2: El Soto Rojo

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El Soto Rojo

—¿Qué había aquí antes, Kli-Kli?

—¿Es que no ves las ruinas? ¡Pues una ciudad, claro! —El trasgo y yo estábamos tumbados sobre unas piedras grisáceas cubiertas por una densa capa de musgo. A nuestro lado se levantaba una alta y acanalada columna de la misma piedra, tapizada también por un musgo denso y oscuro, como toda la ciudad de Chu.

Las ruinas de la antigua ciudad se alzaban entre los troncos de hojas doradas y alerces. Una columna aquí, un muro allá, un arco entre arbustos de madreselva algo más lejos, y después de eso… un edificio de enormes dimensiones que se había desmoronado. Y así sucesivamente hasta donde alcanzaba la vista. Los vestigios de la ciudad se levantaban en mitad de una suave alfombra de musgo que los cubría por entero, entre una maleza formada por helechos y cardos, aplastada bajo las raíces de los poderosos hojas doradas. Posiblemente hubiese sido una ciudad grande y hermosa en su tiempo, pero ya no quedaban de su antigua gloria más que fantasmas. No era más que un montón de piedra muerta, devorada por las voraces polillas del tiempo.

—Ya me doy cuenta de que no era una simple aldea. ¿Y quién vivía aquí?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó el bufón encogiéndose de hombros—. Estas ruinas presenciaron la retirada de los ogros a las Tierras Desiertas y la llegada de los elfos y los orcos a Siala. Lógicamente, no conozco a nadie que viviera aquí en aquellos tiempos. Pero, créeme, Chu es muy bella. O lo fue.

—¿También habías estado aquí antes?

—Pues claro que no. Lo que sucede es que Chu no es la única ciudad abandonada de Zagraba. Hay otra, muy parecida a ella, cerca de la región donde vive mi tribu. La llamábamos Bu. Pero está mucho mejor conservada que Chu.

El atardecer se iba alargando mientras el sol se ocultaba por detrás del horizonte y sólo algunos de sus brillantes rayos conseguían penetrar entre el ramaje. El crepúsculo se cernía sobre el bosque. Acerqué mi pequeña ballesta y me cercioré, por enésima vez, de que estuviera cargada.

Para gran alivio de vuestro seguro servidor y enorme fastidio de Kli-Kli, Alistan Markauz nos había dejado allí mientras ellos iban a ocuparse de los orcos.

¡Era lo más lógico! Ladrones y bufones no son los más adecuados para luchar en guerras y batallas. El trasgo, cómo no, pensaba de manera diferente, pero después de refunfuñar un rato, finalmente había accedido a quedarse conmigo.

—¡Cra-a-a! ¡Cra-a-a! ¡Cur-a-a-a!

El canto del ave se remontó sobre las ruinas como un fantasma lastimero y su eco, multiplicado por los muros, hizo trizas la paz de aquel lugar desolado. Durante un instante, en la cúspide de la alta e inclinada columna y en los troncos de los árboles, resplandeció el destello azulado de un hechizo lanzado a doscientos metros de allí. Luego volvió la misma y mortal calma.

—Ha comenzado —dijo Kli-Kli mientras se incorporaba—. Eso ha sido obra de Miralissa.

—No oigo nada.

—Tanto mejor. Significa que nadie oye nada. Esperemos.

Y esperamos. Los minutos parecieron arrastrarse durante una eternidad.

La gruesa alfombra de musgo amortiguó las pisadas, así que sólo vimos al corredor cuando lo teníamos a diez metros. Kli-Kli me pellizcó dolorosamente en el brazo e hizo un gesto de cabeza en dirección a la columna. Al principio creí que el corredor era Egrassa. Pero entonces, ¿por qué el elfo empuñaba un yataghan en lugar de su acostumbrado s’kash?

Porque, claro está, no era un elfo sino un orco. Las dos razas se parecían tanto que siempre me costaba distinguirlas durante los primeros segundos. Gracias a Sagot, al menos estábamos tendidos detrás de las piedras y el orco no había podido vernos.

—¿A qué esperas? ¡Que se escapa! —siseó Kli-Kli mientras sacaba el primer par de cuchillos arrojadizos de su cinturón.

El bufón estaba en lo cierto. Si el orco lograba escapar de allí con vida, alertaría a su tribu y nosotros lo pagaríamos con la cabeza. El enemigo estaba tan cerca de mí que tendría que esforzarme de verdad para no alcanzarlo.

¡Pang!

El virote atravesó sin dificultad la fina cota de malla y se clavó en la espalda del orco. Este se tambaleó y cayó de bruces sobre el musgo. No sentí el menor atisbo de remordimiento por haber atacado a un enemigo por la espalda. De haber tenido la ocasión de acabar con Kli-Kli y conmigo, él no habría vacilado un instante.

—¿Lo has matado? —preguntó un aterrado Kli-Kli mientras se pegaba a mí.

—Eso parece —dije sin demasiada seguridad y con la ballesta aún a punto, por si acaso.

—Ésa es precisamente la cuestión, que lo parece. Puede que sea un sujeto astuto y esté haciéndose el muerto —dijo el trasgo, que tampoco tenía ninguna prisa por acercarse al cadáver.

—Kli-Kli, tiene un virote clavado en la espalda casi hasta los penachos. ¿Cómo va a estar vivo?

—Pues aun así, no pienso acercarme a él —me advirtió el bufón.

El miedo y las dudas son siempre infecciosos. Comencé a observar con aprensión el cuerpo inmóvil del orco. ¿Y si el trasgo tenía razón y el Primogénito sólo fingía ser un cadáver? En todo caso, aún tenía el yataghan en la mano.

—De acuerdo —suspiré—. Pero recuerda que esto sólo lo hago para que te quedes más tranquilo.

Tuve que acercarme unos pasos al cadáver para clavarle otro virote en la espalda. Pero el orco ni siquiera se estremeció en respuesta a este acto de sadismo.

—Bueno, ¿estás convencido ya de que está tan muerto como un pedrusco?

—Casi. —El bufón se acercó cautelosamente al cuerpo del orco y le dio varios golpecitos con la puntera de la bota—. Alabados sean los dioses, has acabado con él.

—No son tan terribles y se mueren, igual que los humanos.

—Si los coges por sorpresa.

Me revolví al instante al oír la voz de Egrassa y levanté la ballesta.

—Harold, si hubiera sido un orco y no yo, ya estarías muerto. Y además, tienes la ballesta descargada. ¿Qué ha sucedido aquí?

—Un orco, uno de los Primogénitos que, supuestamente, ibais a matar. Lo ha abatido Harold, pero yo lo vi primero —balbuceó Kli-Kli, decidido a no dejar que recayera sobre mí el mérito por la victoria.

—No, Kli-Kli, no es uno de los nuestros. —El elfo dio la vuelta al cuerpo, se inclinó sobre él y estudió su rostro desapasionadamente—. Miralissa los paralizó con la Red de Inmovilidad y luego los demás acabamos con ellos. Ni siquiera lo vieron venir. Cuatro sentados alrededor del fuego, otro cerca, con el soldado herido. Seis en total. Los matamos a todos.

—Entonces, ¿de dónde ha salido éste? ¿O crees que se trata sólo del producto de mi desbocada imaginación? —murmuró el trasgo con tono malhumorado.

—Lo único que pasa es que ese piojoso del flinillo no se molestó en hablarnos del séptimo —dijo Hallas desde detrás de un muro—. Ya dije desde el principio que no podíamos fiarnos de esa ratilla voladora.

—Donde había un séptimo, podría haber un octavo —dijo Egrassa, pensativo.

—O incluso un noveno y un décimo —añadió el trasgo, con el evidente propósito de echar más sal a la herida.

—Vamos a reunimos con los demás y luego decidiremos lo que hacemos.

Salimos detrás del elfo, seguidos por un jadeante Hallas. Egrassa nos guio con paso confiado por el laberinto de edificios invadidos por la vegetación. Había ruinas y decadencia, pero al mismo tiempo el lugar era… vaya, hermoso. Con la extraña y misteriosa belleza de los milenios.

Había columnas que ascendían hasta la altura de los hojas doradas, o tiradas sobre el suelo, rotas y cubiertas de musgo. Una estatua sobre un frontispicio, tan antigua que era imposible determinar qué estabas mirando: un hombre, un orco o algún otro de los moradores de Siala antes del comienzo de la Edad Gris.

Los cuatro cadáveres de los orcos que había junto a una fogata apenas encendida tenían más flechas de las necesarias clavadas. Miralissa y Egrassa no habían dejado nada al azar. Había más cuerpos tirados a poca distancia, bajo un alerce.

Egrassa le contó rápidamente al señor Alistan lo del orco al que había abatido con mis virotes.

—Puede que el flinillo no viese al Primogénito si estaba en algún escondite secreto —dijo Miralissa mientras se pasaba un dedo por la manga de su chaqueta verde oscuro con expresión pensativa.

—Lo que pasa es que no quería verlo, mi señora —dijo Hallas, incapaz aún de olvidar el baile que había tenido que llevar a cabo para solaz del pequeño mercader de información.

—¡Hallas, Deler, Mumr, Anguila! Dividíos en dos grupos de dos y encontrad el sitio donde se escondía ese orco —dijo Alistan Markauz.

Anguila asintió por todos ellos y los Corazones Salvajes desaparecieron entre las ruinas.

—Habrá oscurecido del todo dentro de una hora —dijo el señor Alistan mientras observaba el cielo con los ojos entornados—. ¿Acampamos aquí o seguimos?

—Eso depende de lo que encuentren nuestros soldados —respondió Miralissa con voz cansada—, pero estoy a favor de avanzar. Hoy tenemos luna llena y hay luz suficiente. Podemos caminar fácilmente hasta que llegue la mañana y descansar… y luego llegaremos a Hrad Spein.

—No creo que debamos quedarnos aquí, prima. Podremos descansar una vez que hayamos dejado atrás el Soto Rojo.

—Harold, vamos a echar un vistazo a los cuerpos —me dijo Kli-Kli.

—No me interesan los cadáveres.

—Pues deberían.

Mientras el trasgo paseaba por allí, mirando los cuerpos, cargué la ballesta con dos nuevos virotes.

—Muy bien hecho, dama Miralissa. ¡En la mejor tradición del Pelotón Verde! Lo apruebo sin reservas —dijo Kli-Kli a la elfa al volver.

—Bueno, si hasta tú apruebas mi trabajo… —dijo ella con una carcajada.

—No, lo digo en serio. Lanzamos la Red de Inmovilidad y luego tenemos cinco segundos para coserlos a flechazos. Imagino que incluso después de que se rompiera la red, los dos últimos no sabían lo que estaba pasando y fue fácil matarlos. ¿Quién acabó con el herido?

—Deler —respondió Alistan Markauz—. ¿Y cómo conoces los métodos de los grupos de comando de los elfos?

—Soy políglota en general —respondió Kli-Kli sin darle mayor importancia.

—Bueno, pues ya seguirás luego con tus poglitos —dijo Deler, que había oído las últimas palabras del bufón—. Tenemos que seguir camino, mi señor Alistan. Se nos ha escapado uno.

—Ya no podemos hacer nada. Eran dos. Por allí hay algo parecido a un pozo. Ahí se ocultaban. Uno de ellos tuvo la mala suerte de encontrarse con Harold y el otro se ha alejado hacia el sudoeste. Ileso, mi señor. He tratado de encontrarlo, pero las huellas no se adhieren al musgo mucho tiempo —dijo Anguila con expresión sombría—. Y además, no soy rastreador. Habríamos necesitado a Gato, descanse en la luz…

—¿Qué estaban haciendo en el pozo? —preguntó Alistan Markauz, y Mumr le enseñó un jirón de tela sin decir palabra.

—¿Un hombre?

—Sí, mi señor. Está muerto y le han desgarrado la cara, pero lo he reconocido por la ropa —dijo Ciendelámparas asintiendo—. Estaba con los hombres de Balistan Pargaid en el duelo.

—¿Estáis pensando en ocultaros de ellos en los Palacios del Hueso, mi señora?

—Eso no será necesario. En primer lugar, no son idiotas. Desde que despertó el mal en los niveles inferiores de las cámaras funerarias, no se acercan a menos de una legua del lugar. Nada, ni siquiera la presencia de los elfos, llevaría a los orcos a cometer la estupidez de acercarse a las Puertas Orientales de los Palacios del Hueso.

—Entonces no nos demoremos —dijo Markauz mientras, con un gesto de la cabeza, indicaba a Egrassa que se adelantara para mostrarnos el camino.

Nuestro grupo siguió caminando en la oscuridad.

En el bosque, de noche, la oscuridad cae con rapidez y al mismo tiempo, de algún modo, de manera imperceptible. La estrecha vereda, casi invisible, discurría bajo nuestros pies hasta que, de repente, la noche la ocultó por completo.

Los árboles, las ramas y los matorrales se disolvieron en una envolvente manta de oscuridad, sin dejar nada más que recuerdos (había un pino aquí y un viejo arce allí, en aquella mancha de oleosa negrura) y había que alzar los ojos hacia el cielo para ver las siluetas de las ramas entrelazadas que cercaban las estrellas que constelaban el cielo.

Durante unos pocos y agotadores momentos, te quedabas pasmado, esforzándote tanto por ver en la completa negrura que te dolían los ojos. Y entonces la luna llena asomaba renuente la cabeza desde detrás del negro velo de la noche.

Parecía un grueso disco amarillo de queso de Isilina y, al igual que el queso, tenía su ancha superficie cubierta de agujeros y arrugas. La luna traía su luz al mundo y la regalaba a la noche que tenía debajo. Los haces del obsequio de la luna inundaban el bosque adormilado, jugando sobre las ramas y los troncos de los soñolientos hojas doradas, creando el reflejo de la madre luna en un lento y murmurante arroyo que bailaba sobre los campos de niebla que se alzaban desde el musgo formando volutas blancas hacia lo alto. La luz de la luna convertía el bosque en el escenario bello y mágico de un cuento de hadas. Y la luna transformó las ruinas de la ancestral ciudad de Chu.

Al caer sobre los rostros de ídolos sin nombre, roídos por los dientes del tiempo, la luz de la luna les daba vida, inflamando nuestra imaginación.

—¡Uuu-uuu-uuu! —El ululato de un búho u otra ave se propagaba en densas ondas por entre los haces de la luz de la luna, rebotaba entre los alerces y los hojas doradas y los muros de los edificios.

El mundo entero y la totalidad de Zagraba respiraban con delicadeza, enmarañados en las hebras plateadas que hilvanaba la rueca de la luna llena. Era una noche tan clara como un día y sólo el despertar de la luna contrariaba a las estrellas. Éstas eclipsaban su luz y se alejaban de la Tierra para no caer bajo el influjo de la radiante lámpara de la noche.

El grupo caminaba a buen paso y los ídolos de la ciudad de Chu, que nos habían estado observando con ojos llenos de reproche, habían quedado ya muy atrás. La vereda serpenteaba de un lado a otro y tan pronto aparecía como desaparecía entre la espesura de los matorrales. Al cabo de otra hora desapareció por completo y tuvimos que abrirnos paso entre abetos jóvenes que crecían muy próximos unos de otros.

Sus velludos y espinosos brazos trataban de abofetearnos y teníamos que protegernos la cara con las manos y agachar la cabeza. Mientras pasaba como podía entre aquella zarzosa y hostil espesura, maldije al mundo entero. Mumr, que caminaba en aquel momento delante de mí, soltó una violenta imprecación al sentir en la cara el azote de una rama que Anguila había soltado demasiado deprisa. No creo que fuese el único que suspiró de alivio cuando la vereda reapareció entre los abetos. A partir de allí discurría ladera abajo, y los abetos no tardaron en ser reemplazados por árboles de hoja caduca. Anduvimos pesadamente por lomas bajas cubiertas de alerces y matorrales de rojiceños en flor. Probablemente, a la luz de la luna las rojas florecillas de los matorrales pareciesen gotas de sangre, pero en aquel momento, como el resto del bosque, estaban teñidas de plata por la luna.

Avanzamos por la orilla de un lago en cuyas aguas negras se reflejaban la luz y las estrellas, subimos a otra colina y volvimos a bajar, y luego vadeamos de un salto un arroyito que discurría precipitadamente, preocupado por algún asunto urgente. Había allí mucho más rojiceño que en el lago. Crecía allí donde ponía la mirada, asomando entre otros matorrales y alrededor de los árboles.

—Mira, al menos queda uno —musitó Kli-Kli a mi espalda.

—¿De qué estás hablando? —le pregunté.

—Allí, hay un espíritu del bosque entre las ramas. ¿Ves esos ojillos brillantes? El flinillo decía que se habían marchado todos del Soto Rojo.

—¿Quieres decir que ya estamos cruzando el Soto Rojo?

—Bueno, ¿dónde creías que estábamos? ¿En la calle de las Chispas? —preguntó Kli-Kli con tono ácido—. Es obvio que se trata del Soto Rojo.

—Pues a mí no me parece tan rojo. Has vuelto a mezclar las cosas, Kli-Kli —dijo Ciendelámparas con una risilla de duda.

—Abre los ojos, Mumr. ¡Es de noche! Pero a la luz del día y sobre todo a comienzos de septiembre, aquí está todo cubierto de flores rojas.

—Pero el lugar no parece un soto —dije apoyando a Ciendelámparas.

—¡Idiotas! —respondió el trasgo con enfado, y a partir de entonces dejó de hablarnos.

Aquella noche estaba de mal humor. Aunque yo creo que simplemente estaba nervioso.

Yo, por mi parte, no sentía nada parecido y Valder estaba en silencio. Claro que había estado en silencio desde aquel sueño sobre la prisión del Amo. ¿Habría decidido el archimago muerto dejarme en paz de una vez y marcharse por su cuenta? ¡Ja! No albergaba demasiadas esperanzas en este sentido.

¿Que quién era Valder? Creí que ya os lo había contado. Era un mago que había tenido la desgracia de morir varios siglos antes por culpa del Cuerno del Arco iris, pero que ahora había decidido mudarse a mi cabeza… Vale, es una larga historia. Puede que algún día decida escribir mis memorias y entonces podréis conocer todos los detalles.

El camino de hierba crujía suavemente bajo nuestros pies y la espalda de Ciendelámparas se elevaba gigantesca delante de mis ojos. ¿Cuántos centenares de pasos había dado desde que saliéramos de las ruinas de la ciudad de Chu?

La medianoche ya había quedado muy atrás, las estrellas flotaban sobre el cielo y la luna brillaba cada vez más. El rojiceño había invadido el bosque entero. Crecía a los pies de casi todos los hojas doradas. Me daba la impresión de que la maldita maleza no iba a desaparecer nunca. Pero lo que de verdad me fastidiaba era el olor agrio que despedían las flores. Se me metía por la nariz y al cabo de hora y media soportándolo tenía la cabeza a punto de estallar y unas ganas locas de estornudar.

Cuanto más nos adentrábamos en el Soto Rojo, más tenso se hacía el silencio. Ya no se oía el habitual susurro del viento, ni el suave crujido de las ramas, ni los cantos de las aves de la noche o el zumbido de los insectos nocturnos. No había ni un solo gusano brillante… y ni rastro de los espíritus del bosque. Nada salvo el quedo roce de nuestras pisadas flotando en el aire de la noche.

Toda la vida del bosque parecía haber muerto. El silencio era tan opresivo que me hacía sentir vagamente ansioso. Hasta la luz de la luna parecía agostada, tendida sobre el paisaje como un pálido sudario.

Tras de mí sonó el discreto chirrido de un arma que abandonaba su vaina. Volví la mirada. Mi señor Alistan caminaba con la espada desenvainada en la mano y una expresión sombría y ansiosa en el rostro.

—No m-me gu-gusta este silencio —tartamudeó Kli-Kli.

—El silencio nunca ha matado a nadie.

—Oh, no digas eso, Harold. Por supuesto que lo ha hecho —respondió nuestro pequeño sabihondo.

Durante la hora y media siguiente, ningún miembro de nuestro grupo pronunció palabra. Cada uno de nosotros estaba escuchando el silencio que lo envolvía todo, con la esperanza de diferenciar cualquier sonido del ruido de nuestros propios pasos.

Siempre es así. Nunca te fijas en los ruidos que te rodean, sólo das su presencia por descontado. Un ave pía a un lado, un grillo canta al otro, las hojas se mueven más allá… Pero en cuanto desaparecen los ruidos a los que están acostumbrados tus oídos, comprendes lo mucho que echas de menos esas diminutas vocecillas que antes creías tan fastidiosas.

—Aquí estamos —siseó Hallas con los dientes apretados mientras agarraba con más fuerza el mango de su azadón de guerra.

El camino desembocaba en un puente que parecía tan antiguo como Chu. No me habría sorprendido nada que fuese obra de los mismos constructores. Pero a diferencia de la ciudad, el puente continuaba intacto.

Estaba hecho de piedra y tenía treinta metros de longitud y dos de anchura. Dos hombres podían cruzarlo fácilmente caminando a la vez. A sus lados, a modo de pasamanos, había sendas barreras de piedra que se alzaban hasta la cintura de un hombre. Cada pocos metros se levantaba una columna desde estas barreras que alcanzaba la altura de dos hombres. Lo más probable es que en su día hubiesen sustentado un techado (que ya no existía). O puede que nunca hubiera existido tal techado y las columnas estuvieran allí simplemente a modo de decoración.

El puente conectaba dos lados de un barranco o un desfiladero. No sé cómo se llamaba, pero sus paredes descendían casi en vertical hacia una oscuridad inundada por una neblina plateada que ascendía desde su invisible fondo.

—Ese es el corazón del Soto —nos informó Kli-Kli.

—¿Tenemos que cruzarlo? Por alguna razón, no me inspira confianza.

—No os preocupéis, mi señor Alistan, el puente es más sólido que una pared de roca y lleva aquí miles de años —explicó Miralissa al capitán de la Guardia Real—. Así que no nos demoremos.

—Esperad —dijo Anguila mientras levantaba una mano y taladraba con la mirada el otro extremo del puente—. Dama Miralissa, Egrassa, sacad los arcos. Deler y yo pasaremos al otro lado.

—Anguila tiene razón. Si nos han tendido una emboscada, en el puente nos cazarán como a patos —dijo el enano mientras se cambiaba el gorro de sus amores por el yelmo.

—De acuerdo —dijo Alistan Markauz con voz seca y un gesto de asentimiento—. Id.

El enano se adelantó acompañado por los ominosos destellos de la cabeza de su hacha de guerra. Egrassa y Miralissa aguardaron con los arcos tensos, listos para disparar. Los dos guerreros cruzaron corriendo el puente y desaparecieron entre los matorrales de rojiceño.

Comencé a contar para mis adentros. Al llegar a dieciséis, Anguila reapareció y nos llamó con un ademán. Era nuestro turno. Al poco, los únicos que quedaban en la orilla izquierda eran Egrassa, con el arco todavía preparado, y Ciendelámparas, que protegía al elfo frente a cualquier posible peligro procedente de la retaguardia.

—¿Hay mucha caída? —pregunté al trasgo a mitad de camino del otro lado del puente.

—Nunca he estado aquí, al igual que tú.

—Es que pareces conocer tan bien todos estos lugares…

—Para conocer un sitio no hace falta haber estado antes en él, Harold. ¿Cómo saben orientarse los enanos y los gnomos por sus laberintos subterráneos? Son los hijos de las montañas y no tienen que estar todo el rato preguntando dónde están el este y el oeste. Los trasgos, las dríades, los elfos y los orcos somos los hijos de Zagraba y nunca nos perdemos en él. Siempre sabemos dónde estamos, sea cual sea la región del bosque en la que nos encontremos. Eso es algo que los humanos no podéis entender.

Seguimos nuestro avance. El rojiceño comenzó a ralear. Poco a poco, los abetos y los alerces fueron arrinconando los matorrales y el maldito olor de las flores desapareció casi por completo, pero no sucedió lo mismo con el silencio. Nuestro grupo seguía en el Soto.

Caminamos, caminamos y caminamos. Al rato, la mochila comenzó a empujarme hacia el suelo. La cota de malla me doblaba los hombros y sentía su peso en las rodillas. Mis piernas se transformaron en prietos nudos de dolor y fatiga. Hacía ya rato que tendríamos que haber hecho un alto, puesto que llevábamos horas caminando, pero Egrassa se limitaba a apretar el paso cada vez más, decidido a sacarnos del Soto lo antes posible.

Kli-Kli fue el primero en notar que pasaba algo raro. Tropezó, miró atrás e inhaló bruscamente una bocanada de aire nocturno.

—Kli-Kli, por favor, no pares —dijo Hallas al trasgo.

—Algo no va bien —respondió nuestro pequeño amigo con voz ansiosa.

—¿El qué?

—No lo sé —murmuró el bufón antes de seguir adelante.

Entonces Egrassa se detuvo y alzó una mano para pedirnos que hiciéramos menos ruido. Escuchó con detenimiento en la tenebrosa oscuridad del bosque nocturno y luego le dijo algo a Miralissa en su gutural lengua órcica.

Ella respondió en la misma lengua y Egrassa reanudó la marcha. Los elfos no dejaban de mirar hacia atrás. Yo, incapaz de contenerme, empecé a hacer lo mismo, pero no había nada detrás de nosotros salvo una estrecha vereda teñida de plata por la luz de la luna y las paredes oscuras formadas por los abetos que se levantaban a ambos lados de la vereda.

—¿Qué sucede? —preguntó Alistan Markauz.

—Aún nada, mi señor, pero no os quedéis atrás —dijo el elfo, que a esas alturas casi estaba corriendo.

Miralissa musitaba algo para sí y de vez en cuando sacudía las manos. Con espanto me di cuenta de que estaba preparando un hechizo mientras caminábamos. Que la oscuridad se me tragara… ¿Iban a decirnos lo que estaba pasando o no?

Kli-Kli trotaba por delante de mí. Su saco saltaba arriba y abajo sobre su espalda. No era fácil para el pequeño trasgo seguir el ritmo marcado por Egrassa.

El pequeño bufón gimoteaba en voz baja. Al principio pensé que respiraba de ese modo por el esfuerzo, pero en ese momento me di cuenta de la verdad. Kli-Kli resoplaba de miedo. Y fue entonces cuando también yo empecé a sentir miedo.

Mucho miedo.

—¡Kli-Kli! —protesté—. ¡Dame el saco, no te costará tanto seguir nuestro ritmo!

El bufón me miró. Sus ojos azulados rebosaban un profundo terror animal. Tuve que repetirle mis palabras antes de que entendiera lo que quería decirle. El trasgo no discutió y me entregó inmediatamente el saquillo que contenía todas sus baratijas y secretillos.

—¿Qué sucede? —repetí mi anterior pregunta.

—¡Una flauta! —chilló el bufón con voz aguda.

—En el nombre de la oscuridad, ¿qué flauta?

—No bajes el ritmo, ¿de acuerdo?

Esto fue todo lo que pude sacarle.

Y entonces lo oí. Y cuando lo oí, durante el primer instante no pude siquiera creer que fuese posible. Un sonido agudo, puro y cristalino quebró el silencio. Apenas era audible: el desconocido flautista que estaba tan ebrio como para ponerse a tocar en el bosque en mitad de la oscuridad se encontraba a bastante distancia. La flauta rompió el silencio de la noche tan inesperadamente que me quedé parado en el sitio y Deler se estrelló contra mí.

—¡Sigue adelante, Harold, si quieres continuar con vida! No sé qué es lo que tenemos detrás, pero seguro que no nos desea nada bueno.

Egrassa echó a correr. Sonó un nuevo trino de la flauta, mucho más próximo que el anterior, y me di cuenta de que nos estaba ganando terreno. Sólo una criatura emitía un sonido tan similar a una flauta. Los orcos la llamaban la «flauta terrible» o h’san’kor.

—Que Sagot nos proteja —balbuceé.

—¡No es muy probable! ¡Tú corre, Harold!

Y corrimos. Pero el trino sonaba cada vez más cerca. Y el sonido de esa flauta nos espoleaba mejor que el más cortante de los látigos. Fuera como fuese aquella bestia que nos había aterrado en nuestros sueños de infancia, lo cierto es que corría muy deprisa, mucho más que nosotros.

—Yo… creía… que… habían… muerto… todas… hace… mucho… o eran… sólo… un… cuento… de hadas —dijo Ciendelámparas con la respiración entrecortada.

Tiró su saco, pues ya tenía bastante con el peso de su espadón. Pero Alistan era el que peor lo estaba pasando. Finalmente, el capitán de la guardia tuvo que rendirse: se desprendió del casco, luego del escudo y al fin de su pequeña maza. Las únicas armas con las que se quedó fueron la espada y la daga.

—Como ves… no todos —respondió Kli-Kli con un resoplido—. Este está vivito y coleando… y tiene hambre. Y de cuento de hadas nada…

—¿Por qué corremos? —jadeé—. Si sigo así tres minutos más, moriré.

—¡Para que… no se nos coma… idiota! Estamos esperando a… que Miralissa… ¡haga un hechizo!

«Pues a ver si lo hace pronto —pensé—. Sagot, si puedes oírme, haz que se dé un poco de prisa».

Los árboles se fundieron en una única y temblorosa mancha borrosa. Los límites del mundo menguaron hasta dejarlo reducido a una vereda estrecha, la espalda de Kli-Kli, el resollar de mi pecho, los murmullos de Miralissa y los aullidos de un h’san’kor en plena cacería. El sudor me empapaba los ojos y me pegaba el pelo a la frente. Sentía ganas de parar, de tirarme al suelo y de morir allí mismo. Pero todos los demás estaban corriendo y no tenía otra alternativa que hacerlo con ellos.

—Suelta… los dos… sacos —me aconsejó Kli-Kli con voz aguda.

Sin pensármelo dos veces tiré su saco y dejé caer el que colgaba de mi hombro, con lo que me fue mucho más fácil correr. Si hubiera podido librarme de la cota de malla… Pero para eso habría tenido que dejar de correr y detenerme en aquel momento habría sido el camino más rápido al vientre de la bestia.

Sonó una flauta… y, un segundo después, le respondió otra.

—¡Son dos! —gimió Kli-Kli.

En ese mismo momento, Miralissa terminó de murmurar y los matorrales a la derecha del camino se abrieron formando un pasadizo.

—¡Por ahí! —dijo la elfa con voz entrecortada.

No hizo falta que nos lo repitiera dos veces. En cuanto salimos de la vereda, los matorrales se cerraron detrás de nosotros y la hierba pisoteada volvió a levantar la cabeza como si nuestros pies no la hubieran tocado nunca. Nuestro grupo se encontraba en una pequeña arboleda de abetos, rodeado por una negrura impenetrable. Hubo un extraño parpadeo y un frío temblor atravesó mi cuerpo.

—Ahora somos invisibles, pero tendeos, por si acaso —nos ordenó Miralissa—. Kli-Kli, tu pueblo conoce hechizos defensivos. La magia de los elfos casi no tiene efecto sobre los h’san’kor. ¡Ayúdanos!

—¡Pero si no sé nada! —se lamentó con voz penetrante el aterrado trasgo—. ¡Sólo lo poquito que me enseñó mi abuelo!

—¡Haz lo que puedas! —replicó la elfa con un siseo furioso mientras lanzaba un poco de polvo al aire.

Kli-Kli asintió y comenzó a girar como una peonza. Al cabo de diez largos segundos, el trasgo se desplomó y, durante un breve instante, el mundo a nuestro alrededor se tiñó de un rosa intenso. No sé lo que era, pero Miralissa asintió con aire de aprobación.

—Bien, no os mováis y ni siquiera respiréis. No somos más que raíces de árbol para la flauta. Al menos durante un minuto…

Las últimas palabras las murmuró en voz muy, muy baja.

Estábamos realmente metidos en la madre de todos los embrollos.

No sabía casi nada sobre el h’san’kor, cosa muy lógica si tenemos en cuenta que quienes los habían visto normalmente no contaban nada sobre ellos, debido a que al poco tiempo de haberlo hecho sufrían una muerte repentina. Así que todo lo que sabíamos sobre las Flautas Terribles derivaba de las pavorosas leyendas de los elfos y los trasgos y de algunos grabados en los que se podían ver los cuerpos de aquellas bestias. (En cuanto a mí, personalmente, no tenía ni la menor idea del aspecto que podían tener).

Los cuerpos de dos h’san’kors, encontrados por unos tramperos especialmente valientes que se habían internado en el Bosque Dorado, se habían vendido por enormes sumas de dinero. (Uno de ellos fue a la Orden de los Hechiceros y el otro acabó en poder de un coleccionista). Y además, unos trescientos años antes, cierto barón de las Tierras Fronterizas especialmente valiente y especialmente estúpido decidió organizar la cacería de un h’san’kor. La mitad de sus hombres murieron, pero lograron capturar al monstruo con vida. Los magos de la Orden, a los que se les había hecho la boca agua al enterarse de la noticia, corrieron al castillo del barón, pero la Flauta decidió que no había razón alguna para esperarlos. Destrozó la jaula en la que imprudentemente lo habían encerrado y luego acabó con todos los habitantes del castillo y del pueblo cercano. A continuación se sentó a esperar a los magos y acabó con casi todos ellos. Resultaba que la magia de guerra no tenía el menor efecto sobre la bestia, pequeño detalle que costó la vida a tres adeptos y siete acólitos. Por un golpe de suerte, el grupo enviado por la Orden incluía a un archimago, que logró acabar con el monstruo derrumbando un molino de viento sobre su cabeza.

Pero aquéllas eran historias de un pasado lejano. No llevábamos con nosotros inventivos archimagos ni molinos de sobra. Así que nos quedamos allí en el suelo, sin movernos y casi sin respirar. El sonido de una flauta volvió a sonar. ¡Oh, qué cerca estaba, por la oscuridad! El sonido de la primera de las flautas encontró su respuesta al instante en una segunda.

—Soy un tronco, soy invisible —susurré en voz baja. Estaba tan aterrado que se me había puesto de punta todo el pelo de la cabeza.

Kli-Kli me dio un puntapié sumamente doloroso y se llevó un dedo a los labios. Parpadeé para decirle: «Entendido, ni un sonido».

Desde nuestro escondite disfrutábamos de una visión privilegiada de la vereda. El silencio de la noche sólo se quebraba de vez en cuando al alzarse los agudos silbidos de la flauta y mientras tanto yo era incapaz de hacer otra cosa que rezarle a Sagot para que no nos encontraran.

—¡Están siguiendo a alguien! —susurró Mumr, a lo que Anguila respondió propinándole un doloroso codazo.

Lo que vi después quedó grabado en mi cabeza para siempre.

Un hombre apareció corriendo por la vereda. O no corriendo, sino brincando con todas sus fuerzas. Los pies del desconocido apenas rozaban el suelo y se movía a increíbles saltos para huir de los monstruos que lo perseguían. Tan pronto sus botas tocaban el suelo, lo impulsaban de un leve empujón y el hombre recorría tres metros largos en el aire. Volvía a tocar el suelo y daba otro largo salto. Habría apostado sin dudar a que se movía tan rápido como un caballo. Una capa grisácea revoloteaba detrás de sus hombros como las alas de un ave nocturna y llevaba el rostro oculto bajo una capucha. Sus manos empuñaban una lanza de astil negro y una espada muy ancha y con forma de hoja de árbol.

En el transcurso de cuatro segundos el hombre apareció ante nuestros ojos, corrió por delante de nosotros y desapareció detrás de los árboles.

Y entonces aparecieron ellos.

Volvió a sonar la flauta y una criatura dobló el recodo de un brinco. Corría a tal velocidad que ni siquiera pude verla con claridad: una borrosa mancha de color rojo, negro y verde, con brazos y piernas absurdamente largos. El h’san’kor desapareció al cabo de un instante. Estaba demasiado concentrado persiguiendo a su presa como para fijarse en nosotros y, además, gracias a Miralissa y Kli-Kli, seríamos invisibles a sus ojos durante algún tiempo.

Una segunda flauta anunció con un trino su llegada y el h’san’kor que había pasado por delante de nosotros respondió.

La segunda bestia irrumpió de repente en el camino, trastabilló y se detuvo justo delante de nuestro escondite. Sus ojos, que ardían con destellos de fuego morado, miraban en nuestra dirección. Me pegué al suelo. En aquel momento, podía verla con toda claridad.

La figura, tres veces más alta que un hombre, parecía absurdamente delgada. Poseía unos brazos y unas piernas inmensamente espigados, y el cuello que sustentaba la cabeza era tan delgado como el cuerpo. La cabeza del h’san’kor parecía el cráneo de una extraña rana con la piel estirada por encima.

No pude ver pelaje ni escamas sobre la bestia, cuya piel estaba totalmente cubierta por unas rayas rojas, negras y verdes. El morro era una oquedad de color negro, los enormes ojos que despedían fuego morado cubrían la mitad de la cara, tenía unos cortos y curvados cuernos sobre la cabeza, y la boca… Por alguna razón pensaba que estaría llena de dientes, pero cuando la bestia separó los labios y sonrió, vi que sólo tenía cinco raigones amarillentos y torcidos en las mandíbulas. No llevaba armadura ni ropa, pero su garra aferraba algo parecido a un garrote recubierto de espinas y en la mano derecha llevaba el saco que yo había abandonado cinco minutos antes.

Sentí que unos gusanos de hielo despertaban en mi estómago. ¡Tenía que vernos! ¡Pero no nos veía!

La bestia se llevó el saco a la nariz, lo husmeó, soltó un resoplido y lo arrojó al suelo.

En algún lugar lejano, una flauta emitió una melodía triunfante. Evidentemente, la primera bestia había alcanzado por fin a su presa. Distraído, el h’san’kor bajó la cabeza a un lado y prestó atención a la llamada de su hermano. El triunfante trino se transformó de repente en un bramido de dolor y luego la oscuridad de la noche quedó de nuevo llena de un ensordecedor silencio.

Ciendelámparas estaba tendido a mi lado y podía oír los latidos de su corazón. Pero la pregunta que seguía martilleándome la cabeza era: ¿por qué había rugido la bestia de aquel modo? Obviamente, no era el único al que le preocupaba aquello. El h’san’kor dio varios pasos inseguros en la dirección de la que había venido el rugido…

De repente, un destello rosado volvió a cubrir el mundo entero, el punzante hormigueo que recorría mi cuerpo desapareció, los hechizos de Miralissa y Kli-Kli se esfumaron y… el monstruo nos vio. Con un gruñido amenazante, avanzó hacia nosotros separando los matorrales.

—¡Dispersaos! —gritó Miralissa, que ya se había puesto en pie—. ¡Atacadla desde todos los lados a la vez!

Estaba tan aterrado que me quedé paralizado. La elfa estaba cantando uno de sus hechizos, los soldados retrocedieron para atraer al h’san’kor y vi avanzar la bestia hacia nosotros como la muerte encarnada. La llama de color lila de los ojos de la Flauta ardía con un fulgor hambriento.

Una flecha de Egrassa perforó el aire con un silbido y en ese momento recobré el sentido.

—¡Dispara, Harold! —me gritó el elfo.

Lo hice, y los proyectiles alcanzaron al monstruo en pleno pecho. Al instante comencé a recargar el arma, pero esta vez con virotes de hielo, porque los normales no le habían hecho el menor efecto, al igual que las flechas del elfo. El monstruo tenía al menos diez de ellas clavadas, pero no parecía siquiera molesto.

Con un destello, apareció un muro verde delante del h’san’kor (como el que había creado Miralissa en el escondrijo de los servidores del Sin Nombre). El monstruo se detuvo y lanzó un rugido tan estruendoso que se me taponaron los oídos, después empezó a golpear la barrera mágica con su garrote. Obviamente, debía de ser un tipo especial de garrote, porque ésta se estremeció de manera visible.

—¡No podré aguantar mucho tiempo! —gritó la elfa—. ¡Egrassa, Harold, a los ojos! ¡Apuntad a los ojos!

Para entonces, el elfo había llenado al h’san’kor de flechas de la cabeza a los pies. El monstruo retrocedió un paso y volvió a embestir el muro. La elfa gimió por el esfuerzo que le exigía el mantenimiento de la barrera. Descargué mi ballesta sobre el monstruo y los virotes de hielo explotaron sin causar el menor daño a nuestro enemigo.

—¡La magia de guerra no le hace nada! —exclamó Kli-Kli, mientras arrojaba su primer par de cuchillos—. ¡Virotes normales! ¡A los ojos!

—¡Me he quedado sin flechas! —gritó Egrassa.

Otro rugido, un golpe, un destello verde emitido por el muro y un gemido amortiguado de Miralissa.

—¡Usa las mías! —gritó la elfa antes de comenzar a preparar desesperadamente un nuevo hechizo.

Egrassa corrió hacia ella. Kli-Kli se separó de mí con un nuevo cuchillo en la mano… El h’san’kor parecía entender el idioma humano a la perfección. Al ver que apuntaba a su parte más vulnerable, dejó de golpear el muro que nos separaba y en el mismo momento en que yo apretaba los dos gatillos, se cubrió los ojos con el brazo.

¡Smac! ¡Smac! Los dos virotes se le clavaron en la mano. La bestia me lanzó una mirada maliciosa que prometía un milenio de tormento cuando me pusiera las garras encima y volvió a golpear el muro con su garrote. La barrera emitió un gemido lastimero, pero se mantuvo firme.

¡Tang, tang! La cuerda del elfo volvió a cantar. Una de las flechas se le metió al monstruo en la boca y otra lo alcanzó en la cabeza y sólo de milagro no se hundió en el ojo. La siguiente flecha disparada por Egrassa se inflamó en el aire antes incluso de alcanzar su objetivo. Y mi virote corrió la misma suerte.

¿Así que el monstruo también podía usar la magia?

—¡No sirve de nada! —exclamó el elfo mientras desenvainaba su s’kash.

Kli-Kli aullaba y giraba como una peonza, lanzando un hechizo. Miralissa terminó el suyo, y a la luz de la luna y de un pequeño fuego que había encendido el gnomo, vimos que la hierba que nos rodeaba se alzaba en el aire, se reunía adoptando la forma de la hoja de un enorme cuchillo y golpeaba a la Flauta en el pecho.

No funcionó. El cuchillo cayó al suelo y se deshizo en pequeñas e inofensivas hebras de color verde. Alistan Markauz lanzó una maldición, mientras el monstruo, con una carcajada triunfante, golpeaba con su garrote el muro, que a duras penas aguantaba en pie.

¡Bang-bang! Dos disparos de un arma de fuego se fundieron en uno solo. Kli-Kli, sorprendido, se detuvo en mitad de su hechizo.

Hallas estaba envuelto en una nube de apestoso humo de pólvora. El ojo izquierdo de nuestro enemigo reventó y el h’san’kor lanzó un rugido de dolor y furia. El segundo proyectil fue un poco más bajo y atravesó el cuello del h’san’kor. El cuerpo de éste ya estaba ennegrecido por la sangre que manaba a través de docenas de heridas y en aquel momento la vida comenzó a escapársele por el cuello a chorretones. El bueno de Hallas había pensado que aunque la magia de la Flauta afectara a las flechas y los virotes, tal vez sus proyectiles —o balas, como él las llamaba— pudiesen atravesar la barrera mágica. Y lo habían hecho.

¡Bang!

El gnomo era un auténtico maestro con su arma y esta vez fue el ojo derecho del monstruo el que se volvió negro. Pero, para mi completo asombro, el h’san’kor permaneció firmemente plantado sobre los pies. Ciego y gritando como un centenar de pecadores asándose en una sartén, se abalanzó sobre el muro.

Éste despidió una última y brillante llamarada y se deshizo en un millar de fragmentos amarillos. El ruido fue tan estruendoso que creí que me iba a estallar la cabeza. Los abetos que se encontraban cerca de la pared desmoronada estallaron con verdes llamaradas y ardieron desde el pie hasta la cúspide de las copas con un resplandor verde que iluminó todo el bosque. Deler aulló y comenzó a rodar por el suelo: la chaqueta se le había prendido. Anguila se acercó corriendo al enano y comenzó a apagar las llamas de su espalda a palmadas. El fuego rugía mientras devoraba los árboles. El h’san’kor lanzó un chillido desgarrador y comenzó a asestar garrotazos a ciegas, con la esperanza de alcanzar a alguno de nosotros.

—¡Todos atrás! ¡Por ahí, deprisa! —gritó Hallas.

Anguila ayudó a Deler a ponerse en pie y juntos corrieron hacia el bosque. Alistan y Egrassa recogieron a Miralissa, que estaba tendida en el suelo, y se la llevaron lejos del monstruo. Corrí tras ellos. No era momento de demorarse: el gnomo podía tener otra sorpresita guardada bajo la manga.

—¡Abajo! —gritó Hallas y todos nos dejamos caer al suelo.

—¡Aquí, monstruo horripilante! ¡Ven conmigo! —Junto al cuerpo del aullante h’san’kor, el gnomo parecía una especie de insecto.

La bestia golpeó el suelo a ciegas mientras avanzaba hacia la voz.

—¿Y bien? ¡Estoy aquí! ¡Cógeme, gusano cornudo!

El h’san’kor lanzó un gruñido y su arma convirtió el abeto más cercano en un montón de minúsculas astillas. Cuando la Flauta llegó a la altura del fueguecito que había encendido Hallas, el gnomo arrojó algo a las llamas y corrió con toda la fuerza de sus pequeñas piernas.

Un destello cegador iluminó el bosque y, por un momento, dejé de ver. Entonces hubo una detonación ensordecedora y unas llamas se alzaron hasta el cielo y sentí, sin el menor género de duda, que temblaba la tierra.

Cuando desaparecieron los puntos brillantes de mis ojos, pude ver frente a mí el escenario de la destrucción provocada por la misteriosa arma de Hallas. Los abetos seguían ardiendo y había luz más que suficiente para distinguir todo lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. El gnomo estaba a cuatro patas, sacudiendo furiosamente la cabeza. Nuestro victorioso camarada tenía la cara cubierta de sangre y las cejas chamuscadas. Había aparecido un agujero en el suelo, en el mismo sitio donde había estado ardiendo el fuego hasta pocos momentos antes. El h’san’kor estaba tirado a su lado. La explosión le había arrancado las dos piernas, pero seguía tratando de alcanzar su garrote.

—Esa bestia no se deja matar con facilidad —exclamó Mumr mientras agarraba con más fuerza la empuñadura de su espada.

—¡Cortadle la cabeza! —gritó Egrassa desde algún lugar situado tras él.

—¡Harold, ayuda a Hallas! —me dijo Deler al tiempo que recogía su hacha de guerra.

Anguila, Deler, Alistan Markauz y Ciendelámparas corrieron hacia el h’san’kor.

—¿Estás bien? —pregunté al gnomo mientras lo ayudaba a levantarse.

—¡No oigo nada, Harold, maldita sea! —bramó el gnomo y sacudió la cabeza—. ¡Absolutamente nada!

Mientras tanto, el señor Alistan se encaramaba al monstruo de un salto y le clavaba la espada con todas sus fuerzas. La bestia rugió y dio un manotazo a ciegas. El golpe alcanzó al conde en el peto de la coraza y lo hizo caer al suelo.

Mumr levantó la espada y paró con ella la garra del monstruo, que se había levantado para golpear al conde de nuevo. El espadón segó la muñeca del h’san’kor, cuya extremidad quedó colgada de un mero jirón de carne. Anguila hundió sus dos «hermanos» en la otra mano de la bestia y la dejó clavada al suelo, mientras Deler, de un amplio tajo, hendía con la hoja en forma de media luna de su hacha de guerra la frente del h’san’kor.

La bestia aulló y chilló sacudiendo el muñón de su brazo, del que brotaba la sangre a borbotones. Mumr corrió junto a la mano que Anguila había clavado al suelo y cercenó el brazo a la altura del hombro de tres poderosos golpes.

—¡Muere! ¡Muere! ¡Muérete de una vez, maldito! —dijo el enano mientras descargaba una lluvia de golpes sobre la cabeza del h’san’kor.

La pesada arma convertía la carne en pulpa y los huesos en astillas. La Flauta se retorció… pero seguía con vida. De la boca del monstruo escapaban jadeos entrecortados y fragmentos de frases ininteligibles. Me dio la sensación de que estaba tratando de lanzarnos otro hechizo. Y no era el único que lo pensaba.

—¡Cortadle la maldita cabeza de una vez, vamos! —chilló Kli-Kli.

—Harold, ¿dónde está mi azadón? —preguntó Hallas mientras se llevaba la mano izquierda a la herida que tenía en la ceja y trataba de apartarme con la derecha.

—Calma, ellos se encargarán.

—Oh, sí, seguro. ¡Cortadle la cabeza, idiotas!

—¡Deler, tú por la derecha! —gritó Mumr mientras levantaba su espada larga por encima de su cabeza—. ¡Anguila, mi señor Alistan! ¡Cortadle el muñón, que no pueda golpear! ¡Allá vamos! ¡Yaaaaaa!

El espadón cayó como un martillo sobre el cuello del monstruo. Luego el hacha de guerra. Luego la espada de dos manos de nuevo. El enano y el hombre comenzaron a golpear como leñadores. Cuando el hacha de guerra de Deler cayó por tercer vez, el h’san’kor quedó en silencio. Esta vez para siempre.

Deler maldijo en la lengua de los enanos y se limpió el sudor de la frente con la manga.

—¡Madre mía, qué calor! Hallas, ¿cómo estás?

—¿Qué? ¡Vivo! ¿Y tu espalda?

—Me ha destrozado el chaquetón —dijo el enano mientras, con cara de pocos amigos, se colgaba el hacha de guerra sobre el hombro.

Los abetos seguían ardiendo, pero las llamas verdes ya habían sido reemplazadas por otras normales.

—Dime, amigo Hallas, ¿qué es lo que has echado al fuego? —preguntó al gnomo un pensativo Kli-Kli mientras estudiaba el agujero del suelo.

—¡Habla más alto!

Me encaramé al friso de un salto, pasé una pierna.

¡CRUNCH!

Las paredes estaban cubiertas de puertas de bronce.

—¡Habla más alto!

—¡Que qué es lo que has echado al fuego!

—Te gustaría saberlo, ¿eh? —replicó el gnomo—. ¡El cuerno de pólvora entero! ¡Gracias a esa bestia, lo único que me queda es una pistola cargada! Pero no importa… Que se pudra la pistola. Lo que importa es que seguimos todos con vida. ¡Cuando les cuente a los chicos del Gigante que me he cargado a un h’san’kor, no se lo van a creer!

—¿Que te lo has cargado? ¡Si Ciendelámparas y yo no lo hubiéramos decapitado, no tendrías que preocuparte sólo por una barba chamuscada! —Deler no tenía la menor intención de renunciar al mérito de una proeza semejante.

—¿No os olvidáis del primer monstruo, mi señor? —pregunté a Alistan Markauz—. ¡Ahí delante, en algún sitio, hay otro idéntico a éste, sólo que vivito y coleando!

—No creo que tengamos que preocuparnos por esa Flauta, Harold —dijo Egrassa con voz queda—. Si el h’san’kor siguiera vivo, todo el ruido que hemos hecho lo habría atraído.

—¿De verdad creéis que lo ha matado ese hombre? —Hallas, sencillamente, no podía dar crédito a esa posibilidad.

—Eso parece.

—Entonces es que es aún más peligroso que una Flauta —declaró Anguila—. ¿Cómo está la dama Miralissa?

La pregunta del garrakano quedó flotando en el aire y todos se volvieron hacia el elfo oscuro, que había permanecido con la elfa todo ese tiempo.

—Ahora por fin descansa —respondió Egrassa mientras se colgaba el s’kash detrás del hombro.