19
El Campo de las Hadas
Era una completa locura. Una continuación de mi pesadilla, convertida de repente en realidad.
Dos días después de que saliéramos de Ranneng al galope y partiésemos por la Vía Nueva hacia Avendoom, mis camaradas y yo seguíamos sin poder creer que el Gigante Solitario, la más famosa e inexpugnable fortaleza de las Tierras Septentrionales, hubiera caído. Destruida. Aniquilada. Borrada de la faz de Siala por los ejércitos del Sin Nombre.
A todos nos habían enseñado que hasta que el Cuerno no perdiera el último atisbo de su poder, el Sin Nombre no se atrevería a asomar la nariz por detrás de las Agujas de Hielo. Esperábamos no tener que preocuparnos en serio del Hechicero hasta mediados de primavera. ¿Quién se atrevería a cruzar las Tierras Desiertas en pleno invierno? ¡Era una auténtica locura!
Pues el Sin Nombre había corrido el riesgo y nos había asestado un golpe terrible. La Orden no había previsto el ataque, todo el mundo estaba demasiado preocupado con la invasión orca del sur del país y las fuerzas del Hechicero habían llegado a la fortaleza sin la menor dificultad. Los Corazones Salvajes no esperaban un ataque, pero lograron contener al enemigo bajo las murallas de la ciudad durante cuatro días de lucha a muerte. Los rumores comenzaron a circular por el país, cada uno de ellos peor que el anterior. Algunos decían que todos los Corazones Salvajes habían caído. Otros, que ciertas unidades habían conseguido escapar de la fortaleza y replegarse. Algunos insistían en que las murallas de la fortaleza habían sucumbido a la Kronk-a-Mor, y otros que había partidarios del Sin Nombre entre las filas de los Corazones Salvajes y que eran éstos los que le habían abierto las puertas.
Marchamos a todo galope hacia Avendoom sin preocuparnos por los caballos. Aún se podían arreglar las cosas, lo único que teníamos que hacer era llegar a Avendoom y entregar el Cuerno del Arco iris al consejo de la Orden para que recargase su poder. Sin su magia, el Sin Nombre no era peligroso y podríamos hacer frente a su ejército de un modo u otro. Teníamos que hacerlo.
El Hechicero había escogido muy bien el momento para lanzar su ataque. Mientras nuestros ejércitos se aventuraban más allá del Iselina, el norte era especialmente vulnerable. Aunque el rey decidiese presentar batalla… ¿tendría tiempo de reunir las fuerzas necesarias para hacerlo?
Como es natural, no todos los soldados habían partido hacia el sur. Algunos debían de haberse quedado en las fronteras septentrionales. Al menos algunos…
La Vía Nueva estaba abarrotada de gente. Al enterarse de la invasión de los orcos, los ciudadanos del sur habían huido hacia el norte, pero ahora los refugiados escapaban por centenares hacia el sur o hacia el oeste. A pie, a caballo, en carromatos, en carreteras, en trineos e incluso en carruajes… La gente sólo pensaba en una cosa: cómo alejarse lo máximo posible de la guerra. Todos los rostros estaban cubiertos por una mueca de terror congelada, como una máscara de muerte.
Egrassa espoleaba sin piedad a su montura y cabalgaba a toda velocidad entre la multitud sin prestar la menor atención a los gritos y las maldiciones que se alzaban a su paso. Los demás tratábamos de seguirlo. Era una auténtica carrera, cuyo premio era la victoria. Era una galopada de locos que ponía a prueba la resistencia de jinetes y monturas. ¿Quién sería el primero en ceder? ¿Quién pediría cuartel?
El primer caballo se desplomó al segundo día. Era la montura de Anguila. El garrakano logró saltar de la maltrecha bestia justo a tiempo para no lastimarse y continuó el viaje en el caballo de Kli-Kli, que pasó a montar detrás de él. Pero no podíamos seguir mucho tiempo a ese ritmo y al llegar la tarde nuestras monturas apenas se tenían en pie. Si seguíamos así, tendríamos que recorrer a pie el resto del camino hasta Avendoom.
Egrassa nos hizo parar junto a un pueblo grande y de aspecto próspero.
—Pasaremos aquí la noche. Confío en que haya camas libres en la posada.
—Yo dormiré gustoso en la calle mientras podamos encontrar caballos frescos —declaró Anguila.
Sin decir otra palabra, caminamos hacia el edificio de madera de un solo piso. Tenía el distintivo del gremio de posaderos y una placa de latón con el nombre de la posada pintado encima: «Y».
—¡Un nombre original, no se puede negar! —dijo Kli-Kli con un resoplido desdeñoso—. Si el posadero vale tanto como el nombre, temo por mis tripas.
—Puedes dormir en un ventisquero, te despertaremos por la mañana —le dije.
—Qué bondadoso eres, Harold. Haces que se me derrita el corazón —repuso la trasgo, demostrando que donde las dan las toman.
Al final resultó un establecimiento bastante aceptable. Al menos estaba limpio. Y, lo más importante de todo, no tenía demasiados inquilinos. Conté un total de once personas, incluido el rollizo posadero. En cuanto nos echó la vista encima, el tunante comenzó a ponerse nervioso. ¿Por qué? No teníamos aspecto de bandidos, ¿verdad? Los demás parroquianos presentes siguieron bebiendo su cerveza sin hacernos el menor caso.
—¿Tenéis habitaciones? —preguntó Ciendelámparas tomando el toro por los cuernos.
El posadero se disponía a mentir, pero al ver la expresión poco amigable del elfo cambió de idea.
—Sí, nobles caballeros.
—Bien, pues nos quedamos.
El propietario nos lanzó una mirada implorante y comenzó a sudar sin razón aparente, pero no dijo nada y nos llevó a las habitaciones para enseñárnoslas. Como de costumbre, yo dormiría con Ciendelámparas y Kli-Kli. Después de instalarnos, fuimos los primeros en volver a la sala común.
Nada había cambiado en la posada. Los diez parroquianos seguían en el mismo sitio de antes. Nos sentamos frente a la barra, y mientras esperábamos a que Hallas, Anguila y Egrassa se reunieran con nosotros y la cena estuviese preparada, pedimos cerveza.
Como siempre, Kli-Kli prefería leche y, sorprendentemente, se la sirvieron al instante. El posadero seguía sudando abundantemente. Era raro. Sí, hacía calor en la sala, incluso mucho calor, podría decirse, ¡pero no tanto! Cuando el extraño sujeto nos sirvió la cerveza a Mumr y a mí, le temblaban tanto las manos que parte de ella acabó fuera de las jarras.
—¿Se pueden comprar caballos en el pueblo? —le preguntó Mumr despreocupadamente.
—Puede que sí, señor. Para seros sincero, no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Pero si vives aquí!
—Nunca me han interesado los caballos. Pero puedo deciros quién vende cada tipo de víveres. Las salchichas, por ejemplo…
—¿Y para qué íbamos a querer vuestras salchichas? —repuso Ciendelámparas—. ¿Vendes tus propios caballos?
—No tengo ninguno.
—No me mientas. Al pasar por los establos he visto diez animales con mis propios ojos. ¿O es que no son tuyos?
—No son míos, señor. Pertenecen a nuestros huéspedes.
—Ya veo —murmuró el guerrero con tono de desencanto, antes de meter la nariz en la jarra de cerveza.
—¿Alguna noticia del norte? —Me tocaba a mí hacer las preguntas.
—La gente está huyendo —dijo el posadero con un suspiro mientras lanzaba una mirada nerviosa tras de mí.
—¿Y qué se sabe del rey?
—Está reuniendo un ejército. Habrá una batalla cualquier día de éstos. Eso es lo que se dice.
—¿Y la Orden?
—¿Los hechiceros? Están esperando algo. La gente los culpa de la llegada del Sin Nombre.
Y con estas palabras se retiró y nos dejó solos.
—Una situación muy extraña, ¿no te parece, Harold? —murmuró Kli-Kli con tono pensativo—. Nuestro patrón está tan nervioso como si alguien le hubiera puesto un cuchillo en la garganta.
—Puede que no le guste tu cara.
—Puede —dijo la pequeña trasgo con gesto serio—. O puede que se trate de otra cosa.
—¿Como por ejemplo?
—¿No te has percatado de un detalle extraño? Hay diez caballos en el establo. Hay diez hombres en esta sala. Están sentados en cinco mesas, en grupos de dos. Y de tal modo que cubren todas las salidas de la posada.
Una campanita comenzó a dar la alarma en el interior de mi cabeza.
—Mera coincidencia —dije, pero me di cuenta de que aquello no me gustaba un pelo.
—Ajá —respondió ella mientras, en un gesto inocente, se llevaba una mano a la empuñadura de uno de sus cuchillos arrojadizos—. Tú lo has dicho, mera coincidencia. Mumr, ¿estás escuchando?
—¡Oh, sí! —dijo Ciendelámparas. Tenía los ojos entornados y la mirada clavada en un plato de metal colgado de la pared. En el plato, pulido como un espejo, se reflejaba toda la sala con bastante claridad.
—Y otra cosa que me resulta extraña es que, aunque están sentados de dos en dos, ninguno de ellos dice una sola palabra. Esto está tan silencioso como un cementerio.
—Ya hemos cogido la idea, Kli-Kli. ¿Por qué no nos cantas una cancioncilla? Y que sea en voz alta —sugerí.
Solícita, Kli-Kli comenzó a tararear una sencilla melodía.
—¿Qué vamos a hacer?
—Tomarnos la cerveza y esperar a que vengan los demás —respondió Ciendelámparas.
—Parece que eso mismo es lo que están esperando ellos.
—Lo sé. Han decidido atacarnos cuando estemos todos juntos. ¿Tienes la ballesta cargada?
—Como siempre. ¿Quiénes son?
—¿Qué más da quién te rebane el pescuezo? —preguntó Mumr sin apartar los ojos del «espejo».
Kli-Kli siguió cantando mientas movía los dedos en un patrón imposible de descifrar para mí.
—¡Ni se te ocurra! —siseé.
Pero no pareció oírme. Unas fuertes pisadas en el pasillo que llevaba a la sala común nos revelaron, tanto a nosotros como a los extraños desconocidos, que al menos dos huéspedes estaban acercándose. Reconocí los andares de Hallas. El posadero se ocultó al instante detrás de la barra. Y ésa fue la señal para que comenzara la acción.
Kli-Kli chasqueó los dedos despreocupadamente y un brillante destello iluminó la habitación a nuestra espalda durante un breve segundo. Se alzaron unos aullidos de dolor y furia. Dos de aquellos canallas se taparon los ojos con las manos y otro de ellos, con un chillido, cayó rodando al suelo. A los demás también los había cogido por sorpresa el hechizo chamánico, pero aun así se abalanzaron sobre nosotros. Cada uno de ellos empuñaba alguna herramienta puntiaguda y sumamente peligrosa.
Sin perder un segundo, Kli-Kli arrojó sus dos primeros cuchillos. Disparé mi ballesta y me apresté a recargar mientras la trasgo lanzaba otros dos. Mumr bloqueó el avance de los atacantes lanzando amplios tajos con el espadón de un lado a otro. Temiendo acabar cortados en lonchas, los truhanes interrumpieron su asalto frontal y en ese momento Hallas y Anguila hicieron su entrada en la sala.
Los dos Corazones Salvajes no perdieron el tiempo preguntando a qué se debía aquel alboroto. Al vernos arrinconados en la barra por cinco sujetos mal encarados y armados hasta los dientes decidieron que había que actuar y se lanzaron a la refriega. Mumr tampoco permaneció ocioso. Las mesas y los bancos volaban en todas direcciones. No me atrevía a disparar de nuevo la ballesta para no alcanzar a uno de mis compañeros. Pero Kli-Kli arrojó mi jarra de cerveza y alcanzó en toda la cabeza a uno de nuestros atacantes.
Hallas, sin la menor vacilación, acabó con él en el suelo, y el último bandido que quedaba con vida, al comprender que las cosas pintaban muy mal para él, echó a correr hacia la puerta. Disparé, pero por desgracia no lo alcancé. El canalla ganó la calle de un salto y Anguila fue tras él. Hubo un aullido y un momento después entró Egrassa con cara de pocos amigos y una daga ensangrentada en la mano.
—Decidme que ése no era el último y que no los habéis matado a todos.
—Era el último, Egrassa. ¿Has salido por la ventana?
En lugar de responder la pregunta de Kli-Kli, el elfo se limitó a maldecir.
—Ha sucedido todo muy deprisa. Ni siquiera se nos ocurrió coger a uno para interrogarlo.
—La culpa es mía. No tendría que haber matado a ése mientras intentaba escapar. Bueno, ¿qué vamos a hacer ahora?
—¿Qué querían esos tunantes? —dijo Hallas mientras lanzaba una mirada feroz a los cuerpos tendidos en el suelo—. ¡Mirad como hemos dejado este sitio!
—¿Dónde está el posadero? —pregunté al darme cuenta de pronto de que no lo veía por ninguna parte.
—Aquí estoy, nobles caballeros —gimió una voz aterrorizada desde debajo de la barra.
Mumr alargó un brazo y sacó a la luz al tembloroso propietario.
—¡Bueno, ya puedes contarnos lo que querían tus amigos!
—¡No son mis amigos! ¡De eso nada! —gimoteó el aterrorizado posadero. Pensé que si Ciendelámparas no dejaba de mirarlo de aquel modo, se desmayaría.
—¿Que no eran tus amigos? ¿Entonces quiénes eran?
Sin dejar de lamentarse ni retorcerse las manos, el posadero nos lo contó. Habían llegado a la posada la noche antes y tras darle un susto de muerte poniéndole un cuchillo en la garganta, le aconsejaron que se mostrara manso como un corderito y actuase como si no sucediera nada. Todos los inquilinos de la posada, que no eran estúpidos, se habían percatado del peligro y habían abandonado el establecimiento sin molestarse en pagar la cuenta. No había guardias ni Cazadores cerca, así que lo único que pudo hacer el pobre propietario fue rezar a los dioses y confiar en que las cosas saliesen bien. Nunca había visto a aquellos hombres, pero desde luego no eran bandidos. Bastaba con mirarlos para darse cuenta de que se trataba de gente realmente seria.
—¡Seria! —resopló Mumr mientras lo soltaba—. Puede que fuesen serios, pero también debían de ser idiotas para dejarse matar así.
—Puede que no nos estuvieran buscando a nosotros —sugerí.
—No, nos buscaban a nosotros —dijo Anguila, que había estado registrando los bolsillos de los muertos—. Es lo que me imaginaba.
En la palma abierta del garrakano había un fino anillo de oro con el emblema de una hidra venenosa.
—Servidores del Sin Nombre.
Me había olvidado por completo de ellos, pero estaba claro que ellos no se habían olvidado de nosotros.
—¡Servidores del Sin Nombre! —repitió con espanto el posadero, pálido al instante—. ¡No, buenos caballeros! ¡No conozco a esos asesinos! ¡Qué desastre! Si los habitantes del pueblo se enteran de que he alojado a esta gente en mi establecimiento, le prenderán fuego a la posada. ¡El gallo rojo graznará aquí, tan seguro como que existe la muerte!
—¡Deja de gimotear! —dijo el gnomo interrumpiendo los lamentos del pobre desgraciado—. Si quieres que tu posada siga otros cien años en pie, líbrate de los cuerpos. ¡Y límpialo todo! Mañana podremos olvidar que nos hemos visto y no le diremos nada a los Desalmados ni a los Hombres de Arena.
Entre alabanzas a todos los dioses y a los buenos caballeros como nosotros, el posadero marchó a toda prisa a cumplir las instrucciones recibidas.
—Cómo nos han encontrado, eso es lo que me gustaría saber a mí.
—¿Y qué más da? Nos han encontrado y eso es lo que importa, Harold. El Sin Nombre aún no ha renunciado a apoderarse de tu silbato de latón.
—No es mío. ¿Qué hacemos ahora?
—¿Que qué hacemos? ¿Que qué hacemos? Tú no sé, pero yo me voy a la cama —dijo Hallas con un suspiro mientras se levantaba del banco—. Es tarde.
—¿Y la cena? —preguntó Kli-Kli con asombro.
—No sé por qué, pero he perdido el apetito.
—Al menos esto tiene un lado bueno —dijo Egrassa con una risilla—. No tendremos que buscar caballos. Ni pagarlos.
* * *
Esta vez sabía que estaba dormido, aunque la pesadilla parecía muy real. Podía salir de ella cuando quisiera. Lo único que tenía que hacer era abrir los ojos y todo terminaría. Podía despertar, pero no quería hacerlo. Valder no dejaba de susurrar con voz queda en el interior de mi cabeza que aquel sueño era muy importante. Traté de protestar y luché por resistirme a su voz, pero el archimago podía ser muy convincente.
Me rendí. Lo único que podía hacer era mirar y escuchar, mientras me decía constantemente que todo lo que me podía suceder ya me había sucedido, aunque fuese hacía mucho. Aquello no me estaba sucediendo… A mí no… Era sólo un sueño…
Prometía ser un día despejado, a pesar de que el anterior había nevado y el cielo estaba cubierto de nubes. Hasta el frío que había tenido el norte envuelto en su gélido abrazo durante la última semana se había retirado y los soldados habían dejado de temer que se les congelaran las armas en las manos.
El ejército de Stalkon llevaba esperando desde primera hora de la mañana a que aparecieran las fuerzas del Sin Nombre. Los exploradores a caballo habían informado de que las unidades de avanzada del enemigo se encontraban a no más de dos horas de distancia. También habían dicho que el Sin Nombre lanzaría sobre los menos de veintiocho mil hombres del ejército de Valiostr una fuerza de al menos sesenta mil soldados. El sub-comandante de la Guardia Real Izmi Markauz inhaló profundamente el fresco aire de la mañana. Iba a ser un día muy duro. En ausencia de los dos ejércitos del norte, el rey y los oficiales de su estado mayor ya habían obrado un milagro al reunir a dieciocho mil regulares, tres mil mercenarios y siete mil milicianos. El rey esperaba a otros quince mil hombres que avanzaban a marchas forzadas sobre Avendoom desde la frontera de Isilia, pero hasta un necio se habría dado cuenta de que sólo llegarían cuando la batalla ya estuviese decidida, para bien o para mal.
—¿Qué me decís, subcomandante? ¿Se van a calentar las cosas?
—Desde luego, Vartek.
—Pues el sitio no es muy bueno.
—No hemos podido encontrar uno mejor. Tampoco podíamos recibir a nuestros visitantes en Avendoom, ¿verdad? Las murallas no nos habrían salvado y aquí contamos con la ventaja del terreno. ¿Cómo están los muchachos?
—Apostando quién será el primero en abatir a un enemigo.
—Pero ya saben que la Guardia Real no entrará en acción salvo que las cosas se pongan realmente feas. Nuestro cometido es proteger al rey.
—¿Y para qué están los Gorros de Castor? —refunfuñó Vartek—. He oído que nos van a poner a todos en la reserva del flanco izquierdo.
—Eso he oído yo también —dijo Izmi encogiéndose de hombros—. Pero tendremos la oportunidad de usar el hacha, no te preocupes. ¿O es que estás impaciente?
—Deberíais poneros la armadura, mi señor —dijo el marqués en lugar de responder.
—Ya habrá tiempo para eso.
—La caballería ligera ya ha entablado algunas escaramuzas con la vanguardia del enemigo justo detrás de ese bosque. Puede que no nos sobre el tiempo.
—¡Mi señor! —exclamó un soldado que acababa de llegar hasta ellos con un trozo de papel en la mano—. ¡Del comandante del centro!
Izmi pasó los ojos sobre las líneas manuscritas y asintió para indicar al mensajero que podía irse.
—Vartek, ve con nuestros hombres. Deja un centenar… no, mejor un centenar y medio de ellos con el rey y llévate el resto a la ladera de la izquierda.
—¡Conque nos van a dejar en la reserva! —dijo Vartek con un gesto ceñudo de descontento.
—¡Haz lo que se te dice, soldado! —ordenó Izmi con voz repentinamente dura.
—¡Sí, mi teniente! —Vartek recogió del suelo el casco cubierto de nieve y corrió a cumplir con sus órdenes.
Antes de acudir al rey para recibir sus instrucciones, Izmi recorrió el campo de batalla con la mirada una última vez. Por alguna razón absurda, alguien había llamado a aquella llanura abierta de casi una legua de longitud el Campo de las Hadas. El subcomandante no sabía a quién se le había ocurrido semejante nombre y tampoco quería saberlo. Conque aquello era el Campo de las Hadas. ¿Habría sido más fácil luchar allí si se hubiera llamado el Campo de las Mariquitas, por ejemplo? ¿O el Campo de la Gran Profecía?
Por supuesto que no.
Entonces, ¿qué diferencia había? El consejo militar no había escogido por accidente aquel lugar como escenario de la batalla principal. Se encontraba a cuatro días de Avendoom, y el ejército del Sin Nombre tenía que pasar por él. En el extremo meridional del campo se encontraba la Espinilla, una espigada colina de laderas empinadas. El cuartel general del rey se levantaba en su cima. Los gnomos habían emplazado dos de sus cañones de largo alcance allí, junto a otra monstruosidad nunca vista hasta entonces: el Cráter. Por desgracia, no había habido tiempo de traer un segundo Cráter con su dotación de gnomos desde Isilia.
La gran colina era el eje del dispositivo defensivo y el grueso de las fuerzas de Stalkon se encontraba allí. Dos mil soldados de infantería de línea, cinco mil jinetes y seis mil Señores del Viento. Un contingente poderoso, sobre todo si se tenía en cuenta que el enemigo tendría que subir por la ladera bajo el fuego de los arqueros de la cima y que cualquier carga de caballería cuesta abajo tendría un impacto mucho más decisivo.
A Izmi no le preocupaba en exceso el centro. Seis mil arqueros podían detener a cualquiera. Y había mil jinetes de caballería ligera en cada flanco. Sus hombres y él se encontraban en la izquierda, y en la derecha estaban los Potros Lunares, unos muchachos valientes. Si algo iba mal, los arqueros acudirían al rescate y siempre podrían desplazarse a la derecha del ejército.
Los transportes y los curanderos estaban detrás de la colina.
A media legua de allí, justo enfrente de la Espinilla, se encontraba el sombrío bosque de Rega. Dos caminos llegados desde el norte lo rodeaban por la derecha y por la izquierda. Luego discurrían paralelos a lo largo de todo el campo.
El camino de la izquierda atravesaba el arroyo del Vino y corría entre la Espinilla y otro bosque, el de Luza. El de la derecha pasaba entre la colina y un río de cauce profundo y rápido, el Kizevka. Sobre este camino, entre la colina y el río, había un pueblo: Arcos Finos.
El pueblo era la base para las fuerzas del lado derecho. Había sido una buena decisión emplazar soldados en Arcos Finos. Si el enemigo llegaba por el camino de la derecha, tendría que pasar por el pueblo, salvo que quisiera asaltar la colina bajo el fuego de los arqueros o navegando por el río. Y no había necesidad de preocuparse por los flancos de la derecha, estaban bien protegidos.
En una semana, el ejército había transformado Arcos Finos en una pequeña fortaleza. Habían excavado un foso que luego habían llenado con agua del río, levantado un terraplén tan sembrado de estacas como para poner celosos a todos los puercoespines de Siala, desmantelado todas las casas y usados los materiales para construir muros y torres para los arqueros.
Habían levantado dos muros y, si el enemigo llegaba a tomar el primero, los defensores tendrían tiempo de encontrar refugio detrás del segundo. Además, había dos mil ballesteros y tres mil infantes, seleccionados entre los distintos destacamentos, atrincherados en Arcos Finos. Los gnomos habían emplazado tres cañones en el primer muro. Unos novecientos metros detrás de Arcos Finos se encontraba el oscuro muro formado por los dos mil hombres de la reserva.
A Izmi le preocupaba bastante más el flanco izquierdo. Nueve mil soldados, de los cuales cuatro mil eran milicianos y miembros de la Guardia Municipal de Avendoom, en el camino entre la Espinilla y el bosque de Luza. Habían dividido a los soldados en batallones para que cubrieran por completo el espacio situado entre la colina y el bosque. Los batallones se encontraban unos cincuenta metros por detrás del arroyo del Vino.
Aunque no era muy ancho —apenas un metro—, el arroyo era profundo y no se congelaría. Había un puente allí, pero los diligentes soldados lo habían derruido y ahora la caballería tendría dificultades para cruzarlo y en cualquier caso le sería imposible hacerlo a galope. La infantería enemiga tendría que romper la formación para atravesar aquel obstáculo y entonces, antes de que pudieran volver a levantar los escudos, recibirían la bienvenida de miles de virotes de ballesta.
Los tres mil arqueros élficos se encontraban entre el batallón de la izquierda (formado por los Alegres Galeotes de un total de doce naves) y el bosque de Luza. Los propios elfos oscuros habían insistido en estar allí. Izmi confiaba en que sus arcos ayudaran al flanco izquierdo a resistir.
Pero éste era el punto más débil del dispositivo defensivo del ejército de Stalkon, así que habían colocado allí a dos mil hombres de la reserva.
Izmi dirigió su mirada hacia la lejanía, donde apenas se distinguía la muralla formada por el bosque de Rega. En la orilla del Kizevka, justo al lado del camino que salía serpenteando del bosque, se levantaba el castillo de Nuad. Sus murallas de doce metros de altura y sus cuatro torres redondas se alzaban dominantes sobre el camino. Los cuatrocientos efectivos de la guarnición habían sido reforzados con quinientos Señores del Viento. El enemigo tendría que optar entre tomar el castillo al asalto y postergar su ataque contra el flanco derecho o avanzar por aquella zona bajo el constante ataque de los defensores de Nuad. Además, había allí otra sorpresa esperando al Sin Nombre, bajo la forma de dos cañones gnomos más. Y si el enemigo decidía dejarla atrás, sería atacado por la retaguardia por los tres mil jinetes que se ocultaban tras las murallas del castillo. No era un contingente enorme, pero sí capaz de causarles bastantes problemas.
El ayudante de campo de Izmi apareció frente a él.
—¿Mi señor?
—Prepárame la armadura.
El mozalbete asintió con la cabeza desnuda mientras Izmi se dirigía hacia la tienda del rey. El cuartel general de Stalkon estaba rodeado por un formidable círculo de Guardias Reales y Gorros de Castor. Otros guerreros armados con flamberges —terribles espadas de dos manos de hoja serpenteante— protegían el estandarte real.
El rey se encontraba en la tienda con su hijo menor, Stalkon del Jazmín Primaveral, que dirigía la caballería del centro, y con el jefe de la Orden de los Hechiceros, Artsivus. Había también allí otros dos hechiceros que Izmi no conocía, un hombre y una mujer. Ambos tenían tres anillos en el bastón. Así que eran poderosos, aunque no fuesen archimagos.
El rey vio a su lugarteniente, lo saludó con un gesto de la cabeza y le indicó que esperase a que hubiera terminado la conversación.
—Es la verdadera solución al problema, majestad —continuó Artsivus mientras se arrebujaba en la manta con la que se protegía del frío.
—¿Y si el viento sopla en nuestra dirección? ¿Y si nos lo echa encima? ¡Perderemos el ejército entero antes incluso de que haya comenzado la batalla! —replicó bruscamente el hijo del rey.
—Os aseguro —dijo el mago desconocido con voz monocorde— que este hechizo no afecta a los humanos y…
—Recordadme una cosa, maese Balshin —lo interrumpió el rey—. ¿Estamos hablando del mismo hechizo que aniquiló a toda la población de un pueblo al sur de aquí este mismo verano? ¿Cómo se llamaba el lugar?
—Vishki, majestad —respondió la mujer a regañadientes.
—Gracias, dama Klena. Sois muy amable. Vishki. ¿La misma aldea donde casi capturáis a las personas que estaban llevando a cabo una misión especial para mí?
—Eso fue un lamentable malentendido —dijo el jefe de la Orden, intercediendo por los dos hechiceros—. El ladrón y los elfos no corrieron el menor peligro.
—Eso me lo puedo creer —dijo el rey, a pesar de que su voz rezumaba incredulidad—. Por supuesto que no corrieron ningún peligro, salvo por causa de vuestros experimentos, que me costaron un pueblo entero. ¡Cuando di permiso para llevarlos a cabo, en primavera, no contaba con que hubiese bajas civiles!
—Creedme, majestad, nosotros tampoco —dijo Klena—. El libro de los ogros que utilizamos contenía un error. Lo hemos corregido y la tragedia de Vishki no se repetirá.
—Debéis concedernos permiso, majestad —dijo el mayor de los hechiceros, que no había desesperado de convencer al monarca.
—No, Artsivus, ¿es que no entiendes el riesgo que corremos?
—Lo entiendo —dijo el hechicero bajando la cabeza como un pájaro—. Y vos sabéis que también entiendo de estas cosas… Os garantizo que el hechizo funcionará como es debido.
Los dedos del rey tamborilearon sobre la mesa mientras él guardaba silencio.
—Los exploradores nos han informado de que el ejército del Sin Nombre cuenta con quince mil ogros. ¡Quince mil! Barrerán nuestro flanco izquierdo sin despeinarse. Y además está el propio Sin Nombre, es decir, el mayor peligro que amenaza Valiostr. Hacen falta al menos ocho de nuestros soldados para matar un ogro. Simplemente, no contamos con fuerzas suficientes. Podemos… —Artsivus puso especial énfasis en esta palabra— podemos salvar el reino si eliminamos a los ogros. Ésta es la razón por la que he pasado tanto tiempo estudiando los antiguos libros de esa raza. Y es la razón por la que la dama Klena y maese Balshin llevan tanto tiempo experimentando con este hechizo para tener éxito, mediante el método de prueba y error.
—¡Un error! —señaló el príncipe—. ¡Centenares de personas muertas en un par de segundos y lo llamáis un error!
—Sólo tenéis que dar la orden y dos minutos después no quedará un solo ogro con vida en Valiostr. Eso debilitará de manera significativa el ejército del Sin Nombre, majestad —continuó el señor de la Orden, sin hacer caso al vástago de Stalkon—. Os aseguro que sólo morirán los ogros.
—De acuerdo —decidió el rey al fin—. ¡Hacedlo y que Sagra sea con vosotros!
Artsivus asintió, y Balshin y Klena se inclinaron apresuradamente y salieron.
—Confío en vuestra experiencia, hechicero. ¿Cuándo podemos esperar resultados?
—En dos o tres minutos.
—¿Tan pronto? —preguntó el rey con sorpresa—. ¿Pero no me dijisteis que el equilibrio entre los poderes del Hechicero y los de la Orden hacían que fuese imposible utilizar hechizos de gran magnitud?
—Este es uno de los hechizos más sencillos que conozco, majestad. No ha sido fácil de conseguir, pero ahora que lo dominamos, hasta un estudiante de primer grado podría lanzarlo. Y en cuanto al equilibrio, para bien o para mal, es la verdad: mientras quede poder en el Cuerno del Arco iris, el consejo de la Orden podrá absorber el poder del Sin Nombre. Pero sus chamanes son otra cosa. No podremos hacer nada contra ellos.
—¿O sea, que mi ejército va a ser aniquilado por chamanes?
—La Orden cuenta con cinco hechiceros libres. Nuestro círculo no los necesita. Si vuestra majestad lo permite, los enviaré al ejército.
—Por supuesto.
Con un gruñido, Artsivus se levantó de la silla apoyándose en su bastón. Llamó a su aprendiz, Roderick, y abandonó la tienda.
—Confío en que sepas lo que estás haciendo, padre.
—Lo sé, Artsivus nunca me ha fallado. ¿Cómo están tus hombres?
—La caballería arde en deseos de entrar en combate.
—Ordénales que desmonten. Envía los caballos a los carromatos de transporte.
—Pero…
—Escucha lo que te digo. Todos deben desmontar. La caballería no nos servirá de nada en el centro. Cuando los cañones de los gnomos comiencen a tronar, los caballos se pondrán histéricos. En el mejor de los casos romperán la formación. Y en el peor desbaratarán toda nuestra línea de defensa. Prefiero tener a cinco mil jinetes desmontados con los que reforzar las líneas de la infantería y detener a todo el que trate de pasar por encima de los Señores del Viento que arriesgarme a que pisoteen a sus camaradas. Que desmonten. Sé lo que hago.
—Pero ¿y si la caballería pesada del ducado Cangrejo avanza contra nosotros?
—Pues entonces ordenarás a los arqueros que disparen contra los caballos. Una medida poco honorable pero efectiva.
—Muy bien, padre, lo haré.
—Izmi, muchacho, llévate a tus hombres de aquí. Me basta con los Castores.
—El deber de la Guardia Real es proteger al rey.
—En tiempos de paz. En tiempos de guerra, ésa es tarea de los Gorros de Castor. Llévate a tus hombres. Dentro de poco vamos a necesitar hasta el último de ellos.
—Cómo lamento que mi padre no esté aquí —exclamó Izmi con amargura—. Él habría podido convencer a vuestra majestad.
—Yo también lamento que Alistan esté tan lejos.
—¡Mi rey! —exclamó un ayuda de campo que acababa de entrar en la tienda—. ¡Los arqueros a caballo del barón Togg han chocado con la vanguardia del Sin Nombre y, tras una breve escaramuza, se han retirado del bosque de Rega hacia Nuad!
—Ha empezado. ¡Enviadme a los comandantes del ejército!
* * *
—¡Apriétalo más! ¡Más, te digo! Maldita sea, ¿estás acariciando a una chica o asegurando un caballo de Frisia? Es un caballo de Frisia ¿no? Entonces, ¿por qué, en el nombre de la oscuridad, lo tienes mirando hacia el cielo? ¿Para asustar a los jilgueros? ¡Inclínalo, cabeza de chorlito! Eso es. ¡Y ahora fíjalo bien, para que ninguno de esos cerdos a caballo pueda acercársenos! No te fíes del arroyo, eso no te salvará de la caballería, pero una buena trampa para caballos y una pica nos permitirá salir de este estercolero con vida. ¿Por qué ha tenido Sagra que enviarme una pandilla de simios tan rematadamente inútiles?
Jig escuchó el rapapolvo que les echaba a algunos de los milicianos uno de los oficiales de su unidad. Al menos había algo de diversión antes de la batalla. El guardia municipal apoyó la alabarda en la ballesta con la mano izquierda, sacó una cabeza de ajo del bolsillo, se la metió en la boca y comenzó a masticarla con deleite.
—¿Otra vez comiendo esa bazofia? —le preguntó su camarada, Chinche, con una mueca de asco.
—¿No te gusta?
—¿A quién puede gustarle algo que te hace apestar como los tenderetes de ajo de la plaza del Mercado? El hedor que despides me va a volver loco… y también al Sin Nombre.
—Eso no estaría mal.
—¡Te pasas la mitad del día comiendo ajo!
—Si no te gusta, puedes marcharte. El señor Lanten necesita a todos los guardias posibles en Avendoom en este momento. Si no podemos resistir aquí, la defensa quedará en manos del barón. Aún no es tarde para irse.
—No digas tonterías —replicó Chinche con irritación—. No me he pasado cuatro días marchando hasta aquí para volver a casa en el último momento.
—Pues entonces deja de lloriquear.
—No estoy lloriqueando. Sólo estoy empezando a enfadarme. Llevamos ya una hora y media aquí parados como idiotas sin que venga nadie. Tengo los pies helados.
—¿Sabéis si nos van a dar de comer? —dijo uno de los soldados de primera línea.
—Eso será mejor que se lo preguntes al comandante del batallón —le recomendó alguien situado más lejos, posiblemente un ballestero.
—¡Os vais a comer esto si no cerráis la boca! —gritó un oficial que caminaba junto a la primera línea mientras les mostraba el puño—. ¡Sois como niños pequeños! ¡Demasiado impacientes para esperar!
—¡Prueba a ponerte aquí con una alabarda o un hacha de guerra, como nosotros, y a ver si te gusta! ¡Te estamos diciendo que se nos están congelando los pies!
—Pues mejor los pies que la espalda. ¡Sólo sufriréis un rato y luego nada! ¡Y ya que sois tan listos, por qué no os volvéis a casa con mamá y dejáis de molestar a mis hombres! ¡Los milicianos están verdes como manzanas y hambrientos! ¡Y encima ahora me los empezáis a asustar!
—¿Quién está verde? —dijo otra voz desde las filas posteriores—. ¡No estamos verdes, estamos azules! ¡Del frío!
Unas risotadas recorrieron las filas del batallón central del flanco izquierdo.
Jig también se rio. Puede que los milicianos no fuesen tan malos, al fin y al cabo. De todos modos, a muchos de ellos no los necesitarían en aquella batalla… siempre que el enemigo no rompiera su formación, claro. Era un batallón muy fuerte mientras permaneciera como una unidad cohesionada.
Jig y Chinche habían tenido la suerte de que los colocaran en la tercera línea del batallón central. Las dos primeras estaban formadas por piqueros: los muchachos estaban embutidos en metal de la cabeza a los pies y llevaban picas tan largas como el eje de un carromato: se podía ensartar a un mamut con ellas. De momento apuntaban al cielo, como troncos de árbol, pero en cuanto comenzara la batalla las bajarían. Y la razón de que llevaran armadura pesada era muy simple: el piquero necesita las dos manos para sujetar el arma, por lo que el uso del escudo está descartado. De modo que, puesto que el golpe principal recaía sobre las dos primeras líneas, necesitaban ir bien protegidos.
Los hombres de la tercera línea estaban armados con alabardas. Su trabajo era muy sencillo: golpear en la cabeza a cualquiera que lograra acercarse a la primera línea. Justo detrás de la fila de Jig había otras tres líneas de ballesteros. Su cometido era aún más sencillo: disparar y luego retroceder lo más deprisa posible hacia el centro del batallón para dejar pasar a otras dos líneas de piqueros, armados con lanzas de más de dos metros.
A estos últimos se los conocía como «pescadores». Por el momento, todos los que estaban detrás de los ballesteros guardaban las distancias para que éstos pudieran retirarse después de lanzar su andanada.
Inmediatamente detrás de los «pescadores» había varias filas formadas por hombres de armamento variado, cuyo cometido principal era empujar a las filas delanteras en caso de que una formación de infantería enemiga embistiera al batallón. Y por supuesto, si se producía una brecha, se encargarían de rellenarla, aunque sólo fuese con sus cuerpos. Era una tarea que podían realizar incluso soldados que no estuvieran entrenados para luchar en formación o simples milicianos.
En el centro justo de la formación se encontraban el comandante, el portaestandarte, varios Gorros de Castor, y los trompeteros y tamborileros, que daban las señales para maniobrar. Así que el batallón era una fuerza bastante formidable, que además estaba bien protegida frente a ataques por los flancos.
—Chinche, ¿qué miras con esa cara?
—Observad allí, a nuestros vecinos —dijo el guardia municipal con una risilla—. Esos muchachos han tenido un verdadero golpe de suerte. Están tan seguros y calentitos como en el bolsillo de Sagra. ¿No os dije que tendríamos que habernos ido con ellos?
Había otro batallón a la izquierda del de Jig, el más próximo al bosque de Luza.
—¿Por qué creéis que están tan cómodos? —preguntó Jig con sorpresa, exhalando una apestosa vaharada sobre Chinche.
—Porque tienen la compañía de muchos Gorros de Castor y Alegres Galeotes. ¡Además de trescientos elfos con arcos!
—Bueno, por lo que se refiere a los Galeotes, he de decir que no están bien de la cabeza. Y a los Castores los han colocado en tercera línea, así que el batallón no tiene alabarderos. Y esos tipos de los colmillos… Sólo Sagra entiende a los elfos. Por mí se pueden ir a la oscuridad. Siempre están sonriendo y de repente te clavan un cuchillo entre las costillas.
—Prefiero que me claven un cuchillo entre las costillas a que me envíe a la oscuridad la magia del Sin Nombre. Y además tienen arcos y he oído que son aún mejores con ellos que los Señores del Viento.
—No tenéis nada que temer, muchachos —dijo el más próximo de los piqueros—. Sólo estamos a trescientos pasos de los ojos amarillos, así que en caso necesario pueden alcanzar a nuestros enemigos con sus flechas.
—Dejaré de preocuparme cuando todo esto haya terminado —dijo Chinche, empeñado en no abandonar su pesimismo.
—¡Abrid paso! ¡Abrid paso, vamos!
Todos los ojos se volvieron hacia el comandante del batallón. Venía con otro hombre. Obviamente, no se trataba de un soldado.
—Por aquí, buen señor. Colocaos tras ellos.
Un joven con un peto de coraza y un yelmo ligero, armado con una espada corta, se colocó detrás de Jig.
—¡Eh, comandante! —gritó uno de los «pescadores»—. ¿Qué pasa aquí? ¿No veis que estáis rompiendo la formación? ¿Para qué necesitamos a un espadachín aquí? ¿Va a saltar por encima de nuestras cabezas?
—¿Por qué no cierras la boca, cretino ignorante? ¡No es un espadachín! ¡Es un señor hechicero! Puedo colocarlo al otro lado del batallón si lo prefieres.
—No, si es un hechicero… Disculpad, señor…
—Cuidad bien de su excelencia, muchachos. Os salvará el pellejo si los chamanes del Sin Nombre se ponen tontos.
—¡Así lo haremos! —gritaron al unísono todas las filas.
Una expresión de alivio apareció en los rostros de la mayoría de los soldados. Nadie había mencionado el asunto, pero muchos de ellos habían estado preguntándose qué sucedería si los atacaban con magia. Los soldados podían luchar contra otros soldados, pero ¿qué se hacía con los chamanes? Sagra había oído sus plegarias y les había enviado hechiceros.
—¡Ahora sí que se van a enterar! —exclamó Chinche mientras agarraba la alabarda con más fuerza.
Estaba empezando a mejorarle el humor.
* * *
—¡Eh, vecinos! ¡Ve-ci-nos! ¿Cómo os va? ¿Os habéis congelado ya? —gritó uno de los soldados situados a la derecha de su batallón.
—¿Por qué, quieres venir a calentarme? —respondió una voz maliciosa. Parecía otro de los milicianos.
Una salva de carcajadas volvió a recorrer las filas.
—¡Tranquilo, campesino! ¡Pero si tienes frío, podemos invitarte a venir! —fue la respuesta.
—¡Si las cosas se calientan demasiado por aquí, iremos! ¡Somos muy generosos! ¡Siempre estamos dispuestos a compartir el calor! —exclamó Jig sorprendiéndose a sí mismo.
Sus camaradas lo respaldaron con una carcajada general.
—Oye, tú —dijo Chinche mientras le clavaba el codo en un costado—. Ten, puede que esto te sea útil.
—¿Qué es? —preguntó Jig mirando lo que le ofrecía Chinche: unas cañas de la orilla del río o unas briznas de hierba seca, atadas con una cinta azul que el paso del tiempo había descolorido.
—Bueno… —titubeó Chinche—. ¿Te acuerdas de aquel guardia que te conté que había dicho que mi abuela era una bruja?
—Sí. ¿Y?
—Bueno, pues esto lo hizo ella. Dice que puede proteger de la magia negra a quien lo lleva.
—¿Y?
—¿Por qué no haces más que repetir eso? —preguntó Chinche, enfadado—. ¿Lo vas a coger o no?
—¿Y tú?
—Yo ya tengo uno.
Jig se encogió de hombros, cogió el atado de hierba y se lo guardó bajo el cinturón. No creía en los cuentos de hadas de Chinche, pero Sagra cuidaba de quienes cuidaban de sí mismos.
Aquel montón de basura no le haría ningún daño y Chinche se sentiría mejor.
—¡Eh, tú! ¡El del caballo! ¿Cómo están las cosas ahí abajo? ¿Va a haber una batalla o podemos irnos a casa? —preguntó un piquero a un mensajero que había vadeado el arroyo del Vino de un salto y dirigía su caballo entre los dos batallones en dirección a la colina.
El jinete tiró de las riendas.
—¡Ya no habrá que esperar mucho más! —El mensajero tuvo que gritar con fuerza para que las filas de atrás pudieran oírlo—. ¡Las patrullas montadas han salido ya del bosque de Rega y los exploradores han entrado en acción en el flanco derecho, junto a Nuad!
—¿Y con quién se han enfrentado?
—¡Hombres del norte, sobre todo! ¡Tribus que viven en la costa de los ogros! ¡Y bárbaros, claro está!
—Entonces aún no hay de qué preocuparse —refunfuñó Chinche—. Una escoria.
—¿Quién hay que esté a nuestra altura?
—¡Los Cangrejos! ¡Avanzan por el camino de la izquierda, a hora y media de vosotros!
—¿Cuántos son?
—¡Muchos! Ocho mil de caballería y unos quince mil de infantería.
Algunos silbaron, otros maldijeron y unos cuantos más apelaron a Sagra.
—¿Has visto a algún chamán? —preguntó el hechicero que se encontraba detrás de Jig.
—¡Mentiría si dijera que sí, muchachos! ¡Cuidaos! ¡Sagra mediante, volveremos a vernos!
—¡Buena suerte!
—¡Ten cuidado!
Pero el jinete ya había partido a galope hacia la colina y no oyó los buenos deseos de los soldados.
—Bueno, la espera ya casi ha terminado, Jig. No queda mucho.
—Parece que estás temblando.
—Siempre me sucede. Son los nervios. Se me pasará. ¡Ocho mil de caballería!
—Resistiremos. No podrán pasar por el bosque de picas, no tengas miedo. No, mejor tenlo.
Los sacerdotes de Sagra caminaban frente a la línea del batallón, ofreciendo consuelo espiritual a los soldados antes de la batalla. Como todos sus camaradas, Jig murmuró una plegaria a la diosa de la muerte.
El sonido de dos fuertes detonaciones llegó desde algún lugar situado al norte.
—¡Magia! —dijo uno de los piqueros cercanos dando un respingo.
—¿Qué magia, en el nombre del Sin Nombre? —dijo el oficial para tranquilizar a los ansiosos soldados—. Es el ruido de los cañones de los canijos en Nuad. ¡La diversión habrá comenzado por allí!
Los soldados estiraron el cuello tratando de ver lo que estaba sucediendo al otro extremo del Campo de las Hadas, pero la larga y oscura lengua del bosque de Rega les impedía ver el castillo y cualquier cosa situada en sus inmediaciones.
—¡Mirad! —gritó alguien.
Jig apartó la vista del bosque para dirigirla hacia el camino de la izquierda. Las primeras fuerzas del ejército del Sin Nombre habían aparecido a ese lado del campo.
* * *
—¿Tiene nombre esa renacuaja? —preguntó el gnomo mientras encendía la pipa.
—De hecho, es un renacuajo.
—Bueno, ¿y cómo se llama?
—Invencible.
—Vaya, le pega —dijo el artillero con un gesto de asentimiento, mientras examinaba la peluda rata, que descansaba tranquila en el hombro de Panal—. Me llamo Odzan, pero los muchachos me llaman Pimienta.
—Panal.
—Sí, ya lo sé. Me lo ha dicho el comandante. Un Corazón Salvaje, si no me equivoco.
—Sí.
—He oído lo sucedido en el Gigante Solitario. ¿Tan duro fue?
—No estaba allí.
—Ah… Dicen que cincuenta de los vuestros sobrevivieron y lograron escapar.
—Cuarenta y siete.
—Ah… ¿Están en tu unidad?
—No. En el centro, que yo sepa.
—Humm —dijo el gnomo mientras exhalaba un anillo de humo—. En ese caso, ¿cómo es que has acabado en el flanco derecho y en las filas del ejército regular?
—Decían que necesitaban a un oficial de unidad.
—O sea, que tus muchachos y tú vais a cuidarnos las barbas, ¿no?
—Eso parece.
El sonido se repitió en la distancia. ¡Buuuum! ¡Buuuum! El gnomo se estiró cuan largo era, sacó un catalejo cuya factura evidenciaba su procedencia enana y lo dirigió al castillo que se encontraba directamente en línea con Arcos Finos.
—Están trabajando a destajo. Llevan cuarenta minutos disparando. Y el enemigo no tiene prisa por venir hacia aquí. Imagino que Lepzan no irá a hacernos todo el trabajo, ¿verdad? Antes era un auténtico asno. Ni siquiera sabía cómo se encendía una mecha. ¡Y ahora, míralo! Recuerdo una vez en Minas de Acero…
Panal no estaba prestando atención al locuaz gnomo. Se apoyó en la muralla y cerró los ojos. Casi estaba sorprendido por encontrarse en el Campo de las Hadas. No hacía tanto que el hechicero del castillo de Cuco le había dicho que estaba totalmente recuperado de las secuelas de la brujería de los orcos. Un mes y medio, como mucho.
Al salir del Reino Fronterizo, Panal se había dirigido a Ranneng y desde allí a la capital, donde tenía que entregar la carta que le había confiado Alistan Markauz. Hecho esto, cuando el Corazón Salvaje estaba preguntándose qué debía hacer a continuación —esperar a que el grupo regresara a Avendoom o dirigirse al Gigante Solitario—, el Sin Nombre invadió el reino.
La fortuna lo había reunido con Izmi Markauz, que recordaba al rubio guerrero de la batalla contra el ogro en el palacio. El subcomandante de la Guardia Real ofreció al instante al Corazón Salvaje el mando de una unidad de cien hombres. En un primer momento, Panal había tratado de negarse, diciendo que su lugar estaba con los camaradas que habían sobrevivido a la caída del Gigante Solitario, pero el señor Izmi podía ser bastante persuasivo cuando se lo proponía.
Así que ahora Panal se encontraba al mando de sesenta diestros bravucones, extraídos de distintas unidades para servir en la defensa de Arcos Finos, y cuarenta ballesteros del destacamento de norteños de Shet. El guerrero no había mandado nada más grande que un batallón de diez hombres hasta entonces y al principio se había sentido un poco intimidado, pero al cabo de una semana con la unidad se había dado cuenta de que prácticamente no existía diferencia entre mandar a diez hombres o a cien. Sólo había que dar las órdenes y asegurarse de que los muchachos no hacían nada temerario cuando no debían.
Y ahora su unidad había recibido la orden de defender uno de los tres cañones emplazados en Arcos Finos.
—¡Mira eso! ¡Por la corneta de mi abuelo, esos chicos se van a quedar con toda la diversión!
La repentina exclamación del gnomo sacó a Panal de sus ensoñaciones. El Corazón Salvaje se puso en pie, recogió el martillo de ogro del suelo y miró hacia la izquierda. Un destacamento de caballería se aproximaba a la colina a galope tendido. Y otro del mismo tamaño —una línea roja y verde— se dirigía hacia el flanco izquierdo.
—¡Un destacamento de cuatro mil efectivos! —declaró Rott, comandante de los ballesteros de la unidad de Panal, con los ojos entornados—. Es como si el Cangrejo hubiera empeñado toda su caballería en el campo. El flanco izquierdo va a tener problemas.
—Llama a los muchachos —ordenó Panal al ver que la ola roja y verde se aproximaba—. Si flaquean al subir la colina, vendrán hacia aquí.
¡Bam! Los cielos temblaron y Panal se agachó y encogió el cuello, sorprendido.
—Eso ha sido el Cráter, en la colina —dijo Pimienta con una risilla mientras alzaba la cabeza en dirección al cielo.
Panal lo imitó y vio una columna de humo que ascendía hacia el sol, se quedaba suspendida un momento al llegar al punto máximo de su trayectoria, como decidiendo si debía bajar o no, y luego descendía con un alarido hacia el suelo.
Los gnomos de la colina habían calculado mal y la caballería ya había pasado por delante de la zona donde finalmente cayó la bala. La potente explosión levantó la tierra. La única consecuencia positiva fue que los caballos de la retaguardia, que no se esperaban nada parecido, quedaron aterrorizados y durante un momento el caos reinó entre las filas enemigas.
—¿Pero a qué le estáis disparando, bribones? —gritó Pimienta agitando los puños, como si pudieran oírlo—. Disparad contra el enemigo, hatajo de enanos inútiles. ¡Ahora tendréis que estar media hora recargando para volver a disparar! ¡Pandilla de mancos! ¿Quién dirige esa dotación? ¡Zhirgzan! Girad nuestra arma. ¡Con la ayuda de los dioses aplastaremos a la caballería del flanco izquierdo! ¿Cuándo tendremos la oportunidad de disparar?
* * *
El caballo de Izmi Markauz aún estaba inquieto por el disparo del Cráter, y su dueño le acarició las orejas. A los animales no les gustaba aquel ruido extraño, pero no se podía hacer nada al respecto.
En la parte izquierda del centro todo seguía en calma y todavía no habían tenido que usar la reserva. La batalla aún estaba por librarse y lo único que podían hacer los soldados de la Guardia Real era observar cómo la caballería del Cangrejo, que había llegado por el camino izquierdo, se dividía en dos secciones iguales y avanzaba hacia la infantería del centro y los batallones del flanco izquierdo.
* * *
¡Bam!
¡Bam!
Dos explosiones sacudieron el aire a la espalda del príncipe y sendas bolas de cañón pasaron por encima de la infantería y volaron hacia la caballería que avanzaba. La primera pasó silbando sobre las cabezas de los jinetes y cayó en el campo, a mucha distancia, sin causar el menor daño. La segunda se estrelló directamente contra los jinetes. Mató a varios de ellos y explotó en el centro de la formación.
Incluso desde su posición, el joven Stalkon pudo oír los gritos de los hombres y el relincho de los caballos heridos y aterrorizados. La formación de ataque de la caballería del Cangrejo había quedado rota, reemplazada por una escena de caos total. Los jinetes apenas podían controlar a sus histéricas monturas y así era imposible que el ataque pudiera continuar.
—¡Bien hecho, gnomos! —gritó uno de los arqueros situado detrás de la infantería.
El príncipe se volvió. Los arqueros que se encontraban a sólo diez metros de él no habían permanecido ociosos. Cada uno de ellos había clavado dos postes de punta afilada en la colina y ahora los rodeaba un bosque entero de ellos. Antes de que el enemigo pudiera alcanzar a los Señores del Viento, con su armadura ligera, tendría que abrirse camino a través de aquella barrera. Bajo una lluvia de flechas. Y si aun así lograban pasar, los guerreros se colgarían los arcos del hombro y desenvainarían las espadas.
¡Bam!
Stalkon pensó que se equivocaba, pero realmente era un cañonazo. El flanco izquierdo de la caballería enemiga saltó por los aires y pedazos de cuerpos humanos y de caballos salieron volando en todas direcciones.
—Ese disparo venía desde Arcos Finos, mi señor —le dijo al príncipe su ayudante de campo.
—Ya veo. Los gnomos también arden en deseos de luchar.
Mientras tanto, en las filas de la caballería se había restablecido algo parecido al orden y, entre las exclamaciones de júbilo de los soldados de la colina, el Cangrejo se replegó a la zona más alejada del Campo de las Hadas. El príncipe calculó que el enemigo tardaría al menos quince minutos en recobrarse. El tiempo exacto que necesitaban los enanos para que sus armas se enfriaran y pudieran volver a cargarlas.
* * *
Sonó un cuerno y los comandantes dieron la orden:
—Alabarderos, a la cuarta línea.
—¡A la cuarta línea! ¡Cambiad de posición con los piqueros!
—¡Ballesteros listos! ¡Piqueros de la quinta y la sexta líneas, listos!
—Ballesteros listos.
Como si la acción estuviera sucediendo en un ejercicio de instrucción y no en una guerra de verdad, Jig avanzó hasta la cuarta línea sin apresuramiento ni nerviosismo, y se colocó de costado para que los ballesteros pudieran pasar junto a él con facilidad. Chinche repitió sus movimientos como si fuese su reflejo en un espejo. El único elemento extraño era el hechicero, que no sabía lo que debía hacer. Un sargento cercano lo introdujo en un hueco de un empujón.
—¡Ballesteros a la cuarta línea! —La orden resonó en los batallones a ambos lados.
Todos los comandantes de los batallones habían optado por la disposición estándar para defenderse de la caballería. Cuando los jinetes atacaran, los alabarderos podrían hacer uso de sus armas desde la cuarta línea y atacar por encima de los hombros de los piqueros que se encontraban frente a ellos. Ni estorbaban a los piqueros de las dos primeras líneas ni éstos los entorpecían a ellos con sus picas. Las líneas cuarta y quinta de «pescadores» se convirtieron en la quinta y la sexta.
Volvió a sonar un cuerno y una orden recorrió los batallones.
—¡Primera línea, hincad la rodilla! ¡Picas en ristre!
Tras clavar el «talón» de las picas en el suelo helado y angular sus armas para que, en caso de que la caballería tratase de atacar al batallón de frente, tuviera que atravesar un bosque de picas, los soldados hincaron la rodilla.
—¡Segunda línea! ¡Picas en ristre!
La segunda línea bajó las picas y las aguantó a la altura de las caderas, por encima de los hombros de los arrodillados soldados de la primera.
—¡Tercera línea! ¡Picas en ristre!
Un nuevo bosque de picas se añadió a las que ya habían descendido antes. Los soldados que se encontraba delante de los ballesteros sujetaron sus armas a la altura del pecho para no estorbar a la segunda línea durante el combate.
La caballería se encontraba cerca, a ciento cincuenta metros del arroyo del Vino. Los jinetes habían bajado las lanzas para caer sobre el batallón y acometerlo con la fuera de un ariete y hacerlo pedazos.
Jig observó a un jinete de la primera línea que parecía estar dirigiéndose en línea recta hacia él. El guerrero, con un yelmo de cuernos y plumas verdes y una camisa escarlata y verde por encima de la armadura, bajó su lanza, decorada con numerosas serpentinas y banderolas.
Las flechas silbaron en el aire: el destacamento de elfos que se encontraba junto al bosque de Luza había abierto fuego contra el flanco derecho de la caballería. Puede que los elfos oscuros manejaran sus arcos con la destreza de dioses, pero sólo eran trescientos contra varios miles y no pudieron detener la carga.
El fragor era indescriptible. La tierra temblaba bajo los golpes atronadores de un millar de cascos. Un cuerno emitió un sordo gruñido y los comandantes de unidad vociferaron hasta desgañitarse.
—¡Primera línea de ballesteros! ¡Fuego!
Hubo un chasquido seco junto a la oreja de Jig. La segunda línea de ballesteros había tomado el lugar de la primera.
—¡Fuego!
Se produjo un nuevo cambio de posición.
—¡Fuego!
La tercera línea de ballesteros retrocedió apresuradamente hacia el centro del batallón, donde sus camaradas estaban recargando las armas.
—¡Quinta y sexta líneas! ¡Juntas! ¡Picas en ristre!
La quinta y sexta líneas, con los «pescadores», habían ocupado ya el espacio dejado por los ballesteros. Levantaron sus picas sobre la izquierda para no estorbar a la segunda y la tercera línea y permanecieron inmóviles.
En aquel momento, los tres batallones del camino de la izquierda parecían otros tantos puercoespines, muy grandes, muy furiosos y muy peligrosos a los que era imposible aproximarse.
El tiempo transcurrido entre las descargas de los ballesteros y los desplazamientos de las líneas no superaba los ocho segundos. Las ballestas infligieron graves daños a las primeras filas de jinetes, mientras los elfos descargaban una lluvia de flechas sobre el enemigo, que además, en aquel momento tenía que avanzar sobre los cuerpos de sus muertos, lo que redujo su velocidad de avance. Y además estaba el arroyo del Vino: mientras que las primeras líneas (la mayoría de cuyos miembros había caído ya) habían saltado limpiamente el obstáculo, las de atrás lo vieron demasiado tarde y docenas de caballos con sus jinetes cayeron de bruces en ellas, para mayor confusión.
Tuvieron que tirar de las riendas de sus caballos, lo que trastocó el ritmo del ataque y acabó con el proverbial impacto de choque de la caballería pesada. Pero la confusión no se extendió a todo el arroyo del Vino. Muchos jinetes se lanzaron sobre los batallones como si quisieran barrer a los condenados ballesteros de su centro.
—¡Mantened la formación, monos!
—¡Aguantad! ¡No corráis! ¡Picas!
—¡Aguantaaaaaad!
—¡Aguantaaaaaaaaad!
La caballería seguía avanzando, avanzando y avanzando…
—¡A-a-a-a-a-a-a-a-aa-aa-aa-aaa-aaa-aa! —Todos los batallones profirieron el mismo y furioso rugido al unísono, una combinación de ansia guerrera, maldición, miedo… y deseo de inspirar temor a los caballos y sus jinetes.
Los jinetes, que no eran idiotas, no tenían la menor intención de lanzarse sobre las picas.
La caballería siempre intenta asustar a la infantería y siempre cree que la infantería va a echar a correr. Y la infantería lo hace a menudo, a pesar de que la salvación reside en su capacidad de mantener una formación sólida y no echar a correr.
La mayoría de los jinetes del Cangrejo habían dado la vuelta a tiempo y en aquel momento corrían paralelamente a la línea de los batallones. Otra sección pasó galopando por los huecos existentes entre los erizados cuadrados de infantería. Los ballesteros de los costados no podían arriesgarse a disparar contra ellos para no alcanzar a sus camaradas de los demás batallones, pero los de la retaguardia no tenían este problema y en cuanto la caballería se puso a su alcance descargaron una letal andanada a la que se unieron los ballesteros de la sección frontal, que para entonces ya habían recargado sus armas.
Pero aun así, algunos de los jinetes que habían atacado el flanco izquierdo lanzaron sus acorazadas monturas directamente contra las picas, sin el menor miedo. Algunos de ellos eran idiotas, otros temerarios (es decir, idiotas sin remedio), otros se habían dejado dominar por la furia de la batalla y los últimos, simplemente, no fueron capaces de detener a sus caballos a tiempo. La primera línea de los batallones recibió el impacto de varios centenares de jinetes.
Truenos y estruendo, chillidos desesperados, el tintineo y el chirrido de los metales que se encuentran.
El impacto de la caballería hizo retroceder las filas. Algunos hombres cayeron.
—¡A-a-a-a-a-ah! —Uno de los jinetes no pudo mantenerse sobre la silla y, como una piedra arrojada por una catapulta, pasó volando sobre las cabezas de sus compañeros y fue a caer en algún lugar de las líneas traseras.
Jig esperaba que lo recibieran con los brazos abiertos allí detrás.
En primera línea se libraba una escaramuza generalizada. Los piqueros ensartaban diligentemente a todo el que se ponía a su alcance. Uno de los jinetes hizo que su caballo se encabritara y avanzó de aquel modo sobre sus enemigos. El vientre del caballo se encontró al instante con cuatro picas y el animal se desplomó llevándose consigo a dos soldados de la primera línea, mientras el jinete desmontaba de un ágil salto y comenzaba a agitar la espada de lado a lado con la esperanza de aguantar hasta que llegaran refuerzos. Pero Chinche, que había mantenido la sangre fría, descargó su alabarda sobre la cabeza del hombre, justo entre los cuernos de su yelmo. Sin titubear, Jig se le sumó con un golpe asestado bajo el casco del hombre.
Mientras varios soldados de su sección sacaban las picas del cadáver del caballo, otro jinete realizaba la misma maniobra y aplastaba con su montura a una parte de la segunda línea. Otros dos jinetes penetraron por el hueco y luego varios más.
Y más.
Los caballeros estaban sacrificando sus monturas, pero con ello estaban consiguiendo algo muy importante: una sección de la formación del batallón central había sufrido un desgarro, y los Cangrejo que se encontraban cerca no perdieron el tiempo.
Jig avanzó sin perder un momento. La misión del alabardero es contener el impulso de los atacantes, pero sin saber cómo, en aquel momento se encontró en medio de lo más reñido de la refriega. No había más de quince Cangrejos y sólo tres de ellos seguían sobre sus caballos. Los piqueros sacaron las espadas.
Jig golpeó a uno de los jinetes en la espalda con el astil de la alabarda, lanzó un tajo con todas sus fuerzas contra la pierna de otro, aprestó de nuevo el arma y atravesó la coraza pesada de un caballero con la parte puntiaguda. Chinche, que en algún momento había aparecido a su lado, le cortó la pata a un caballo, cuyo jinete cayó directamente sobre la pica de otro soldado perfectamente posicionado a tal efecto.
Antes de que Chinche pudiera recuperarse, un caballero lo atacó con la lanza y lo dejó ensartado en el suelo. Jig soltó un grito y atacó. El jinete levantó su escudo. El guardia municipal volvió a golpear, agarró a su enemigo del cuello con el gancho de la alabarda y lo desmontó de un tirón. De nuevo, uno de los piqueros estaba allí para acabar con el hombre, que estaba aturdido e impotente en el suelo, tras haber caído de la silla.
—¡Formad! —gritó alguien y un soldado apartó a Jig de un empujón.
Retrocedió. Ya no podía sacar a Chinche de allí. La penetración de la caballería había sido contenida y los piqueros habían rehecho las filas.
—¡Ballesteros, disparad!
Las ballestas volvieron a cantar. Los ballesteros de las filas traseras del batallón se unieron a los de las delanteras, que ya habían disparado contra los jinetes que galopaban por delante de su retaguardia.
Prudentemente, los restos de la caballería del ducado Cangrejo decidieron retirarse, aunque no sin sufrir bajas devastadoras bajo una lluvia de acero descargada por las ballestas.
—¡Primera línea, manteneos firmes! ¡Ballesteros! ¡A la tercera línea! ¡Descansad! ¡Picas arriba! ¡Quitad las trampas para caballos! ¡Diez pasos atrás! ¡A la señal del tambor, en marcha!
Jig retrocedió voluntariamente con los demás, dejando un área sembrada de cadáveres de hombres y caballos.
—¡Eh, amigo!
Jig no se dio cuenta al principio de que le estaban hablando a él. Era un piquero al que conocía.
—Me alegro de que sigas con vida.
—Lo mismo digo.
—¡He visto cómo has arrancado a ese cerdo de la silla! ¡Bien hecho!
—¡Demasiado barato le ha salido! ¡Ha matado a Chinche!
—Sí, lo he visto. ¡Lo siento por el muchacho, pero les hemos dado una buena paliza!
—¿Cuántos hemos perdido?
—Unos ochenta.
—¡Aaaaalto! —sonó la orden, y los batallones se detuvieron.
Los batallones de la derecha y de la izquierda, siguiendo el ejemplo del central, se habían replegado para mantener la línea de defensa.
—¡Descansad! —La orden recorrió las filas.
Sólo entonces reparó Jig en lo mucho que había sudado durante la breve escaramuza.
Izmi suspiró de alivio. A pesar de sus recelos, el flanco izquierdo había resistido el golpe de la caballería y no sólo eso, sino que le había infligido graves bajas al enemigo. Más de mil hombres del Cangrejo habían quedado tendidos sobre el campo, la mayoría de ellos abatidos por los virotes de las ballestas y las flechas de los elfos. La sección del ejército del Sin Nombre que había retrocedido se había reunido ahora con la caballería que había tanteado la fuerza del centro pocos minutos antes y los jinetes supervivientes estaban organizando una formación de ataque de frente ancho. Izmi calculó que serían poco menos que siete mil.
—¿Me engañan los ojos, mi señor? ¿No da la impresión de que hubieran decidido avanzar colina arriba? —preguntó Vartek entornando los ojos—. Los gnomos no han tenido tiempo de recargar sus cañones aún.
—Bájate la celada y prepárate para intervenir con los hombres si el Cangrejo consigue aplastar a nuestra infantería.
* * *
—¡Más brío, hijos de enano! ¡Más brío! —azuzó Pimienta a sus artilleros—. ¿Es que no veis lo que está pasando en el campo de batalla? ¡El centro no es el flanco izquierdo, no podrán resistir contra tantos piqueros! ¡Hay que echarles una mano!
—¡En ello estamos, Pimienta! ¿Es que no lo ves? —exclamó el gnomo de la nariz rojiza, Zhirgzan, con su profunda voz de bajo.
—¡Pues espabilad, entonces! ¡Tenéis que cargar más deprisa!
—¡Espera, Pimienta! —dijo Panal, que le había quitado el catalejo al gnomo para echar un vistazo a Nuad—. Dadle la vuelta al cañón.
—¿Cómo? ¿Para qué?
El Corazón Salvaje le tendió el catalejo al gnomo sin decir palabra. Pimienta miró en la dirección indicada y soltó un rugido.
—¡Ah, condenación! ¡Parece ser que ha llegado nuestro momento! ¡Dadle la vuelta! ¡Dadle la vuelta! ¡Y metedle la bala por la retaguardia! ¡Cargadlo de metralla!
—Mi príncipe, me temo que los gnomos no tendrán tiempo de disparar una segunda salva —dijo el Gorro de Castor que se encontraba junto a Stalkon: habían asignado dos de los Castores al príncipe Stalkon como guardaespaldas.
—¡Dad la alerta!
Había presenciado el infructuoso intento de la caballería por abrirse paso por el flanco izquierdo. Ahora, las fuerzas combinadas del Cangrejo tratarían de destruir el centro.
—¡Diles a los arqueros que apunten a los caballos! —ordenó el comandante del centro con la mirada clavada en el enemigo que se aproximaba.
—¡Ya está!
—¡Hechicero! ¿Podéis ayudarnos de algún modo?
—No tengo ningún hechizo de ataque de poder suficiente, alteza —respondió el hechicero enviado por Artsivus—. Dudo que pudiera eliminar a más de cincuenta de una vez.
—Bueno, ¿y si lo usas cinco veces en lugar de una?
—Pues en ese caso me temo que no podría proteger a los soldados frente a la magia de los chamanes.
El príncipe frunció los labios.
—Pero creo que puedo hacer algo que os será útil.
—¿El qué?
—La Pista de Patinaje —dijo el hechicero con una sonrisa.
* * *
Izmi Markauz maldijo el inoportuno momento en que sus hombres habían sido enviados a la reserva. El centro necesitaba ayuda. Aquella inmensa horda de jinetes se extendería por la ladera como una avalancha y no pararía hasta Avendoom. Parecía que el rey se había precipitado al desmontar su caballería. Con ellos habrían tenido alguna posibilidad. Pero ahora todo dependía de la voluntad de Sagra y de la suerte.
La infantería del Cangrejo ya había aparecido en el camino de la izquierda y su número era tan grande que quitaba el hipo. Estaban desplegándose frente al bosque de Rega, con la evidente intención de atacar todo el dispositivo de las fuerzas de Valiostr. Y eran tan numerosos que podían salirse con la suya. Además, varios centenares de guerreros de las tribus del norte ya avanzaban a toda prisa por el camino que unía Nuad con Arcos Finos. El castillo aún tenía la dentadura afilada y pulverizaba a todo el que se movía por el camino de la derecha, pero hasta donde Izmi podía ver, el enemigo no había renunciado a la conquista del bastión más septentrional de las fuerzas de Valiostr. Pero una gran parte del ejército del Sin Nombre ya había pasado por delante de Nuad, haciendo caso omiso de la lluvia de flechas.
* * *
El ejército del Hechicero entraría en batalla sin haber descansado de su larga marcha y ésa era la única ventaja de los defensores. Si el enemigo hubiera preparado sus fuerzas y se hubiese tomado su tiempo, las defensas habrían caído como fruta madura. Pero tal como estaban las cosas, Valiostr aún tenía una oportunidad. Lo único que tenían que hacer era repeler a los que venían primero, luego a los que los seguían y así una vez tras otra mientras tuviesen fuerzas. ¡Gracias a Sagra, el enemigo se había quedado sin sus ogros!
—¡Mira eso! ¡Mira, quieres! Un ejército gigantesco se nos echa encima. ¡Me parece que los chicos del centro van a pasarlas canutas! —gritó uno de los piqueros.
—No te apresures tanto a enterrarlos —dijo el compañero de Jig mientras escupía en el suelo—. ¡Ya veremos qué tal manejan las lanzas cuesta arriba!
La caballería avanzó y los jinetes espolearon a sus monturas. El enemigo pasó sobre la zona donde yacían los cadáveres dejados por los cañones de los gnomos y comenzó a subir por la ladera. Desde el centro del Campo de las Hadas, la cuesta no parecía demasiado empinada. Pero la realidad suele ser peor de lo que uno espera. Cargados con sus armaduras y sus jinetes, a los caballos no les resultaba nada fácil acometer aquella subida.
* * *
—¡Tres dedos de inclinación! ¡Apuntad donde digan los comandantes de unidad! ¡Disparad!
Los tres mil arqueros descargaron una lluvia de flechas que se elevó en el aire, pasó por encima de las cabezas de la infantería y cayó como un martillazo sobre las filas delanteras del enemigo. La siguió una segunda descarga. Y otra. Caían hasta los hombres con armadura pesada: con tal número de flechas, siempre había alguna que encontraba una juntura.
Pero la peor parte se la llevaron los caballos. Sin protección efectiva, caían abatidos como moscas y sus jinetes quedaban a merced del bombardeo. Al parecer, el comandante de la caballería no había contado con enfrentarse a un número tan grande de arqueros.
Un cuerno ordenó la retirada y entonces sucedió algo increíble: el suelo bajo los cascos de los caballos se transformó en hielo, lo que supuso el comienzo de una masacre. Los arqueros lanzaban flecha tras flecha sin pausa. Los comandantes de unidad daban órdenes continuamente para cambiar el ángulo de fuego y compensar la acción del viento. La matanza a sangre fría continuó. Las primeras filas de la infantería y la caballería desmontada sucumbieron a la impaciencia y comenzaron a bombardear al Cangrejo con sus ballestas.
* * *
—¡Los han masacrado, mi señor! ¡Masacrado, lo juro por Sagra! —exclamó Vartek.
—Ya lo veo —dijo Izmi mientras contemplaba cómo seiscientos jinetes sin caballo lanzaban un ataque desesperado contra la línea de infantería.
La escaramuza fue breve y sanguinaria. Los de Valiostr no profesaban demasiado cariño a los Cangrejos y el sentimiento era mutuo. Cuando todo hubo acabado, no quedaba nada de la caballería del duque Cangrejo, una fuerza que había tardado años en reunir e instruir. Los hombres de Stalkon no daban cuartel.
—¡Ah, que la oscuridad se me lleve! —dijo Vartek mientras se daba golpes en la pierna de pura frustración—. ¡Habría dado cualquier cosa por estar en el lugar de la maldita infantería del centro!
—¡Y no eres el único, marqués! ¡No eres el único!
* * *
—¡Espera!
—¿A qué hay que esperar? —preguntó con indignación el pelirrojo gnomo—. ¡Tenemos que disparar!
—¡Yo sí que te voy a disparar! ¡Espera, te digo!
—¿A qué? ¡Nos pisotearán dentro de un minuto, Pimienta!
—¡Pues que lo hagan! ¡Si te digo que esperes, esperas! —rugió con furia el comandante del cañón.
—¡Rott! —llamó Panal al comandante de los ballesteros.
—¿Sí, señor?
—¿Están listos los muchachos?
—¡Oh, sí!
—Pues actúa como lo creas necesario.
Rott asintió y aprestó para la acción la potente ballesta militar que tenía apoyada en la muralla. Este tipo de armas se usaban para defender castillos y fortalezas. Aquel monstruo permitía cargar a la vez seis largos y pesados proyectiles de acero. Como es natural, el milagro del ingenio bélico era muy pesado y cargar con él por ahí era el mejor modo de provocarse una hernia, pero para disparar contra el enemigo desde detrás de una muralla no tenía igual. Aparte de su formidable capacidad de penetración, que eclipsaba la de los sklots de la infantería de línea, el «lanza-tormentas» poseía otra cualidad de valor incalculable: su elevada cadencia de fuego.
Panal se dio una palmada en el yelmo, bajó la guarda de la nariz y miró desde detrás de la muralla.
Una desorganizada horda de color marrón y gris se movía hacia ellos por el camino de la derecha: bárbaros y norteños. Los reconocía a ambos, porque se había enfrentado con ellos en las incursiones más allá de las Agujas de Hielo.
Los bárbaros llevaban sólo pieles de mamuts y osos polares y prendas de cuero hervido, con placas de hueso de foca cosidas, y en lugar de yelmos utilizaban los cráneos de criaturas de las Tierras Desiertas, que les proporcionaban un aspecto aterrador. Estaban armados sólo con hachas y garrotes, pues no sabían casi nada de los arcos y las flechas. En batalla solían sucumbir a una cegadora furia guerrera. Panal nunca habría negado que los bárbaros de las Tierras Desiertas fuesen buenos guerreros, pero no eran rivales para los de las tribus del norte.
Si le preguntabas a cualquier Corazón Salvaje contra quién prefería luchar, un millar de bárbaros o quinientos guerreros de las tribus del norte, elegiría a los bárbaros sin vacilar. De ese modo habría alguna posibilidad de que la batalla terminara sin demasiadas bajas. Pero eso era imposible con los salvajes de las tribus del norte. Aquellos hombres menudos de pelo negro y ojos rasgados eran excelentes cazadores y guerreros aún mejores. Eran muy duchos con la lanza, tanto en la caza de la foca como a la hora de ensartar a sus enemigos. Y además eran realmente duros, pues vivían donde nadie más habría podido hacerlo: en la costa de los Ogros.
Y ahora estaban allí, completamente ajenos a palabras como «estrategia», «táctica», «reservas» y «maniobra de flanqueo», avanzando sobre Arcos Finos con la evidente intención de asaltar la aldea fortificada. Y lo peor de todo era que cabía la posibilidad de que lo consiguieran.
Las catapultas instaladas dentro de la segunda muralla comenzaron a bombardear a los atacantes con proyectiles formados por una mezcla incendiaria y rocas. El pequeño destacamento de Señores del Viento sumó sus esfuerzos a los de las catapultas.
—¡A ellos! —gritó Rott—. ¡Fuego a discreción!
Arcos Finos lanzó una lluvia de acero. Una vez usados sus seis virotes, Rott bajó la ballesta de la muralla, se la entregó al cargador y al instante recibió otra. Panal estaba usando un sklot normal. Apuntó con él a un espigado y barbudo bárbaro con la cara pintada de azul, contuvo el aliento y pulsó el gatillo. El virote atravesó limpiamente el cráneo que usaba el salvaje a modo de casco.
—No está mal —dijo Pimienta con un cabeceo de aprobación, y entonces, de repente, gritó—: ¡Tienen arqueros!
Los guerreros norteños comenzaron a acribillar las murallas con las flechas de sus arcos cortos. Una de ellas alcanzó en el cuello a un gnomo que sujetaba una mecha encendida. Otra rebotó en el peto del soldado que estaba recargando el «lanza-tormentas» de Rott. Una tercera atravesó la pierna de un infante que se encontraba detrás de los ballesteros.
—¡Curandero! —rugió Panal—. ¡Disparad más deprisa!
—¿Cómo quieres que lo hagamos? —preguntó el comandante de los ballesteros mientras levantaba su sklot—. ¡Esos animales tienen buena puntería!
—¡Agh, condenación! ¡Ya les daré yo! —Pimienta recogió la mecha que había dejado caer el gnomo muerto y la llevó al cañón.
Panal logró taparse los oídos a tiempo. El cañón tronó y la muralla se cubrió de humo. Los otros dos cañones emplazados sobre la muralla dispararon inmediatamente después.
—¡Malditos gnomos, siempre con sus diabólicos inventos! —dijo entre toses uno de los ballesteros.
El apestoso y azulado humo quemaba los ojos. Pimienta comenzó a gritar a sus hombres que espabilaran y recargaran lo antes posible. Cuando el humo se disipó, quedó claro que la metralla había abierto un sanguinolento surco entre las filas del enemigo. Los guerreros de las tribus norteñas retrocedían presa del pánico. Pero seiscientos bárbaros —completamente enloquecidos por el fervor de la batalla o ajenos del todo a lo que había sucedido— habían seguido adelante y se lanzaban ya sobre el foso.
—¡Infantes! ¡Listos! —gritó Panal con tanta fuerza que la voz estuvo a punto de quebrársele—. ¡Pimienta! ¡Deja ese cañón por ahora y refúgiate con tus hombres detrás de los escudos!
—¡Y un cuerno! —maldijo el gnomo. Tiró al suelo el trapo que usaban para limpiar el cañón y sacó el azadón de guerra—. ¡Nunca verás a un gnomo que se esconda detrás de la espalda de otro! ¡Zhirgzan! ¡Dame el yelmo!
* * *
En Nuad la batalla estaba en su apogeo. Saltaba a la vista que el enemigo había decidido acabar con el indómito castillo a cualquier precio. Los batallones situados sobre el camino de la izquierda oyeron unos cañonazos lejanos.
—Mi primo está ahí —dijo de repente un piquero.
—¿Cómo te llamas, hermano?
—Bans.
—Yo soy Jig.
—Tengo las manos heladas. Dentro de poco se me van a quedar pegadas a la pica a pesar de los guantes —se quejó Bans.
—¿Quieres un poco de ajo?
—¿Calienta?
—Ellos sí que nos van a calentar —dijo Jig mientras señalaba con la cabeza a la infantería del Cangrejo que avanzaba sobre ellos—. Dentro de un par de minutos, esto estará más caliente que un horno de gnomos.
—¿Cuántos de esos infectos mestizos hay?
—Tantos como nosotros. O más.
* * *
Desde la colina, Izmi Markauz vio que la infantería enemiga se dividía en tres secciones heterogéneas y comenzaba a avanzar hacia las posiciones del ejército de Valiostr. El destacamento más pequeño, que era el más alejado, se dirigió hacia Arcos Finos a paso ligero. Unos diez mil Cangrejos, divididos en cinco secciones, se encaminaron al flanco izquierdo. El resto de la infantería y una horda incontable de bárbaros se prepararon para atacar el centro.
—¿Por qué no hacen nada nuestros hechiceros, mi señor? —preguntó Vartek con indignación—. El consejo de la Orden al completo está en lo alto de esa colina.
—El consejo al completo, mi querido marqués, ha formado un círculo y están cogidos afectuosamente de la mano —refunfuñó uno de los guardias reales desde debajo del yelmo—. Sólo gracias a ellos, el Sin Nombre no nos ha hecho nada aún.
—¡Comandante! —dijo con voz temblorosa un soldado que acababa de llegar en ese momento—. ¡El rey nos ha ordenado vigilar el flanco izquierdo y entrar en acción si necesitan ayuda!
—¡Por fin! —gruñó Vartek con deleite.
—¿Algo más? —preguntó Izmi Markauz al mensajero.
—¡Dicen que todos los ogros han muerto!
Un rugido de júbilo recorrió las filas de los guardias.
—¿Quién lo ha dicho?
—Todo el mundo. Yo mismo se lo he oído a uno de los exploradores.
—Excelente. Puedes volver a tu puesto.
* * *
—¡Hemos repelido a esos sucios animales! ¡Maldición, qué tenacidad la suya! —dijo Pimienta agitando el ensangrentado azadón.
El ataque de los bárbaros se había quebrado. Los dos mil ballesteros que había frente al flanco derecho del ejército habían hecho una matanza con ellos. Y de los pocos bárbaros que habían logrado cruzar el foso y el terraplén habían dado buena cuenta los infantes con sus espadas. Ya sólo había cuerpos amontonados, tendidos bajo las murallas, pero Panal temía que, tras varios ataques como ése, el enemigo pudiera trepar a las murallas sobre los cadáveres de sus camaradas como si fuesen una escalera.
—¡Zhirzgan! ¡Suelta esa cosa repulsiva! —dijo Pimienta al pelirrojo gnomo, que estaba observando con curiosidad un cráneo capturado—. ¡A cargar! Has visto cómo han puesto pies en polvorosa esos subhumanos, ¿no?
—No lo harán una segunda vez.
—¿Qué te hace pensar eso, centurión?
—Aunque sean supersticiosos, son buenos guerreros. La próxima vez ya sabrán que no todo el mundo muere cuando ruge el trueno y seguirán atacando.
—¡Panal! —llamó al Corazón Salvaje el comandante de la compañía mientras se les acercaba.
—¿Sí, comandante?
—¿Y nuestras pérdidas?
—Ocho muertos y siete heridos.
—Ten, llévate a este mozalbete a tu unidad —dijo el comandante refiriéndose a un joven taciturno—. Es el hechicero Roderick. Les echará una mano a tus muchachos en caso necesario.
Roderick asintió con no poco nerviosismo y lanzó una mirada atemorizada a dos soldados que estaban lanzando el cuerpo de un bárbaro por encima de la muralla.
—¿Lleváis cota de malla, señor hechicero?
El Corazón Salvaje no creía que aquel muchacho fuese un verdadero hechicero. A primera vista, daba la impresión de que hasta Kli-Kli podría enseñarle un par de cosas al pálido joven.
—Sí —respondió éste mientras asentía apresuradamente.
Sonaron unos cuernos al otro lado de las murallas. El enemigo había lanzado un nuevo ataque.
* * *
Hubo un fuerte estruendo tras él, cuyo eco resonó en los cielos, y el humeante cometa disparado desde el Cráter cayó sobre el primer cuadrado de infantería que estaba avanzando por el centro.
Fue un golpe pavoroso. Todo el que estaba cerca de la explosión acabó en mil pedazos. El impacto del proyectil del Cráter hizo pensar a Izmi en hombres pisoteados accidentalmente por un dios.
* * *
La infantería estaba avanzando en cinco unidades. Tres en primera línea y otras dos detrás, a una distancia de mil metros.
Jig miró con extraña indiferencia, a través de los hombres y las picas alzadas, la tortuga de acero que se les acercaba.
—¡Tienen ballesteros! —gritó uno de los piqueros.
Jig sintió un escalofrío. Si la infantería enemiga contaba con sklots, por mucho que tuvieran armadura, las primeras filas sufrirían. A corto alcance, un virote era capaz de atravesar una coraza como si estuviera hecha de papel en lugar de glorioso acero isiliano.
Los elfos comenzaron a disparar contra el destacamento que avanzaba sobre el batallón izquierdo.
—¡Dejadme pasar! ¡Dejadme pasar, os digo!
El hechicero, que había permanecido todo el tiempo detrás de Jig sin decir palabra, estaba avanzando a empujones.
Jig silbó con toda la fuerza de sus pulmones y gritó:
—¡Dejad que el hechicero llegue a primera línea, condenados cretinos! ¡Deprisa, si no queréis acabar como alfileteros!
Al oír esto, los piqueros se apartaron para dejarlo pasar. El hechicero corrió hacia allí, se colocó delante de la primera fila y estiró los brazos con las palmas abiertas en dirección al destacamento de infantería que casi había llegado ya al arroyo del Vino. Una cegadora bola de fuego salió de las manos del hechicero y chocó con la primera fila de escudos, que quedó vaporizada junto con los hombres que los sostenían. Luego continuó avanzando sobre la segunda, la tercera y la cuarta filas de ballesteros, hasta explotar finalmente…
¡Eso sí que les hizo chillar! Jig pudo oír los aullidos de los hombres agonizantes que se quemaban vivos. Muchos de los soldados de su batallón profirieron blasfemias de satisfacción al ver la cantidad de bajas que podía infligir al enemigo un solo hombre.
Entretanto, el hechicero conjuró otra bola de fuego y luego otra más, que incineraron a los enemigos por docenas. Las líneas de la infantería vacilaron, se deshicieron y se dispersaron presa del pánico a lo largo de la orilla del arroyo del Vino. El olor de la carne carbonizada alcanzó incluso al batallón de Jig.
De repente, el hechicero se balanceó y se desplomó sobre la nieve. Alguien de las primeras filas corrió junto al caído, lo levantó y volvió a llevárselo a la retaguardia del batallón.
Los comandantes de unidad rugieron:
—¡Ballesteros, listos! ¡Primera línea! ¡Disparad! ¡Segunda línea! ¡Disparad! ¡Tercera línea! ¡Disparad!
Cuando terminaron el trabajo, los ballesteros retrocedieron. Fueron reemplazados por otras nueve líneas extraídas de la retaguardia y los flancos del batallón.
—¡Disparad! ¡Disparad! ¡Disparad! ¡Disparad!
La confusa infantería enemiga se vio atrapada en una letal descarga de acero.
* * *
—¡Agh! ¡Los hechiceros han entrado en acción!
Izmi no estaba escuchando. Como todos los demás, estaba observando lo que sucedía en el flanco izquierdo. Un hechicero desconocido había hecho pedazos el destacamento central de los atacantes, pero el izquierdo y el derecho seguían avanzando y ya habían cruzado el arroyo del Vino. Y los otros dos destacamentos de las tropas del Sin Nombre los seguían de cerca.
—¡Mi señor!
Izmi Markauz apartó la mirada del campo de batalla y miró al soldado con una enorme espada de dos manos que se había aproximado a él.
—Mi señor, su majestad ha puesto mi unidad a vuestra disposición.
—¿De cuántos hombres dispones?
—Doscientos.
No estaba mal. Doscientos Gorros de Castor era más de lo que esperaba.
—Bien. Avanzad hasta esa arboleda que hay detrás del flanco izquierdo. Pero no entréis en acción aún.
—Sí, mi señor.
Algo le decía a Izmi que necesitarían su ayuda muy pronto.
* * *
—¡Tienen ballesteros, comandante!
—¡Ah, condenados bastardos! —rugió el comandante de los seis mil Señores del Viento, que se encontraban detrás de la infantería y la caballería desmontada. Levantó el puño hacia los cielos—. ¿Cuántos son?
—No lo sé.
—¡Pues averigualo! ¡Y deprisa! ¡Van a hacer trizas a nuestra infantería! ¡Nark!
—¿Sí, comandante?
—¡Coge a tus mil hombres y avanza con ellos! Los quiero junto a los infantes. ¡Que disparen a quemarropa desde allí! ¡Y si a alguien no le gusta, le dices que lo he ordenado yo! ¡Vamos!
—¡Unos tres mil! —jadeó el soldado mientras volvía corriendo—. ¡Los exploradores dicen que unos tres mil! ¡Marchan por delante de la infantería!
—Ya veo dónde están, no soy ciego.
Los cañones rugieron tras ellos y los soldados se agacharon, pero el comandante de los Señores del Viento hizo caso omiso.
—Así que somos dos veces más que ellos —murmuró el veterano guerrero con los dientes apretados, mientras observaba cómo los proyectiles disparados por los cañones caían sobre las filas más alejadas de la infantería enemiga—. Mejor que mejor. No podrán tocarnos. Los arcos tienen mucho mayor alcance y sabemos usarlos. ¡Escuchad mis órdenes! ¡Dos dedos de inclinación! ¡Corrección por viento, un cuarto de dedo a la derecha! ¡Seguid machacando a esos cabezas de chorlito hasta que comiencen a disparar! ¡Disparad!
* * *
El guerrero norteño saltó la muralla con facilidad, y Panal a duras penas logró apartarse de un salto. Su menudo y moreno enemigo manejaba con habilidad la lanza de punta ancha y dentada. El arma bailaba en círculos y zigzags y el Corazón Salvaje tuvo que moverse deprisa para esquivarla. Aunque los ballesteros disparaban sin cesar, en aquella sección del frente el enemigo había logrado llegar hasta Arcos Finos y la batalla se había trasladado a las murallas. Tenían que tratar de resistir hasta que llegaran los refuerzos.
El guerrero de ojos rasgados dio un salto repentino con la evidente intención de asestar un lanzazo a Panal desde arriba. El Corazón Salvaje esquivó el golpe desplazándose a un lado, golpeó de costado con su martillo de ogro y la bola erizada de pinchos arrancó la vida a su enemigo.
Un bárbaro con un cráneo de oso polar en la cabeza saltó desde detrás de la muralla y su terrible hacha alcanzó en la espalda al pelirrojo gnomo, que estaba luchando contra un soldado ataviado con los colores del ducado Cangrejo.
El martillo de ogro descendió sobre el cráneo de oso, que quedó reducido a astillas junto con la cabeza del bárbaro.
—¡Condenación! —gritó Pimienta mientras lanzaba una antorcha encendida contra la cara de otro soldado y, blandiendo el azadón, le propinaba un golpe en la entrepierna.
—¡Centurión! ¡Cubre a mis muchachos! —exclamó Rott mientras, en compañía de veinte ballesteros, se posicionaban detrás de los «lanzatormentas» cargados.
Siete de ellos comenzaron a abatir metódicamente a los guerreros que habían ganado la muralla, mientras los demás disparaban sobre los que estaban cruzando el poco profundo foso. Entonces llegaron refuerzos, cincuenta infantes con cuyo concurso lograron arrojar a los norteños de las murallas. El hechicero, que milagrosamente había conseguido sobrevivir a la matanza, lanzó unos últimos chorros de fuego a los enemigos en desbandada.
—¡No más fuego! —gritó Pimienta—. ¡No más fuego! ¡Hay pólvora allí!
—¡Rott! ¡Disparad mientras retroceden! ¡Pimienta, al cañón! ¡Señor hechicero, retiraos de la muralla si no queréis que os alcance alguna flecha!
* * *
La primera y la segunda línea del batallón de la izquierda se abrieron unos segundos para dejar pasar a los Gorros de Castor. Armados con espadas de dos manos, los guerreros corrieron separados por una prudente distancia hacia las expectantes picas de sus enemigos. Los demás los siguieron lentamente.
Con amplios y fuertes golpes de sus espadas, los Castores segaron las picas de sus enemigos y rompieron su formación penetrando entre sus filas. Por supuesto, no todos ellos lograron evitar un encuentro fatal con una pica enemiga, pero la mayoría consiguió lo que se proponía. Usando sus enormes espadas a modo de guadañas, penetraron profundamente entre las filas de los atacantes. La aterrorizada y aturdida infantería enemiga sufrió terribles bajas y, entonces, los camaradas de los Castores cayeron sobre ellos en masa y, armados con sus picas, hicieron más destrozo entre ellos que un mamut en una tienda de porcelana, en un avance lento e inexorable por detrás de la punta de flecha de los Castores.
El batallón de la derecha también había chocado con la infantería del Cangrejo, pero Jig no veía cómo marchaban mejor las cosas. En ese momento se propagó una orden entre las filas:
—¡Ballesteros, a la sexta línea!
El batallón estaba preparándose para embestir como un ariete y para eso no necesitaba ballestas, de modo que los ballesteros retrocedieron y fueron reemplazados por piqueros.
—¡Lineas uno a seis! ¡Picas en ristre!
—¡Tambores! ¡Paso ligero, adelante!
Los tambores comenzaron a tocar en el centro y el batallón se cubrió de espinas y empezó a avanzar con paso bamboleante.
Bum… Bum… Bum… Bum… Bum… Bum-Bum… ¡Bum-Bum-Bum-Bum!
Los tambores aceleraron el ritmo y el batallón avanzó cada vez más deprisa hacia el destacamento de dos mil efectivos que intentaba ocupar el lugar de la infantería incinerada por el hechicero y diezmada por los ballesteros. Diligentemente, Jig se pegó a la espalda del piquero que tenía delante y gritó mientras se preparaba para el impacto.
* * *
Con sus filas desbaratadas por el bombardeo de los arqueros de la colina, los ballesteros enemigos supervivientes retrocedieron precipitadamente sin haber disparado una sola vez y la mayoría de ellos fueron arrollados por su propia infantería. Pero los infantes no cayeron con tanta facilidad y continuaron avanzando colina arriba, tratando de dejar atrás lo antes posible la zona donde estaban a merced de las flechas enemigas. Muchos de ellos levantaron los escudos para protegerse. Uno de los destacamentos enemigos incluso logró formar una «tortuga» perfecta, pero entonces, al llegar a la zona helada de la ladera, la formación se deshizo y fue presa fácil para los arqueros.
—¡Escudos juntos! ¡Lanzas! ¡Ballesteros, fuego a discreción! —gritó el joven Stalkon.
El príncipe se dio cuenta de que, a despecho de las bajas infligidas por sus arqueros, esta vez el enemigo los alcanzaría. Las últimas líneas de arqueros interrumpieron un ataque que ya había dejado de ser efectivo, desenvainaron las espadas y se unieron a las de la infantería. Los únicos que siguieron disparando fueron los mil hombres de Nark y algunos ballesteros, pero incluso ellos se vieron obligados a parar al poco tiempo. Un ataque desorganizado de los arqueros del Cangrejo fue neutralizado por un hechicero, que incineró en el aire la mayoría de las flechas. La infantería enemiga siguió avanzando: varios centenares de hombres armados con espadas de dos manos, con la evidente intención de romper la ordenada formación del centro.
—¡Castores, listos!
Los Castores respondieron al instante. Los escudos se abrieron un segundo para dejar que pasaran los guerreros de la legendaria unidad. Cuando el enemigo tiene un mazo, tú necesitas otro. Es una ley incontestable de la guerra. El frente quedó sembrado de pequeñas escaramuzas, hombres que se enfrentaban con espadas de dos manos en duelos individuales o en grupos. Los Cangrejos luchaban bien, pero no eran rivales para los Gorros de Castor, y Valiostr estaba llevando la voz cantante. Aun así, el hijo del rey dio una orden al corneta:
—¡Toca retirada!
La corneta dio la orden varias veces y los Castores se pusieron a salvo detrás de los escudos antes de que la infantería enemiga, enrabietada por la muerte de sus camaradas, pudiera alcanzarlos.
* * *
—¡Eres un hechicero bastante bueno, muchacho! —dijo Pimienta a Roderick con unas palmaditas en la espalda—. Deberías hacer más de esas bolas de fuego. Entonces serías realmente estupendo.
—Hago lo que puedo, maese gnomo —dijo el joven mago con una sonrisa irónica.
Estaba claro que la magia, que había logrado dispersar una línea perfectamente ordenada en su avance contra Arcos Finos, le había costado un gran esfuerzo.
—Bueno, centurión, te veo respirando con dificultades, pero aún estamos al mediodía —dijo el gnomo a Panal—. ¿Sigues vivo?
—Sí, sigo vivo. Ten, coge a Invencible.
—¿Y qué quieres que haga con esa maldita rata? ¿Crees que no he visto cómo le ha saltado a la cara a ese bárbaro?
—¡Que lo cojas, te digo! ¡Tengo que ir a buscar al comandante!
El gnomo refunfuñó descontento y se puso al lingo sobre el hombro.
—Espero que no me arranque la barba. ¡Date prisa, eh!
—¡Rott, mientras estoy fuera, te quedas al mando!
—¡Entendido! —respondió imperturbable el comandante de los ballesteros.
Panal encontró a su oficial superior en el centro del pueblo, donde se encontraba el hospital de campaña. Alguien lo había herido en la cara y los curanderos estaban ocupándose de él. Hubo de esperar a que terminaran.
—¿A quién me has traído? ¿A quién me has traído? —estaba gritando un joven con la escarapela del gremio de los curanderos.
—¡Tenía toda la ropa empapada de sangre! —dijo su ayudante con voz tranquila, tratando de ofrecer excusas.
—¡Tiene un corte! ¿Lo entiendes, cretino? ¡Un corte corriente y moliente!
—¡Pero gritaba como si le estuvieran rebanando el pescuezo!
—¿Cuántas veces tengo que deciros, hatajo de inútiles, que los primeros a los que hay que traer a la mesa de operaciones son los que no hablan? ¡Si grita y pide ayuda es que va a sobrevivir! ¡No le va a pasar nada! ¡Pero si está tendido, en silencio y pálido como un muerto, es que lo está pasando mal! ¡Como me traigas más heridos leves, no respondo! ¡Los cargas en los carromatos y te los llevas al hospital principal, al otro lado de la colina! ¡Allí se encargarán de ellos! A mí traedme sólo a los heridos graves, los que tengan heridas abdominales o hayan perdido algún miembro. ¿Crees que podrás meterles esta idea en la mollera a tus compañeros, aunque sea a golpes?
—¿Querías verme, centurión? —dijo el comandante alzando la voz para llamar la atención de Panal.
—Sí, comandante. Hay que colocar doscientos infantes y al menos cien ballesteros en la orilla del Kizevka. ¿Tenemos reservas?
—Podemos encontrarlas —dijo el vendado comandante mientras dirigía una mirada dura al Corazón Salvaje—. Lo que no entiendo es para qué las queremos allí.
—No creo que los norteños vuelvan a atacar las murallas.
—¿Y adonde van a ir si no? ¡No van a cruzar el río a nado!
—Eso es exactamente lo que van a hacer.
—Tal cosa sería posible en verano, pero ahora hace un frío de muerte. ¿Quién va a arrojarse a un río que está a punto de congelarse?
—Están acostumbrados a nadar en agua helada. A fin de cuentas, viven en las Tierras Desiertas.
—¡Menuda idea más disparatada!
—No quiero encontrármelos en la retaguardia de repente.
—De acuerdo. Daré la orden. Vuelve con tus hombres, esperamos un nuevo ataque en cualquier momento. Por cierto, ¿has oído que la Orden se ha librado de todos esos ogros?
* * *
La batalla parecía no tener fin. El hacha que empuñaba el príncipe le pesaba cada vez más en las manos, pero seguía golpeando y golpeando, como uno de los juguetes mágicos de los enanos. La línea recta había desaparecido hacía tiempo y todo el frente se había disuelto en un sinfín de escaramuzas dispersas. Habían logrado repeler al enemigo cuatro veces y cuatro veces había regresado éste, decidido a aplastar a la maldita infantería de Valiostr.
Eran los mejores soldados del reino norteño, los que habían servido en la caballería pesada y en los Hombres de Arena, la clase de hombres alrededor de los cuales se construían unidades formidables. Prácticamente todos los arqueros se habían unido a la lucha cuerpo a cuerpo y sólo un pequeño contingente formado por los Señores del Viento más expertos, apenas seiscientos en total, se había apartado de la furiosa acción para disparar contra el enemigo de manera selectiva.
Stalkon estaba perfectamente protegido. Tenía las espaldas cubiertas, de modo que el enemigo no pudiera atacarlo. Pero aun así, a pesar de toda su cautela, el heredero del trono había caído dos veces al suelo. La primera vez lo derribó el golpe de un martillo de guerra. Por suerte, uno de los dos Castores que le habían asignado como guardaespaldas había sobrevivido a la sangrienta escaramuza y logró contener con grandes mandobles al fervoroso enemigo hasta que el príncipe Stalkon pudo volver a levantarse.
La segunda vez lo alcanzó un ballestazo en el yelmo. Por suerte, el proyectil sólo rozó la armadura y rebotó sin hacer daño al príncipe. Pero Stalkon quedó aturdido y cayó de rodillas, completamente desorientado por un momento. Uno de los bárbaros trató de aprovechar la ocasión y de no haber sido por Ceniza —el comandante de los Corazones Salvajes, que había conseguido salir vivo del Gigante Solitario—, el príncipe Stalkon no habría sobrevivido a la batalla.
Los cañones y el Cráter habían enmudecido. Ya no tenía sentido disparar: habrían matado a más camaradas que enemigos. Lo único que podían hacer era apretar los dientes y contemplar la lucha.
Stalkon detuvo el golpe de un bárbaro con el abollado escudo, asestó un puñetazo en la cara al barbudo salvaje y lo remató de un poderoso hachazo. Era hora de terminar con la batalla y cuanto antes, mejor. Como si hubiera oído este pensamiento, el rey envió la reserva de caballería de la derecha a apoyar a la infantería atacando al enemigo por el flanco.
* * *
Nuad resistía. Las cosas en el centro estaban equilibradas y la repentina aparición de la caballería había sembrado el desconcierto entre las filas del ejército del Sin Nombre. Los Potros Lunares habían aparecido en el momento preciso. En Arcos Finos reinaba la calma: los bárbaros, los norteños y las unidades de infantería del Cangrejo habían tenido que retroceder y estaban replegándose para reagruparse. Pero las cosas no iban tan bien en la izquierda. El batallón de ese lado estaba ocupado completando la desbandada de sus adversarios, el batallón central acababa de embestir al segundo destacamento de infantería y el de la derecha resistía a duras penas, pero sus enemigos eran muy tenaces y las cosas podían cambiar en cualquier momento.
—¡Vartek, galopa hacia allí con doscientos Castores! ¡Diles que caigan sobre la retaguardia de la infantería que está atacando el batallón de la derecha! ¡Vamos! —ordenó Izmi.
—¡Comandante! ¡Parece que los elfos tienen dificultades!
—¡Ya lo veo! ¡Haz lo que te ordeno! ¡Corneta! ¡Ordena el ataque!
* * *
Unas esferas moradas aparecieron de repente entre las filas del batallón de la derecha y comenzaron a aniquilar metódicamente a sus soldados. Los hombres titubearon.
* * *
—¡El batallón de la derecha está retrocediendo, alteza!
—Ya lo veo. Galopa hasta la reserva y cierra la brecha con ella. ¿Cómo habrán dejado nuestros hechiceros que los chamanes se acerquen tanto?
Antes de que Jig pudiera entender lo que estaba sucediendo, las primeras lineas habían caído. ¡Pero si todo iba a las mil maravillas! El batallón había embestido con éxito al destacamento de infantería de la segunda oleada. Siguiendo órdenes, Jig volvía a estar en la tercera línea cuando estalló el infierno. Los alabarderos pesados estaban listos y esperando a cualquiera que lograse acercarse a los piqueros. En ese momento, de repente, un humo de color morado oscuro comenzó a salir de las armaduras de las primeras líneas, que cayeron al suelo, vacías: sus propietarios habían desaparecido.
El piquero Bans fue uno de los primeros en desaparecer.
Y entonces le tocó el turno a la línea del propio Jig. Las armas y armaduras de los soldados que lo rodeaban comenzaron a caer al suelo con un estrépito metálico. Un segundo después, Jig era el único que quedaba con vida en toda la línea. El batallón siguió avanzando, ajeno a lo que había sucedido en su vanguardia.
Jig vio a tres hombres ataviados con túnicas negras delante de él. Sin armaduras y sin armas. Uno de ellos levantó las manos y una flecha plateada salió disparada contra el pecho de un guardia municipal. Y al tocarlo, éste desapareció de pronto.
—¡Chamanes! —El alarido de terror de las líneas posteriores se alzó por encima del fragor de la batalla.
—¡A-a-a-a-ah! —gritó Jig con los ojos cerrados, al comprender que había llegado el fin.
El guardia municipal alzó la alabarda y golpeó con todas sus fuerzas al más cercano de los brujos. Durante un breve instante vislumbró un rostro pálido y completamente asombrado y entonces el chamán cayó a los pies del furioso soldado, con la cabeza abierta.
—¡Se los puede matar! —gritó Jig—. ¡Se puede matar a esos chamanes! ¡Matadlos, muchachos!
Volvió a golpear con su alabarda, mientras los hombres, embriagados de pronto por su propio coraje, rompían la formación y avanzaban a la carrera, tratando de ser los primeros en alcanzar a los malditos hechiceros. Jig introdujo la alabarda por detrás de la pierna de un chamán que había empezado a preparar un hechizo y dio un tirón. El brujo cayó al suelo y el guardia lo ensartó en las tripas. Sus camaradas terminaron con el último y, con un rugido, continuaron avanzando hacia la infantería enemiga, que había timbeado al ver cómo acababan con tal saña con los poderosos brujos.
—¡Los hechizos han parado, majestad! ¡Han debido de matar a los chamanes!
—¿Y eso qué importa ahora? —preguntó el rey con amargura.
El batallón de la derecha había desaparecido. El enemigo había caído sobre los hombres que retrocedían y pocos minutos después no quedaban más que novecientos de ellos. Por suerte, la reserva de dos mil efectivos y doscientos Gorros de Castor que había enviado el joven Markauz habían llegado a tiempo.
El muchacho llegaría lejos. Su padre se habría sentido muy orgulloso de él. Sólo esperaba que la Guardia Real pudiera salvar a los elfos. Pero era poco probable. No llegarían a tiempo.
* * *
Epilorssa de la casa de la Luna Negra maldijo y se llevó una mano al carcaj en busca de otra flecha. Los hombres se habían dejado llevar por el fragor de la batalla y se habían olvidado por completo del segundo destacamento de la segunda oleada. Unos dos mil hombres estaban desplegándose en el arroyo del Vino con la clara intención de aniquilar al pequeño grupo de elfos junto al bosque de Luza.
—¡Dos líneas! ¡Dos líneas!
No podían contar con recibir ayuda de ninguna parte. El batallón más cercano estaba acabando con los enemigos supervivientes, el central seguía luchando, a pesar de los chamanes del Sin Nombre (Epilorssa había sentido la magia) y el de la derecha había sido completamente aniquilado por la brujería y el pánico. Los elfos podrían haber buscado refugio en el bosque, pero no se encontraban lo bastante cerca y no estaba en su naturaleza darle la espalda al enemigo cuando aún podían luchar.
Así que lucharon, disparando flecha tras flecha. Los enemigos echaron a correr entre gritos de aliento. Muchos de ellos cayeron con una flecha en la cara o en una juntura de la armadura, pero había muy pocos elfos y la distancia que los separaba de sus enemigos era demasiado corta. No tendrían tiempo de matarlos a todos.
Los elfos habían formado en cuatro líneas. La primera de ellas disparaba con una rodilla hincada en el suelo mientras la segunda, diez pasos más atrás, lo hacía de pie. Otros diez pasos por detrás había más elfos arrodillados, pero desplazados dos cuerpos hacia la derecha para no disparar accidentalmente a sus camaradas en la espalda. Detrás de esta línea se encontraba la última, cuyos ocupantes volvían a estar de pie.
Epilorssa dio una orden y la primera línea se levantó de un salto, retrocedió apresuradamente, se colocó detrás de la última línea y comenzó de nuevo a disparar.
Entonces le tocó el turno de retroceder a la segunda línea. Luego a la tercera y luego a la cuarta. Y al fin, la primera línea volvió a colocarse detrás de sus camaradas.
Los elfos retrocedían sin dejar de disparar un momento. Casi todas las flechas encontraban su objetivo. Pero la línea de los escudos estaba ya muy cerca.
Las ballestas chasquearon. Los elfos oscuros de la primera y la segunda líneas cayeron, abatidos por los virotes metálicos. Algo alcanzó a Epilorssa en el pecho y también él cayó. El elfo no podía entender por qué sentía tanto dolor, por qué no estaba luchando y por qué le quemaba tanto la nieve en la cara.
Nieve roja.
* * *
—¡Atacad a esos bastardos mientras huyen! ¡Apuntad a sus espaldas! ¡Fuego a discreción!
Los arqueros, de nuevo tras la infantería del centro, que había logrado repeler al enemigo, descargaron una lluvia de flechas en medio de su desbandada.
* * *
—¡Metralla, fuego! —gritó Pimienta mientras se tapaba los oídos.
Los cañones rugieron, la muralla de Arcos Finos volvió a quedar envuelta en humo azulado y gris y, un momento después, el sonido de las tres armas recibió la réplica del Cráter desde la colina al despachar su generosa ofrenda de fuego.
* * *
Una unidad de Alegres Galeotes en formación de punta de flecha se segregó de repente del batallón izquierdo, que por fin había terminado con todos sus enemigos. Los hombres vestidos de negro hicieron tronar todo el Campo de las Hadas al grito de «Vigilaaaaad vuestras espaldas» y cayeron sobre el flanco derecho del destacamento del ejército del Sin Nombre que se disponía a aplastar a los elfos supervivientes.
* * *
—¡Ahí están! ¡Ahí están! ¡Oh, maldición! —gritó uno de los infantes mientras señalaba en dirección al Kizevka—. ¡Mirad cuántos son!
—¡Disparad! —ordenó el oficial y los virotes de ballesta hicieron bailar las aguas.
* * *
—¡Un dedo de inclinación! ¡Todos juntos! ¡Disparad!
¡Bam! ¡Bam! Los cañones dieron la réplica a los arqueros.
* * *
La punta de lanza de los infantes de marina penetró en el desprotegido flanco del destacamento enemigo sin encontrar resistencia y avanzó hacia su centro, sembrando terror y muerte a su paso. Y mientras los Alegres Galeotes atacaban, el batallón central, que por fin había terminado con el primer destacamento de la segunda oleada, golpeó al enemigo desde atrás. Los soldados del Cangrejo se olvidaron de los elfos y se dispusieron a defenderse.
* * *
—¡Eh, Panal! ¡Tenías razón! ¡Esos gusanos están decididos a darse un chapuzón!
—¡Seguid disparando! —gruñó el Corazón Salvaje—. ¡Pimienta! ¿Qué estás haciendo?
—¡Échame una mano! —dijo el gnomo, casi sin resuello. Llevaba una enorme bala de cañón en las manos—. ¿Cuándo van a recargar mi cañón esos chicos? ¿Hasta dónde puedes llegar con esto?
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Panal mientras le quitaba al gnomo la bala de cañón de las manos.
—Eres tan fuerte como un caballo, centurión. ¿Puedes arrojarla más allá del foso?
—Si la lanzo bien, sí.
—Adelante, pues —dijo el gnomo mientras encendía la mecha.
* * *
De no haber sido por los Galeotes, los elfos oscuros no habrían vuelto a ver Zagraba. Izmi Markauz tiró de las riendas de su caballo y gritó.
—A los caballos. ¡Detrás de los jinetes, muchachos! ¡Deprisa!
Sin perder un instante, los elfos saltaron a los caballos detrás de los guardias reales. Algunos de ellos lo hicieron sin dejar de disparar. Los ballesteros enemigos respondieron y varios guardias cayeron, pero la mayoría de ellos ya estaba llevándose a sus camaradas a galope de allí. Izmi fue el último en retirarse. Ahora tenía que dejar a los elfos en lugar seguro y volverse hacia el enemigo que había atacado el batallón de la derecha.
Los hombres en retirada no habían cruzado todavía el arroyo del Vino y el subcomandante de la Guardia Real confiaba en acabar con los que quedaban aún. Vartek galopaba a su lado, apoyado sobre la testuz de su caballo. Izmi vio un proyectil de ballesta clavado en su espalda. La armadura no lo había salvado.
—¿Sigues vivo?
El marqués asintió débilmente. Izmi Markauz agarró las bridas del caballo del herido. Tenía que llevarlo con los curanderos lo antes posible.
* * *
A pesar de los incesantes ataques en masa, Arcos Finos resistía magníficamente. Era una suerte que el rey no hubiese escatimado el oro a la hora de pagar a los gnomos. La batalla sin sus cañones habría sido mucho más dura. El flanco izquierdo había vuelto a sus posiciones y restaurado la línea de batalla. Pero se habían quedado sin reservas y el centro había quedado gravemente maltrecho en la lucha.
—¿Qué clase de sorpresa nos tendrá preparada el Sin Nombre ahora, mi príncipe? —preguntó Ceniza mientras volvía a guardar en la vaina la hermosa hoja de acero.
—¿Qué te parece eso, Corazón Salvaje?
Ceniza entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el bosque de Rega, donde unas treinta figuras enormes avanzaban por el campo con garrotes sobre los hombros.
—Lo que pensaba —dijo el comandante de los Corazones Salvajes con una risilla—. Si no hay ogros, los gigantes entran en acción.
—¡Preparaos! —ordenó el príncipe—. ¡Arqueros! ¡A las primeras filas!
Todo el que se encontraba en el Campo de las Hadas oyó el sonido. Fue como si una cuerda se partiera de repente en el aire helado. La delicada y melodiosa nota repicó sobre la tierra y pocos segundos después un fuego morado cayó catapultado sobre Nuad.
* * *
—¡C-condenación! —exclamó Pimienta con el catalejo en las manos—. ¿Es que les ha explotado la pólvora?
—Me temo que no —dijo Panal mientras sacudía la cabeza, aún incapaz de creer lo que había sucedido.
Nuad estaba completamente envuelto en llamas.
—¡Es el Sin Nombre! ¡Es el Sin Nombre! —gritó Roderick con los ojos abiertos de par en par, mirando a los guerreros con la cara pálida.
—¡No digas bobadas! —replicó Rott.
—¡Es el Sin Nombre el que los ha atacado! ¡La Orden ha fracasado! ¡Algo ha trastocado el equilibrio!
* * *
—¡Mi príncipe, la Orden abandona la colina!
—¿Qué demonios está sucediendo allí? —rugió el joven Stalkon.
* * *
—¿Puedes ver algo?
—No, primero ha temblado la tierra y luego se ha levantado una columna de humo —respondió Jig.
—¡Eso ya lo he visto yo! —refunfuñó el centurión que había a su lado.
Detrás de la lengua formada por el bosque de Rega, en el sitio donde se alzaba la fortaleza de Nuad, estaba elevándose hacia el cielo una columna de humo azul y negro.
De repente, el cielo sobre el flanco derecho, cuya situación había sido restablecida gracias a la reserva, comenzó a temblar. Todo el mundo levantó la cabeza y contempló con asombro aquella maravilla. Un minuto después el temblor se detuvo y un inmenso chorro de fuego cayó sobre el batallón y consumió al instante a varios millares de hombres.
El suelo volvió a temblar y las filas del batallón de Jig chocaron unas con otras. Se alzaron gritos de terror.
—¡Calma! ¡Todo el mundo en pie! ¡En pie, he dicho! —rugió un centurión.
Los aterrados soldados ya estaban levantándose. Todos miraban el sitio donde hasta hacía poco se encontraba el batallón de la derecha. No quedaba nada allí, salvo un enorme agujero negro. Hasta la misma tierra parecía arder.
—¿Qué ha sido eso?
—¡Salgamos de aquí!
—¡Descansen en la luz!
Jig levantó la mirada hacia el cielo, que había empezado a temblar sobre ellos.
—¡Allí arriba! —gritó mientras levantaba el brazo y señalaba en aquella dirección.
—¡Todos atrás! —gritó el hechicero, que había recobrado la compostura—. ¡Hay tiempo suficiente! ¡Atrás! ¡Centurión, dad la orden!
—¡Atrás! ¡Al compás de los tambores! ¡Paso ligero! ¡Mantened la formación, monos! ¡Vamos!
El batallón central abandonó sus posiciones a la carrera. El que había estado junto al bosque de Luza lo siguió. Los hombres corrieron lo más deprisa que pudieron, pero nadie soltó las armas ni trató de empujar a sus camaradas por la espalda. Todos sabían que el pánico era el camino más rápido hacia la tumba.
Un minuto después, dos chorros de fuego cayeron sobre las posiciones que había ocupado hasta entonces el flanco izquierdo del ejército.
* * *
—¡El flanco izquierdo se bate en retirada, alteza!
—Ya me doy cuenta… ¡Por la oscuridad!
El príncipe vio que dos bolas de fuego caían sobre las posiciones que acababan de abandonar sus fuerzas. Entonces, un estrépito enorme a su espalda lo dejó medio sordo. Al volverse, contempló el lugar que hasta un minuto antes era la cima de una colina. Se había convertido en una plataforma lisa y humeante. Sin cañones, sin Cráter y sin pabellón real.
—El rey ha muerto. —La noticia corrió como la pólvora entre las filas de los soldados.
—¡Maldición! —El joven Stalkon blasfemó entre dientes, pero enseguida se recompuso y rugió—: ¡Ceniza, detenlos! ¡Si echan a correr, todo está perdido! ¡Tenemos que retirarnos por Arcos Finos!
Hasta un idiota se habría dado cuenta de que la batalla del Campo de las Hadas estaba perdida.
—¡Haré lo que sea necesario, mi rey!
* * *
Los cornetas de Arcos Finos casi se habían quemado las mejillas tocando retirada. El ejército estaba retirándose, con premura pero sin pánico, tras la colina que precedía el camino de Avendoom. Todos habían visto lo que había hecho el ataque mágico con la cima de la colina. Todos sabían que el rey dirigía la batalla desde allí. Todos comprendían que nadie podía haber sobrevivido a algo como aquello.
Panal había visto caer dos bolas de fuego morado sobre las posiciones del flanco derecho, pero no sabía si había sobrevivido alguno de los soldados. Estaban demasiado lejos y la colina se encontraba en medio.
—¡Los hombres han formado, comandante! —informó Rott.
—Dejad los «lanzatormentas», muchachos. Si los llevamos y nos echan uno de esos rayos encima no podremos correr.
—Eso no pasará —dijo Roderick, que había superado el momento de pánico y volvía a estar sereno.
—¿Cómo lo sabes?
—Si el Sin Nombre hubiera podido vaporizarnos, lo habría hecho hace tiempo. Ni siquiera él es todopoderoso.
—Sea como sea, tenemos que ponernos en marcha. Dentro de poco reanudarán el ataque. ¡Pimienta! ¡Vámonos!
—¿Y el cañón? ¿Qué pasa con el cañón?
—¡Nos vamos! ¡No tenemos tiempo de llevárnoslo! ¡Ya te compraré otro más adelante!
—¡Oh, no! —murmuró el gnomo mientras empezaba a sacar pólvora de un barrilete—. ¡Me comprará uno! ¡Bueno, pues no pienso permitir que mi pequeña caiga en manos del enemigo! ¡Antes la vuelo!
Panal estaba preguntándose cómo lucharían en Avendoom. Habían perdido una batalla, pero no la guerra.