3: A las puertas

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A las puertas

Tardamos una hora en levantar la pira funeraria. Había árboles de sobra alrededor; el hacha de guerra de Deler trabajó sin descanso y todos los demás ayudaron al enano. El tamaño de la pila de troncos en la que colocamos a Miralissa rivalizaba con el de la que habíamos construido a la muerte de Ell. El s’kash y el arco de la elfa quedaron junto a ella y Egrassa sólo guardó el carcaj.

Cuando el elfo nos llevó por primera vez junto a Miralissa, nadie podía creer que estuviera muerta. Parecía estar durmiendo o descansando con los ojos cerrados. No tenía ninguna herida y su azulada cota de malla estaba intacta. Sólo cuando la levantamos para llevarla a la pira una gota de sangre cayó de su oreja derecha.

Su propio poder chamánico había matado a Miralissa. En el mismo momento en que la pared cedía bajo las furiosas embestidas del h’san’kor, el hilo de la vida de la elfa se había partido con él. La princesa de la casa de la Luna Negra había invertido todas sus fuerzas en su hechizo y no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir a la violenta reacción desencadenada por su desmoronamiento.

Cuando la llama mágica de la pira se transformó en un desbocado y rugiente dragón que amenazaba con consumir la luna y las estrellas, y Miralissa hubo desaparecido para siempre tras las rojas lenguas del fuego, Egrassa entonó el canto funerario.

Las llamas bramaron furiosamente al aceptar el alma de Miralissa y escoltarla hacia la luz, pero la voz del elfo seguía oyéndose incluso por encima de su rugido. La brillante luz del fuego parpadeaba sobre los rostros de los guerreros que observaban las violentas llamas en silencio.

Hallas y Deler parecían hermanos en aquel momento: los dos estaban en silencio y tenían la misma expresión torva. Alistan Markauz apretaba los dientes y los puños. Anguila, tan impasible como siempre, no exhibía ni rastro de emoción en el rostro, sólo un agotamiento que bailaba en sus ojos de color acero. Ciendelámparas, apoyado en su espadón con los ojos entornados, miraba fijamente las llamas. Kli-Kli lloraba desconsoladamente y se limpiaba las lágrimas que resbalaban por su rostro. Y en cuanto a mí…

¿Cómo estaba yo?

Supongo que… desolado… y muy cansado. Me sentía como si en aquel momento no hubiese absolutamente nada que deseara.

—Kli-Kli, deja de llorar —dijo Egrassa al terminar su canción.

—No estoy llorando —gimoteó miserablemente el trasgo.

—¿Crees que estoy ciego?

—¡Si digo que no estoy llorando es que no estoy llorando!

—Ella sabía lo que hacía. Consuélate pensando que si mi prima no hubiera mantenido el muro durante tanto tiempo, estaríamos todos muertos.

—Pero…

—Era una auténtica hija de la casa de la Luna Negra. Lo hizo para que pudiéramos terminar lo que hemos venido a hacer. Los elfos tenemos una actitud completamente distinta con respecto a la muerte. No murió en vano y no hay nada más que decir.

El trasgo asintió apresuradamente y se sonó la nariz en un enorme pañuelo.

Partimos cuando no quedaba nada de la pira salvo un montón de brillantes rescoldos.

* * *

No faltaban más que dos horas para el alba y Egrassa nos obligó a seguir adelante sin la menor concesión a nuestro agotamiento.

Aún no podía creer que hubiéramos perdido a Miralissa. A cualquier otro sí, pero no a ella. Por alguna razón, me había convencido de que estaría con nosotros hasta el final. Pero como suele decirse, el hombre propone y Sagot dispone. La elfa del cabello de color ceniza y los misteriosos ojos amarillos, con la media sonrisa de amabilidad permanentemente prendida de sus labios entre negros y azulados, había desaparecido en las llamas.

Y a partir de entonces, mientras seguíamos nuestro camino por el bosque, dependeríamos por completo de los conocimientos del elfo y, en menor medida, de los del trasgo. Si no hubieran estado con nosotros, el grupo se habría perdido entre los árboles y nunca hubiese encontrado las cámaras funerarias, aunque estuviesen a sólo cien metros.

La muerte de Miralissa también era una pérdida irreparable desde otro punto de vista: en la práctica nos habíamos quedado sin defensas mágicas. Sí, Egrassa conocía algunos trucos, pero no pasaban del conocimiento superficial que poseían todos los miembros de la casta gobernante de una casa de elfos oscuros. Tampoco la elfa era una chamán de pleno derecho, pero sus conocimientos eran mucho más profundos que los de Egrassa.

Naturalmente, aún teníamos a Kli-Kli, el antiguo y ocasional pupilo de su abuelo chamán, pero no podíamos permitirnos el lujo de confiar en él en asuntos serios como aquél, si no queríamos terminar con los pies chamuscados en el peor momento posible. Ya había precedentes de situaciones en las que los conocimientos mágicos del trasgo habían estado a punto de enviar a nuestro grupo a un encuentro prematuro con los dioses. Y yo, al menos, no estaba dispuesto a seguir corriendo riesgos.

Mientras nos preparábamos para abandonar el emplazamiento de la pira funeraria, el trasgo sacó sus cuchillos del cuerpo desmembrado del h’san’kor y le dio una última patada de despedida. Yo recogí el saco que el monstruo había dejado caer.

Kli-Kli seguía moqueando cuando echó a andar delante de mí.

—¿Cómo estás? —le pregunté, compasivo.

—Bien —dijo respirando por la nariz mientras se limpiaba subrepticiamente las lágrimas—. Perfectamente.

—Yo también siento que haya muerto.

—¿Por qué suceden estas cosas, Harold?

—No lo sé, amigo mío; no se me da muy bien consolar a la gente. Todo es voluntad de los dioses.

—¿Los dioses? ¡Ese hatajo de bandidos sólo existe porque un Bailarín les permitió entrar en este mundo cuando lo creó! —Suspiró—. De acuerdo, no hablemos de eso.

Un Bailarín…

Ésa es mi maldición. Según el trasgo, yo también soy un Bailarín de las Sombras. Al menos eso es lo que dice el famoso Libro de las Profecías de los chamanes trasgos. No sé de dónde se había sacado Kli-Kli que yo era un Bailarín (el primero en diez mil años), pero si un trasgo dice que eres una oveja, demostrarle que no es así es casi tan fácil como obligar al sol a girar en sentido contrario: ambas cosas son igualmente imposibles. Así que a veces el bufón me llamaba Bailarín de las Sombras. Me había pasado dos semanas tratando de conseguir que me explicara quién era exactamente ese Bailarín y qué se suponía que debía hacer, hasta que al fin el infernal bribonzuelo cedió y me contó una vieja historia que su tribu de atontados repetía alrededor de las fogatas.

Al parecer, antes existía un mundo del Caos, el primero y único mundo del universo, en el que vivía gente. Algunos de ellos poseían la extraña capacidad de modelar nuevos mundos.

Y para hacerlo necesitaban una sombra del mundo del Caos.

Así que a estas personas especiales las llamaban Bailarines de las Sombras. Crearon tantos miles de mundos que, al final, al mundo del Caos no le quedó casi ninguna de sus milagrosas sombras vivientes, y el Caos murió. Pero la cuestión no es ésa. Si la historia del trasgo es cierta, entonces nuestro mundo fue creado por uno de esos Bailarines de las Sombras. Y el tipo debía de estar un poco loco, porque de no ser así, ¿cómo se había convertido nuestro mundo en un sitio tan asqueroso y podrido?

Y por lo que a mí se refiere, no me sentía como ningún Bailarín, por mucho que Kli-Kli se empeñara en repetirlo. Reconozco que sería divertido poder crear un mundo propio en el que aparecieran montañas de oro de la nada y no hubiera guardias, alguaciles municipales ni otras ratas similares, pero en cualquier caso, no había nada que pudiera hacer al respecto, porque para crear nuevos mundos, necesitas sombras del Caos.

¡Ah, por la oscuridad! ¿Quién puede encontrarle algún sentido a las supersticiones de los trasgos?

De improviso, Egrassa levantó el brazo en el aire para indicarnos que paráramos. Tras otro gesto sutil, todo el mundo echó mano a las armas. Con una flecha lista en el arco, el elfo dio un paso hacia adelante y otro hacia un lado para dejar pasar a los guerreros.

El camino nos había llevado hasta un pequeño claro en el que había dos cuerpos: un h’san’kor abierto en canal y un hombre de capa gris, literalmente hecho pedazos. Sus piernas y la mitad inferior de su tronco yacían junto al h’san’kor y la mitad superior la habían arrojado a varias decenas de metros de distancia.

—Están los dos muertos —declaró Alistan Markauz mientras, con un movimiento brusco, volvía a envainar el arma.

—¡Qué peste sueltan las tripas de esa bestia! —dijo Hallas mientras arrugaba el gesto y se tapaba la boca y la nariz con la manga de la camisa.

El gnomo tenía razón, pues el h’san’kor muerto apestaba más que un centenar de cadáveres descompuestos al sol.

—Bueno, bueno —dijo Ciendelámparas estirando las palabras—, el mozo ha destripado a la bestia con toda pulcritud. Liquidar a un h’san’kor sin ayuda es toda una proeza, la verdad…

—Digna de una leyenda —añadió Anguila, que estaba estudiando con detenimiento el escenario de la lucha—. Acabó con él, sí… pero mirad estas señales… ¿Egrassa?

—Sí, le abrió las tripas con esto. —El elfo tenía en las manos la lanza negra del desconocido—. Pero eso no bastó para salvarlo. El monstruo, aun herido de muerte, seguía siendo peligroso. E incluso mientras agonizaba, pudo partir a su enemigo en dos…

—Golpe por golpe —murmuró Anguila mientras estudiaba la hierba pisoteada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el señor Alistan.

—Cada uno de ellos asestó un solo golpe, mi señor. ¿Veis esas marcas sobre la hierba? No soy Gato, pero puedo interpretarlas con bastante claridad. La lucha fue muy corta. El hombre dio un salto, golpeó hacia arriba y le sacó las entrañas a la Flauta.

—Debía de ser muy ágil para poder hacer algo así. Tendría que moverse tan rápido como el h’san’kor —dijo Deler, que se negaba a creer lo que había dicho Anguila—. Los hombres no son capaces de hacer eso.

—¿No viste a qué velocidad pasó el hombre de gris por delante de nosotros? ¿Y ves lo que le ha hecho al monstruo? ¿Qué más pruebas necesitas, en el nombre de la oscuridad? —le preguntó Hallas.

—No lo sé —murmuró el enano, reluctante—. Pero sigo sin creérmelo.

—Pues es cierto —continuó Anguila—. Nuestro amigo acabó con el monstruo, sí, pero era la primera vez que se cruzaba con un h’san’kor y su ignorancia acerca de la bestia le costó la vida. Debió de pensar que le había asestado un golpe fatal y bajó la guardia. Pero la Flauta, antes de morir, tuvo un segundo para destrozar a su verdugo.

—Vamos, Deler, córtale los cuernos —dijo Hallas mientras observaba al monstruo muerto y acariciaba con aire pensativo el mango de su querido azadón.

—¿Cómo? —preguntó el enano.

—¡Ya me has oído! ¿Eso que tienes en las manos es un hacha de guerra o un palito? ¡Córtale los cuernos!

—¿Y para qué quieres que haga tal cosa, la oscuridad se me lleve?

—¡Para qué! ¿Sabes lo que valen los cuernos de un h’san’kor?

—No, nunca he vendido unos.

—¡Ahí lo tienes! ¡Nunca has vendido unos! ¡No tienen precio! ¡Piensa en la cantidad de oro que la Orden, ojalá arda eternamente en el abismo, estaría dispuesta a pagar por una maravilla semejante! Piénsalo, compraremos cien barriles del mejor vino élfico, Lágrimas de Ámbar, por ejemplo.

—Un día vas a reventar, Hallas —dijo Ciendelámparas con tono burlón.

—De eso nada. ¡No lo compraré sólo para mí! Lo llevaremos al Gigante Solitario. Ya va siendo hora de que haya un buen vino en sus bodegas.

—¿Vino para el Gigante, dices? En ese caso, ¡habrá que intentarlo! —Deler se escupió en las manos y cogió el hacha de guerra.

—¡Ah! —exclamó Hallas con tono de pesar—. ¡Tendríamos que haber cogido también los cuernos de la primera bestia!

—¡Harold! —me llamó Kli-Kli mientras clavaba los ojos en el cuerpo del hombre muerto.

—¿Qué? —pregunté, a pesar de saber lo que estaba pensando el trasgo.

—Quiero verle la cara. Anguila, ¿vienes con nosotros?

—Vamos —respondió simplemente el soldado.

El hombre estaba tendido boca abajo, con los brazos estirados.

—Harold —dijo Kli-Kli con cautela—, dale la vuelta.

—Dásela tú.

—¡Oye, Mumr! —exclamó Anguila—. ¡Enciende una antorcha y ven aquí!

—¡Voy!

—Harold, el cuerpo no se va a dar la vuelta por sí mismo simplemente porque estés ahí mirándolo —dijo Kli-Kli mientras cambiaba el peso de pie con aire impaciente, como si le hubieran entrado unas ganas repentinas de visitar los arbustos.

—Que Anguila le dé la vuelta —dije tratando de escabullirme.

—No pienso hacerlo, a mí no me interesa. Lo que sí puedo decir es que se trata del mismo individuo del que nos habló el flinillo —dijo Anguila.

En cuanto había un trabajo sucio que hacer (como, digamos, entrar en Hrad Spein para buscar el Cuerno del Arco iris o dar la vuelta a un cadáver) de repente todos se acordaban del viejo Harold. ¿Por qué sería?

Suspiré e hice lo que se me pedía, en el mismo momento en que llegaba Ciendelámparas con la antorcha.

—¿Qué pasa aquí, es que nunca habéis visto un cadáver? —refunfuñó con tono de malhumor.

—Acerca más la antorcha —dijo Kli-Kli en lugar de responder—. Quítale la capucha, Harold.

Hice lo que me pedía el trasgo y al fin pudimos verle la cara al muerto. Era lo último que me esperaba. El guerrero era un niño. No podía tener más de dieciocho años.

Un rostro pálido que había perdido toda la sangre, unos labios finos y azulados, el cabello castaño pegado a la frente. Una capa gris hecha jirones, una camisa de lana basta y sin teñir. Una gruesa cadena de plata colgada del pecho. Y al final de la cadena… un cristal alargado de color gris humo.

Me incliné sobre el muerto para examinar mejor la misteriosa piedra.

—¡Kli-Kli, ve a buscar a Egrassa, deprisa! —balbuceó Anguila de repente.

—¿Por qué? —preguntó el trasgo con sorpresa.

—Esto no me gusta nada. Lo han partido en dos, pero no hay una sola gota de sangre por ninguna parte.

Y entonces el muerto, al que sólo le quedaba la parte superior del cuerpo, abrió los ojos. Su mano se movió tan veloz como una víbora y me agarró por el cuello del chaquetón.

—No debes… coger el Cuerno… Podrías destruir… el equilibrio.

Traté de liberarme, pero su presa era muy fuerte. Los ojos grises estaban clavados en mí y las pupilas del muchacho no eran más grandes que la cabeza de un alfiler…

¡El muerto había cobrado vida! Pero no era eso lo que más me asustaba. El hombre (pues era un hombre lo que teníamos frente a nosotros) tenía cuatro finos, relucientes y blancos colmillos en la boca.

—No lo cojas… ¿me oyes? El equilibrio… —dijo con un hilo de voz.

Alguien tiró fuertemente de mí por los hombros y la mano del desconocido me soltó.

Kli-Kli llamó a gritos a Alistan y a Egrassa.

—¿Estás bien, Harold? —preguntó Anguila.

—Sí —dije, tratando de contener el temblor de mi voz.

El elfo acudió corriendo.

—¿Qué ha sucedido aquí?

—¡Ha vuelto a la vida y ha agarrado a Harold! —balbuceó Kli-Kli mientras, con expresión aterrorizada, señalaba al muerto con la cabeza.

—No digas más disparates, bufón —replicó el señor Alistan con el ceño fruncido—. Está partido en dos. ¿Cómo iba a agarrar a nadie?

—Pues es cierto, mi señor —confirmé lo que había dicho Kli-Kli, lo que me valió una mirada suspicaz del capitán de la guardia.

—No es tan extraño, están diciendo la verdad —dijo Egrassa mientras se arrodillaba junto al cuerpo.

—¡Cuidado! —le advirtió Ciendelámparas.

—No te preocupes, está muerto —dijo el elfo mientras clavaba una mirada impasible en los ojos del desconocido.

Egrassa tenía razón, el velo de la muerte había nublado los ojos del guerrero, que ahora estaban cubiertos por una película vidriosa.

—¿Cómo ha podido permanecer vivo tanto tiempo? —preguntó Alistan Markauz, todavía incapaz de creerlo.

—Eso es fácil de explicar, mirad —dijo Egrassa.

Sin el menor remilgo, el elfo levantó el labio superior del hombre. No era cosa de mi imaginación: el muchacho tenía realmente unos colmillos tan finos como agujas.

—Es increíble —exclamó el señor Alistan, aturdido.

—Pero es un hecho…

—En una misma noche nos hemos topado con un h’san’kor y con… —vaciló Markauz.

—¿Por qué estáis tan sorprendido? Un vampiro, mi señor. Un auténtico vampiro.

—¡Los vampiros no existen! —resopló Hallas con desdén, agitando con la mano uno de los cuernos de la Flauta—. No es más que un cuento de hadas, como…

El gnomo miró de soslayo el cuerno y se detuvo, confundido.

—¿Un cuento de hadas? Entonces, ¿quién me ha agarrado? ¿Un fantasma? —pregunté. El corazón seguía latiéndome furiosamente.

—Los vampiros sí existen y el hecho de que no hayas visto uno hasta ahora no demuestra nada. Por eso pudo acabar con la Flauta y permanecer con vida hasta que llegamos —dijo Egrassa mientras palpaba con cuidado los colmillos del vampiro.

—Harold, no te habrá mordido, ¿verdad? —preguntó el enano saliendo de repente de su confusión.

Al instante me llevé una mano al cuello.

—No. Estoy bien.

—Mi señor Alistan, quizá deberíamos… atravesarle el corazón a este… vampiro… con una estaca, para asegurarnos de que no se levanta, ¿no?

—Está muerto, no digas necedades —respondió Anguila en lugar de Alistan.

—Está muerto ahora, ¿pero y si de repente se levanta de un salto y empieza a chuparnos la sangre?

—Hallas, te han contado demasiados cuentos de miedo. Los vampiros son casi como la gente normal, sólo que más rápidos y más fuertes, y se alimentan de sangre. Puedes matarlos con acero normal y corriente, pero no con estacas de madera de álamo, plata, ajo o luz solar. Todo eso no es más que es un montón de tonterías, como la idea de que pueden transformarse en niebla o en murciélagos. ¿Entendido? Vaya, ¿y qué tenemos aquí?

Egrassa había visto el cristal. Se lo arrebató al cuerpo y nos lo mostró.

—¿Mi señor?

—Esto es cada vez más absurdo —dijo Alistan sacudiendo la cabeza.

—¿Qué es eso? —preguntó Ciendelámparas mirando el traslúcido cristal como si fuese una víbora.

—La insignia de la Orden de los Grises —respondió Anguila a su camarada.

Hallas resopló de asombro y consternación. Deler silbó, se quitó el casco y se rascó la nuca.

La Orden de los Grises.

No sabía gran cosa sobre ellos. Pero tampoco ninguno de los presentes. Toda la información que poseía procedía de conversaciones susurradas en tabernas, rumores sin confirmar y un libro perteneciente a mi maestro For, que contenía un breve pasaje dedicado a la Orden de los Grises.

Muy lejos, en el interior del mar Frío, existe una isla conocida para el común de los mortales como la Isla de los Grises. La protege una magia que impide que recale en ella ningún barco sin el consentimiento de sus señores. Aquel minúsculo jirón de tierra firme debe su nombre al hecho de que la Orden de los Grises hizo de ella su hogar.

Dicen que son grandes guerreros, guerreros invencibles. Que los instruyen desde la infancia más temprana y que un solo Gris puede enviar a quince soldados veteranos a la oscuridad sin despeinarse. Como es natural, en toda taberna hay un listillo que ha conocido a uno de ellos en persona y si le rellenas a este listillo el vaso hasta el borde, te contará el pintoresco relato de cómo el Gris acabó con un centenar de caballeros y, ya que se ponía, incluyó un dragón de propina.

Ignoro cuánta verdad hay en tales rumores. Pero hasta el más estúpido de los rumores y el más fantástico de los relatos están siempre basados en al menos un granito de verdad.

También dicen que los Grises son los guardianes del equilibrio en Siala. Sólo abandonan su isla cuando el mundo está amenazado por algún peligro realmente grave, que podría inclinar la balanza en un sentido o en otro. Para expresarlo en términos sencillos (aunque no del todo exactos), a los Grises les da igual en qué dirección se desequilibre el mundo, la del bien o la del mal, el lado de la luz o el lado de la oscuridad.

Siempre mantienen el equilibrio y ante cualquier situación se unen al bando más débil. Cuando es el bien el que va ganando, se unen al lado del mal y cuando es el mal el que lleva la voz cantante, se ponen del lado del bien. Les es indiferente a qué fines o ideales sirvas o lo que pretendas conseguir, sea la paz en el mundo o la maldad universal. Si amenazas el equilibrio, tratarán de convencerte de que no lo hagas. Y si la persuasión no funciona, entonces… Los Grises tienen fama de ser peligrosos guerreros y extraordinarios magos y darán con el modo de hacerte cambiar de idea. La orden de misteriosos guerreros carece de ambiciones propias y se mantiene por encima de todos los bandos. No es blanca ni negra.

Es gris.

—¿Estáis seguros de que es un Gris de verdad? —preguntó Deler, asombrado.

Hallas se levantó y le arrojó el cristal al gnomo.

—Compruébalo tú mismo. La Orden de los Grises entrega una cadena como ésta a todos sus guerreros. Al menos eso es lo que se dice en nuestras crónicas. Es la primera vez en toda mi vida que me encuentro con un miembro de esa hermandad.

—¿Así que todos los Grises son vampiros? —gimió Kli-Kli mientras lanzaba al cuerpo inmóvil una cauta mirada de soslayo.

—Lo más probable es que no. Se dice que la orden cuenta con hombres, elfos e incluso orcos entre sus filas. Así que, ¿por qué no vampiros? —dijo Egrassa encogiéndose de hombros—. Pero lo que me preocupa es lo que estaba haciendo este joven aquí, en el bosque.

—El flinillo nos habló de él —volvió a decir Anguila—. El vampiro era el que nos seguía.

—Lo sé, pero eso no responde a la pregunta. ¿Qué quería de nosotros? La última vez que estos guerreros salieron de su isla fue durante la Guerra de la Primavera.

—Le ha dicho algo a Harold —soltó Kli-Kli de pronto.

Todos se volvieron hacia mí.

—¿Qué te ha dicho, ladrón?

—Que no debíamos llevarnos el Cuerno, porque destruiríamos el equilibrio —respondí con toda candidez, recordando las palabras que había susurrado el desconocido.

Se hizo un silencio en el claro.

—Mmm, sí —murmuró un pensativo Kli-Kli mientras se rascaba la aguileña nariz.

—¿Cómo nos ha encontrado? ¿Cómo sabe la Orden de los Grises que estamos intentando hacernos con el Cuerno del Arco iris? —preguntó Deler.

El elfo oscuro se echó a reír.

—Tienen sus formas de descubrir secretos.

—Por suerte para nosotros, estaba solo —murmuró Alistan Markauz.

—¿Y si no es así?

—Estaba solo, Harold —me aseguró Ciendelámparas—. Así lo dijo el flinillo.

Hallas soltó un audible resoplido para expresar cuál era su opinión sobre cualquier cosa que hubiera podido decir Aarroo.

—Los Grises deben de haberse enterado de que queremos sacar el Cuerno de las cámaras funerarias para detener al Sin Nombre —insistió Kli-Kli—. ¿Por qué creen que si Harold se hace con él, el equilibrio se verá amenazado?

—Puede que sepan algo que nosotros ignoramos, ¿no, Kli-Kli? —dije acordándome del sueño en el que había visto que el Territorio Prohibido aparecía en Avendoom a causa de la reliquia—. A fin de cuentas, alguna razón debían de tener los hechiceros de la Orden para ocultarlo en los Palacios del Hueso.

—Pero si los Grises le tienen tanto miedo a un posible regreso del Cuerno al mundo… Si tan peligroso es… quizá no deberíamos sacarlo de allí —dijo Ciendelámparas con tono inseguro, como si tuviera que obligar a salir cada una de sus palabras.

—Hemos llegado demasiado lejos para detenernos ahora —repuso el señor Alistan—. Y además, la Orden de los Grises podría estar equivocada. Sólo nos queda media jornada de viaje hasta Hrad Spein. No iremos a detenernos en sus mismas puertas, ¿verdad?

—Mi señor, no penséis que soy un cobarde, pero sólo digo que si las cosas son así y realmente enviaron a ese misterioso asesino a buscarnos…

—Nadie cree que seas un cobarde, Ciendelámparas —lo interrumpió el capitán de la Guardia Real—. Sabes tan bien como yo que necesitamos desesperadamente el Cuerno. Egrassa, ha sido una noche muy larga y todo el mundo está cansado. Es hora de parar un rato y dormir un poco.

* * *

La pequeña fogata encendida por el elfo crepitaba alegremente y arrojaba chispas al cielo. No podía conciliar el sueño, así que me dediqué a contemplar el frío parpadeo de las estrellas. El Arquero, la Cola del Cangrejo, la Piara, los Perros de Sagra… Docenas de constelaciones me observaban desde más allá de las ramas de los árboles. La Corona del Norte, suspendida a media altura del firmamento, resplandecía en el horizonte como los carbones de un fuego.

Cuando muere un elfo se enciende una nueva estrella en el cielo. Puede que Egrassa tuviese razón y fuera una superstición estúpida, pero aun así entorné los ojos y contemplé el firmamento nocturno hasta que empezaron a dolerme, tratando de encontrar la que habría aparecido a la muerte de Miralissa.

En vano.

Aunque hubiera aparecido tal estrella, no podría haberla visto con tantos árboles a nuestro alrededor.

Una estrella fugaz cruzó veloz y silenciosa el cielo nocturno. Pasó como una flecha sobre mi cabeza y, con un último parpadeo, desapareció detrás de los árboles. Normalmente, cuando la gente ve una estrella fugaz formula un deseo.

¿Qué quería pedir yo?

Quienes habían caído en el viaje no podían volver. Gato se había quedado en los Yermos de Hargan, junto al viejo barranco. Bocazas, que al final había resultado ser un traidor, no abandonaría nunca aquella celda cercana a Ranneng. Arnkh y Tío estaban en el fondo del Iselina, por culpa de la magia de Lafresa. Marmota estaba enterrado en el suelo del Reino Fronterizo, las cenizas de Ell se habían convertido en parte del río y Miralissa había encontrado el lugar de su eterno descanso a la sombra de los abetos. Todos ellos se habían quedado atrás. Habían hecho cuanto estaba en su mano por llegar hasta Zagraba, habían afrontado peligros mortales sin pensar en sus propias vidas… para que yo tuviera la oportunidad de poner las manos sobre el maldito Cuerno y que la Orden pudiera detener al Sin Nombre. Y… para que ningún otro de los que descansaban alrededor de aquella fogata perdiera la vida en el camino.

Otro destello frío en el cielo… y otro reguero de fuego trazado entre las estrellas. Los orcos llamaban a septiembre Por Za’rallo: el Mes de las Estrellas Fugaces.

Una más.

Si miraras al cielo durante mucho, mucho tiempo, verías docenas de estrellas fugaces, estrellas que podrían convertirse en nuestros deseos (aunque sean deseos que probablemente nunca lleguen a hacerse realidad).

Volví la cabeza y vi a Deler. El enano tampoco podía dormir.

Estaba acurrucado junto al fuego, mirando fijamente las llamas. Hallas roncaba quedamente a su lado.

Me levanté, pasé con cuidado por encima de Ciendelámparas y me acerqué a Deler.

—¿No puedes dormir?

Apartó la mirada del baile de las llamas y me miró.

—Deberías dormir ahora que puedes. Yo tengo que montar guardia una hora más hasta que despierte ese barbudo.

—No consigo conciliar el sueño —dije mientras tomaba asiento a su lado.

—No me extraña. Después de todo esto…

Se detuvo un instante y entonces dijo, casi de mala gana:

—Es estúpido… un modo absurdo de morir… asesinado por tu propia magia…

No dije nada y tampoco hacían falta más palabras. Todos estábamos de luto por Miralissa, aunque intentáramos no demostrarlo. Simplemente… simplemente así eran las cosas con los Corazones Salvajes: cuando muere un amigo, no dejas salir tus lágrimas, buscas a su asesino y te cobras venganza.

Con un gruñido, Deler se dio media vuelta, recogió un pequeño tronco del suelo y lo arrojó al fuego. Las llamas retrocedieron y luego, cautelosamente, lamieron la ofrenda para probarla y por fin se alimentaron con voracidad del fresco sustento que se les ofrecía.

—¿Sabes que una vez vino un Gris a las montañas de los Enanos? —me dijo de pronto—. Fue hace mucho, mucho tiempo, el último de los Años Púrpura, cuando casi habíamos derrotado a los gnomos. La victoria final estaba al alcance de nuestra mano y teníamos a nuestros queridos parientes acorralados contra las Puertas de Grankhel, cuando apareció. Bueno, los enanos no somos idiotas. Dimos la bienvenida a nuestro invitado con todos los honores y cortesías, lo llevamos ante el Consejo… Y entonces el Gris nos dijo que lo que más nos convenía era hacer las paces con los gnomos, y lo antes posible, porque de lo contrario, al cabo de varios siglos, el equilibrio se resentiría. Nos advirtió de que si los gnomos abandonaban las montañas y se marchaban, más tarde o más temprano regresarían. Algún fanático respondió al instante: «Que lo hagan. Tenemos hachas suficientes para todos ellos». ¿Sabes lo que le respondió el Gris? Que pensaríamos de otro modo cuando los gnomos volvieran a las montañas con la pólvora, los cañones y las pistolas que inventarían si los expulsábamos. Y dijo que, algún día, los hombres se apoderarían de los inventos de los gnomos y más tarde o más temprano, tanto gnomos como enanos acabaríamos derramando lágrimas amargas. Nos dijo todo esto y luego se marchó. Ni siquiera esperó nuestra respuesta… Aunque claro, la respuesta habría sido evidente hasta para un doralissio.

—¿Se fue así, sin más? —pregunté, incapaz de creerlo.

—Sí. Imagínatelo, Harold. Se fue sin más. No intentó convencernos, no nos hizo pedazos… Simplemente, se fue. El Consejo lo meditó y llegó a la conclusión de que, aunque todo lo que había dicho fuese cierto, pasarían cientos de años antes de que pudiera trastocarse el equilibrio. Los Grises habían decidido esperar… Ganamos aquella guerra, los barbudos abandonaron las montañas y se refugiaron en las minas de acero de Isilia y, por el momento, las cosas más o menos se calmaron. Las generaciones se sucedieron unas a otras y la historia cayó casi en el olvido… hasta el día en que los gnomos inventaron la pólvora, la oscuridad se la lleve. Y luego los cañones. Y entonces nuestros sabios ancianos recordaron la historia. Y al recordarla, empezaron a pensar. Resulta que la Orden de los Grises nos había contado la verdad. Todo había sucedido, la pólvora, los cañones… Lo único de lo que no sabíamos nada era de esas extrañas pistolas. Pero ahora he visto a Hallas con una de ellas en las manos. Y eso quiere decir que no está muy lejos el día en que los gnomos decidirán volver a su antiguo hogar… Y luego vosotros os apoderaréis de sus armas y todos nosotros tendremos un problema muy serio…

—¿Por qué me cuentas todo eso?

El enano me dirigió una mirada pensativa.

—Sólo la oscuridad lo sabe, Harold. Simplemente, esta historia demuestra que los Grises no suelen equivocarse y si ese vampiro te dijo que cuando saquemos el Cuerno de Hrad Spein el equilibrio quedará trastocado, probablemente eso sea lo que suceda.

—Dijo que el equilibrio podría llegar a trastocarse.

—¿Conoces la vieja fábula de los gnomos? Estás sentado sobre un barril de pólvora y la mecha está encendida. Y tu única esperanza es que se ponga a llover y el agua apague la mecha. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—A la perfección —dije con una risilla.

—Ese Cuerno lo crearon los ogros para protegerse contra su propia magia, ¿no?

—Eso dice la Orden.

—Bueno, y no tengo que explicarte lo peligrosas que son las cosas creadas en la Edad Oscura.

—¿Entonces piensas como Mumr, que habría que dejar esa reliquia donde está? ¿En la tumba de Grok?

—No lo sé, Harold. El Cuerno del Arco iris neutraliza la magia del Sin Nombre. Si el Cuerno está en Avendoom, el hechicero quedará exiliado para siempre. Sin su magia, no es nada… Así que sí, necesitamos el Cuerno. Por otro lado, la frase «podría ser»… ¿Y si estamos trayendo algo más peligroso al mundo? Debe de haber una razón por la que está tan bien escondido, ¿no te parece?

—¿Más peligroso que el Sin Nombre?

—Sí.

—No podemos hacer otra cosa que confiar en los dioses, Deler.

El enano rio para sí y removió las brasas con un palito, que levantó una nube de chispas.

—No tendría que haber iniciado esta conversación. Ahora vas a tener dudas. Tú consigue el tres veces maldito Cuerno y ya veremos entonces qué pasa… Vete a dormir.

—Dentro de un momento —dije.

—¿Viste la lanza que tenía el Gris? —preguntó el enano.

—¿La que cogió Egrassa?

—Nuestro elfo reconoce las cosas buenas cuando las ve —rio Deler—. Sí, ésa.

—Es una lanza como cualquier otra —dije con un pequeño encogimiento de hombros—. Sólo un poco rara…

—Ah, los humanos… Siempre estáis presumiendo de vuestra superioridad, pero en muchas cosas sois como niños pequeños… —refunfuñó el enano—. Cuando dices «rara», ¿te refieres a la forma o a otra cosa?

—A la forma —respondí, aunque ya sabía que era la respuesta equivocada.

—Eso pensé yo —respondió el enano con un suspiro—. No es una verdadera lanza, es una krasta, una especie de pica. Se puede usar para cortar y para apuñalar. No se ven muy a menudo, sobre todo en las Tierras Septentrionales. Se inventó en Mambara, un país situado más allá del Sultanato. Pero eso ahora es lo de menos. Ninguno de vosotros os fijasteis en el mango y en el metal de la punta. Pero Egrassa y yo sí, al instante. Y probablemente también Hallas, aunque ese barbudo no haya dicho una palabra.

—¿Qué sucede con el mango y el metal?

—El mango tiene runas antiguas. Son casi imperceptibles, pero están en la primera lengua de los gnomos. La lengua de los tiempos de los grandes Grakhel y Chigzan, el primer enano y el primer gnomo. No me preguntes lo que dicen. Soy guerrero, no maestro y sólo puedo reconocer algunas de esas runas. Pero con una lanza como ésa puedes atravesar cualquier escudo mágico.

—¡Caramba!

—Sí, tú lo has dicho, «caramba». Y por lo que se refiere al metal de la hoja, en los viejos tiempos, allá por la Edad de los Logros, se lo conocía como acero humeante. ¿Has oído hablar de él?

—No.

—No me sorprende. Se olvidaron muchas cosas durante los Años Púrpura. El secreto de su fundición se ha perdido… para siempre, me temo. Pero hubo un tiempo… un tiempo en que los gnomos y los enanos trabajaron juntos. Unos excavaban la tierra en busca de mineral y hacían el acero, mientras otros le daban la forma necesaria e invocaban la magia. Ni la sangre de rubí podría compararse al acero humeante. Puede atravesarlo todo. Cualquier cosa sobre la que caiga la hoja: un pañuelo de seda, una piedra o la mejor de las armaduras.

—¿Cuánto costaba? —pregunté al instante.

—Mucho —dijo Deler con una risilla—, tanto que sólo un rey… o los Grises… podrían permitirse una hoja hecha de él… Imagina que te enfrentas a un caballero acorazado. Con armadura pesada y un escudo grande. Como una tortuga en su caparazón. Podrías matarte de agotamiento antes de poder alcanzarlo con la espada. Pero si lo golpeas en el casco con una hoja de acero humeante, lo atravesarás como un cuchillo la mantequilla, lo cortarás en dos mitades. Y con él el yelmo, la armadura y el escudo.

—Entonces es muy caro, ¿no?

Este comentario me valió una mirada suspicaz del enano.

—¿Caro? ¡No tiene precio! Si le ofrecieras una hoja así a un rey, podrías pedirle un ducado, un centenar de barcos y cualquier otra cosa que se te pudiera ocurrir…

Arrojó más madera al fuego.

—Vamos, Harold, duerme un poco. Mañana nos espera un día duro. ¿O es que piensas seguir el ejemplo del elfo?

—¿Dónde está, por cierto?

—Por allí, no muy lejos.

—Daré un paseo en esa dirección —dije mientras me levantaba del tronco.

Deler se limitó a hacer un ademán: «Muy bien, da tu paseo».

La noche estaba acercándose a su final, las estrellas habían perdido parte de su brillo y la luna llena empezaba a palidecer. El elfo era una silueta oscura recortada contra el pálido fondo del tronco de un hoja dorada. Estaba sentado en el suelo, con las manos en las rodillas y los ojos cerrados.

* * *

La hierba crujió suavemente bajo mis pies. Egrassa hizo un movimiento demasiado rápido para seguirlo con la mirada y me encontré con una flecha que me apuntaba desde su arco. Permanecí totalmente quieto para que el elfo pudiera verme con claridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz malhumorada, pero bajó el arco.

—Deler me ha dicho que estabas aquí.

—¿Y?

Titubeé. En efecto, «¿Y?». ¿Qué me había llevado hasta allí, en el nombre de la oscuridad? Los ojos amarillos me observaban con detenimiento.

—Yo también siento mucho lo que le ha sucedido a Miralissa.

Silencio.

—Tiene una hija, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo ella.

—Te lo dijo… Confiaba mucho en vosotros, los humanos… Os respetaba y no pensaba que fuerais tan malos. No debería haber abandonado la Casa. Ninguno de nosotros debería haberlo hecho.

—Lo…

—Tú consigue ese Cuerno, Harold. Consíguelo y ya está. Demuestra a mis hermanos y a mí que Miralissa no estaba equivocada. Y ahora vete, me estás importunando.

Sin más. ¿Quién puede saber lo que tienen los elfos dentro de la cabeza?

—¡Harold! —me llamó.

—¿Si?

—¿Lo conseguirás?

—Sí, lo conseguiré.

—¿Sin dudas ni vacilaciones?

—Sin dudas ni vacilaciones —respondí al cabo de una pausa.

Pareció satisfecho con mi respuesta, o al menos no dijo una palabra más.

* * *

—Ya no tenemos que preocuparnos por los Primogénitos —dijo el elfo, apoyado sobre su nueva arma.

—Pero sí por Balistan Pargaid y sus hombres, que son más de veinte —dijo el señor Alistan mientras comprobaba la vaina para asegurarse de que dejaba salir la espada con suavidad.

—Y por Lafresa —le recordó Kli-Kli—. Que vale por veinte guerreros.

El bufón tenía razón: Lafresa era peligrosa, sobre todo ahora que no teníamos a Miralissa con nosotros.

—Avancemos, pero en silencio, ya no falta mucho para las puertas —nos advirtió el elfo, y continuamos por la vereda.

Atravesamos un bosquecillo formado únicamente por hojas doradas, árboles sin comparación posible con nada que hubiéramos visto antes. Los enormes y ancestrales troncos tenían más de cinco metros de diámetro, y sus copas se remontaban hasta tal altura que parecían rozar el mismo cielo. Aquí y allá sobresalían raíces anaranjadas del suelo, cada una de ellas cuatro veces más gruesa que el muslo de un hombre adulto. Los rayos del sol perforaban las doradas copas como flechas, atravesando la neblina matutina que aún no se había disipado, antes de tocar el suelo. Así era como había recreado Zagraba en mi imaginación: majestuosamente bella.

D-r-r-r-r… d-r-r-r-r-r…

—Ese pájaro carpintero trabaja muy duro —dijo la ronca voz de Deler con admiración.

—¡Silencio! —siseó Egrassa mientras prestaba atención a los ruidos del bosque.

El viento agitaba suavemente las murmurantes copas de los hojas doradas, mientras el pájaro carpintero, en su incansable búsqueda de alimentos, hacía vibrar el bosque con su dr-r-r-rr-r. Trinaban las avecillas y zumbaban los insectos sobre la hierba. El bosque estaba vivo y concurrido como si estuviéramos a mediados del verano y no a comienzos del otoño.

—Hay hombres… cerca.

El elfo apoyó la krasta en un árbol, puso una nueva cuerda a su arco y sacó una flecha del carcaj.

—Iré a mirar… Si oís algún ruido, preparaos…

—Anguila, ve con él —ordenó Alistan Markauz.

—Sí, mi señor. Harold, ¿me prestas la ballesta?

—Está cargada —dije mientras le tendía al garrakano el arma y dos virotes más.

—Si todo va bien, silbaré —dijo Egrassa.

El elfo y el hombre desaparecieron entre densos matorrales de aulaga. Durante largo rato no oímos nada, aparte de los ruidos del bosque, y todos permanecimos atentos a los trinos de las aves y el murmullo de las ramas. Finalmente se oyó un débil silbido en la distancia.

—¡Adelante! —ordenó Alistan Markauz—. Kli-Kli, no te metas por medio.

—¿Y cuándo he hecho yo tal cosa? —refunfuñó el trasgo—. Es Harold quien hace eso.

Me eché a reír, pero no repliqué y cogí la lanza del elfo.

Egrassa y Anguila nos esperaban en un sombrío prado, rodeado por un círculo perfecto de hojas doradas… con tres humanos a sus pies. Dos de ellos estaban muertos. La flecha del elfo había atravesado con facilidad la cota de malla de uno de los soldados de Balistan Pargaid y le había alcanzado en el corazón. El otro, que todavía empuñaba un hacha de pequeño tamaño, había recibido un flechazo en el ojo. El tercero seguía vivo y se retorcía en el suelo con un virote de ballesta en la pierna.

—¿A quién tenemos aquí?

—Es lo que estamos tratando de averiguar, mi señor —dijo Anguila tras aclararse la garganta y tendiéndome la ballesta—. Egrassa ha acabado con el primero y el segundo ha tenido tiempo de coger un hacha antes de que lo alcanzara en el ojo. El tercero trató de escapar y tuve que dispararle en la pierna.

—¿Quién eres y qué estás haciendo aquí? —preguntó bruscamente Alistan Markauz volviéndose hacia el prisionero.

El hombre se limitó a gimotear y agarrarse la pierna herida.

—¿Por qué lo preguntáis como si no lo supierais, mi señor? —preguntó Kli-Kli con sorpresa—. Son los perros de Balistan Pargaid. ¡Se les ve en la cara!

—Me va a contar todo lo que sabe —dijo el elfo. Pisó la pierna herida del hombre y éste, con un aullido, perdió el sentido.

Hallas sacó un frasco de agua y le echó un poco en la cara. No hubo respuesta. Tuvo que abofetearlo con fuerza. El hombre se estremeció y abrió los ojos.

—Y ahora vamos a tener una charla —dijo Egrassa mientras apoyaba su curva daga en el pecho del hombre—. ¿Cuántos sois?

—¿Cómo? —dijo el hombre pasándose la lengua por los secos labios.

—¿Cuántos sois? —repitió Egrassa pinchándolo con su daga.

Eso funcionó.

—¡Tres, solo éramos tres! ¡No me matéis, mi señor! ¡Os lo contaré todo! —balbuceó el hombre mientras miraba al elfo oscuro con los ojos muy abiertos, obviamente tomándolo por un orco.

—¿Dónde están los demás?

—Se han… ido.

—Estás mintiendo —dijo Egrassa presionando con la daga.

El hombre aulló y chilló.

—¡Os digo la verdad, se han ido y nos han dejado de guardia! ¡No he hecho nada, lo juro! ¡No me matéis!

—Puede que sea verdad y este idiota no sepa nada, ¿no? —dijo Deler con voz tonante.

—¡Pues claro que sabe algo! ¡Egrassa, déjamelo, que no tardaré en sacarlo de ese trance! —sugirió Hallas con un furioso centelleo en los ojos.

—¿Adónde se han ido? —preguntó Egrassa sin hacer caso al gnomo.

—¡Al interior de la cámara funeraria, han entrado todos en esos condenados subterráneos, mi señor orco!

—¿Cuándo?

—Hace dos días.

—¿Cuántos eran?

—Diez.

—Miente —dijo Kli-Kli tras realizar una sencilla suma en su cabeza.

—No importa. ¿Iba el conde con ellos?

—Sí, mi señor.

—¿Y la mujer? —solté sin poder contenerme.

—¿La bruja? Ella también. ¡Fue idea suya! ¡Fue ella la que decidió bajar!

—¿Adónde iban?

—No nos lo dijeron. Los demás y yo debíamos quedarnos aquí y aguardar su regreso. Eso es todo. No sé nada más.

—Qué lástima —dijo el elfo mientras le clavaba la daga en el pecho hasta la empuñadura.

El prisionero se estremeció un momento y luego su cuerpo quedó laxo. Sin el menor indicio de emoción, Egrassa extrajo la daga y la limpió en la ropa del muerto.

—¡Deler! ¡Hallas! —llamó Alistan Markauz al enano y el gnomo—. Enterrad a estos tres. No tiene sentido que nos quedemos aquí más tiempo.

Y así terminó la cosa, excepción hecha de las protestas del enano y el gnomo en el sentido de que eran soldados y no enterradores.

—Bueno, ¿qué piensas, Harold? —me preguntó Anguila una vez que me aparté de allí.

—Elfos —respondí encogiéndome de hombros, convencido de que se refería al reciente asesinato que acabábamos de presenciar.

—No me refería a eso —dijo Anguila con el ceño fruncido—. Me refiero a la entrada de Hrad Spein.

—¿Por qué, dónde está? —pregunté con un sobresalto.

Kli-Kli exhaló un suspiro trágico.

—¡Harold, eres un caso perdido! ¿Qué crees que es eso, si no la entrada?

—¿Una loma? —pregunté con asombro.

—¡Una loma! —exclamó Kli-Kli poniendo una cara absurda—. Abre los ojos, ¿quieres? Así te atragantes con un hueso, ¿qué clase de colina es ésa? ¡Vamos, rodéala!

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Pero deja de chillar —dije tratando de calmar al trasgo—. Tus alaridos me provocan un terrible dolor de cabeza.

Sí que era la entrada a Hrad Spein, o al menos, descubrí tras un examen más minucioso, se trataba de una colina artificial. No era muy sorprendente que no me hubiera percatado hasta entonces. La estructura era tan antigua (¡del comienzo de la Edad Oscura, nada menos!) que estaba cubierta de hierba y matorrales por toda la parte de atrás. Pero al llegar al otro lado me di cuenta de que me había equivocado de edad.

Las puertas, por supuesto, no databan de la Edad Oscura, en absoluto (aunque era entonces cuando unos seres desconocidos habían excavado los primeros y más profundos niveles de Hrad Spein). Las puertas habían aparecido mucho, mucho después, durante el período en que elfos y orcos estaban en su apogeo. Sólo después de que el mal ancestral despertara en los Palacios del Hueso y elfos y orcos (y humanos después de ellos) abandonaran las cámaras funerarias dejándolas a merced del tiempo, las puertas comenzaron a desmoronarse y fueron invadidas por la maleza.

Al fin y al cabo, ni Zagraba ni, sobre todo, el Bosque Dorado, habían estado siempre allí. Los árboles habían pasado milenios avanzando. Y avanzaron hasta tragarse las puertas y ocultarlas de ojos indiscretos.

Desde aquel lado, era como si hubieran cortado la colina en vertical con un cuchillo. Y en lugar de hierba y matorrales, había una entrada cuadrada, abierta, cuatro veces más alta que un hombre. Los rayos del sol penetraban en ella oblicuamente y caían sobre un suelo de piedra.

Me estremecí.

—Bueno, ¿qué piensas, Harold? —volvió a preguntar el garrakano.

—¿Así que ya hemos llegado? —Seguía sin creerlo.

—El pasillo continúa durante mil metros desde ahí, en un descenso gradual. Hay una larga caminata hasta el primer piso —dijo Kli-Kli con un ademán despreocupado.

—Eres un verdadero experto en el tema, bufón. Así que, ¿puedes decirme qué es lo que está escrito sobre la entrada y qué son las estatuas que hay a los lados?

—No conozco el órcico, Harold, pregúntale a Egrassa por el significado de esos garabatos. Y en cuanto a las estatuas, están talladas en la roca maciza, ¿ves? Y su estado es tan deplorable que no hay manera de saber a quién representaban.

—¡Eh, historiadores! —gritó Hallas—. Vamos a montar el campamento. ¡Ya tendréis tiempo luego para recrearos los ojos con eso!

—De modo que —comenzó Alistan Markauz una vez que todos estuvimos reunidos (aparte de Ciendelámparas y Anguila, quienes estaban en la entrada de Hrad Spein, montando guardia)— Balistan Pargaid y sus hombres ya están dentro.

—¡Espero que algo se los trague allí abajo! —fue el sincero deseo del bondadoso trasgo para nuestros enemigos.

—Nos sacan dos días, ladrón. Tienes los mapas de los Palacios del Hueso. ¿Dónde crees que podrían estar ahora mismo?

—En cualquier parte, mi señor —respondí al conde tras pensarlo un momento—. Es un auténtico laberinto desde el primer piso. Si no tienen mapas…

Todos entendieron lo que quería decir. En Hrad Spein, sin mapas eres hombre muerto. Por suerte, yo sí los tenía. Había hecho una excursión especial al Territorio Prohibido de Avendoom para conseguirlos. Así podría encontrar el octavo piso, donde estaba el Cuerno del Arco iris. Es decir, podía encontrar el camino, pero ¿lograría realmente llegar hasta allí?

—Creo que deberíamos ponernos en marcha ahora mismo —dijo Alistan Markauz mientras se daba un tirón al bigote.

—Pronto será de noche, mi señor. Esperemos hasta mañana —dijo Hallas con cautela—. No me gusta la idea de meterme en ese agujero en la oscuridad.

—De día, de noche… ¿Qué diferencia puede haber? De todos modos allí abajo siempre es de noche. Pargaid y esa mujer quieren adelantársenos y apoderarse del Cuerno para llevárselo al Amo.

—No podrán hacerlo, mi señor —dije con una risilla sardónica—. No tienen la Llave y sin ella las Puertas del tercer piso no se abren. Y si no tienen un mapa y deciden tomar un desvío… Bueno, eso les llevará un par de meses.

—¿Un par de meses? —preguntó el enano con incredulidad.

—Es Hrad Spein lo que tenemos debajo —dijo Egrassa dando un pisotón al suelo—. Detesto hacer trizas tus bonitas ilusiones, Deler, pero los Palacios del Hueso son mucho más grandes que todas las ciudades subterráneas de las montañas de los Enanos. Hrad Spein es como una gigantesca cebolla, tiene decenas de leguas de profundidad y de anchura. Es obra de ogros, orcos, hombres y otras criaturas que ni siquiera conocemos. Así que Harold tiene razón. Si no vas por las Puertas, podrías perder muchísimo tiempo buscando el modo de rodearlas.

—Y te tropezarías con algunos problemas muy serios —añadió Kli-Kli con voz débil.

—O sea, que tú también sugieres que esperemos hasta el amanecer —dijo al elfo el capitán de la guardia, sin prestar atención al trasgo.

—Mejor entrar bien descansados, mi señor.

El conde Rata apretó los labios y asintió de mala gana.

—De acuerdo. Eso es lo que vamos a hacer. Luego decidiremos quién irá con Harold y quién se quedará aquí.

—Creo que eso debe decidirlo el propio Harold —dijo Egrassa, y me miró.

—¿Qué el ladrón debe decidir? —preguntó Alistan Markauz con asombro.

—Desde luego. Es el que mejor puede decidir quién debe acompañarlo y quién debe quedarse.

—De acuerdo —respondió el conde con un siseo—. ¿Tú qué dices, ladrón?

Aspiré hondo y dije:

—Nadie vendrá conmigo.

—¿Cómo? ¿Es que te has vuelto totalmente loco?

Daba la sensación de que a Alistan Markauz estaba a punto de darle un ataque.

—No, mi señor. —Decidí decir exactamente lo que pensaba sobre nuestra absurda excursión a Hrad Spein—. Cuando salimos de Avendoom, no interferí e hice lo que decíais. Y cuando entramos en Zagraba, hicisteis lo que os decía Egrassa. No necesito que nadie me acompañe a los Palacios del Hueso. Sólo seríais una carga.

—Somos soldados, Harold, no una carga —dijo Deler con tono resentido—. ¿Quién va a salvarte de esos zombis?

—Ésa es precisamente la cuestión. —Suspiré—. Solo, puedo pasar junto a un muerto viviente sin que se dé cuenta o simplemente escapar corriendo, pero con vosotros, cada encuentro sería una pelea. Allí abajo no podré encargarme de cuidaros.

—Podemos cuidarnos solos, ladrón. —A Alistan Markauz no le gustaba un ápice lo que acababa de decir—. ¿Cómo puedo protegerte si me quedo aquí?

—Nos habéis traído hasta Hrad Spein en cumplimiento de vuestro deber, mi señor. Además, dicen que los pisos inferiores están inundados y si tenemos que nadar, lleváis demasiado metal.

—Pues entonces me quitaré la armadura.

—Mi señor, yo puedo moverme muy deprisa, pero vosotros… Sólo os pido que no interfiráis con mi Encargo.

—¿Y los hombres de Balistan Pargaid?

—Las probabilidades de tropezarse con ellos en un laberinto como éste no son demasiado elevadas.

Tardé una hora en convencer al capitán de la guardia de que era mejor que fuese solo. Apretó los dientes y frunció el ceño, pero al final cedió.

—De acuerdo, ladrón. Como tú quieras. Pero no me hace muy feliz mi propia decisión.

* * *

—¿Tienes los mapas de Hrad Spein? —preguntó Kli-Kli.

—Sí. —Suspiré.

Desde primera hora de la mañana, el trasgo se había dedicado a crisparme los nervios con más eficiencia que una multitud de sacerdotes cantando sus sagradas bobadas.

—¿Y las antorchas?

—Tengo dos.

—¿Estás de broma? —inquirió el bufón con tono ácido.

—Desde luego que no. Dos antorchas me bastarán para llegar al primer piso.

—¿Y a partir de ahí vas a ir a tientas?

—Tú mismo me dijiste que había luz de sobra en los palacios subterráneos.

—Si la magia sigue funcionando, pero ¿y si no? Y no todo Hrad Spein son palacios…

—También tengo mis «luces».

—¿Y por qué no has empezado por ahí en lugar de tratarme como a un idiota? —dijo, genuinamente enfurecido—. Muy bien. ¿Y la comida?

—Kli-Kli, ¿estás intentando sacarme de mis casillas deliberadamente? ¡Ya me lo has preguntado dos veces! —gemí—. Llevo bizcochos mágicos de sobra. No tendré que preocuparme por la comida durante dos semanas.

—¿Ropa de abrigo?

—Ajá.

Sólo la oscuridad sabía cómo eran las cosas allí abajo. Había cogido la zamarra de lana gruesa de Anguila, una de las que llevan los Corazones Salvajes cuando salen de patrulla en el Bosque Durmiente. Llevarla era como estar sentado delante de un horno encendido. Y su mayor ventaja es que se podía enrollar hasta dejarla reducida a un pequeño fardo que cabía perfectamente en la mochila de tela medio vacía que llevaba colgada del hombro.

—¿Y llevas la…?

—¡Basta! —le imploré—. ¡Me vas a llevar a la tumba con tus preguntas! Tómate un descanso de al menos media hora.

—Dentro de media hora estarás fuera de mi alcance —protestó Kli-Kli, antes de continuar sin piedad—. ¿Te acuerdas del poema?

—¿Cuál?

—¡Y tiene que preguntarlo! —exclamó el trasgo con una trágica apelación a los cielos—. ¿Has olvidado el pergamino que nos mostraste en la audiencia con el rey?

—¡Ah! ¿Te refieres al acertijo en verso? Lo recuerdo a la perfección.

—Pues repítelo.

—Kli-Kli, créeme, lo recuerdo perfectamente.

—Pues repítelo. ¿No comprendes que es la clave de todo? Menciona cosas que no aparecen en los mapas.

—La oscuridad se te lleve. —Era más fácil recitar el poema que seguir discutiendo con el detestable canijo—. ¿Desde el principio?

—Puedes saltarte las partes floridas.

—De acuerdo —refunfuñé—. Pero si no me dejas tranquilo después de esto, te estrangulo con mis propias manos.

Así que hice memoria y recité el acertijo en verso para Kli-Kli.

Me había tropezado con el poema por auténtica casualidad. Estaba garabateado sobre un pequeño trozo de papel, perdido entre los mapas y documentos referentes a Hrad Spein que había encontrado en la abandonada torre de la Orden. Lo escribió el mago que llevó el Cuerno del Arco iris a los Palacios del Hueso. Y gracias a esta obra literaria había podido trazar mi ruta futura mientras examinaba los mapas de Hrad Spein durante las paradas nocturnas de nuestro grupo.

—Con eso me basta —dijo el insufrible trasgo con un cabeceo de satisfacción cuando terminé de declamar la última cuarteta—. No lo olvides. Y, por cierto, recuerda que un párrafo ha cambiado, ya te lo dije. En el Libro de las Profecías

—Me acuerdo —me apresuré a interrumpirlo. Lo creáis o no, a esas alturas estaba tan harto de escuchar buenos consejos que ardía en deseos de internarme en Hrad Spein.

—Eres un desalmado, Harold —dijo Kli-Kli, ofendido—. ¡Estoy haciendo lo que puedo por ti! De acuerdo, maldito seas, algún día te acordarás de la amabilidad de este trasgo, pero será demasiado tarde. Inclínate.

—¿Cómo? —pregunté con asombro.

—¡Que te inclines, te digo! ¡Yo no puedo alcanzarte, soy demasiado bajito!

Hice lo que me pedía el bufón, a pesar de que me esperaba alguna última jugarreta de su parte. Se puso de puntillas y me colgó un medallón en forma de gota alrededor del cuello, el que había encontrado en la tumba de la hechicera en los Yermos de Hargan. El medallón poseía una cualidad de incalculable valor: podía neutralizar los hechizos chamánicos de guerra dirigidos específicamente contra su portador.

—Los elfos y los orcos de antaño tenían la costumbre de llenar de trampas sus palacios. Y este amuleto te protegerá al menos de algunas de ellas.

—Gracias —dije, conmovido por su inesperada generosidad.

—Tráemelo de vuelta —dijo el trasgo con displicencia—. Y a ti mismo con él, a ser posible con ese Cuerno.

Solté una breve carcajada.

—Bueno, ladrón, es la hora —dijo el señor Alistan.

—Sí, mi señor. —Repasé mi equipo mentalmente por enésima vez para asegurarme de que no me había olvidado de nada y por fin me colgué la ballesta del hombro—. Nos veremos dentro de dos semanas.

—Te esperaremos tres.

—Muy bien. Si no he vuelto para entonces, marchaos.

—Si no has vuelto para entonces, alguien entrará a buscarte. No pienso volver junto al rey sin el Cuerno.

Asentí. El señor Rata era un hombre muy tozudo y no cejaría hasta obtener lo que quería.

—Ten, Harold —dijo Egrassa ofreciéndome un brazalete de cobre rojo—, ponte esto en el brazo.

Parecía un brazalete normal y corriente, aunque era muy antiguo y tenía grabadas unas runas en órcico que el tiempo casi había borrado por completo.

—¿Qué es esto?

—Me servirá para saber que sigues vivo y dónde te encuentras. Y te permitirá pasar por delante de los centinelas Kayo sin peligro.

Miré fijamente al elfo, boquiabierto de asombro, pero él se limitó a encogerse de hombros y sonreír.

—Dicen que protege contra ellos. Para eso lo crearon, pero no te fíes demasiado. No lo he probado en persona.

Asentí con gratitud y me lo puse en el brazo derecho. Estaba claro que Sagot había decidido que era el día de los regalos para Harold. Bueno, no me importaba, los versos mencionaban a los centinelas Kayo y si el elfo creía que aquella reliquia podía salvarme de los centinelas ciegos de las cámaras funerarias de su raza, estaba dispuesto a aceptar su regalo con toda gratitud.

—Que los dioses sean contigo —dijo el elfo al despedirnos.

—No abandones a tu rey y a su reino, Harold —declaró pomposamente el señor Alistan, usando mi nombre por una vez.

—¡Buena suerte! —dijo Anguila mientras me daba un firme apretón de manos.

Deler, Hallas y Mumr hicieron lo mismo.

—Suerte, Bailarín de las Sombras —dijo el bufón con un mohín.

—Volveré dentro de dos semanas —volví a recordarles, y luego me di la vuelta y me encaminé al negro agujero que conducía al corazón de las antiguas cámaras funerarias.