20
El Jugador
Mi risa despertó a todo el mundo, pero no pude contenerme. ¡Tantos esfuerzos derrochados, tantas vidas perdidas y todo en vano! Llegábamos tarde.
Kli-Kli parecía más asustada por mí que los demás. Supongo que también vosotros os asustaríais si un idiota comenzara de pronto a reírse en mitad de la noche sin ninguna razón aparente. Fue Anguila el que encontró el remedio para mis carcajadas. Me dio un par de fuertes bofetones en el rostro y me calmé.
—Estoy bien —dije mientras recobraba el aliento—. Ya puedes dejar de pegarme. Lo siento, chicos.
—¿Qué ha sucedido, Bailarín? No estarás enfermo, ¿verdad? —preguntó Kli-Kli, preocupada.
—Todo va bien —dije—. Sólo ha sido otra pesadilla.
—No sé, pero a mí nunca me ha hecho reír una pesadilla, que yo recuerde —rezongó Hallas—. Por lo general, me hacen gritar hasta desgañitarme. Venga, vamos a oír lo que has soñado esta vez.
Así que tuve que contarles lo de la batalla. No todo, claro, pero sí el hecho de que habíamos perdido.
—Si el rey ha muerto, es mala cosa. La moral del ejército se resentirá —dijo Mumr, pensativo. Había creído en mi historia desde el principio.
Aparte de su efecto sobre la moral del ejército, suponía también la cancelación del Encargo. Si el cliente moría, el trato quedaba anulado. Así que ya no tenía que llevar el Cuerno del Arco iris a Avendoom, bajo cuyas murallas estaba a punto de librarse una batalla sangrienta. Y podía olvidarme también del perdón y las cincuenta mil monedas de oro que su fallecida majestad me había prometido.
—Si la batalla fue ayer, aún tenemos algo de tiempo. La capital no está muy lejos. Podemos tratar de conseguirlo.
—¡Lo conseguiremos, gnomo! ¡Juro por mi casa que lo conseguiremos! Anguila, Mumr, ensillad los caballos. ¡Hallas, paga al posadero! —dijo Egrassa.
Los Corazones Salvajes corrieron a cumplir con sus instrucciones.
—Oye, Harold, ¿podrías dejarme el Cuerno un momento?
—¿Para qué lo quieres, Kli-Kli? —pregunté, pero de todos modos saqué la reliquia de la mochila y se la entregué.
La cogió, le dio varias vueltas, la olisqueó, murmuró algunas palabras ininteligibles por encima, sacó unos polvos de su bolsillo y los echó sobre ella.
—¿Egrassa? ¿Qué ves?
—Apenas tengo conocimientos chamánicos. No veo nada.
—Yo tampoco —suspiró la trasgo—. Cógelo, Harold. Ahora ya entiendo tu sueño.
—¿Y?
—Has dicho que hubo un sonido como si se partiera una cuerda. Era el Cuerno del Arco iris al perder su poder.
—¿Quieres decir que…?
—Exactamente lo que he dicho. Ahora es sólo un cuerno vulgar y corriente. Sin nada especial. Al menos, hasta que la Orden lo recargue. La reliquia ha perdido su poder y el equilibrio se ha trastocado. El Sin Nombre es ahora libre de utilizar su magia aquí en Valiostr.
—Eso quiere decir que debemos apresurarnos. ¡Recoged vuestras cosas, nos vamos! —dijo el elfo bruscamente.
—¡Valder! —lo llamé—. ¡Valder! ¿Es eso cierto?
«Sí —se dignó contestar el archimago muerto un minuto después—. El Cuerno del Arco iris ha perdido su poder».
—¡Pero eso quiere decir que los Caídos habrán escapado de los Palacios del Hueso!
«No es tan sencillo, amigo mío. Sí, el Cuerno ya no sirve de nada y los Caídos pueden subir de nuevo a los niveles superiores de Hrad Spein, pero no salir de allí. El Cuerno es una llave. Hasta que la llave gire y la balanza del equilibrio sea destruida, los Caídos no podrán salir a Siala. Y sólo el Amo puede hacer girar la llave. U otro Amo. O… el Jugador».
—¿Conoces el nombre del Jugador?
No hubo respuesta.
* * *
Lo único que recuerdo de los días siguientes es un violento galopar y el frío que se me colaba por debajo de la ropa. En el camino a Avendoom, cada uno de nosotros agotó tres pares de caballos. La terrible catástrofe había puesto por las nubes los precios de toda clase de mercancías y especialmente el de los medios de transporte, pero Egrassa no escatimaba el oro.
Las noticias eran cada vez peores. Por desgracia, mi sueño había resultado ser cierto: el ejército había sido derrotado en el Campo de las Hadas. Pero no había sido una desbandada: la mayoría de los soldados que habían sobrevivido a los ataques del Sin Nombre habían logrado replegarse a Avendoom. El rey había muerto. Esperaba que descansase en la luz. Casi toda la plana mayor del ejército y al menos dos archimagos habían caído con él. El reino tenía ahora un nuevo monarca, el hijo menor de Stalkon IX, Stalkon del Jazmín Primaveral.
La Orden estaba haciendo todo lo posible por detener al Sin Nombre, pero estaba claro que nuestros hechiceros no estaban teniendo demasiado éxito.
Parte de la población había abandonado la capital y la comarca circundante con gran precipitación. Todo el que no tenía intención de defender las murallas de la capital y podía huir, lo había hecho. No podía culparlos: desde mi punto de vista, tratar de luchar contra la magia era una completa locura. De no haber sido por el Cuerno del Arco iris, probablemente a esas alturas ya me encontrase a medio camino de Isilia o de las Tierras Bajas. No habría podido decir qué era lo que me impedía hacer lo que me parecía más sensato y escapar.
* * *
—¡Habrá otra gigantesca detonación dentro de un momento! ¡Escucha, Egrassa! ¡Entiendo lo que dices, pero es como si una hormiga tratara de cruzar un prado por donde cabalga la caballería real! ¡Ni siquiera nos verán cuando nos aplasten!
—¡Cierra el pico, Hallas! ¡Estamos pensando! —dijo Anguila sin miramientos.
Habíamos llegado a Avendoom a primera hora de aquella mañana, justo a tiempo para el comienzo de la batalla. Las fuerzas del Sin Nombre estaban preparándose para asaltar las murallas. Pero de momento, eran los hechiceros y los chamanes los que se enfrentaban. De vez en cuando, el silbido ensordecedor de las piedras arrojadas por el aire, el chisporroteo de los relámpagos, el rugido de las llamas y los aullidos de alguna bestia mágica cruzaban el aire. Todo esto acompañado por el trueno de los cañones instalados en las murallas de la ciudad. De momento el Sin Nombre no se había unido a esta demostración de fuerza. O no había llegado aún a Avendoom, o quería averiguar de qué era capaz su ejército.
Hicimos lo más sensato y nos refugiamos en una pequeña arboleda situada entre Avendoom y el camino del sur. La vista desde allí era impresionante. Pero hasta un idiota se habría dado cuenta de que, simplemente, no podíamos llegar a las torres de la ciudad. Tan cerca y tan lejos a la vez… Las fuerzas del Sin Nombre estaban por todas partes y nos habrían visto al momento.
Nuestro ejército estaba formado sobre las murallas de la ciudad. Bastante numeroso, en realidad, pero comparado con las fuerzas del Sin Nombre era una mera gota en el océano. Los suburbios habían sido totalmente destruidos. Lo único que quedaba de ellos era una mancha oscura sobre el suelo nevado.
Por pura mala suerte, había varios centenares de bárbaros justo delante de la arboleda y teníamos que esperar a que se incorporaran al ataque para pasar sin que nos detectaran.
—No podremos entrar en la ciudad por las puertas, Egrassa —objetó el gnomo con irritación—. ¡No soporto a los hechiceros! ¡Mirad! ¡Otro hechizo! ¡Ojalá se pudran todos en la oscuridad!
Miles de carámbanos descendieron de repente sobre el destacamento de bárbaros que nos estaba molestando y, en cuestión de pocos segundos, quedaron reducidos a una pulpa sanguinolenta. Inmediatamente después, una enorme flor de fuego desplegó sus pétalos sobre la muralla de la ciudad. Los chamanes del enemigo no habían tardado ni un segundo en responder. Ambos bandos estaban aniquilando sistemáticamente la infantería del contrario. Si las cosas seguían así, pronto no quedaría nada más que hechiceros y chamanes. Al parecer, los oficiales de los dos bandos se dieron cuenta de lo mismo. Sonaron los cuernos, los tambores iniciaron sus redobles y las oscuras masas, con un estremecimiento, comenzaron a acercarse unas a otras.
—Bien, es el momento.
—¡Quieto ahí, Mumr! —dijo Hallas, que seguía tendido sobre la nieve, observando el campo de batalla—. ¡Dejemos que empiecen a combatir primero!
—Harold, tú antes vivías en la ciudad —me dijo Egrassa—. ¿Hay algún otro modo de entrar en Avendoom, además de las puertas?
—Sí —respondí tras pensarlo un momento—. Pero no nos sirve de nada.
—¿Por qué?
—No creo que nos dejen escalar las murallas con una cuerda.
Y además, tampoco tenemos una cuerda tan larga.
—¿Y ése es el único camino?
—Bueno, podríamos intentarlo por las alcantarillas municipales, pero están…
Me vi obligado a interrumpirme cuando un meteorito envuelto en llamas cayó con la fuerza de un tornado sobre la arboleda más cercana e incineró un destacamento de caballería enemiga.
—… pero están cerradas con rejas de metal. Y aun así tendríamos que escalar las murallas de algún modo. Pero tengo una idea. Las murallas de la ciudad llegan hasta el mar Frío. Supongo que los pescadores de las aldeas cercanas habrán huido o se habrán refugiado en la ciudad. Podríamos buscar un bote.
—¡Así no llegarás a ninguna parte! Hay gnomos con cañones en el bastión que defiende la entrada del puerto. ¡Harán astillas cualquier embarcación que se acerque! ¡Y acabaréis como pasto de los peces!
—¡No, nada de eso, Hallas! —aseguró Kli-Kli al gnomo—. Tú irás de pie en el bote y así te verán desde el bastión y no dispararán.
—¿Yo? ¿Subirme a un bote? ¡Ni lo sueñes!
—¡Oh, ya lo creo que lo harás! ¡Si quieres que el Sin Nombre regrese a su guarida, te subirás a un bote! Y gritarás alto y claro en vuestra lengua para que tus congéneres te oigan —dijo Egrassa, ignorando por completo los quejidos del gnomo—. Ten, coge tu azadón y rompe esto.
El elfo le tendió un cristal.
—¿Qué es eso? —preguntó Kli-Kli.
—Markauz me lo dio en Zagraba. A él se lo entregó Artsivus. Me dijo que en cuanto estuviéramos cerca, deberíamos romperlo. De este modo, la Orden sabría dónde nos encontramos.
—Pues no podemos estar mucho más cerca, ¿verdad? —murmuró Hallas mientras blandía el azadón.
El gnomo necesitó dos intentos para romper el cristal, que se partió como una figurilla de vidrio normal y corriente… y no sucedió nada.
—¿Y ahora qué? —pregunté estúpidamente.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Egrassa, que ya había montado—. Me dijeron que lo rompiera al llegar el momento y ya está hecho. Ahora le toca a la Orden. ¿Está muy lejos la costa, Harold?
—Bastante. Tenemos que cruzar los campos y atravesar ese bosque de allí. Luego hay unos mil quinientos metros hasta la orilla.
—¡Lo conseguiremos! ¡Permaneced juntos y no os rezaguéis! ¡Si alguien pierde el caballo o se cae, que grite!
El elfo tenía razón. El fragor de la batalla era atronador y no sería raro que no oyésemos a alguien situado en la retaguardia.
Atravesamos la arboleda al vuelo y desde allí nos encaminamos al oscuro bosque. ¡Por Sagot! ¡Parecía muy lejano!
El espacio que teníamos delante estaba despejado, pero no por mucho tiempo. Clavé las espuelas en los costados de mi caballo y me concentré en no caerme. Subimos una colina y al bajarla nos encontramos en el (relativamente) vacío campamento del ejército del Sin Nombre. Los hombres del Cangrejo quedaron muy sorprendidos de vernos allí. Pero sólo uno de ellos trató de cortarnos el paso. Anguila lo atropelló con su caballo y continuamos como un vendaval hacia la retaguardia de los piqueros enemigos.
No nos vieron. Estaban demasiado ocupados tratando de esquivar las chispas de color esmeralda que llovían desde el cielo. Al tocar el suelo, las chispas se convertían en enormes serpientes que escupían esferas verdes. Tuvimos que virar hacia la izquierda y cuando casi habíamos llegado a las murallas de la ciudad el caballo de Hallas recibió una flecha en la grupa. Sin detenerse, Mumr levantó al gnomo del animal, que estaba loco de dolor, y lo subió a su propia cabalgadura (¿Cómo consiguió hacerlo?).
—¡Los nuestros nos disparan! ¡A campo abierto! —gritó Anguila al elfo.
A nuestra derecha, un batallón chocó con las filas desorganizadas de los bárbaros y los norteños. Tuvimos que tirar de nuevo de las riendas de nuestros caballos y huir en dirección opuesta. Finalmente logramos llegar al bosque, pero ni allí tuvimos respiro alguno. Al instante nos vimos rodeados de jinetes. Al principio temí que fuesen los chicos del Sin Nombre, pero entonces vi que llevaban los uniformes grises y azules de la Guardia Real.
—¿Quiénes sois? —gritó uno de ellos.
Los demás soldados, sensatamente, mantuvieron las manos en las lanzas.
—¡Estamos de vuestro lado! —exclamó Hallas, casi sin aliento, mientras bajaba del caballo de Anguila.
Como es natural, no nos creyeron. Pero por suerte tampoco tenían demasiada prisa por matarnos. La presencia de un elfo y un gnomo entre aquella pandilla de desertores, vagabundos o espías del Sin Nombre impidió que sacaran conclusiones precipitadas. Sin el menor aspaviento, Egrassa sacó el documento con el sello real, muy arrugado tras nuestro largo viaje. Al menos aquello sí hizo efecto.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el jefe de los guardias.
—Tenemos que llegar a la ciudad, mi señor. ¿Podéis ayudarnos?
—No lo creo. Sólo las puertas de la muralla norte se pueden abrir. Las demás están bloqueadas. Y abrirnos paso luchando hasta el otro lado de la ciudad sería demasiado difícil.
—¡Mirad! —dijo alguien, estupefacto.
Y había algo que mirar, ciertamente. Dos enormes esferas moradas pasaron volando lentamente sobre los hombres trabados en furiosa batalla, en dirección a la ciudad. Las esferas eran mucho más grandes que la que Lafresa había lanzado contra la almadía cuando estábamos cruzando el Iselina. La primera explotó al tocar la muralla con un inmenso trueno que estuvo a punto de derribarme. Llamas, humo, piedras y hombres salieron despedidos en todas direcciones y una brecha de unos cincuenta metros de diámetro apareció en la muralla. Entonces una pequeña nube azul claro se formó junto a la segunda esfera y embistió la creación del Sin Nombre. La esfera morada regresó volando por donde había venido y estalló con estrépito en medio de un nutrido grupo de gigantes.
—Esos brujos sí que saben cómo hacer las cosas —dijo el gnomo con una risilla de deleite, mientras se frotaba las manos.
—¡Corneta! ¡Es la hora! ¡Da la orden de ataque! —gritó el comandante de la guardia—. ¡No sé quiénes sois, caballeros, pero os deseo suerte!
—¡Una pregunta, mi señor! ¿Hay botes en la ribera?
—¡No lo sé, elfo!
Los cien jinetes de la unidad salieron a galope tendido del bosque y se sumaron a la batalla al sonido de la corneta.
El bosque —que no era realmente un bosque, sino sólo una arboleda grande— estaba en silencio. No nos encontramos con más sorpresas. Pero al salir de entre los árboles, cuando casi habíamos llegado al mar (prácticamente se podía oler la sal en el aire), tuvimos la maldita desgracia de encontrarnos con dos gigantes. Sólo la oscuridad sabía lo que hacían tan lejos de la batalla aquellas dos bestias de piel azul, pero al vernos agarraron los garrotes y comenzaron a correr hacia nosotros a toda velocidad.
—¡Atrás! —gritó Anguila—. ¡No podremos con ellos! ¡A los árboles! ¡A los árboles!
Juro por Sagot que los malditos gigantes que corrían hacia nosotros medían más de ocho metros de altura. Y su piel azulada e hirsuta tampoco contribuía demasiado a mejorar su aspecto. Bastaba con un mero vistazo a sus garrotes para disipar cualquier curiosidad por conocerlos. De modo que nuestro grupo volvió grupas con la máxima rapidez y regresó a todo galope hacia el bosque. Al llegar a los árboles, volví la mirada y vi que Kli-Kli no estaba tratando de escapar. La yegua de la trasgo huía presa del pánico, pero la muchacha estaba de rodillas, casi bajo los mismos pies de los gigantes, trazando un dibujo sobre la nieve. ¡Ah, que los demonios se me llevasen! ¡Menudo momento para ponerse a dibujar!
Con un juramento, tiré con fuerza de las riendas. ¡Tenía que salvar a la renacuaja! Cabalgué hacia ella ignorando los gritos de advertencia que lanzaban mis amigos a mi espalda.
Los gigantes ya habían alcanzado a Kli-Kli y uno de ellos alzó el garrote por encima de su cabeza. A su lado, la nieta de Glo-Glo parecía especialmente pequeña. Le grité que saliera de allí.
Kli-Kli terminó el dibujo, levantó la mirada y señaló con un dedo a los gigantes.
Algo que parecía un martillo hecho de humo apareció en el aire y asestó una serie de potentes golpes en el pecho a los monstruos. Las criaturas de piel azul salieron despedidas más de cien metros hacia atrás, como si fuesen plumas. No sé qué era lo que había conjurado la trasgo, pero parecía haber acabado con ellos.
—¿Es que has perdido por completo la chaveta? —le grité mientras tiraba de las riendas.
Respondió con una de sus más estúpidas sonrisas.
—¡Ahí tienes, el Martillo del Polvo, nada de truquillos baratos! —dijo con voz temblorosa antes de desplomarse.
Maldije a todos los dioses y desmonté.
Egrassa y compañía ya habían llegado hasta allí.
—¿Qué le pasa?
—¡Está bien! Debe de ser cosa del hechizo.
Hallas bajó del caballo de Ciendelámparas y comenzó a frotar vigorosamente la cara de la trasgo con nieve. Ella volvió en sí al instante y pidió al gnomo que dejara los juegos para otro momento.
—¿Puedes aguantarte sobre la silla? —le preguntó Anguila.
—Si estáis dispuestos a compartir el caballo… Esos gigantes han asustado a mi yegua. Cualquiera la encuentra ahora.
Hubo un estallido y un trueno al otro lado del bosque. Los hechiceros estaban de nuevo con sus trucos.
—El mar ya no está lejos. Si queremos llegar a la ciudad a tiempo, tenemos que apresurarnos.
La orilla estaba muy cerca. Al igual que los suburbios, la aldea de pescadores había sido incendiada para que el enemigo no pudiera utilizar los materiales para construir máquinas de asedio. Pero había un bote de pesca en perfecto estado junto a la orilla. En cuanto Hallas vio el mar y las olas, se le arrugó el semblante y declaró que aquella bañera, único título que cualquier persona sensata podía darle, se iría a pique en cuanto la sacaran al mar.
Pero no llegamos a acercarnos a más de diez metros del bote. Tres figuras con capas grises se interpusieron en nuestro camino. Una de ellas era un orco, pero las otras dos eran hombres. Las tres estaban armadas y llevaban cristales de humo gris en cadenas de plata alrededor del cuello. Los Grises habían decidido aparecer en el peor momento posible.
Con un chirrido metálico, Anguila sacó a sus «hermanas» de las vainas. Egrassa le indicó con un gesto que se detuviera y sacudió la cabeza a modo de advertencia. Era imposible que pudiésemos con tres Grises, por mucho que lo intentáramos. Los miramos. Nos miraron. Las plomizas olas del grisáceo mar resonaban atronadoras a nuestro lado.
—Dadnos el Cuerno —dijo uno de los hombres—. No os pertenece.
—Ni a vosotros. No le pertenece a nadie —replicó Kli-Kli—. Pero nosotros lo necesitamos en este momento.
—Si la reliquia permanece en vuestras manos, el equilibrio podría trastocarse.
—¿De qué equilibrio estamos hablando? —preguntó Anguila con furia—. ¿Es que no habéis visto lo que está pasando en la ciudad?
—Os lo pedimos por última vez: dadnos el Cuerno.
—¿Y si no? ¿Entonces qué, orco? —dijo Egrassa con una siniestra carcajada, mientras apretaba con más fuerza la krasta.
—También os pido que nos devolváis el cristal y el arma de nuestro hermano —continuó el Gris, tan imperturbable como antes.
Y entonces ocurrió. Sonó un atronador Bum y cuatro hombres con bastones de archimagos de la Orden salieron de la nada. Uno de los Grises murió al instante. Los otros dos saltaron ágilmente a un lado. El orco se abalanzó sobre el hechicero más próximo y el hombre que había sobrevivido desenvainó un par de espadas gemelas. El orco se llevó al hechicero consigo al morir.
Dos de los hechiceros se volvieron hacia el Gris superviviente. Éste saltó sobre el archimago más próximo blandiendo la espada, pero un bastón le cortó el paso. Con un breve destello, el Gris salió volando hacia la orilla del mar. Egrassa disparó su arco y alcanzó al hombre en la espalda mientras se levantaba de la arena. Al volverse el Gris hacia este nuevo peligro, los archimagos le echaron encima una red mágica compuesta de fuego verde esmeralda. El hechizo lo cortó en diez pedazos distintos. Desvié la mirada.
—Menos mal que eran soldados y no magos —murmuró Kli-Kli—. Si los Grises hubiesen sabido magia, los hechiceros no lo habrían tenido tan fácil.
Uno de los archimagos, que era bastante joven y se parecía un poco a Valder, se nos acercó corriendo.
—¿Habéis conseguido el Cuerno?
—Sí, mi señor hechicero —dijo Egrassa con una reverencia.
—¡No es momento para cortesías, elfo! —le espetó el hechicero con brusquedad—. ¡Hemos recibido vuestro mensaje y el consejo en pleno está reunido! ¿Dónde está la reliquia?
Metí las manos en la bolsa. Oímos una serie de explosiones procedentes de la ciudad.
—Una hora más y no quedará nada que salvar. ¡Deprisa!
El archimago me arrebató el Cuerno de las manos. Hubo otro trueno y los tres hechiceros desaparecieron sin molestarse siquiera en llevarse el cuerpo de su camarada. Y como es natural, no nos invitaron a acompañarlos.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Hallas, de mal humor.
—¿Ahora? —dijo Egrassa mientras observaba el mar con mirada pensativa—. Esperar.
Nos quedamos allí, en la fría y ventosa ribera.
Para esperar.
* * *
La guerra contra el Sin Nombre terminó tan bruscamente como había empezado. Los miembros supervivientes del consejo de la Orden hicieron lo que debían y recargaron el Cuerno. El hechicero perdió al instante la capacidad de obrar magia y, sin su hechicería, el ejército del Sin Nombre era sólo un ejército. Como el nuestro, sólo que nosotros teníamos a la Orden.
Al comprender que su amo había perdido el poder, los gigantes huyeron aterrorizados. Los ogros que habían invadido Valiostr habían muerto mucho antes, víctimas del conjuro de los hechiceros, así que la mayor parte de nuestros enemigos eran hombres: bárbaros, guerreros de las tribus del norte, los restos del ejército del ducado Cangrejo y demás chusma. Seguían superando en número a nuestras fuerzas pero, a pesar de la brecha en la muralla, el bombardeo de la ciudad por parte de sus catapultas y los terribles ataques de los chamanes del Hechicero, que no habían perdido sus poderes, Avendoom resistió.
La batalla arreció aún durante cinco días, con ocasionales recrudecimientos y momentos de tranquilidad. El segundo día, el joven rey replegó todas sus fuerzas al interior de la ciudad para no arriesgarse a un enfrentamiento total. Los gnomos sacaron los cañones del bastión del puerto y los emplazaron en las murallas, donde habían comenzado las acciones defensivas.
Hubo días en que alguna sección de la muralla cambió de manos seis o siete veces. Nos obligaban a retroceder, lográbamos expulsar a los atacantes y ellos volvían a intentarlo. Así hasta el infinito. Estuvimos a punto de perderlo todo cuando los partidarios del Sin Nombre en la ciudad hicieron un intento de apoderarse del Cuerno del Arco iris. Pero Artsivus protegía la reliquia como si fuese la niña de sus ojos y los traidores fueron recibidos con magia y acero. Los que cometieron la estupidez de rendirse fueron descuartizados o colgados en las murallas de la ciudad como escarmiento.
Sufrimos muchas bajas, pero logramos resistir. Un hermoso día de diciembre oímos el trueno de unos cuernos de guerra y entonces apareció el Segundo Ejército del Sur, junto con el Primer Ejército del Oeste y el Tercer Ejército de Asalto, reforzados por contingentes de Miranueh y voluntarios de Isilia. Entre todos, lanzaron un ataque devastador sobre la retaguardia del desprevenido enemigo.
Stalkon reunió todas sus fuerzas para una salida y asestó al enemigo un golpe justo entre los ojos. Las fuerzas del Hechicero aún tenían la superioridad numérica, pero flaquearon y luego emprendieron la retirada. Y el Sin Nombre tampoco se quedó para mantener una amistosa charla con la Orden, sino que huyó con el rabo entre las piernas. Nuestro ejército empujó al enemigo hacia el norte, más allá del Gigante Solitario.
Todo el mundo coincidía en una cosa. Pasaría mucho tiempo antes de que el Sin Nombre pudiera recobrarse de un golpe así y no volvería a atacar el reino hasta dentro de quinientos o seiscientos años. Y cabía esperar que si el Hechicero decidía volver a intentarlo e invadía nuevamente Valiostr, la Orden no tardaría un instante en sacar el Cuerno del Arco iris del baúl lleno de telarañas en el que lo habría guardado.
Mientras el ejército estaba atareado en el norte, limpiando todo lo que quedaba por limpiar, la capital iba recuperando gradualmente la normalidad. La gente caminaba por las calles con expresión alegre y satisfecha, como si cada uno de ellos fuese personalmente responsable de haberle metido por el trasero al condenado hechicero el Cuerno del Arco iris.
Sí, habíamos vencido, pero la vida tenía que continuar.
Y había que alimentar y mantener al ejército. Sorprendentemente, cuando la gente tuvo que entregar a los recaudadores de impuestos del rey el dinero ganado con el sudor de su frente, apenas se quejaron. Por alguna razón, todo el mundo parecía entender que era mejor contar con un ejército potente y bien alimentado que tener al Sin Nombre encima. Recuerdo haber oído a For pronunciar una frase memorable:
—A veces, un reino necesita una guerra para aclararse las ideas y sacudirse un poco el polvo. —Probablemente, mi viejo maestro, que ahora vivía en el lejano Garrak, estuviera en lo cierto. La guerra es algo terrible, pero cuando ha pasado, las cosas se ven con otros ojos.
Los habitantes de la ciudad estaban regresando poco a poco a ella y en las plazas se oía a los pregoneros relatar las victorias del ejército en el norte y las de las fuerzas combinadas de Valiostr, el Reino Fronterizo y los elfos oscuros sobre los orcos en el sur. Las casas que la guerra había destruido volvían a levantarse y la gente recuperaba su vida. Poco a poco, las cosas volvían a ser como antes.
Pero para nuestro pequeño grupo, todo estaba manga por hombro. En cuanto los hechiceros terminaron de ocuparse de su principal problema (esto es, el Sin Nombre), dirigieron su atención hacia mí. Me pusieron bajo la custodia de mi viejo amigo Roderick, que pasó a transformarse en la sombra de vuestro querido Harold. Y todos los miembros de nuestro grupo quedaron confinados en el palacio real durante un mes. No sé lo que les hicieron a los demás en este tiempo, pero a mí se dedicaron a interrogarme tres veces al día con un grupo de archimagos. Lo que más les interesaba era Hrad Spein. Hacían sus preguntas y yo las respondía, mientras Roderick lo ponía todo por escrito. Las cosas siguieron así durante una eternidad. Tuve la suerte de ver a Artsivus en dos ocasiones.
La salud del anciano se había deteriorado mientras yo estaba de viaje. Había perdido peso y su tos estaba peor que nunca. Siempre andaba acurrucado bajo una manta, tiritando. Roderick le llevaba medicinas constantemente. Yo sentía lástima por el señor de la Orden, pues hasta un ciego se habría dado cuenta de lo mucho que le costaban aquellas conversaciones. El archimago también me hacía preguntas, pero eran mucho más perspicaces que las de los demás y me obligaron a mentir un poco. No quería hablar a la Orden sobre el Amo, el mundo del Caos y otras cosas parecidas.
Creía que le había contado a la Orden todo lo que sabía, pero los hechiceros siguieron torturándome con sus preguntas. Tuve que contárselo todo una segunda vez, luego una tercera e incluso una cuarta. Me lo sacaron todo, hasta el último detalle, sin que se vislumbrara el final de aquel tormento.
Casi nunca veía a mis amigos. Sólo Kli-Kli, que había acogido bajo el ala al joven rey (así lo expresó ella) se pasaba en ocasiones para verme y ponerme al día. Hallas, Anguila y Ciendelámparas estaban con los Corazones Salvajes que habían sobrevivido a la debacle del Gigante Solitario y al Campo de las Hadas. Gracias a Sagot, Panal e Invencible no habían caído en la batalla de Avendoom y se encontraban ya con sus amigos. De momento, el rey iba a mantener a los Corazones Salvajes cerca.
En cuanto a Egrassa, se había convertido inesperadamente en jefe de la casa de la Rosa Negra. El tresh Epilorssa había caído en la batalla del Campo de las Hadas, de modo que la corona de hojas había pasado al primo de Miralissa. De momento se encontraba con los elfos oscuros que habían acudido a luchar con Valiostr, pero según Kli-Kli, regresaría a Zagraba en un par de semanas.
Y al fin, tras relatar mi historia a los hechiceros sólo la oscuridad sabe cuántas veces, se rindieron y dijeron que podía marcharme.
* * *
—¡Pasteles calientes! ¡Comprad aquí vuestros pasteles calientes!
—¡El valeroso ejército de Valiostr!
—¿Os habéis enterado? ¡Ayer, en la ciudad portuaria, volcó un carromato lleno de oro!
—¿Y qué hacía un carromato lleno de oro en la ciudad portuaria?
—Dicen que los barcos de Isilia llegarán tres veces más a menudo.
—Alabado sea el rey, si no hubiera…
—¡Larga vida al rey!
—¿Es cierto que los elfos oscuros han exterminado a los orcos y ahora van a declarar la guerra a los enanos?
—Hermano, debes de ser idiota para difundir semejantes disparates.
—¡Pasteles calientes!
Nada cambia en el mundo. Sólo había transcurrido un mes desde el final de la guerra, pero la gente ya estaba enzarzada en su pasatiempo favorito: los chismes.
A mediados de enero, el tiempo era increíblemente frío y había nevado muchísimo, pero a nadie parecía importarle y las calles estaban a rebosar de gente que se lo pasaba en grande. Estaban celebrando la última victoria: el ejército había expulsado a los últimos destacamentos enemigos más allá del Gigante Solitario.
Aquella noche había quedado con todos los miembros de nuestro grupo en una de las tabernas de la ciudad interior. Al fin había llegado la ocasión de volver a vernos. Pero la cita era de noche y hasta entonces no tenía absolutamente nada que hacer. Mi viajecillo a tierras lejanas me había hecho perderle el pulso a la ciudad y ahora tenía que recuperarlo. Y también buscar una nueva guarida.
Movido por la curiosidad, fui a ver qué había sido de El Cuchillo y el Hacha, y descubrí que seguía en pie, en el mismo lugar de siempre. A pesar de los desperfectos sufridos durante la batalla campal del verano anterior, la taberna estaba como nueva. Los agujeros abiertos en las paredes por el demonio habían sido reparados y a juzgar por el aspecto del edificio, nadie habría dicho que Vukhdjaaz se había acercado a menos de cien metros de allí. Hasta el cartel seguía en su sitio. Abrí la puerta del establecimiento y entré.
No conocía a los matones de la entrada, pero obviamente ellos a mí sí, puesto que me dejaron pasar sin preguntas y, de hecho, incluso me saludaron. El salón grande había sido reparado y estaba tan abarrotado y bullicioso como siempre. Todas las mesas y los bancos estaban ocupados por una hermandad de ladrones y truhanes de toda laya. Las camareras corrían entre ellos llevando comida y cerveza.
Como es natural, todo el mundo fingió no reconocerme, pero vi expresiones de sorpresa e incluso temor en algunas caras. Saludé con la cabeza a dos o tres de mis conocidos y me dirigí en línea recta hacia la barra.
El viejo Gozmo estaba en su puesto habitual. Al verme casi le da un ataque al muy tunante. La expresión de su alargado rostro se tornó todavía más miserable que de costumbre y se tiñó alternativamente de blanco y morado. Al fin logró murmurar:
—¿Harold?
—Me alegro de que no me hayas olvidado, Gozmo.
—¿Cómo diablos…? ¿De dónde sales?
—¿Qué significa eso? —Parecía que no todo el mundo se alegraba de verme.
—Bueno… —dijo Gozmo, confuso—. Decían que te habías ido de Avendoom para siempre. Como For.
—¿Quién lo decía?
—Todo el mundo. Me alegra comprobar que no es así.
Lo creí, por supuesto.
—Veo que el negocio marcha viento en popa, como siempre.
—No gracias a ti —murmuró el posadero. Parecía haberse recuperado de la sorpresa inicial—. Creo que viste lo que le hicieron a este sitio los chicos de Markun y los doralissios, ¿no? ¿Sabes el dinero que me han costado las reparaciones? ¿No tienes miedo de que te envíe la factura?
—No, la verdad —dije con una sonrisa.
Al verla, Gozmo contuvo la lengua.
—Convendrás conmigo, Gozmo, en que unos cuantos desperfectos en una taberna no se pueden comparar con que te arruinen la reputación, Markun te persiga o incluso pierdas la vida, ¿verdad?
—Eres una plaga, Harold.
—Se hace lo que se puede. ¿Está libre mi mesa?
—Ajá.
—Cerveza. Negra.
Me reí mientras me dirigía a mi mesa. Lo cierto es que Gozmo se había llevado su merecido aquella noche. Pero aun así me alegraba de ver que tanto el viejo y astuto perro como su establecimiento seguían bien.
Me trajeron la cerveza y durante los minutos siguientes no hice otra cosa que disfrutar de ella. Entonces, inesperadamente, alguien se sentó en una silla vacía a mi lado. Aparté la mirada de la jarra y la dirigí hacia mi repentino invitado. Menudo, de pelo negro, con unas cejas tupidas sobre la nariz y el rostro pétreo.
¡Caray! ¡Qué personaje tan importante había decidido honrarme con su presencia! ¡Nada menos que Urgez, jefe del gremio de los asesinos a sueldo!
—¿Cerveza? —le pregunté.
—Gracias, en otra ocasión —respondió.
Me pregunté lo que querría.
—Se decía que habías vuelto a la ciudad… Decidí comprobarlo con mis propios ojos.
—Pues sí que corren rápido los rumores. —No habían pasado ni diez minutos de mi llegada a El Cuchillo y el Hacha y todo el mundo del hampa estaba ya al corriente.
—Sí, rumores, precisamente por eso quería hablar un poco contigo. Si no tienes inconveniente, maese ladrón.
—Ninguno en absoluto, maese asesino. —Siempre convenía mostrarse educado con gente como Urgez.
—Se rumorea que cierto asesino a sueldo andaba detrás de tu pellejo. Y también que la capilla de Sagot fue atacada. Algunos jóvenes acalorados trataron de liquidar al viejo For. Quiero decirte que esa gente no tenía nada que ver con el gremio. Mis muchachos no tienen nada contra los ladrones y mucho menos contra los servidores de Sagra.
—Ya sé que no era tu gente.
—Bueno, me lo imaginaba. También quería decirte, esta vez por mí, que el gremio quiere hacerle unas preguntas a cierto vagabundo. Dicen que ha hecho uso de mi nombre y eso no me gusta. Así que lo estamos buscando.
—No te preocupes. No volverá a causaros problemas.
—Tanto mejor. —El jefe del gremio no parecía sorprendido en absoluto—. Cuídate, Harold.
—Y tú, Urgez.
El jefe de los asesinos había hecho lo que había venido a hacer y podía marcharse. Para ser sincero, me alegraba saber que los muchachos de Urgez no habían tenido nada que ver con los intentos de asesinato que habían estado a punto de enviarme a la luz el pasado verano. Luchar contra él no era bueno para la salud.
—¿Te importa si tomo asiento?
Parecía que era el día de los visitantes inesperados. Esta vez era Sheloz el que se encontraba junto a la mesa. Con seis jóvenes y fornidos guardaespaldas a su lado.
—Te lo ruego.
Sheloz se sentó, pero los guardaespaldas permanecieron de pie.
—Se decía que habías vuelto a la ciudad… Decidí comprobarlo con mis propios ojos.
¿Se habían puesto de acuerdo o qué? Para quienes no lo supieran, Sheloz era el individuo que le había disputado a Markun el derecho a dirigir el gremio de los ladrones.
—He vuelto.
—Siempre te he respetado, Harold…
—Lo mismo digo.
Sheloz era un tipo bastante decente, como hombre y como ladrón. Desde mi punto de vista, el gremio estaría mucho mejor bajo su dirección que con Markun.
—Sé que has tenido dificultades en el pasado con el gremio. ¿Y quién no? Ese cerdo cebado de Markun se quedaba todo el dinero. Pero ahora las cosas han cambiado. Así que quiero decirte que si sientes el deseo de volver a tu viejo hogar, estaremos encantados de recibirte. Como es natural, sin cuotas de suscripción ni porcentajes sobre tus Encargos.
—¿Como miembro honorífico? —pregunté con una carcajada.
—¿Por qué no? Los miembros más respetados del oficio no tendrían que pagar para trabajar. Suficiente hacen con prestar su reputación al gremio.
—¿Cómo es que te has vuelto tan generoso de repente, Sheloz?
—Bueno… —Titubeó—. Para poner todas las cartas sobre la mesa, Harold, estoy personalmente en deuda contigo por librarte de Markun. Y lo mismo les pasa a muchos de los chicos, créeme. Ahora que esa sanguijuela obesa ha desaparecido, las cosas están mejorando mucho. Considéralo una muestra de gratitud. No me gusta estar en deuda con nadie. Así que piensa lo de volver.
—De acuerdo. Lo pensaré.
—Excelente. Nos vemos, maese ladrón.
—Nos vemos.
* * *
Había oscurecido y el salón ya no estaba tan concurrido. Fuera había empezado a nevar. No había viento y los copos de nieve caían flotando suavemente sobre el pavimento sin hacer ningún ruido. ¡Ah, por la oscuridad! Debía de haber pasado en el establecimiento de Gozmo más tiempo del que pretendía. Tenía que darme prisa.
Decidí atajar por los callejones. Y eso que, en un amplio porcentaje de las ocasiones, un paseo por las callejuelas de la ciudad portuaria podía provocar el extravío de la bolsa o incluso la pérdida de la vida, si uno era inexperto en esas lides. Para prevenirlo, tuve la prudencia de moverme por las sombras, sin despistarme en ningún momento y con una mano en la ballesta. Siempre hay algún idiota codicioso deseando hacerse con el dinero de los demás.
Pero Sagot se mostró misericordioso y no me encontré con ningún indeseable por el camino. Eso sí, en un momento dado tuve la inmensa fortuna de topar con una patrulla de la guardia. Los muchachos me miraron con expresiones realmente poco amistosas, pero esta vez no me hicieron ninguna pregunta. Seguí por la calle del Chinche Apestoso, salí a la de las Manzanas, corté por la calle Amargura, pasé bajo un arco oscuro y…
Y en ese momento, alguien muy hábil me agarró con fuerza por los hombros desde atrás. Me zafé de un tirón de sus brazos e intenté sacar el arma, pero el desconocido bloqueó instantáneamente mis movimientos con una mano y me agarró del cuello con tal fuerza que apenas pude respirar y mucho menos resistirme. Mi anónimo atacante poseía una fuerza monstruosa.
—No creo que el arma te sirva de nada, Harold —dijo una voz burlona. Me estremecí y dejé de resistirme.
¡El Mensajero! ¡Que la oscuridad lo devorara!
—¿Humm? Veo que me has reconocido, ladrón. Bien, tanto mejor. Voy a soltarte, pero ni se te ocurra hacer ninguna estupidez. Eres un hombre inteligente, ¿verdad?
No respondí.
—Muy bien —dijo con una risilla el principal servidor del Amo—. He visto que conseguiste el Cuerno.
—Por mucho que te sorprenda —dije, mientras trataba por todos los medios de adivinar qué era lo que podía querer de mí—. Tu señor y tú no creíais que pudiera hacerlo, ¿verdad?
Una risilla queda.
—No te sobrestimes, Harold. ¿Crees que el Amo no sabe cómo marcha el Juego? Sólo conseguiste el Cuerno porque él así lo quiso.
La poderosa criatura me soltó y retrocedí un paso mientras me daba la vuelta. Volvía a estar en la penumbra, donde lo único que se veía de ella era una silueta y unos ojos dorados.
—¿Para qué has venido?
—¿Es que no te alegras de verme?
No respondí.
—De acuerdo, Harold —dijo el Mensajero con un suspiro y un centelleo de los ojos—. Ha llegado la hora de pagar tu deuda.
—¿Qué deuda?
—No te habrás olvidado de nuestro acuerdo, ¿verdad?
—Recuerdo nuestro acuerdo, Jock —dije llamándolo por su verdadero nombre sin darme cuenta.
—Eso está bien. —No parecía haber reparado en mi desliz—. El Amo quiere que cumplas con tu Encargo.
Suspiré. Lo cierto era que no quería hacer nada por el Amo, pero un trato es un trato. Y tampoco era fácil librarse del Mensajero, teniendo en cuenta que podía aparecer donde quisiera cuando le venía en gana. Por desgracia, no había nadie en el callejón salvo nosotros.
—¿Cuáles son las condiciones del Encargo?
—Oh, es muy sencillo, ladrón. Antes de la medianoche de hoy, debes robar el Cuerno del Arco iris de la torre de la Orden.
—¿Cómo? ¡Tu señor debe de estar de broma! ¡No pienso hacerlo!
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? Porque es imposible. ¡No sólo quiere que me cuele en la torre de la Orden, sino también que robe el Cuerno del Arco iris! ¡Allí dentro hay un hechicero cada medio metro!
—Escúchame bien, Harold. Vas a robar esa reliquia. Y lo vas a hacer hoy, antes de medianoche. Y no sólo porque te comprometieras a hacerlo en su momento. Cuando te cuente lo que ha sucedido, querrás hacerlo sin perder un segundo.
—¿Y qué ha sucedido? —Por mí la luna podía caerse del cielo, que ni eso me llevaría a robar el Cuerno por propia voluntad.
—El Jugador ha traicionado al Amo.
—No pillo la conexión.
—El Jugador ha traicionado al Amo y ahora sirve a otro. Esta es una gran noche, Harold. Ni te imaginas cuánto. Esta ronda del Juego se decide hoy. Si el Jugador sigue las instrucciones de nuestro adversario, el equilibrio se desmoronará y ciertas criaturas escaparán de los Palacios del Hueso. Y en caso de que suceda eso, Siala volverá al inicio de la Edad Oscura. Mi Amo no quiere tener que volver a crearlo todo desde el principio. El Cuerno del Arco iris es lo que puede trastocar el equilibrio.
—Vale, vale. Empieza desde el principio. ¿Qué tienen que ver el Cuerno y ese Jugador con todo lo demás?
—Si el Jugador usa el Cuerno, perderemos el Juego.
—Los hechiceros no permitirán que se apodere del Cuerno.
—Ya lo ha hecho.
—¡Oh! —dije mientras trataba de pensar algo—. Pues matad al Jugador.
—Precisamente porque es el Jugador, los Amos no tienen derecho a matarlo.
—Creí haberte oído decir que el Amo sabía cómo marcha el Juego. Habrá previsto que el Cuerno caería en las manos equivocadas, ¿no…? Alto. ¿Quién es el Jugador?
—Bien visto, Harold. Bien visto. El Amo lo había previsto todo, pero todo el mundo comete errores, sobre todo cuando tiene que depender de personas. Las personas son débiles y el Jugador no es una excepción. El Amo sabía que el Cuerno acabaría en sus manos, pero no esperaba que el viejo zorro cambiara de bando. Me refiero a Artsivus.
—No. ¡No es posible!
—¿Por qué? El Amo sabía que entregarías el Cuerno del Arco iris a la Orden, es decir, a Artsivus.
—Pero ¿por qué él? —Podía creer cualquier cosa, salvo que el bondadoso anciano, Artsivus, fuese la influyente figura que había querido matarme…
—¿Qué es lo que te sorprende tanto? El Jugador tenía que ser un hechicero. El Amo le ofreció conocimientos y poder a cambio de sus servicios.
—¿Y qué le ofreció el otro Amo?
—Juventud y vida eterna.
—Entonces tiene sentido.
Y el Mensajero comenzó a contarme cosas. Era Artsivus el que había sugerido que yo acompañara a la expedición en busca del Cuerno. Creía que no lo conseguiría y la reliquia se quedaría en Hrad Spein.
Luego, al ver que las estrellas le contaban una historia distinta, decidió matarme. Sólo al llegar a este punto intervino el Amo y prohibió al hechicero tocarme un solo pelo. Pero entonces Artsivus contrató a Cara Pálida. Fue cosa del archimago que los dos maestros ladrones se encontraran en la Biblioteca Real y eso le costó la vida al pobre viejo, Virote.
Fueron los hombres de Artsivus los que robaron el Caballo de las Sombras. El archimago necesitaba el mágico objeto para controlar a los demonios y utilizarlos para sus propios fines (a esas alturas ya estaba al servicio de un Amo de otro mundo) y no quería compartirlo con la Orden. Pero entonces el ubicuo Harold hizo su aparición y el viejo Artsivus tuvo que renunciar a utilizar el Caballo de las Sombras para no despertar las sospechas del Bailarín de Siala.
Cuando me subí al carruaje del señor de la Orden después de la batalla campal por el Caballo de las Sombras, mi vida pendía de un hilo. El viejo Artsivus no tenía la menor intención de llevarme ante el rey, sólo quería averiguar si sospechaba de su implicación en los turbios asuntos de los mapas de Hrad Spein y el Caballo de las Sombras, y había planeado dejarme en las amorosas manos de una banda de asesinos. Lo que me salvó fue que no llevaba encima los documentos en aquel momento. Artsivus me dejó ir y envió a los asesinos en busca de For, asumiendo (con impecable lógica) que estarían en su poder.
—Podría seguir, ladrón, pero el tiempo se agota. Tienes que robar el Cuerno.
—Hay demasiadas cosas en tu historia que no encajan —dije—. El Cuerno lleva más de un mes en manos de Artsivus. ¿Por qué tiene que ser esta noche? Podría haber hecho lo que quisiera en cuanto se hizo con él. Mientras atacaban la ciudad, cuando todo el mundo estaba ocupado con otras cosas, por ejemplo. Nadie se habría interpuesto en su camino.
—Sí, podría haber usado el Cuerno en aquel momento, pero en ese caso no habría obtenido el resultado que espera su nuevo Amo. Sólo esta noche se pueden combinar los poderes del Caballo de las Sombras y el Cuerno del Arco iris.
—Apuesto algo a que tu Amo sabe desde hace siglos que el Jugador es un traidor. Y desde luego ha previsto lo que va a suceder esta noche. ¿Me equivoco?
—Puede que sea como dices.
—Entonces, en el nombre de Sagot, ¿por qué no me mandó que lo robara antes? ¿Por qué hoy? ¿Por qué no me contó todo esto hace una semana? O hace un mes.
Me pareció oírlo reír entre dientes.
—Entonces no habría habido ningún peligro. El Juego carecería de aliciente. De interés. Eres el comodín del Amo. Quería ver cómo reaccionabas en el último momento.
¡El mundo estaba al borde del precipicio y el Amo seguía con sus estúpidos jueguecillos!
—Entonces, ¿por qué me ha soltado Artsivus? ¿Por qué me ha quitado la correa?
—No te confundas, Harold. Sí, sabe que eres un Bailarín de las Sombras, pero no sospecha siquiera tu acuerdo con el Amo y cree que no sabes quién es. ¿Qué me dices, robarás el Cuerno?
—No tengo muchas alternativas, ¿verdad? —dije con una carcajada de amargura.
—Me temo que no. O se le arrebata el Cuerno del Arco iris al Jugador esta noche o… Simplemente no te haces una idea de lo que puede hacer ese objeto combinado con algo como el Caballo de las Sombras. Los fieles de la balanza se vendrán abajo, las casas de Siala caerán y no quedará gran cosa de vuestro… de vuestro mundo, vaya. El Juego terminará con una derrota. No querrás que suceda eso, ¿verdad?
—No siento el menor interés por vuestro Juego. Pero trataré de conseguir el Cuerno. ¿Cuál es el anticipo por el trato?
—Tu vida. ¿Te parece poco?
—En absoluto. ¿Y el precio?
—Si consigues el Cuerno, no volverás a verme.
No se me ocurría una oferta mejor que ésa.
—Solicito que Harold el Sombra acepte mi Encargo.
—Acepto el Encargo.
—Te he oído, ladrón. Y ahora, a modo de conclusión, permíteme un consejo para que puedas hacer lo que debes antes de la hora indicada. A medianoche el Jugador comenzará el ritual y dudo mucho que puedas robarle la reliquia delante mismo de sus narices.
—Yo lo que dudo mucho es que pueda colarme en la torre de la Orden. Es poco probable que los hechiceros me dejen pasar por las buenas.
—No hay ningún hechicero en la torre. Artsivus los ha mandado lejos a todos.
—Eso no cambia mucho las cosas. Aún tengo que colarme allí.
—En eso no puedo ayudarte. Yo no puedo entrar en la torre de la Orden.
—Dime una cosa, ¿por qué hace todo esto? ¿No comprende el señor de la Orden que cuando haga lo que va a hacer será el fin de todo?
—¿Por qué no iba a entenderlo? Claro que lo entiende. Pero hay muchos mundos, siempre tendrá algún sitio al que ir.
—¿Y si el Juego termina, entonces qué?
—¿Entonces qué? Oh, el ganador recibirá su premio y el Juego comenzará de nuevo.
—¿Su premio? ¿Qué premio?
—Has estado en el mundo del Caos y las sombras, ¿no es así?
—Sí.
—El que gane el Juego será recompensado con una de las sombras del mundo primigenio. Imagínatelo: algo con lo que se puede crear un mundo ideal, totalmente nuevo. Y enmendar los errores cometidos en otros universos. La victoria le brindará la oportunidad de crear la perfección e incorporarla al próximo Juego.
Al tiempo que decía esto, el Mensajero salió por fin de las sombras a la luz de la luna. Me sobresalté. No había cambiado mucho desde que lo viera en mi sueño. Es decir, sin contar el hecho de que ahora era negro como la brea, tenía un par de alas a la espalda y ojos dorados. Pero aún conservaba la apariencia de Jock Imargo.
¡Que la oscuridad se llevase a los Amos y sus estúpidos Juegos! Los mundos no eran más que naipes para ellos. ¡Ellos jugaban y yo sufría las consecuencias!
—¿Qué tengo que hacer cuando consiga el Cuerno? —pregunté con un suspiro.
—Nada. Cuando te apoderes de él desbaratarás el ritual y con ello terminará esta ronda del Juego. El Jugador será vulnerable, el Amo acabará con él, el Cuerno quedará en manos de la Orden y todo habrá terminado.
Y con estas palabras, batió las alas y desapareció como si nunca hubiera estado allí.
Había pasado más de una hora desde que me separara del Mensajero. No tenía ni la menor idea de cómo entrar en la ciudadela de la Orden. Y tampoco conocía la disposición interior de la torre. No parecía demasiado grande, pero al acordarme de la torre abandonada del Territorio Prohibido, comprendí que podía esperarme cualquier cosa. Trucos con el espacio y las dimensiones, por ejemplo. Podía ser mucho más grande por dentro que por fuera.
Y entonces —un golpe de suerte— los dioses me hicieron recordar que Kli-Kli había presumido una vez de que había estado dentro de la nueva torre de la Orden y podía encontrar con los ojos cerrados cualquier sala de su interior. ¡Seguro que mentía! Habría jurado por los ojos del Mensajero que era así, pero no tenía otra alternativa.
Logré agarrar a la trasgo cuando estaba entrando en la taberna donde se suponía que teníamos que encontrarnos. Me la llevé a un lado para hacerle algunas preguntas. Como es natural, se dio cuenta enseguida de que sucedía algo y no paró hasta conseguir que se lo contara todo. Al enterarse de lo de Artsivus, se limitó a asentir y al oír lo que quería el Amo, decidió que tenía que ir conmigo.
Traté de hacerle cambiar de idea. Traté de razonar con ella. Discutí y amenacé. Apelé a su conciencia, le pedí que atendiera a razones… pero no sirvió de nada. Kli-Kli declaró que si no la dejaba acompañarme, tendría que buscarme otro modo de salir de aquella condenada situación. Y lo que finalmente logró convencerme fue que me aseguró que sabía cómo entrar en la torre sin llamar la atención. Así que accedí. Y lo cierto es que si ella no estaba preocupada por mi pellejo, ¿por qué debía yo preocuparme por el suyo? Decidimos no molestar a nuestros amigos y dejarlos en la taberna sin saber nada. No tenía ningún sentido que arriesgaran la vida en una empresa en la que, a fin de cuentas, las espadas tampoco iban a servir de mucho.
La plaza donde se levantaba el enorme edificio azul pálido de la Orden estaba totalmente desierta y cubierta de nieve. Me estremecí al recordar el sueño en el que había hablado con el Gris.
Un sueño profético. El equilibrio estaba realmente en peligro. A la luz de la luna y de las lámparas mágicas, la torre parecía tallada en bloques de hielo. Las únicas luces encendidas en su interior eran las del último piso.
—Bueno, a ver, ¿cómo entramos sin llamar la atención? —pregunté a la trasgo.
—Te lo enseñaré.
Se acercó a la puerta, decorada con un elegante diseño de volutas y torbellinos, y se detuvo.
—Así.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora? —siseé con sarcasmo.
—Me has pedido que te enseñara cómo se entra en la torre y lo he hecho —dijo Kli-Kli sin pestañear.
—Kli-Kli —dije, tratando de controlarme—. Te estás haciendo la graciosa, ¿no?
—No, en absoluto. El único modo de entrar en la torre de la Orden es por esa puerta. ¿O pensabas que los hechiceros dejarían otras entradas para el primero que pase?
¡Tendría que habérmelo supuesto! ¡Me había tomado el pelo!
—¿De verdad has estado ahí dentro?
—Sí. Con el rey. Aunque, por alguna razón, no nos dejaron pasar del primer piso.
—¿Y entonces de qué me sirves?
—Puedo salvarte el cuello. Y también sé algo de magia.
—¡Kli-Kli! ¡No finjas que eres aún más idiota de lo que eres en realidad! Sabes perfectamente que no puedes enfrentarte a un hechicero de la Orden.
—Escucha, Harold, aquí estamos, parados como dos pasmarotes junto a la puerta del santuario de la Orden. Saca esas ganzúas antes de que alguien se fije en nosotros.
—Mucho me temo que los hechiceros no se habrán molestado en poner cerraduras en la puerta. Probablemente haya alguna otra protección dentro.
—¡Pues compruébalo! ¿Acaso no eres un ladrón?
Tenía razón. Quedarse allí a plena vista de todo el mundo era una estupidez. Ya tendría unas palabritas con ella después (si es que había un después).
Llevé una mano a la argolla de metal de la puerta y tiré cautelosamente hacia mí. La puerta no cedió. Tiré con más fuerza. Con el mismo resultado.
«Abrete», susurró Valder y la puerta de la torre cedió de repente.
—¡Caramba! —dijo Kli-Kli con un resoplido de deleite—. ¿Cómo has hecho eso?
—Pura suerte —murmuré mientras volvía a dar gracias a la providencia por haberme reunido con el archimago muerto—. Espérame al borde de la plaza. Si no he vuelto dentro de una hora, acude al rey.
—Ajá —dijo la trasgo antes de cruzar la puerta a la carrera—. No pensarás que voy a dejar que te quedes con todo el honor y la gloria, ¿verdad?
—Kli-Kli…
—Baja la voz. Voy contigo.
—¿Y si te ato?
—Te morderé, te lo advierto.
—Muy bien. ¡Pero no estorbes!
—¿Cuándo te he estorbado? —preguntó, pero inmediatamente se mordió la lengua.
Entramos en el iluminado vestíbulo del primer piso de la torre. Al otro lado había tres pasillos y una escalera.
—No hagas ruido —advertí a mi compañera, por si acaso.
—La torre es mucho más grande de lo que parece —dijo Kli-Kli.
—Lo sé —respondí, y luego pensé: «¿Valder?».
«¿Sí?».
«¿Sabes por dónde debemos ir?».
«Nunca he estado aquí, pero todas estas torres tienen un mismo diseño. Debéis subir las escaleras».
«¿Y luego?».
«Si el señor de la Orden quiere realizar un ritual, lo hará en la sala del Consejo. El espejo mágico intensificará la potencia de sus hechizos».
«Entiendo».
«¿Sabes?, este asunto del Cuerno me recuerda a algo. Veo que Zemmel no es el único que ha intentado participar en el gran Juego. Ten cuidado».
Y volvió a hacerse el silencio.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte ahí, con la mirada perdida? —inquirió Kli-Kli. Como es natural, no había oído mi conversación con el archimago.
—Deberíamos ir por ahí.
La escalera de mármol morado oscuro ascendía sinuosamente por la torre. Al principio avanzamos con cautela por si había alguien más aparte de Artsivus, pero después del tercer piso comenzamos a caminar con mayor confianza.
—¿Cuánto falta hasta medianoche?
—Más de una hora aún —respondió la trasgo con la respiración entrecortada—. Vamos bien de tiempo. Lo más importante es no encontrarse con Artsivus.
El quinto piso. El sexto. En el séptimo eché un rápido vistazo por un corredor muy bien iluminado y vi a alguien en la distancia, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en un muro. La sangre se me heló un momento al pensar que era Artsivus. Pero no, gracias a Sagot. Entonces reparé en que su manera de sentarse también era extraña.
—Kli-Kli —dije a la trasgo, que ya había comenzado a subir el siguiente tramo de escaleras.
—¿Sí?
Sin decir nada, señalé al hombre del pasillo con una mirada.
—¡Debemos ir a ver!
—¿No tenemos nada mejor que hacer?
—Hay que comprobarlo, Bailarín. No podemos dejar ningún desconocido a nuestra espalda.
—Muy bien, pero ten cuidado —dije mientras sacaba la ballesta.
El hombre no reaccionó al acercarnos a él. Entonces vi quién era y eché a correr en su dirección.
Alguien le había abierto la cabeza a Roderick. El suelo y la pared en la que estaba apoyado estaban cubiertos de sangre.
—¡Ah, por la oscuridad! —maldije—. ¿Quién le habrá hecho esto?
—Ya lo sabes. No hagas una escena, Harold. El chico está muerto. Debió de olerse algo y su viejo maestro decidió librarse de él.
—Me salvó la vida una vez. Lo siento por él.
—Tendrás que sentirlo por todos si no nos ponemos en marcha ahora mismo. Vamos, Harold. Ya no podemos hacer nada por él. Oye, ¿qué hace esa puerta abierta, eh?
Sólo entonces me di cuenta de que la puerta más cercana a nosotros estaba ligeramente entreabierta. Al instante, Kli-Kli metió por allí su curiosa nariz.
—¡Oooh! ¡Mira lo que hay aquí, Harold!
Me asomé. La enorme sala estaba repleta de cajones y toda clase de cosas extrañas. Supuse que sería un almacén de accesorios mágicos.
—¡El depósito de reliquias! —Kli-Kli había llegado a la misma conclusión que yo—. ¿Estará aquí el Cuerno?
—Habrá que comprobarlo —asentí—. ¡Pero deprisa!
El almacén estaba lleno a rebosar de cosas, de pergaminos mágicos guardados en estanterías a objetos misteriosos e incomprensibles que brillaban en la oscuridad. Lo único que no vimos fueron el Cuerno del Arco iris y el Caballo de las Sombras.
—Parece que aquí estamos perdiendo el tiempo —dijo Kli-Kli, rindiéndose antes que yo.
—Eso parece. —Suspiré al ver una serie de estanterías repletas de distintos globos y esferas brillantes.
Uno de ellos me llamó la atención. Era de color gris y me pareció distinguir una silueta conocida en su interior. Di un paso hacia la estantería y, en ese momento, un suave temblor recorrió la torre.
—¿Qué es eso? —preguntó Kli-Kli, aterrada, mientras miraba a su alrededor.
—No lo sé —dije, intrigado.
«Ha comenzado —me dijo Valder—. ¡El ritual ha comenzado!».
—¿Cómo puede haber empezado? —grité en voz alta—. ¡Aún no es medianoche!
—¿De qué estás hablando, Harold? —preguntó Kli-Kli con asombro.
—Malas noticias, Kli-Kli. ¡Artsivus se impacienta!
—¿Y qué hacemos?
Antes de que pudiera responder, Valder volvió a hablar:
«¡La chica trasgo debe marcharse!».
—¿Cómo?
«Debe marcharse, Harold. Es una chamán demasiado poderosa y yo ya estoy débil. Cuando está aquí me cuesta manifestarme. Y hoy voy a necesitar todas mis fuerzas».
—Harold, ¿qué te sucede?
«Deja que hable yo con ella».
Me relajé y dejé libre a Valder para hacer lo que quisiera.
—¿Qué demonios está sucediendo…? ¡Oh!
Me miró con ojos llenos de asombro, imagino que mientras escuchaba lo que le decía Valder. No pude oír sus palabras, pero Kli-Kli asintió rápidamente.
—¡Aguarda aquí, Bailarín! —me dijo la trasgo al final—. ¡Iré a buscar ayuda!
Salió corriendo mientras un nuevo temblor recorría la torre.
—¿Por qué ha hecho eso?
«Es lo mejor. Debemos detener al señor de la Orden entre tú y yo».
—¿Y cómo lo hacemos?
«Aún no lo sé. Coge eso».
—¿El qué?
«Esa esfera. Nos será útil».
—¿Y si se escapa?
«Eso distraerá al Jugador un rato».
Agarré la esfera que contenía al demonio. Bueno, puede que el Mensajero no hubiera mentido al decir que los demonios tenían un papel que desempeñar en la historia.
«Deja la ballesta. Y también la bolsa. No necesitaremos nada de eso —dijo Valder—. Bien. ¡Y ahora vamos, amigo mío!».
Salí al pasillo con la esfera en las manos y corrí hacia la escalera.
—¿Cómo lo libero? —pregunté a Valder mientras corría.
«Es una prisión mágica. Siento que el poder que encierra es tan grande que bastará con acercar la esfera al Cuerno para que salte en mil pedazos. Confía en mí».
Confiaba en él. Tampoco podía hacer otra cosa.
Para entonces, el temblor de la torre ya era continuo. Una leve trepidación sacudía la escalera y las paredes y empezaba a temer que —no lo quisiera Sagot— el edificio entero pudiese desplomarse.
La puerta de la sala del Consejo estaba abierta de par en par, así que sólo tardé un momento en comprender lo que estaba pasando. Creo que lo estaba viendo todo a través de los ojos de Valder.
El suelo espejado reflejaba constelaciones nunca vistas en Siala, en cuyas profundidades se adivinaban ardientes auroras de color morado. El Cuerno del Arco iris y el Caballo de las Sombras estaban allí, separados por cinco metros.
El Cuerno ya estaba rodeado por un halo que cambiaba constantemente de color. De vez en cuando brotaba una chispa del Caballo, que ascendía hacia el techo transparente antes de disolverse en el aire. Unos gruesos tentáculos de poder reptaban hacia las reliquias y había una nube negra entre los dos objetos mágicos que se expandía por momentos y de forma inexorable. Artsivus se encontraba inmóvil, con las manos alzadas hacia el techo. El archimago estaba de espaldas a nosotros y al verlo lamenté haberme dejado la ballesta abajo.
«No te preocupes por eso —me dijo Valder—. Las armas convencionales son absolutamente inútiles ahora».
—¿Y qué hacemos?
«Esperar. Aún no es el momento».
Artsivus recitaba sus hechizos en una lengua cortante y seca y cada poco tiempo la torre se estremecía. Las llamas moradas del interior del espejo brillaban cada vez con más fuerza. La nube negra que se encontraba justo delante del Jugador había alcanzado ya el tamaño de un carruaje de dimensiones respetables. Pero sólo era negra por los bordes, su centro era transparente. Y en su interior se veía un mundo desconocido, un mundo completamente diferente.
El mundo de otro Amo.
Era como si Artsivus estuviera abriéndole la puerta a su nuevo señor. El Cuerno del Arco iris brillaba con una intensidad que resultaba dolorosa y las chispas seguían ascendiendo hacia la cúpula de cristal desde el Caballo de las Sombras.
Pero los archimagos y los hechiceros de la capital debían estar notando lo que estaba sucediendo, ¿no?
La voz del archimago fue cobrando más y más intensidad y sentí que los fieles de la balanza del equilibrio comenzaban a temblar. Un poco más y Artsivus aniquilaría todo cuanto había en decenas de leguas a la redonda, por no hablar de que el equilibrio quedaría totalmente trastocado.
¡Ah, por la oscuridad! ¡Valder estaba otra vez pensando por mí!
«Es la hora —dijo de pronto el archimago muerto—. ¡Tírala!».
Lancé la esfera gris con todas mis fuerzas. Cruzó casi toda la sala y cayó al suelo a los pies de Artsivus. Pero el señor de la Orden estaba demasiado ocupado con su hechizo como para percatarse.
La esfera se desintegró sin hacer el menor ruido y desapareció.
«¡Adelante! ¡Coge el Cuerno! —me ordenó Valder—. ¡Libérame!».
Vacilé un instante antes de entrar corriendo en la sala y el archimago se hizo instantáneamente con el control de mi cuerpo. Corrí hacia la brillante reliquia con la esperanza de que Artsivus tardase lo máximo posible en verme. ¡No debía hacerlo!
Mientras tanto, un nuevo personaje se había sumado a la escena de la sala: un poderoso demonio. Era imposible que el señor de la Orden no lo viera. Artsivus interrumpió su encantamiento en mitad de una palabra y una de las palmas de sus manos comenzó a despedir una luz azul turquesa.
—Vukhdjaaz es listo —anunció el grisáceo demonio mientras corría hacia el hechicero.
La llama turquesa brotó de la palma de la mano del hechicero y alcanzó a Vukhdjaaz en el pecho.
No sucedió nada. La magia de guerra no afecta a los demonios.
Artsivus gritó unas palabras apresuradas. El Caballo de las Sombras se iluminó y el monstruoso demonio, con un aullido, salió despedido hacia un lado. A la hora de luchar contra los monstruosos habitantes de la oscuridad, la reliquia de los doralissios era mucho más eficaz que cualquier brujería.
Vukhdjaaz profirió una maldición y alargó una zarpa hacia el Caballo de las Sombras, con la evidente intención de apoderarse del objeto de su codicia. Mi amigo de cabeza de cabra debía de haberse olvidado de que un demonio sólo podía coger el Caballo de las Sombras si un ser humano o un doralissio se lo entregaban por propia voluntad. El Caballo de las Sombras escupió unas chispas contra el impertinente demonio y Vukhdjaaz, con un aullido como el de un millar de pecadores, retrocedió tambaleándose y agitando la mano, parcialmente carbonizada y ennegrecida.
Todo esto sucedió en menos de tres segundos, tiempo justo para que yo recorriese la mayor parte de la distancia que me separaba del Cuerno. Creo que Artsivus me había visto, pero sin dejarse distraer señaló a Vukhdjaaz con un dedo y comenzó a recitar un hechizo.
Al demonio no pareció gustarle la idea. Volvió a maldecir, saltó a un lado, atravesó de cabeza el cristal de uno de los ventanales de arco apuntado y huyó a toda velocidad.
Artsivus se volvió hacia mí. El Cuerno del Arco iris estaba tan cerca que sólo tenía que alargar los brazos para tocarlo. Así que alargué los brazos.
La luz me quemó los dedos a través de los guantes y al tocar el Cuerno me sentí como si acabara de alcanzarme un relámpago.
«¡Soy libre!», exclamó Valder con un jadeo.
Artsivus murmuró algo y salí despedido en dirección contraria. Traté de levantarme, pero estaba demasiado aturdido y tuve que quedarme en el suelo mientras un Valder completamente real libraba un duelo de magia con el Jugador.
Mi amigo lanzó una lluvia de golpes mágicos tan rápidos sobre el señor de la Orden que Artsivus no tuvo tiempo ni de preguntarse cómo podía haber aparecido un desconocido tan ducho en el arte de la magia en la sala del Consejo.
El Jugador golpeó, Valder paró su ataque y lo obligó a defenderse con un nuevo contraataque. La torre volvió a temblar mientras yo escupía sangre por la boca. Pensé que era el fin. Todo iba a desplomarse.
Pero el duelo continuó. Valder logró a duras penas desviar hacia el cielo una esfera morada y la cúpula de cristal de la torre de la Orden reventó en mil pedazos con un chasquido ensordecedor. Una miríada de fragmentos afilados cayó sobre nosotros. Ambos hechiceros se protegieron al instante de la letal tormenta con brillantes cúpulas. Y Valder me protegió también a mí.
El duelo se reanudó al instante y los hechiceros comenzaron a dar vueltas por la sala del Consejo, intercambiando ataques mágicos. Cada uno de ellos hacía temblar la torre como un terremoto. El mismo aire parecía aullar por la densidad de la energía mágica acumulada, pero ninguno de los dos contendientes conseguía sacar ventaja.
Haciendo un inmenso esfuerzo, me incorporé sobre las manos y las rodillas y comencé a arrastrarme hacia el Cuerno del Arco iris. No sabía con qué me había golpeado Artsivus ni cómo había logrado sobrevivir. Ninguno de los dos parecía consciente de mi presencia. Volví a escupir sangre y traté de avanzar más deprisa.
En ese momento, Valder gritó una frase y empujó a Artsivus lejos de sí con todas sus fuerzas. El viejo hechicero retrocedió tambaleándose, tocó con la espalda la negra nube y desapareció en su interior con un grito.
—¡Cierra el portal, Harold! —gritó Valder—. ¡Coge el Cuerno y cierra el portal! ¡Ciérralo antes de que sea demasiado tarde!
Y se lanzó en pos de Artsivus.
Seguí arrastrándome.
La torre estaba temblando. Los fieles de la balanza del equilibrio temblaban. El mundo contenía el aliento.
Seguí arrastrándome.
La torre se estremecía violentamente. Creo que incluso el espejo mágico se había agrietado. El Cuerno estaba muy cerca.
Esta vez, el efecto de la radiación multicolor fue un intenso dolor. Grité con toda la potencia de mis pulmones mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, pero agarré la reliquia y la lancé con todas mis fuerzas. El Cuerno del Arco iris voló más allá del borde del espejo mágico y su brillo se apagó al instante. Con un crujido ensordecedor, el portal se cerró de pronto.
Hubo un trueno y un destello. El frío invadió todo mi cuerpo. Abrí la boca en un grito mudo y la noche se me tragó.