con una sobredosis de hierbas mágicas. Me dolían las piernas y tenía que descansar de nuevo y comer algo. Seguía en alguna parte de la zona de los humanos, pero no había un solo símbolo o una sola marca en las paredes. Llevaba ya un día y medio arrastrándome por Hrad Spein, pero aún no había alcanzado las Puertas. Y Lafresa seguía campando a sus anchas en alguna parte, junto con los servidores del Amo. Sería sumamente desagradable topar con ellos en el momento menos indicado.

Por fin, cuando me disponía a ponerme a gritar, salí a una enorme sala en la que los sarcófagos estaban ordenados formando una gigantesca estrella de ocho puntas. Tras un examen más detenido, descubrí que el salón también tenía forma de estrella, sólo que de cinco puntas.

Tenía que sacar los mapas de nuevo. No me costó mucho localizar la sala con forma de estrella: había que ser ciego para no verla. Pero al trazar la ruta desde allí hasta las Puertas, se me escapó un silbido. Me había desviado muchísimo. Así que tenía un largo camino por delante. Y la ruta parecía mucho más peligrosa que la que los hechiceros de la Orden habían marcado en el mapa. Nada indicaba la posición de trampas u otras sorpresas desagradables que pudieran estar esperándome. Todo lo que había tratado de esquivar con el camino trazado originalmente podía aparecer en cualquier momento delante mismo de mis narices. Y tampoco tenía sentido deshacer el camino andado: me había extraviado tanto que entre el camino de regreso y el recorrido hasta el tercer piso tardaría más que yendo hasta las Puertas desde donde me encontraba. Aparte de que no me olvidaba ni por un instante de la criatura que había intentado dejarme convertido en una tortilla. ¡No tenía la menor intención de volver a acercarme a esos pies!

Me puse en camino, no sin repartir maldiciones entre los condenados hechiceros que habían decidido ocultar el Cuerno del Arco iris en un lugar tan profundo, los constructores de los Palacios del Hueso y creadores de aquel laberinto interminable, los monstruos que no se estaban quietos en sus rincones y yo mismo, por la escasa habilidad con la que me había atado la cuerda telaraña al cinturón.

* * *

Tras atravesar otras cuarenta y tres salas, me encontré con una trampa, pero por suerte alguien la había activado antes que yo. Una corta sección de pasillo con un agujero en el lugar donde tendría que haber estado el suelo. Un pozo de aproximadamente un metro de profundidad, con una manta de afiladas estacas de acero al fondo. Y allí, con las estacas asomando por entre las costillas como jóvenes arbolillos, un esqueleto. El pobre diablo no había detectado la trampa y lo había pagado con la vida.

El problema era que Harold, por desgracia, no era una pulga. Aunque cogiera carrerilla, no podría saltar un agujero de más de cinco metros. La cruda realidad era que caería al fondo a mitad de camino.

Un callejón sin salida.

No había forma de rodearlo. Tenía que encontrar la manera de cruzar, o perder otro día desandando el camino y buscando una nueva ruta hacia las Puertas.

Un estudio más detenido del agujero abierto en el suelo reveló que había unas alargadas y anchas ranuras en la pared donde podían ocultarse perfectamente las losetas que habían desaparecido. ¿Querría esto decir que había algún mecanismo escondido y que, si conseguía activarlo, las losetas volverían a su posición y podría tratar de cruzar el agujero?

Parecía probable.

Tras investigar con más cuidado la escena, reparé en un bloque de piedra rectangular que sobresalía del techo. Allí estaba la respuesta al acertijo. Sólo que lo tenía tan lejos que lo mismo podría haber estado en la luna, sobre todo si tenemos en cuenta que mi cuerda telaraña estaba irremediablemente fuera de mi alcance.

Pero aún tenía la ballesta. Apunté y pulsé el gatillo. El virote rebotó en el techo con un chispazo, junto al bloque, y cayó al foso. De acuerdo, tendría que probar con un enfoque distinto. Me tumbé de espaldas con la cabeza justo debajo de la protuberancia del techo y sujeté el arma con ambas manos.

¡Clang!

El bloque se introdujo suave y silenciosamente en la piedra hasta desaparecer del todo. Algo emitió un suave zumbido en la pared y a continuación las losetas de piedra salieron de sus nichos y empezaron a moverse con mucha lentitud las unas hacia las otras. No esperé a que volvieran a formar una superficie ininterrumpida. Era muy probable que la trampa volviera a activarse.

Salté sobre la loseta en movimiento de la izquierda y eché a correr, con cuidado de no precipitarme al foso. Logré volver al suelo macizo antes de que las losetas volvieran a cerrarse, con un crujido sordo.

Dos salas más tarde llegué a otro pasillo con ranuras alargadas en las paredes, sólo que esta vez a la altura de mis caderas. ¡Otra agradable sorpresita, por la oscuridad!

Me acerqué a un sarcófago roto. No tenía ni la menor idea de quién era el que había tratado de romper la tapa del ataúd, pero ahora era muy fácil acceder a los restos. Un cráneo amarillo me sonreía desde allí dentro. Lo cogí y lo arrojé al suelo del pasillo.

Unas hojas semicirculares salieron de los extremos más alejados de las ranuras y atravesaron el aire con un zumbido hasta llegar a la entrada, donde se detuvieron. Conque ésa era la trampa. Podría haber acabado dividido en dos Harolds. Mientras las hojas se ocultaban de nuevo en el interior de la pared y la trampa se rearmaba para el siguiente viajero incauto, pasé deslizándome y continué apresuradamente mi camino.

De momento todas las trampas habían sido dispositivos bastante toscos, pero eso sólo quería decir que habían sido fabricadas por manos humanas. Estaba seguro de que los elfos y los orcos serían mucho más inventivos en sus métodos para enviar a los visitantes indeseables de sus palacios sagrados a la luz.

Había pasado mucho tiempo y me sentía muy cansado. Esta vez escogí para descansar las manos de una enorme y repulsiva gárgola. Me costó bastante esfuerzo encaramarme a las manos de piedra, dobladas para formar una copa, pero una vez allí me sentí tan cómodo como si me hubiera refugiado en el bolsillo de Sagot. Tomé medio bizcocho, me quité las botas, apoyé la cabeza en el saco y la mano en la ballesta cargada y dormí como un niño.

* * *

No sé cuánto dormí. Sin el sol ni las estrellas, el tiempo pasa de forma imperceptible en las catacumbas. Sólo disponía del hambre y de la fatiga para medir el paso del tiempo y como la fatiga había desaparecido sin dejar ni rastro, parecía muy factible que hubiese dormido largo rato. En cualquier caso, las tripas me sonaban con urgencia y tuve que devorar otra media porción de mis mágicas raciones para acallarlas.

Tenía el cuerpo entumecido después de pasar tanto tiempo tendido sobre roca y me costó levantarme, estirarme y ponerme las botas. Era hora de seguir mi camino y no más de diez salas me separaban de las Puertas.

—¡No hacemos más que caminar, caminar y caminar, sin llegar a ninguna parte! ¿Te das cuenta de que estamos perdidos en estos malditos pasillos?

Al oír el inesperado sonido de una voz me agaché de forma instintiva, pero nadie habría podido verme ni aunque hubiera estado completamente erguido. El nicho formado por las manos de la gárgola era un magnífico escondite.

—¡La culpa es tuya! —dijo una segunda voz.

—¿Mía?

—¿A quién le entraron de repente ganas de orinar? ¡Por tu culpa nos retrasamos y luego no hemos podido encontrarlos! ¡Por qué me quedaría contigo, soy un estúpido!

—No te asustes. El señor Balistan Pargaid no abandona a sus hombres.

—Claro, no ha hecho otra cosa que buscarnos durante las últimas ocho horas —resopló el segundo hombre.

Las voces comenzaron a alejarse y decidí que podía dar un salto, agarrarme al borde de las manos y echar un vistazo. Dos soldados con cota de malla y espadas caminaban lentamente en la misma dirección por la que había llegado yo.

Los pobres diablos estaban perdidos. Les estaba bien empleado. Dos salas más allá se encontrarían con una trampa que los reduciría a una pulpa sanguinolenta. Y yo, desde luego, no pensaba hacer nada por detenerlos.

Así que Balistan Pargaid y Lafresa habían llegado al segundo piso. Era una mala noticia. Sólo esperaba que hubieran perdido a muchos hombres por el camino.

Esperé a que hubieran desaparecido por el lejano pasillo y luego descendí de un salto y seguí mi camino. A partir de allí la ruta era tan recta como la calle de los Desfiles y podía continuar hasta la siguiente intersección sin preocuparme por nada. Las dos ovejas descarriadas con las que acababa de cruzarme habrían activado cualquier trampa que hubiese y dado que seguían con vida, podía asumir que no había ninguna en el camino inmediato. Crucé a la carrera las seis salas siguientes (por si los dos hombres decidían de repente dar media vuelta).

En la séptima sala, en cuyas paredes se veían las negras aberturas de varios pasillos que conducían en todas las direcciones imaginables, me detuve y, tras revisar los mapas, continué por el cuarto de la derecha. Era un poco extraño, por decirlo de manera suave: siete pasos y un brusco desvío a la izquierda, otros siete y otro desvío a la izquierda, luego a la derecha y así sucesivamente durante largo rato, como el dibujo enrevesado de una especie de serpiente trazado por la mano de un niño borracho.

Cuando al fin me encontré frente a una escalera, elevé una plegaria de gratitud a Sagot. Dos esculturas de piedra me esperaban allí: las bestias híbridas de pájaro y oso con las que ya estaba familiarizado. Me pregunté qué mente enferma podía haber imaginado unos monstruos tan feos. Desde luego, no la de un hombre. Al final de la escalera me encontré con una sala. Una sala enorme. Y más negra que el azabache. No veía absolutamente nada. Cuando me disponía a sacar una de mis «luces» de la bolsa, el suelo comenzó a brillar y apareció un camino resplandeciente que se perdía en la lejanía a partir de mis propios pies.

Más magia, aunque al menos esta vez no me amenazaba con una muerte inminente. El camino seguía y seguía, marcado sobre el suelo, hasta llegar a la pared del otro extremo, donde terminaba en un rectángulo brillante. Estaba tan lejos que al principio no las reconocí, pero al hacerlo… al hacerlo, di gracias a Sagot.

Eran las Puertas.