18
La herradura de Margend
—¿Estás seguro de que no hay orcos aquí, Egrassa? —preguntó Ciendelámparas al elfo.
—Sí —respondió Egrassa, pero no guardó el arco.
Eso me provocaba cierta inquietud, al igual que a los demás. Ya nos habíamos acostumbrado a fiarnos del instinto del elfo. Y en aquel momento Egrassa estaba tenso y concentrado, como si estuviesen a punto de atacarlo.
—¿Qué te hace estar tan seguro? —preguntó Kli-Kli.
—Oíste decir al flinillo que no había orcos cerca de Moitsig, ¿no?
—Pero ¿cuándo fue eso? De Maiding a Moitsig son cinco jornadas a caballo. A los orcos no les gustan los caballos, pero son muy capaces de recorrer esa distancia en ese tiempo. Hace mucho que vimos al flinillo y no me sorprendería que las cosas hubieran cambiado diez veces en este tiempo y estas tierras estuvieran a rebosar de Primogénitos.
—No seas agorero —dijo Hallas a la trasgo con una sonrisa amistosa. El gnomo caminaba por delante de mí.
—No lo soy. Sólo estoy un poco nervioso.
—Pues entonces deja de gimotear, o cuando se te eche un orco encima no lo oirás —le aconsejó el gnomo.
El grupo quedó en silencio. Estábamos demasiado ocupados buscando indicios de posibles peligros y la conversación murió por sí sola…
A primera hora de aquella mañana, la almadía había tocado tierra en la orilla izquierda del Iselina. De allí a las lindes de Zagraba no había más de trescientos metros. Las dríades fueron las primeras en desembarcar y luego esperaron a que estuviéramos todos en la orilla y guiaron al grupo. A primera hora de la noche había dejado de llover y algunas horas más tarde hubo una pequeña helada, de modo que el suelo y los troncos estaban cubiertos de blanca escarcha. Los escasos charcos que veíamos tenían una costra de hielo por encima.
Al cabo de pocos minutos habíamos salido de Zagraba. Frente a nosotros, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una accidentada llanura cubierta de arboledas dispersas. El grupo se encontraba en la frontera meridional de Valiostr.
Las dríades intercambiaron unas palabras en órcico con Egrassa. Luego nos saludaron en silencio con un gesto de la cabeza y, tras dirigir una breve mirada a la mochila con el Cuerno, se encaminaron hacia el bosque. Me pareció ver que los matorrales y los desnudos árboles se abrían para dejar pasar a las Hijas del Bosque.
Egrassa se enderezó la diadema de plata y nos guio fuera de Zagraba en silencio. Después de unos quinientos metros, incapaz de resistirme, miré hacia atrás. No era probable que volviese a ver la legendaria floresta.
Zagraba era un muro oscuro y silencioso que quedaba a nuestra espalda. No se parecía en nada a la tierra rebosante de follaje que había visto desde las almenas del castillo de Cuco, ni desde luego, ya no, al dorado reino del otoño. Sólo era un bosque normal y corriente, aunque gigantesco. Noviembre había devorado todos sus colores. No era de extrañar que elfos y orcos lo llamaran el mes gris.
* * *
A partir de entonces corríamos un riesgo muy real de tropezar con los Primogénitos. Las dos horas transcurridas desde nuestra salida de Zagraba habían resultado de lo más tranquilas. Nada indicaba que un ejército que contaba sus efectivos por millares hubiera pasado por allí. No había más huellas en el suelo que las nuestras. Egrassa nos llevó siguiendo el río y según sus cálculos pronto llegaríamos a Moitsig, que se levantaba en la orilla izquierda del Iselina. No podíamos esquivar la ciudad porque necesitábamos caballos (cuyo precio me imaginaba que habría subido por las nubes desde el comienzo de la guerra), así como noticias sobre lo que estaba sucediendo en las fronteras del reino.
La guerra había llegado en mal momento. Aunque lográramos resistir y los Primogénitos no nos empujaran hasta el mar Frío, las pérdidas serían enormes y era muy posible que el ejército no se recuperase del golpe a tiempo para la primavera. Nuestra única esperanza eran Artsivus y la Orden. Tal vez ellos pudieran hacer algo con el Cuerno para impedir que el Sin Nombre cayese sobre nosotros como un buitre.
Tras bajar un cerro cubierto de álamos, salimos a un camino ancho. La escarcha había helado el barro creado por la lluvia del día anterior formando un caprichoso patrón de baches y agujeros. No es que fuese fácil caminar por allí, pero al menos era mucho mejor que el lodo líquido que nos habría demorado mucho más de no haberse enfriado el tiempo. Ya había lamentado la ausencia de caballos en cuatro ocasiones, al menos. Estaba más que harto de tener que viajar a pie. Aunque gracias a Sagot, el zapatero no me había engañado y las botas no se me habían caído en pedazos en algún lugar del Laberinto.
—¿Habéis notado algo raro? —inquirió Anguila de repente.
—Tú también, ¿verdad? —respondió Egrassa—. Tampoco a mí me gusta nada.
—¿A qué os referís? —preguntó Kli-Kli, desconcertada. Por si las moscas, sacó uno de sus cuchillos arrojadizos.
—Llevamos más de una hora en el camino, pero aún no hemos visto a nadie —le explicó Anguila.
—¿Y qué tiene eso de raro? —dijo Mumr mientras se cambiaba el espadón de hombro—. ¿Quién querría ir a Zagraba? Allí es donde desemboca este camino, ¿no?
—Algunas personas sí querrían —objetó Egrassa—. Si no recuerdo mal, hay varias aldeas de pescadores a lo largo de sus lindes y a esta hora sus habitantes tendrían que estar de regreso a casa tras haber vendido el género en Moitsig.
—Puede que los peces no hayan picado el anzuelo. O que no quieran vender lo que han pescado, ¿no? —sugerí.
—¿En medio de una guerra? El precio de la comida habrá subido tanto que cualquier pescador podría sacar en un solo día lo que antes ganaba en un mes. ¡Ir a la ciudad a vender su pescado es precisamente lo que harían! —respondió Hallas con voz monocorde.
—Pues entonces no sé…
—¡Yo sí! Te lo juro por mi azadón, Harold, algo no va bien aquí. ¡Están a punto de darnos una desagradable sorpresa! ¡Te lo juro por la Furia de las Profundidades!
—Hablando de agoreros… —se burló Kli-Kli del gnomo.
—Tenemos que hacer algo, en lugar de vagar por el camino como un rebaño de ovejas. ¡Un simple arquero podría liquidarnos a todos! Egrassa, ¿por qué no me adelanto? De ese modo, si me encuentro con alguna sorpresa, tendré tiempo de avisaros.
—No —dijo el elfo tras pensarlo un momento y sacudió la cabeza—. Iremos Anguila y yo. Los demás quedaos en el camino de momento. Si sucede algo os haremos una señal. Harold, toma la lanza.
El elfo me entregó la krasta y, a continuación, el garrakano y él se adelantaron corriendo. Esperamos a que los dos guerreros desaparecieran tras la cima de la siguiente colina antes de continuar. Durante media hora no sucedió nada y entonces oímos un silbido.
Durante un instante, sentí que el miedo me atenazaba las entrañas, pero Ciendelámparas me tranquilizó:
—Es Anguila. Sigamos adelante. Hay algo interesante allí arriba.
—¿E interesante no significa peligroso?
—Si fuese algo peligroso, habría silbado de un modo completamente distinto. Pero por si acaso manteneos detrás de mí.
—Prometo no asomar la nariz. Y sujetaré a Kli-Kli para que no se te meta por medio. —Todo el mundo sabe que soy un dechado de virtudes y la más importante de ellas es mi sentido común.
Subimos a buen paso por el camino que ascendía por la ladera. Anguila apareció en la cima y nos llamó con el brazo. Al llegar allí vimos lo que había llamado la atención de nuestros exploradores: la ciudad de Moitsig estaba delante de nosotros.
—¿Y quién era el que pretendía convencerme de que los Primogénitos no habían llegado hasta aquí? —rezongó Hallas.
Su pregunta quedó sin respuesta. Desde lo alto de la colina disfrutábamos de unas vistas soberbias del río, de un enorme e irregular espacio salpicado de pequeñas arboledas y de la ciudad, apenas a un cuarto de legua de nuestra posición. A la derecha, entre el espacio abierto, la ciudad y el río se levantaban las poderosas y grisáceas murallas de una pequeña fortaleza. Yo sabía que había otras dos al otro lado de Moitsig. La razón de su construcción era situar la ciudad en medio de un triángulo formado por tres ciudadelas. Un dispositivo defensivo formidable: para poder atacar las murallas de la ciudad, antes tenías que rendir aquellos bastiones, al menos si no querías arriesgarte a que te atacaran por los flancos o la retaguardia los soldados de sus guarniciones mientras estabas ocupado tratando de derribar las puertas de la ciudad.
Pero rendir aquellas plazas tampoco era moco de pavo. Mientras te centrabas en una de ellas, podía llegar ayuda de cualquiera de las otras y, desde luego, los soldados de la ciudad no dejarían pasar la oportunidad de darte una lección si se les presentaba. Así que Moitsig era lo que se dice un hueso duro de roer. Tomarla al asalto era tarea casi imposible, salvo que lanzases ataques simultáneos contra los tres castillos y la ciudad, lo que requería un ejército enorme. Si los orcos hubieran atacado Moitsig con todas sus fuerzas en lugar de dividirse en tres ejércitos separados, habrían tenido una oportunidad, pero de aquel modo… de aquel modo estaban condenados al fracaso, tal como evidenciaba la situación en el campo de batalla.
Estaba absolutamente sembrado de cadáveres. Nos encontrábamos demasiado lejos de allí como para distinguir los detalles, pero hasta un castor ciego se habría dado cuenta de que los orcos habían tratado de tomar al asalto el castillo más cercano y en ese momento sus flancos habían sido atacados por fuerzas procedentes de Moitsig y de los otros dos bastiones. La ciudadela que habían tratado de tomar había resistido, pero parte de sus muros y tres de sus seis torres habían sido destruidas. No me hubiera sorprendido que fuese obra del chamanismo de los orcos. Pero ni siquiera la magia había salvado a los Primogénitos, que habían sucumbido ante los ejércitos de los hombres. No cabía ninguna duda sobre la identidad del vencedor de la batalla.
—¿Cuántos hay? —pregunté sin pensar.
—A ojo de buen cubero, unos tres mil —dijo Hallas entornando su único ojo—. Los han vapuleado a base de bien. Lástima que no hayamos llegado a tiempo de participar.
Personalmente, yo no lamentaba en modo alguno haber llegado tarde a la masacre. Sólo la oscuridad puede entender a esos gnomos, siempre tan ansiosos por hacer trizas las armaduras ajenas con sus azadones.
—No creo que lleguen a los tres mil —objetó Ciendelámparas.
—¿Para qué perder el tiempo con suposiciones? ¡Bajemos a echar un vistazo! ¡O mejor aún, vamos a preguntárselo a alguien!
—¡Tranquilo, Hallas! Será mejor que no andemos metiendo las narices donde no nos llaman. Los nuestros podrían tomarnos por desertores y en ese caso se acabó. Tal como están las cosas, yo creo que lo mejor sería evitar la ciudad. ¿Para qué ir a meter la cabeza en la soga?
—No tenemos más remedio que bajar, Mumr. Tardaríamos demasiado en llegar a la próxima ciudad sin caballos.
—¿Y para qué necesitamos una ciudad, Egrassa? Podemos ir a cualquier aldea a comprarlos.
—¡Ajá! —dijo Kli-Kli, irradiando escepticismo—. Claro, seguro que nos venden sus caballos. Y también sus sillas y sus arreos. ¡No estaría de más que alguna vez trataras de usar la cabeza! ¡No encontrarás ni un penco medio muerto en ninguna de las aldeas de la zona! El ejército ya habrá requisado todos los caballos y aunque no sea así, los campesinos no te venderán sus caballos de tiro.
—Pues entonces Harold tendrá que robárselos —replicó Mumr con frialdad.
—¡Que no soy un cuatrero! —exclamé, antes de añadir apresuradamente—. Además, podrían tomarnos por saqueadores y colgarnos del árbol más cercano.
—Tenemos que bajar —dijo el elfo—. En este momento, la información es mucho más importante que los caballos. Debemos averiguar lo que saben antes de partir hacia Avendoom. Los Primogénitos podrían tener toda la zona rodeada y ese destacamento podría no ser más que la vanguardia de su contingente principal.
Dicho esto, comenzó a bajar la colina. Los demás fuimos tras él. Kli-Kli me agarró de la manga para estar más segura, pero esta vez no traté de zafarme de sus tenaces dedos.
—¿Qué esperaban conseguir? —me pregunté en voz alta—. Es casi imposible tomar una ciudad fortificada como ésa con tres mil soldados.
—¿Imposible por qué? —dijo Anguila, que había oído mi comentario—. De hecho, es bastante posible. Si no he olvidado mis clases de historia militar y la historia de la Guerra de la Primavera, dos mil Primogénitos tomaron Maiding sin despeinarse tras sorprender a un ejército humano tres veces más numeroso y luego la defendieron hasta la llegada de su ejército principal. Supongo que pensaban que podían repetir la heroica gesta de sus antepasados.
—Pero han mordido más de lo que podían tragar —concluyó Hallas sin ninguna piedad—. ¿En qué estarían pensando? ¡Mira que asaltar semejante fortaleza! Hasta un enano se habría dado cuenta de que la ciudad sabía que los orcos habían cruzado la orilla oriental del Iselina y había tenido tiempo de sobra para prepararse. ¡Esos Primogénitos son unos auténticos tarugos! ¡Sólo los doralissios podrían ser más estúpidos!
—Esos Primogénitos no eran estúpidos —respondió el elfo—. Eran jóvenes y los jóvenes suelen pecar de exceso de confianza.
—No entiendo.
—Egrassa tiene mejor vista que tú —le explicó Kli-Kli al gnomo—. Espera a que lleguemos al campo de batalla y entonces lo entenderás.
—¿No sería mejor que rodeáramos el campo?
—¿Qué sucede, Harold? —preguntó Ciendelámparas con el ceño fruncido—. ¿Desde cuándo te dan miedo los cadáveres?
«¡Desde que me di un paseíto por Hrad Spein!», pensé, pero fui prudente y me guardé la réplica para mí. Simplemente, no entendía por qué teníamos que caminar entre los cadáveres cuando encontraríamos un camino perfectamente despejado sólo con desviarnos un poco hacia la izquierda.
Egrassa parecía pensar lo mismo que yo, porque en ese momento se desvió y, cuando llegamos al campo de batalla, la mayor parte de los caídos había quedado a nuestra derecha. No obstante, lo que vimos fue más que suficiente.
El elfo tenía razón. Por lo que podía ver, aquellos orcos eran jóvenes. Muy jóvenes. Meros muchachos, de hecho. Y habían caído tratando de repetir la gran hazaña de sus antepasados.
—Niños… —susurró Kli-Kli—. Es extraño, Harold. Son nuestros enemigos, nuestros enemigos jurados. Odian todo lo que es distinto, pero lo siento por ellos.
—Tienes razón, bufón. Los niños no deberían luchar si hay guerreros de verdad para tomar las armas. ¿Por qué lo harían? ¿Por qué lanzar este estúpido ataque? Sabían que no tenían ninguna posibilidad de alcanzar la victoria —dijo Anguila tratando de no mirar las caras de los muertos.
—Puede que estuvieran rodeados y se viesen obligados a combatir, ¿no? —sugerí.
—Todos los indicios apuntan a una historia distinta. Nadie los había rodeado y, además, Zagraba no está lejos. Podrían haberse abierto paso hasta allí.
—Pues entonces me pregunto por qué se ha librado esta batalla.
—Matanza, Harold, no batalla. —Me corrigió Egrassa—. Esto no es un campo de batalla sino el escenario de una matanza. Esos estúpidos cachorros no tenían la menor oportunidad. ¿Lo notas, Kli-Kli?
—Sí.
—¿De qué estáis hablando, en el nombre de la oscuridad?
—De magia, Hallas. Aquí se ha utilizado la magia.
—No estoy ciego, trasgo. ¡Gracias a los dioses, aún conservo un ojo! ¡Mira el estado en que ha quedado ese castillo!
—Fueron los humanos.
—¿Cómo? —preguntamos al unísono Ciendelámparas y yo.
—No hay ni rastro de chamanismo. Solo hechicería. Lo que significa que es obra de los hombres o de los elfos de la luz. Y lo último, como podéis comprender, es muy poco probable.
—Y entonces, ¿por qué destruyeron su propio castillo, sabelotodo?
—Eso fueron los efectos secundarios, Hallas, el precio por usar la hechicería. Han usado uno de los hechizos más poderosos de la Orden. Supongo que alguna abominación cayó sobre los orcos y los dejó inmovilizados durante un tiempo. Pero el hechizo era tan poderoso que no pudieron controlarlo del todo y parte de su energía se descargó sobre el castillo. Sólo que los orcos recibieron la mayor parte del golpe. ¿Veis el abombamiento del suelo y el estado en el que han quedado los cuerpos?
—Yo creía que los había pisoteado la caballería —siseó Anguila.
—No se ven huellas de cascos por ninguna parte.
—Ya me doy cuenta, Kli-Kli. Pero hay gran cantidad de huellas de botas metálicas.
—Ajá, los defensores acabaron con todos aquellos a los que no había matado el hechizo. Sea como fuere, los Primogénitos no pudieron resistir y fueron enviados a la oscuridad. No se puede decir que los humanos hayan luchado con mucha limpieza.
—Si queréis saber mi opinión, eso es precisamente lo que se merecen los orcos —dijo Mumr mientras escupía a sus pies—. Deberían quedarse en Zagraba y dejar en paz nuestro reino de una vez. Y la guerra… en fin, la guerra es la guerra, Kli-Kli, y en la guerra todo vale. En un duelo puedes demostrar tu nobleza dejando que tu adversario recoja del suelo la espada que se le ha caído. Aquí, si pierdes la espada, pierdes la cabeza. No importa la razón por la que has ido a la guerra, la edad que tienes o lo noble que eres. O te apoderas de la victoria o te pudres en el campo de batalla. En la guerra no hay otra alternativa.
—Pues aun así no es justo —arguyó Kli-Kli, tenaz—. Ni siquiera tenían un chamán consigo. Las armas se deberían combatir con armas, no con magia.
—Gracias a Sagra que no tenían chamanes —replicó Ciendelámparas con furia—. De no ser así, habrían caído tres veces más de los nuestros. La guerra es así, Kli-Kli. Puede que algún día lo entiendas…
—Ya lo entiendo —dijo la trasgo de mala gana.
Mientras hablábamos, llegamos de nuevo al camino que llevaba a Moitsig y nos alejamos del castillo en ruinas —en el que, era evidente, no quedaba un alma— y del campo de la muerte. La ciudad estaba cada vez más cerca.
—¿Cuándo fue la batalla? —pregunté para romper el pesado silencio.
—A juzgar por el hecho de que todavía no han quemado los cadáveres y de que los cuervos aún pueden volar… ayer por la tarde, como máximo —respondió Anguila.
—¡Vaya, las puertas de Moitsig están abiertas de par en par! —exclamó Kli-Kli con sorpresa—. O sus habitantes ya no tienen miedo o ha sucedido algo.
—¡No ha sucedido nada! —dijo Anguila entornando la mirada—. ¡Mirad cuánta gente hay en las murallas!
Bueno, si los puntitos que corrían por las murallas eran personas… Aún estábamos demasiado lejos de la ciudad como para saberlo con seguridad.
—¡Creo que nos han visto! —dijo Egrassa mientras observaba cómo un destacamento de caballería salía a todo galope por las puertas.
—No me sorprende —dijo Ciendelámparas encogiéndose de hombros—. Estamos a campo abierto, cualquiera puede vernos. Atrás, Egrassa. Nunca se sabe…
No se molestó en terminar la frase, pues su sentido estaba suficientemente claro. Los jinetes que se nos acercaban a toda prisa podían estar un poco nerviosos y con ganas de gresca. Y a un galope vivo como aquél era fácil confundir a un elfo con un orco.
Los ojos de Egrassa centellearon en respuesta a las palabras de Mumr, pero, a Sagot gracias, no se llevó la mano al s’kash. No creo que Ciendelámparas se diese cuenta de que lo había insultado gravemente.
—¡No estoy acostumbrado a esconderme detrás de la espalda de nadie!
—¡No te enfades, Egrassa! —se apresuró a intervenir Anguila—. Lo que dice nuestro amigo, el maestro del espadón, tiene sentido. Siempre es mejor disponer a los arqueros en segunda línea.
—¿Tenéis la intención de luchar? —preguntó el elfo enarcando la ceja derecha en gesto burlón.
—No.
—Pues entonces qué más da —dijo Egrassa para poner punto final a la conversación.
Empezaba a sentirme un poco nervioso.
—¡Hallas! —exclamé—. ¡No eches mano al azadón!
Los jinetes se aproximaban. Cuatro de ellos se desviaron hacia la izquierda y comenzaron a rodear a nuestro pequeño grupo. Los cuatro llevaban arcos. El grupo principal se nos acercó a uña de caballo, sin hacer el menor esfuerzo por contener a sus monturas. Aquello me gustaba cada vez menos. Por desgracia, la krasta estaba en manos de Egrassa y no se puede luchar contra un hombre a caballo con una daga, sobre todo cuando está armado con una lanza. Uno de los jinetes picó espuelas y se adelantó dos cabezas con respecto a los demás. ¿Qué pretendía aquel mozalbete? ¿Y por qué había aprestado la lanza?
El suelo comenzó a temblar bajo nuestros pies.
—¡Quieto, Harold! —siseó Kli-Kli mientras se agarraba con fuerza a mi ropa—. ¡Si echamos a correr, nos ensartará con la lanza! No te muevas… No te muevas…
El caballo —una enorme bestia negra que podría perfectamente haber salido de la oscuridad— se nos acercaba volando. En el último momento, justo cuando parecía que su enorme corpachón iba a aplastarnos, el jinete tiró de las riendas. La montura se levantó sobre las patas traseras y estuvo a punto de partirle la cabeza a Anguila con un golpe de los cascos delanteros. El garrakano se hizo a un lado sin apartar la mirada del jinete, pero éste sólo tenía ojos para uno de nosotros: Egrassa. En cuanto los cascos delanteros del caballo tocaron el suelo, el desconocido guerrero atacó con todas sus fuerzas buscando el pecho de Egrassa con la lanza. Habría partido al elfo en dos de no ser por Ciendelámparas. De un modo casi milagroso, el pequeño Corazón Salvaje logró interponerse entre el jinete y el elfo oscuro. El espadón segó el aire con un siseo y chocó con la lanza, que se desvió hacia un lado. A continuación, nuestro amigo se preparó para asestar un nuevo golpe, que habría alcanzado al jinete en su costado desprotegido, pero en ese momento llegaron los demás jinetes.
El primero golpeó con la lanza el escudo del hombre que nos había atacado. El guerrero, que no se esperaba nada parecido, cayó de la silla. Por un breve instante vislumbré un rostro pálido con expresión de absoluto asombro mientras el mozalbete caía al suelo, justo a los pies de Ciendelámparas.
—¿Es que se te ha secado del todo el cerebro, Borrik? —preguntó con voz furiosa uno de los guerreros—. ¿O acaso estás ciego?
El guerrero caído levantó una mirada de ojos enfebrecidos y tragó saliva frenéticamente. Saltaba a la vista que la caída desde la silla había sido dura.
—Disculpad a mi soldado, tresh elfo —dijo a Egrassa el mismo jinete.
—¿Elfo? —preguntó al fin con voz jadeante el llamado Borrik—. Pensé que era uno de los orcos.
—¡Pensaste! ¡Te voy a mandar a las murallas a contar cuervos! ¡No vas a volver a subirte a la silla en un año! Permitid que me disculpe de nuevo y con toda humildad por este malentendido, tresh…
—Egrassa. Egrassa de la casa de la Luna Negra —respondió el elfo oscuro mientras fulminaba con la mirada a un Borrik que se levantaba en aquel momento.
De no haber sido tan numerosos los jinetes, el guerrero ya habría probado el s’kash del elfo. Pero al parecer, Egrassa había decidido que de momento era mejor no tensar aún más las relaciones y posponer su venganza para un momento mejor.
—Soy Neol Iragen, teniente de la guardia de Moitsig —dijo el jinete.
Neol Iragen tenía más de cuarenta años. Ojos de gato, unas cejas tupidas que se unían sobre el puente de la nariz y los rasgos lánguidos de un pequeño noble que no casaban en absoluto con el penetrante y azul refulgir de aquellos ojos y su postura confiada sobre la silla.
—¿Estas, eh… personas van con vos, tresh Egrassa? —El teniente titubeó un momento al pronunciar la palabra «personas», de tan dudosa pertinencia en el caso de un trasgo y un gnomo.
—Sí, son mis guerreros.
Ignoro lo que pensó Neol Iragen, pero Kli-Kli y yo, al menos, atrajimos un par de miradas de suspicacia. Era inevitable, ni ella ni yo teníamos aspecto de guerreros.
—¿Qué trae a un elfo a nuestra ciudad cuando el Bosque Negro está ardiendo? —preguntó el lugarteniente tratando de impedir que la pregunta pareciera poco diplomática.
—Órdenes del rey —dijo Egrassa al tiempo que sacaba el decreto de Stalkon, el mismo que habíamos mostrado a los dos hechiceros en Vishki. Se lo entregó a los jinetes.
El guerrero cogió el documento y estudió con cuidado el sello real. Debo decir que, aunque el señor Neol quedó muy sorprendido, aquello no tuvo más reflejo en su cara que un leve temblor de las cejas.
—Al comenzar la guerra, nos ordenaron que tuviéramos los ojos abiertos ante viajeros extraños e inesperados —comenzó con cautela el teniente mientras devolvía el documento al elfo—. Ahora mismo hay gente de todas clases por los caminos. Incluidos desertores y espías. Vuestra aparición resulta de lo más extraña, y esos documentos… Supongo, tresh Egrassa, que comprenderéis que no podemos dejaros marchar sin más, ¿verdad?
—¿Qué sugerís?
—Debemos comprobarlo todo y lo mejor sería que os lleváramos a la ciudad, a ver al comandante de la guarnición.
—No tenemos nada en contra —dijo Egrassa encogiéndose de hombros con gesto de despreocupación.
—¡Maravilloso! —dijo Neol Iragen con un suspiro de alivio al comprender que el elfo no iba a poner problemas—. ¡Borrik, dale al tresh Egrassa tu caballo!
A esas alturas el joven soldado ya se había recuperado, así que llevó su gran caballo negro a Egrassa sin rechistar. Otros cinco jinetes desmontaron y nos ofrecieron sus caballos. A Kli-Kli no. La trasgo se disponía a ofenderse y organizar una escena cuando le dije que montara delante de mí, solución que pareció satisfacerla.
Echamos a andar hacia Moitsig en el centro del destacamento de caballería, que nos había rodeado, se diría que por casualidad, por si acaso los extraños viajeros decidían que en realidad no querían visitar la ciudad y trataban de huir a galope.
—¿Qué sucede con el ejército? ¿Maiding resiste aún? —preguntó Anguila después de un largo silencio.
Uno de los guerreros abrió la boca para responder, pero al ver la mirada de advertencia que le lanzaba Neol Iragen se tragó las palabras que tenía en la punta de la lengua.
—Ten un poco de paciencia, soldado —dijo el teniente—. El comandante os lo contará todo.
Anguila asintió y no hizo más preguntas. Yo no entendía la razón de tanto secretismo. ¿Acaso no se fiaban del decreto real? Pensar que éramos unos desertores era una estupidez, como mínimo. Y no encajábamos en el papel de espías. Los orcos nunca utilizarían humanos como espías. ¿O sí? Al acordarme del Primer Ejército Humano de Asalto, que había combatido del lado de los orcos durante la Guerra de la Primavera, me di cuenta de que los recelos de los ciudadanos de Moitsig no eran tan disparatados.
—¡Ciendelámparas! —llamó de pronto Egrassa al Corazón Salvaje.
—¿Sí?
—Gracias.
* * *
Mumr no esperaba ninguna expresión de gratitud por parte del elfo. Entornó los ojos en un gesto de satisfacción y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
Moitsig era un hervidero de actividad. Era una ciudad dos veces más pequeña que Ranneng y no habría soportado una comparación con Avendoom, pero eso no impedía que los habitantes de la sureña urbe se sintieran aquel día como las personas más afortunadas del universo.
La atmósfera festiva que llenaba las plazas y las calles habría sido la envidia de cualquier ciudad del mundo. Flotaba en el aire la sensación de que era un día de fiesta. Se percibía en las conversaciones de los transeúntes y de los guardias de las puertas y resonaba en las canciones de quienes festejaban lo sucedido en posadas y tabernas. Era como si no hubiese guerra. Aquel día, los habitantes de la ciudad habían salido victoriosos. Sin la ayuda de nadie, habían logrado aplastar un ejército de tres mil orcos (o puede que más). ¿Qué importaba cómo le hubiesen arrancado la victoria a las fauces de la fortuna? Nunca se juzga a los vencedores, ¿no es eso lo que dicen? Aquel día la gente estaba en éxtasis, decidida a probar todo cuanto la vida tenía que ofrecer, porque al día siguiente volverían los tiempos de desolación y se reanudaría la guerra.
No estuvimos mucho tiempo en las calles abarrotadas de gente. Neol Iragen llevó al grupo hasta los barracones municipales. Allí había tantos soldados como civiles en las calles. Parecían estar preparándose para una marcha. Corrían de un lado a otro. Los capitanes y los sargentos impartían órdenes a gritos mientras algunos hombres hacían el equipaje y otros ensillaban los caballos.
¿Estaban preparándose nuestros chicos para darle su merecido a alguien? Pues era el momento perfecto.
Nos llevaron a los barracones y nos dejaron en compañía de algunos soldados. Egrassa y Anguila se fueron con el teniente de la guardia a ver al comandante mientras nosotros nos sentábamos a la mesa para esperar. Gracias a los dioses, no tenían la intención de matarnos de hambre. Kli-Kli no comió nada y en el mismo instante en que la perdí de vista, desapareció. Supongo que se marchó detrás del elfo o decidió irse a husmear por ahí.
—Esto no me gusta —dijo Hallas mientras masticaba y, al mismo tiempo, sacaba un trozo de carne especialmente apetitoso de la cazuela—. Las celebraciones están muy bien. Hay que celebrar las victorias, sí, pero comportarse como idiotas nunca es bueno. ¿Qué sentido puede tener, os pregunto, dejar las puertas de la ciudad abiertas de par en par? Los orcos siempre han sido famosos por la rapidez de sus ataques. Cuando aparezcan cundirá el pánico. ¡No olvides mis palabras, Harold! Incluso puede que los guardias no tengan tiempo de cerrar las puertas y en ese caso, ¿qué haremos? Es mucho peor luchar en las calles que desde lo alto de una muralla.
—No seas tan quisquilloso. Todo irá bien —dijo Ciendelámparas con filosofía, antes de soltar un prolongado y potente eructo—. El tal Neol no parece un idiota. Si las puertas están abiertas, es que no hay nada que temer. Estoy seguro de que la zona circundante está tan llena de exploradores como un perro sarnoso de moscas. Detectarán a cualquier orco en una legua a la redonda.
—¿Por qué no lo entiendes, Mumr? —exclamó el gnomo con indignación—. ¡Tiene que haber orden en todo! ¡Que las puertas estén abiertas es una negligencia imperdonable! Los gnomos nunca cometeríamos una estupidez semejante.
—Si Deler, que descanse en la luz, estuviera aquí, no tardaría en darte una respuesta —replicó Ciendelámparas.
Al instante, Hallas perdió todo interés en la conversación, comenzó a remover la sopa con la cuchara y al fin apartó la cazuela.
—Ya llevan fuera mucho rato. Confío en que el comandante no sea un tiranuelo que pretenda retenernos aquí más tiempo del necesario.
—¿Quién va a retenernos aquí? Tenemos un salvoconducto del rey —preguntó Mumr con asombro, como un niño pequeño.
—¿Que quién va a retenernos aquí? —repitió el gnomo burlándose de su camarada—. ¡Pues anda que nos sirvió de mucho ese salvoconducto en Vishki! Esos hechiceros ni siquiera lo miraron dos veces. Si les hubieran entrado ganas, se habrían limpiado las posaderas con él. De no haber sido por aquel monstruo con forma de mano, sólo la oscuridad sabe lo que habría sido de nosotros. ¿Quién nos garantiza que esta vez las cosas irán bien? ¿No dices nada? ¡Exacto! Nadie nos ofrece la menor garantía. ¿Y tú qué dices, Harold? ¿Qué piensas?
—No mucho, la verdad.
—¿No mucho? —exclamó Hallas—. ¿Es que no tienes opinión sobre el asunto?
—Hallas, deja de decir tonterías —dije tratando de calmar al gnomo—. ¿Qué sucede, que no te fías de Egrassa y Anguila?
Al oír esto, el gnomo me lanzó una mirada de hostilidad con su único ojo y agarró con más fuerza la cuchara, como si estuviera preparándose para usarla contra mí.
—Mira —dije con frialdad para poner fin a la conversación—. No hay de qué preocuparse. Egrassa y Anguila harán lo que sea necesario para convencer al comandante.
Hallas me fulminó con la mirada desde debajo del vendaje y volvió a acercarse la cacerola.
—Da igual, aquí son todos unos negligentes. Nos han dejado sin vigilancia.
—¿Y adonde pensabas escapar, si no te importa decírmelo? —preguntó Mumr mientras chupaba la cuchara—. Hay hombres por todas partes, no podrías salir de aquí sin que te vieran.
—¡Oye! —dijo uno de los soldados al pasar junto a nuestra mesa—. ¡Yo os conozco!
Los tres lo miramos con la boca abierta. No era más que un soldado normal y corriente, como cualquier otro. Habría jurado que nunca le había visto la cara. Pero el blasón que llevaba cosido al chaquetón me resultaba familiar: una nube negra sobre un campo verde, la divisa de mi viejo amigo, el barón Oro Gabsbarg. Conque aquel muchacho era uno de sus soldados. Pero ¿qué vientos podían haberlo llevado tan lejos de su casa?
—Pero nosotros no te conocemos a ti —murmuró Afortunado con no demasiada amabilidad—. Nunca nos hemos visto.
—¡Os equivocáis, honorable señor! El pasado verano, en el castillo del Topo. ¿Os acordáis ahora?
—No.
—Yo formaba parte del séquito del señor Gabsbarg. ¡Agh! ¡Oye, tú eres el que clavó a Mailo Trug en el suelo! —dijo el soldado refiriéndose a Ciendelámparas.
—Bueno, sí —admitió Mumr de mala gana.
—¡Eh! ¡Compañeros! —gritó el soldado lo bastante fuerte como para atraer la atención del barracón entero. Todos nos miraron—. Este es el maestro de la espada de dos manos del que os he hablado. ¡El que barrió el suelo con Trug en el castillo del Alma Bondadosa!
¡Y entonces sucedió! Al parecer, todos los soldados del reino habían oído hablar de la hazaña de Ciendelámparas. Una gran multitud se reunió alrededor de nuestra mesa, cuyos miembros competían por el privilegio de darle unas palmaditas en la espalda a Mumr. Y los que no conseguían alcanzarlo hacían lo propio con Hallas o conmigo, como si el gnomo o yo también hubiéramos luchado con espadas de dos manos en el patio del castillo de Algert Daily en el memorable duelo de la Ordalía de Sagra. Hallas comenzó a animarse un poco y, al sentirse el centro de atención, esbozó una sonrisa.
El soldado que llevaba el blasón de Gabsbarg parecía a punto de reventar de orgullo al relatar la historia del duelo por enésima vez. Los hombres lo escuchaban extasiados. Un canoso veterano se abrió paso entre la multitud que rodeaba nuestra mesa. Llevaba sobre el hombro una enorme espada de dos manos, en cuya empuñadura podía verse con toda claridad una hoja de roble dorada. Un maestro de la espada larga. El guerrero se inclinó en gesto de respeto. Mumr respondió a su vez con una reverencia.
El soldado solicitó respetuosamente a maese Ciendelámparas que, cuando tuviera tiempo, por supuesto, le diese algunas lecciones. Mumr accedió. Hallas refunfuñó entre dientes y dejó caer que no estaría de más echarse alguna cerveza al gaznate. Uno de los soldados más jóvenes salió corriendo de los barracones y, menos de cinco minutos después, teníamos varias jarras llenas hasta arriba de cerveza, delante de las narices.
¡Ah, por la oscuridad! De tanto vagar por Zagraba se me había olvidado el sabor de la cerveza. Así que me limité a disfrutar de ella, dejando que Hallas, rodeado por una audiencia entregada, se dedicara a relatar sus exageradas historias. Henchido de orgullo, el gnomo contó al mundo entero cómo me había sacado, él solo y sin ayuda de nadie, del Laberinto y cómo había abatido, con aquel mismo azadón que tenía a su lado, a noventa y ocho orcos y un h’san’kor en el Bosque Dorado. El número de orcos era una invención, claro está, pero aun así le creyeron. ¿Cómo no iban a hacerlo cuando podía mostrarles como prueba un cuerno absolutamente genuino del monstruo del bosque?
Al llegar al final de su épico relato, todos los soldados de los barracones habrían caminado sobre el fuego por el gnomo. Estaba seguro de que en menos de tres días, el ejército entero conocería los cuentos de hadas de Hallas. Gracias a los dioses, no se le ocurrió la idea de redondear la historia con un dragón y una princesa.
Comencé a notar una serie de miradas intrigadas dirigidas hacia mí. Supongo que alguno de los presentes asumía que, puesto que había viajado en compañía de héroes tan audaces y tan respetables como Hallas y Deler, también debía de ser un guerrero legendario que, como mínimo, le habría retorcido el pescuezo al Sin Nombre con las manos desnudas. Si aquellos muchachos se hubiesen enterado de que acababa de cruzar Hrad Spein y llevaba el Cuerno del Arco iris en la mochila, a buen seguro habrían pensado que teníamos que ser tres guerreros salidos de la Edad Gris.
El gnomo estaba dando cuenta de su tercera jarra de cerveza y no había parado de parlotear un solo instante. Aproveché la ocasión para llamar la atención del soldado de Gabsbarg.
—¿Y cómo es que estás aquí? —le pregunté.
—¡Ahora soy ayuda de campo de mi señor, además de su enviado personal! —respondió orgullosamente el muchacho—. Me han mandado a pedir ayuda.
—¿Ayuda? ¿Es que le ha sucedido algo al barón?
—¿Barón? —respondió el soldado con una carcajada—. ¡Qué decís, amigo mío!
Pero en ese preciso momento, la mala fortuna quiso que reapareciese Kli-Kli.
—¡Daos prisa, Egrassa quiere vernos!
Todos nos desearon suerte y volvieron a empezar con las palmaditas en la espalda. Cuando por fin logré salir con la trasgo de entre la multitud, tenía los hombros doloridos.
—¿Adonde nos llevas? —pregunté a Kli-Kli.
—A un sitio más tranquilo. Donde podamos hablar como es debido —respondió ella.
—¿Quieres decir que Egrassa no nos ha llamado? —preguntó el gnomo con el ceño fruncido.
—¡Naturalmente que no!
—¿Y de qué quieres que hablemos?
—De montones de cosas. He averiguado una o dos que seguro que os interesan. Anguila ya nos está esperando.
—¿Y qué pasa con Egrassa?
—Lo han invitado a cenar con el comandante.
—¿Lo que significa que ha sido todo un engaño?
—¡Siempre he dicho que nuestro Bailarín es un absoluto genio! —rio Kli-Kli mientras nos llevaba al patio.
—¿Y esto es lo que tú entiendes por un sitio más privado?
—Al menos aquí nadie se fijará en nosotros. ¿Vas a seguir con las preguntas?
—¿Qué es ese saco que arrastras? ¿Estás seguro de que no te vas a hacer daño?
—Preocúpate por ti mismo —replicó con un resoplido—. Bueno, aquí estamos.
La trasgo nos condujo hasta un edificio, abrió la puerta de una patada con toda tranquilidad y entró en una espaciosa sala. Anguila, entronizado en una silla, mordisqueaba un muslo de pollo. Y he de decir que había allí cantidades ingentes de comida.
—¡No parece que os vaya mal! ¿Quién ha pagado todo esto? —dijo Hallas, la pregunta que todo gnomo lleva siempre en el corazón.
—Nadie. El señor comandante ha tenido la deferencia de ofrecernos comida de su propia mesa y darnos una habitación mientras Egrassa cenaba en compañía de su excelencia. Vamos, uníos al banquete.
—Bueno, lo cierto es que ya hemos cenado en los barracones —respondió el gnomo en un intento poco convincente de declinar la oferta.
—Muy bien, como quieras. A más tocamos.
Al oír esto, Hallas se frotó las manos y se acercó a la mesa.
—De acuerdo, comed hasta hartaros mientras yo os cuento lo que ha sucedido en Valiostr en el tiempo que hemos pasado de excursión por Zagraba. Anguila ya lo sabe todo. Come, Hallas, come. Es mejor de lo que pensábamos.
—¿Cuánto mejor? —pregunté a Kli-Kli con cautela.
—Mucho. Los orcos están recibiendo una paliza en todos los frentes —nos informó la trasgo con expresión satisfecha.
—¿Có-ó-ómo? —exclamó Hallas mientras la miraba boquiabierto con su único ojo.
—Así es, mi dilecto amigo gnomo. Al parecer, las cosas no marchan tan mal. De algún modo, nos enteramos de la invasión dos días antes de que comenzara. La mayoría de las guarniciones fronterizas tuvieron tiempo de prepararse y replegarse.
—«¿Replegarse?». —No terminaba de entender la relación entre las palabras «prepararse» y «replegarse».
—Oh, sí. Las fuerzas del Reino Fronterizo no iban a retirarse a ningún sitio, pero nuestros hombres lo hicieron y el glorioso ejército de Valiostr acudió a su encuentro. Los Cazadores Desalmados, los Sabuesos de la Fortuna, los Inflexibles, los Truhanes, los Payasos de Gimo, los Chalados del Destino y muchos, muchos más. Hacia Alto Nutrias. Un nombre familiar, ¿verdad? Allí presentaron batalla y dieron tal tunda a los Primogénitos que éstos tardaron dos días en recuperarse. Y para entonces nuestro ejército se había esfumado en el aire. Volvimos a retroceder, esta vez más allá del Iselina. Los orcos perdieron la cabeza. Volvieron a avanzar y se llevaron otra paliza como recompensa por su imprudencia. Para entonces el ejército del norte también había llegado. Se libró una gran batalla cerca de Ranneng, donde el ejército de los orcos resultó dividido en tres partes. La primera, la más grande, fue empujada hacia el Reino Fronterizo, pero aún no sabemos lo que ha sucedido allí. Los restos de la segunda parte lograron regresar arrastrándose a su amado Bosque Dorado, y la tercera fue rodeada y obligada a rendirse en el condado de Margend, que está a tiro de piedra de aquí. ¡No os imagináis lo feliz que soy! ¡El ejército principal de los orcos ha sido completamente pulverizado!
—Humm, sí —dije, incapaz de dar crédito a mis oídos—. ¿Todo eso está confirmado?
—¡Pues claro, atontado! ¡El comandante en persona se lo ha contado a Egrassa! En cuanto vio el salvoconducto con el sello real se volvió manso como un corderito. Si no me crees, pregúntaselo a Anguila.
Esta vez, el valeroso ejército de Valiostr se había ganado el apelativo de valeroso y la pesadilla de la Guerra de la Primavera no se había repetido. Habíamos detenido y obligado a retroceder al enemigo. ¡Ja! Eso era lo que se podía hacer con unas noticias recibidas a tiempo y con el ejército de cuarenta mil hombres que había reunido el rey para prepararle un comité de bienvenida al Sin Nombre.
—¿Y cómo están las cosas con el segundo y el tercer ejército de los orcos?
—Parece que las Tierras Fronterizas están aguantando y lo harán hasta que lleguen nuestras fuerzas. Los Primogénitos me dan lástima. Dentro de poco volverán a refugiarse en su Bosque Dorado, de donde no asomarán la nariz hasta dentro de otros trescientos años. Una derrota tan aplastante como ésta tardarán en olvidarla. En cuanto al tercer ejército, la situación es muy sencilla. Los elfos se han recuperado y parece ser que las cosas se han estabilizado en el Bosque Negro. Y por lo que se refiere a los orcos que atacaron Maiding… —Kli-Kli soltó una risilla de complicidad— les esperaba una sorpresa tan grande como a los que atacaron Ranneng y se encontraron con los Corazones Salvajes, los Cazadores Desalmados y las guarniciones fronterizas. Nuestros muchachos los estaban esperando y entonces llegaron refuerzos y…
—¡Espera, Kli-Kli! —lo interrumpió Ciendelámparas tomando la palabra por primera vez—. ¿De dónde salieron esos refuerzos?
—¿Te has olvidado de nuestros quince mil hombres, estacionados permanentemente en la frontera con Miranueh?
—No me he olvidado de ellos y seguro que Miranueh tampoco. Todo el oeste está ahora bajo el mando de la Carpa.
—¡No te preocupes por eso! ¡Allí también está saliendo todo a pedir de boca! Veinte mil Primogénitos avanzaron contra Maiding. El rey de Miranueh, incapaz de soportar semejante injusticia, decidió sumar diez mil de sus piqueros y cuatro mil jinetes a nuestros quince mil hombres.
—¿Cóóóómo? —Esta vez, los tres nos quedamos boquiabiertos.
—Así es. No sé cómo, los orcos lograron ofender realmente a su majestad y su majestad decidió intervenir para ayudar a su vecino del norte.
—¡No me lo creo! ¡Puedo creerme cualquier cosa menos lo de Miranueh! ¡Siglos peleando por las Tierras Disputadas y ahora esto!
—¿Acaso no dicen los sacerdotes que hay que ser generosos, Harold? —rio la trasgo entre dientes—. Sólo la oscuridad sabe lo que llevó al rey de Miranueh a actuar con tanta generosidad en el momento preciso, pero nuestro querido Stalkon, agradecido, no pudo hacer otra cosa que corresponderle con la entrega de las Tierras Disputadas.
Hallas se atragantó con el vino y empezó a toser. Anguila le dio al gnomo unas palmadas en la espalda.
—Tampoco es una gran pérdida. Tantos años peleando por unas cuantas leguas de tierra cenagosa que no le sirven de nada a nadie… Sólo los norteños podrían hacer algo así.
—Bueno, en Garrak tenéis tierra de sobra, pero aquí es un bien muy preciado —dijo Ciendelámparas saltando en defensa de su reino natal—. Pero a lo hecho, pecho. Entonces, ¿los orcos se han retirado de Maiding?
—¡No es que se hayan retirado, es que los rodearon y los aniquilaron! —cantó literalmente la trasgo—. ¡Hemos vencido en todos los frentes! Y el ejército aliado no se ha detenido, sino que ha continuado hacia el Bosque Negro para ayudar a nuestros hermanos los elfos. Si nuestros generales tienen un mínimo de cerebro, aniquilarán por completo a los Primogénitos del Bosque Dorado.
—Tres hurras por eso —dijo Hallas alzando el vaso.
—Entonces, ¿los que atacaron Moitsig eran un fragmento superviviente del ejército principal?
—No, Mumr. Los sacaron de Zagraba con un cebo. En un golpe de suerte, nuestros soldados capturaron al cabecilla del clan de los Coleccionistas de Orejas de Gruun en persona cuando regresaba a su bosque natal en compañía de esa infecta chusma. Y lo colgaron de las puertas de la ciudad, como lección para cualquiera que estuviese pensando en no quedarse tranquilito en su casa del Bosque Dorado. Pero esos jóvenes cachorros no comprendieron el mensaje y salieron a hurtadillas bajo el ojo de Sagra. Querían recobrar el cuerpo. Bueno, pues los masacraron… Sí, Harold. Y ahora hablemos de ti. Mientras tú te remojabas el gaznate en los barracones, yo he andado ocupado y he conseguido unas cuántas cosas. —Y con estas palabras, la trasgo metió la mano en el saco y sacó una ballesta, que dejó sobre la mesa junto con veinte virotes—. Ten… Sin un arma decente no tardarás en pasar a mejor vida.
Cogí la ballesta. Naturalmente, no era mi pequeña maravilla, que se había quedado en Hrad Spein, pero tampoco estaba nada mal. Tiempo atrás había tenido una igual: una «avispa», un arma liviana y muy fiable.
—¿De dónde la has sacado?
—La he sisado, claro está. De su armería —respondió ella, rebosante de orgullo.
—¿Y si me pillan con ella ahora? —dije con una risilla, asombrado por la desfachatez que demostraba Kli-Kli al robarles a los soldados un arma delante mismo de sus narices.
—Pues si te pillan, Bailarín, tendrás que afrontar las consecuencias. Yo ya he hecho mi parte. El resto es cosa tuya.
—Muchas gracias, Kli-Kli —respondí con sarcasmo a mi «benefactora».
—No se merecen —respondió ella en el mismo tono, al tiempo que esbozaba una sonrisa de júbilo—. Y por cierto, y esto va para todos, será mejor que mováis esas mandíbulas un poco más deprisa. Aún tengo que llevaros a por ropa de invierno. El frío ya casi está sobre nosotros y no podéis seguir con esos harapos.
—¿Vamos a ir a robar todos juntos? —inquirió Hallas poniendo su único ojo en blanco.
—Tienes una opinión muy mala sobre los trasgos, Afortunado —dijo la chamán con resentimiento—. ¿Por qué tenemos que ir a robar? Egrassa lo ha acordado todo con el comandante. Lo único que tenemos que hacer es recoger algunas cosas y podremos salir a los caminos. Cuando lleguemos a Avendoom, el frío de verdad comenzará a morder y entonces todos le daréis las gracias al pequeño trasgo por la confortable ropa que os ha procurado. Sí, ya lo creo, porque sin él, habríais muerto congelados.
—Me ha parecido oírte decir que Egrassa se había encargado de organizar lo de la ropa, no tú —señaló Anguila inocentemente.
—Pero ¿quién crees que le dio la idea de hacerlo? —preguntó Kli-Kli con tono despechado.
—Tú —dijo Egrassa al entrar en la sala—. Preparaos, un destacamento armado parte de Moitsig dentro de una hora. Vamos con ellos.
—¿Por qué? —preguntó Hallas con el ceño fruncido—. ¿Es que temes que nos perdamos?
—Olvidas que, aunque los orcos han sido derrotados, las probabilidades de encontrarse con unidades dispersas de Primogénitos siguen siendo muy altas. ¿Quieres perder también el otro ojo?
El gnomo respondió asegurando que si algún orco trataba de acercársele a menos de un metro, cierto azadón que él sabía le haría papilla el cráneo.
—¿Los hombres de Moitsig van también a Ranneng?
—No, Anguila. Deben llegar lo antes posible al condado de Margend. Parte del ejército principal de los Primogénitos ha quedado rodeado a sólo una jornada de aquí. El destacamento de Neol Iragen va a participar en la inminente batalla.
—¿Son muy numerosos los orcos? —inquirió Afortunado mientras se acariciaba las barbas.
—Unos cinco mil quinientos.
—Suficiente para mí —dijo el gnomo con un enfático gesto de asentimiento que provocó que se le cayera el gorro de Deler sobre los ojos—. ¿Qué hacemos aquí sentados? ¡Pongámonos en marcha o acabarán con todos los orcos sin nosotros!
Le habría respondido que eso sería lo ideal, pero opté por mantener la boca cerrada. ¿Para qué fastidiar al gnomo? Estaba tan feliz como un niño al que le acabaran de prometer un juguete nuevo.
Partimos de Moitsig hora y media después entre grandes aclamaciones de los habitantes de la ciudad, que veían partir a sus guerreros hacia la victoriosa campaña (pues nadie dudaba ya de que lo sería). El comandante había tenido la deferencia de poner a nuestra disposición caballos además de ropas de invierno.
A mí me tocó en suerte un garañón marrón oscuro, caracterizado por una notable propensión a tratar de asesinar a quien lo montaba. O, como mínimo, a lanzarse al galope en cuanto podía para mandar con antelación a su desafortunado jinete a la otra vida. Por algún cruel capricho de los dioses, se había convertido en un corcel de caballería, cuyo único objetivo en la vida parecía ser el de correr a velocidad de vértigo, a ser posible al oír el tañido de una trompeta. Tras la delicadeza de Abejita, aquel extraordinario ejemplo de la especie equina me provocaba una mezcla de ansiedad y asfixiante espanto. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para contener al acalorado animal y no bajarme de inmediato de la silla. Anguila observó con expresión compasiva cómo luchaba en vano por someter al demonio de frenética sinrazón que poseía a la cabalgadura, hasta que al fin, incapaz de seguir soportándolo, se ofreció a hacer un intercambio. Antes de que el garrakano tuviese tiempo de cambiar de idea, bajé de la silla y me monté en una amable, bastante peluda y bien alimentada yegua de raza indeterminada.
¡Eso sí que era una montura a mi medida! Sólo corría cuando yo se lo ordenaba o cuando había un ogro pisándole los talones.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Yegua —dijo el garrakano con una sonrisa.
Uno de los soldados que venía detrás oyó la conversación y prorrumpió en estruendosas carcajadas. No sé qué le parecía tan divertido.
—Muy bien, pues Yegua —dije con una risilla mientras le daba al animal unas palmaditas en la testuz—. La verdad es que el nombre le pega.
—Mira, Harold, ¿ves aquello? Esos hombres, los de las capas grises.
—¿Te refieres a los miembros de la Orden?
—A esos mismos. Fueron esos seis los que detuvieron a los orcos en Moitsig.
—Pues me alegro por ellos.
Personalmente no sentía el menor interés en los hechiceros.
Pero entonces me pregunté lo que pensarían si se enteraban de que llevaba encima el Cuerno del Arco iris. Y durante un momento sentí el deseo de entregarles la mágica reliquia y no volver a tener nada que ver con la magia. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no desembarazarme del Cuerno allí mismo.
El camino marchaba en dirección norte y, según la sabelotodo de Kli-Kli, llevaba directamente hasta Ranneng, pero para llegar hasta allí antes tendríamos que pasar por el pequeño condado de Margend, que se extendía a lo largo de la orilla occidental del Iselina casi hasta Boltnik.
Un destacamento de seiscientos jinetes partió hacia Moitsig. Dos días antes, mil quinientos hombres, entre Alabarderos del Gato y Joviales Perillanes, habían abandonado la ciudad en dirección a Margend. Los Alabarderos habían llegado a la ciudad desde Maiding justo después de que los orcos en aquella sección del frente se batieran en retirada y tuviéramos que enviar fuerzas urgentemente hacia el este, rumbo al Iselina. Los Joviales, acuartelados en Moitsig desde hacía un tiempo, ardían en deseos de entrar en liza.
El soldado del barón Gabsbarg venía con nuestra unidad y fue él quien me puso al día de todos los chismes. El mozalbete parloteaba sin parar, pero justo cuando me disponía a preguntarle por el barón, Neol Iragen lo hizo llamar desde la vanguardia del destacamento y tuve que posponer mis preguntas para mejor momento.
Si todo iba como estaba previsto, nuestro numeroso destacamento no tardaría en alcanzar y dejar atrás a la infantería y la gran columna de transporte que se dirigía por los sinuosos caminos hacia el Segundo Ejército del Sur, que tenía rodeados los restos de las fuerzas de los Primogénitos. A juzgar por lo que decían los soldados, llegaríamos al atardecer del día siguiente, a tiempo aún de ayudar a nuestras fuerzas a empujar a los orcos contra el río. Egrassa marchaba a la cabeza del destacamento, en compañía de Neol Iragen, mientras los demás estábamos solos. O, más bien, la trasgo lo estaba. Libre de la supervisión del elfo, Kli-Kli decidió que había llegado el momento de volver a su antiguo papel como bufón predilecto de su majestad. Una hora más tarde, doscientos soldados se reían a mandíbula batiente de los chistes, las canciones, los versos y los demás trucos ingeniosos de nuestra amiga.
Transcurridos otros diez minutos, el destacamento al completo había oído hablar del pequeño trasgo de lengua mordaz que viajaba en la primera unidad. Y como es natural, las otras cinco comenzaron a disputarse sus servicios. Como en el pasado, se convirtió en el alma de la honorable compañía y se dedicó a entretener a los soldados hasta la caída de la tarde, cuando el destacamento paró para pernoctar en una aldea a la que la guerra no había tocado.
Parecía que los lugareños estaban esperándonos y aunque no había casas suficientes para alojar a una horda tan numerosa como la nuestra, el señor de la baronía, que había acudido corriendo de su castillo en compañía de un numeroso séquito, había realizado todos los preparativos necesarios para recibir a sus victoriosos invitados. Gracias a Egrassa, nos dieron hasta una casa para pasar la noche.
Mientras Anguila y el elfo se instalaban en sus nuevos aposentos, Kli-Kli logró escabullirse. Hallas y Ciendelámparas tampoco se quedaron demasiado tiempo. Los llevaron casi a hombros hasta el centro del pueblo, donde estaban a punto de iniciarse los festejos en honor a los gloriosos guerreros que acababan de llegar. Pensé en la numerosa audiencia de que dispondría el gnomo. Los soldados nos invitaron también a los demás, pero yo me excusé y Anguila, tras pensarlo un momento, sacudió la cabeza. A Egrassa lo habían invitado a cenar en la mesa del barón y acudió para no ser descortés.
Fuera había oscurecido. Inhalé un aire muy frío en el que ya se adivinaba el invierno.
—Huele a las primeras nieves —dijo Anguila como si me estuviera leyendo la mente.
—Sí, hace fresco —convine—. Este año, noviembre está siendo muy frío, a pesar de la latitud.
—¿Esto te parece frío? Sólo es un poco de escarcha —dijo riéndose entre dientes—. ¿Ves lo pálidas que están las estrellas? Cuando hace frío de verdad brillan como las gemas de la corona real.
—Stalkon no tiene apenas piedras preciosas en su corona.
—Me refería a la corona garrakana.
—¡Oh! —respondí, y me di cuenta de que había dicho una estupidez.
Estuvimos un rato en silencio, escuchando los alegres gritos y las carcajadas que repicaban en medio de la noche.
—Se divierten como si no hubiera guerra —murmuré.
—¿Y por qué no? Mañana la guerra seguirá y se librará una batalla, pero hoy tienen la oportunidad de olvidarse de todo eso. ¿Te parece mal?
—Caray, no —dije, un poco avergonzado—. Supongo que es algo bueno.
—¿Qué te preocupa, Harold?
Hice una pausa mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas. Por desgracia, como de costumbre, las que necesitaba se negaron a acudir a mis pensamientos.
—No es fácil de explicar. Lo que dijo el Gris, lo del Amo, lo del Cuerno del Arco iris y, naturalmente, el equilibrio y las consecuencias de todo ello. No es agradable pensar que, aunque no lo quiera, podría llevar la más venenosa de las serpientes en mi mochila.
—Pues no pienses en ello.
—¿Cómo?
—Mira aquí. ¿Qué ves? —Sacó una de las «hermanas» de su vaina.
—Un arma —murmuré estúpidamente.
—Eso es, un arma. ¿Es peligrosa ahora mismo?
—No —respondí tras pensarlo un momento.
—Exacto. La «hermana» está en mis manos. Todo depende de la mano que empuña el arma y de su propósito para ella. El Cuerno del Arco iris es un arma, igual que la «hermana» y no creo que tengas el menor deseo de destruir el mundo con ella.
—Pero no siempre estará en mis manos.
—La Orden se hará cargo del Cuerno. ¿O es que ya no confías en los hechiceros?
—Sí, pero lo que dijo el Gris…
—Lo que dijo el Gris son sólo palabras, nada más. Mi abuela, descanse en la luz, siempre decía que las profecías no se cumplen si no queremos que lo hagan.
—Es tranquilizador —respondí con una sonrisa amarga, pero dudo que el guerrero viese mi luctuosa mueca—. ¿Por qué no vamos con los demás? Puede que nos hayan dejado algo de vino, ¿no?
—Dudo que el teniente deje beber mucho a los soldados. Y ellos tampoco son idiotas. Te aseguro que no es agradable entrar en batalla con resaca. Así que no esperes nada más fuerte que una jarra de cerveza. Pero será mejor que nos demos prisa si no queremos que Hallas se beba las nuestras.
* * *
El destacamento de caballería abandonó el pueblo cuando una hebra de amanecer de color entre perla y carmesí demarcaba el horizonte al este.
—Va a ser un día despejado —dijo Ciendelámparas, y una nubecilla de vaho acompañó sus palabras.
—Y muy, muy frío —gimió Kli-Kli, que de algún modo había conseguido enronquecer—. ¿Cuál de vosotros dos, luminarias, fue el que profetizó nieve? Aagh…
La primera nevada del año no fue demasiado copiosa y sólo sirvió para convertir el suelo en una manta de retazos marrones y blancos. Kli-Kli se equivocaba. Por el momento hacía frío, pero hacia mediodía el sol sería lo bastante fuerte como para fundir la nieve y transformar el camino en un cenagal.
El destacamento llevaba viajando al galope o al trote desde primera hora de la mañana. En varias ocasiones nos habíamos detenido o habíamos dejado que los caballos marcharan al paso para darles un pequeño descanso. A nuestra derecha, el Iselina iba cubriéndose de resplandecientes manchas de luz a medida que el sol ascendía por el cielo.
Según Kli-Kli, nos encontrábamos en el condado de Margend. La afirmación de la trasgo quedó confirmada poco después, al cruzarnos con unas casas incendiadas. La guerra sí había alcanzado aquel pueblo, a diferencia de la aldea en la que habíamos pasado la noche.
* * *
Asistimos a la masacre de los orcos en la Herradura de Margend. Para mi gran sorpresa, el comandante del ejército de los elfos y los humanos no era otro que mi viejo amigo Oro Gabsbarg, ahora duque. Una semana después de la batalla nos encontrábamos en Ranneng. El duque Gabsbarg puso a nuestra disposición cuarenta jinetes armados antes de iniciar el cruce del Iselina con su ejército. Pero resultó una precaución innecesaria: de camino a la capital del sur no tuvimos el menor contratiempo. En casi todas las encrucijadas y en todas las aldeas que no habían sufrido los estragos de la guerra, vimos soldados con camisas blancas y carmesíes sobre sus armaduras y chaquetones. Los Cazadores Desalmados montaban guardia para garantizar el orden público.
En varias ocasiones nos encontramos con cuerpos colgados junto al camino. Los Cazadores Desalmados eran implacables y ahorcaban a los saqueadores, desertores, violadores, especuladores y otros villanos sin ofrecerles el beneficio de un juicio o una investigación. Una medida cruel, quizá, pero sumamente efectiva.
Mientras nos acercábamos a Ranneng, y a pesar de que sólo estábamos a mediados de noviembre, llegó el verdadero invierno. Comenzó a nevar copiosamente y el frío se hizo tan intenso que no le habría hecho ascos a un segundo par de guantes. Montar a caballo en un tiempo así no era demasiado divertido. Al cabo de pocas horas dejabas de sentir los brazos y las piernas. Siguiendo el ejemplo de Ciendelámparas, me cubrí la cara con una bufanda, lo que al menos me ofreció alguna protección frente al viento helado. Me prometí que si alguna vez volvía a viajar, lo haría exclusivamente en verano. Prefería que el sol me cociese los sesos y el cuello a que la escarcha me quemara las manos y los pies.
Los jinetes de Gabsbarg nos escoltaron hasta Ranneng y luego regresaron sin hacer siquiera una parada para reunirse con el Segundo Ejército del Sur. Había gente así de loca en Siala. Simplemente, ardían en deseos de entrar en combate sin que nadie tuviera que obligarlos a hacerlo.
Para ser sincero, después de nuestras aventuras estivales, no tenía demasiadas ganas de volver a Ranneng. Y lo que vi en esta nueva visita sólo sirvió para confirmar que la perla meridional de Valiostr no tenía nada que ofrecernos.
La ciudad estaba asfixiándose bajo el peso de los refugiados expulsados de sus hogares. Por alguna razón, todo el mundo había decidido que las murallas de la ciudad ofrecían una protección muy fiable contra los orcos y que allí tendrían más posibilidades de sobrevivir que en una aldea remota. Había llegado más gente a la ciudad de la que se podría meter a la fuerza en ella en la más terrible de las pesadillas. Como es natural, la Guardia Municipal había cerrado las puertas a los recién llegados, por lo que habían comenzado a brotar a velocidad catastrófica tiendas grandes y pequeñas, agujeros en el suelo y cualquier otra cosa que pudiera hacer las veces de refugio. Había fogatas por todas partes y su combustible no se limitaba tan sólo a la madera de los bosques cercanos, que comenzaba a escasear de manera alarmante, sino a cualquier otra cosa que cayese en manos de los refugiados. Había basura por todas partes y comencé a temer que, a pesar del frío, se desatara alguna repulsiva plaga sobre Ranneng en un futuro cercano. Sólo nos faltaba la plaga de cobre para que nuestra felicidad fuese completa.
—¿Y ahora qué, Egrassa? —inquirió Kli-Kli con voz plagada de escepticismo—. Supongo que no pretenderás que nos quedemos en un estercolero como éste, ¿verdad?
—No, probemos intramuros.
—¡Apuesto la barba a que no nos dejan pasar! ¡No vamos a llegar a ninguna parte! El lugar está tan abarrotado que no merece la pena ni intentarlo. Podríamos buscar una posada en el exterior de las murallas, ¿no? Antes había montones de ellas.
—No creo que tengan habitaciones libres, Hallas. Pero vamos a intentarlo de todos modos.
Los caballos avanzaron como pudieron entre la mugrienta muchedumbre que abarrotaba el camino. Flotaba en el aire una peste a humo de fogata y basura en descomposición. Alguien estaba cocinando la cena cerca del agujero más próximo. No pude verlo bien, pero creo que estaba asando una rata.
Como Egrassa sospechaba, todos los alojamientos disponibles en las posadas estaban ocupados. Pero en la sexta que visitamos nos ofrecieron pernoctar en el establo por sólo tres monedas de oro. Hallas casi se traga su propia barba, pero Egrassa pagó sin pensárselo dos veces. No era momento de economizar. Tuvimos que pagar la misma suma por una cena escasa y poco apetitosa.
Soñé que una espada descendía lentamente sobre mi cabeza. Traté de escapar de aquella pesadilla vaga y nebulosa, pero no pude hacerlo y en ella la muerte se me acercaba cada vez más. Desperté al caer la espada. Anguila estaba zarandeándome frenéticamente por los hombros. Me daba la impresión de que era medianoche, pero los demás estaban todos despiertos. Ciendelámparas y Egrassa estaban ensillando los caballos a toda prisa bajo la escasa luz de una lámpara de aceite, mientras Kli-Kli y Hallas guardaban nuestras cosas.
—¡Levanta, Harold! —dijo Anguila mientras volvía a zarandearme.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté, confundido—. ¿A qué viene tanta prisa?
Un temblor recorrió la mejilla del garrakano.
—¡El Gigante Solitario ha caído!