16
La canción de la flauta
No me quedaban fuerzas para seguir corriendo, así que me desplomé y caí. Lo que necesitaba era quedarme allí un rato, recobrar el aliento y recuperar las fuerzas. Pero mis sueños no estaban destinados a hacerse realidad. Me agarraron por los brazos desde los dos lados y me obligaron a ponerme de nuevo en pie.
«Os cogeremos», «¡Os mataremos!», cantaban los tambores tras el muro de neblina.
—¡Corre, Harold! —siseó Anguila.
—¡Sólo un poco más! —dijo Ciendelámparas sumándose a la petición de su camarada—. ¡Corre, muchacho! ¡Tú puedes hacerlo!
Tragué saliva y asentí. Sentía una implacable punzada en el costado, pero tenía que correr, tenía que hacerlo.
—¡Cógelo! —exclamó Anguila con voz seca, y entre Mumr y él tiraron de mí.
Puse un pie delante de otro lo mejor que pude. Hallas y Deler siguieron el ejemplo de sus camaradas y agarraron a la exhausta Kli-Kli. No tenía fuerzas para resistirse. La trasgo y yo éramos los únicos que habíamos desfallecido tras las dos horas de persecución. Pero los guerreros también estaban cansados y ahora encima tenían que cargar con nosotros. Acepté la ayuda de Anguila y Ciendelámparas durante unos diez minutos y luego comencé a correr por mí mismo.
—¿Puedes? —me preguntó el garrakano, inseguro—. Dame la lanza.
Asentí débilmente.
«Os cogeremos», «¡Os mataremos!».
A mediodía la niebla seguía aún a nuestro alrededor, como si Zagraba hubiese decidido ocultarnos para siempre de los ojos del mundo e incluso de su primordial espesura. Pero a mí ya no me importaba. Una eternidad más tarde, cuando Egrassa comprendió que ya era el único capaz de seguir el paso que había impuesto al grupo y todo el mundo necesitaba urgentemente un descanso, el elfo ordenó un alto. Me dejé caer allí donde me encontraba.
—¿Qué, te gusta correr así? —resolló Kli-Kli.
—No estoy acostumbrado a las carreras de larga distancia —respondí—. ¿Y qué me dices de ti?
—Yo estoy bien, pero Deler ha estado cargándome sobre los hombros durante los últimos cuarenta minutos y estaba pasándolo mal.
—No te preocupes, amigo mío, estoy perfectamente —dijo Deler, respirando como el fuelle perforado de un herrero… lo mismo que todos los demás.
—¡Los tambores han cesado! —nos interrumpió Anguila. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un hoja dorada.
—¿De verdad se han marchado? —preguntó Mumr con alivio.
Ciendelámparas lo estaba pasando peor que nadie. Correr por el bosque con un espadón y cuidar de mí a un tiempo no era tarea fácil.
—O los Primogénitos han decidido perseguirnos en silencio, cosa que no es propia de ellos, o el trasgo ha conseguido alejarlos de nosotros —dijo Egrassa con voz pensativa—. ¿Cuánto necesitáis descansar, mi señor?
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Poco más de diez minutos. Luego tendremos que continuar, si no queremos que nos encuentren las patrullas de los orcos. Iremos a lo largo del arroyo. Fluye en dirección norte. Los orcos no son dioses. Podrían perder nuestro rastro perfectamente y si nos damos prisa, estaremos en el Bosque Dorado en una semana.
—Y luego tardaremos una semana más en salir de Zagraba. Hemos enfurecido a los Primogénitos, Egrassa, lo más probable es que no se detengan al llegar al Bosque Dorado —repuso Anguila.
—Puede que tengas razón y puede que no —respondió el elfo oscuro al garrakano—. Si no hacemos ruido y no llamamos la atención, soy más que capaz de sacarnos de Zagraba. Pero, en el nombre de todos los dioses, moveos en silencio. La niebla es densa, los orcos están muy cerca y preferiría verlos a ellos antes de que ellos nos vean a nosotros.
* * *
Yo habría dicho que los orcos se movían muy silenciosamente, pero para los aguzados oídos de Egrassa eran escandalosos, de modo que no nos costó mucho camuflarnos y caer sobre ellos en masa. No podíamos permitirnos el lujo de dejar escapar a los Primogénitos: cabía la posibilidad de que se encontraran con nuestro rastro y volvieran a seguirnos o, lo que era aún peor, advirtieran a sus amigos. En ese caso perderíamos por completo el elemento sorpresa y volveríamos a encontrarnos huyendo de una manada de sabuesos.
Todo terminó antes incluso de haber comenzado. Los orcos no se esperaban nuestra emboscada y el elemento sorpresa fue decisivo… y letal. Kli-Kli y Anguila lanzaron sus cuchillos al mismo tiempo y Egrassa usó su arco. Antes de que los orcos comprendieran lo que estaba sucediendo, cuatro de ellos estaban muertos. Los otros cuatro sacaron los yataghans y uno de ellos se abalanzó sobre Egrassa, que era el más peligroso de nuestro grupo. Pero Mumr, que tenía órdenes de proteger a nuestro arquero a toda costa, le cortó el paso al Primogénito. Salió a su encuentro, le propinó un fuerte y rápido golpe en la ingle, se situó tras él con un movimiento veloz y le cortó la pierna de un solo tajo.
La escaramuza fue tan breve que no tuve tiempo de participar en ella. Alistan, empuñando la espada con las dos manos, trabó combate con otro orco, pero los dos enemigos sólo habían intercambiado un golpe por barba cuando Egrassa le clavó al orco una flecha en la espalda. La misma suerte corrió el que atacó a Deler.
Hallas acabó con el cuarto. El Primogénito trató de alcanzar al gnomo con un hacha, pero Afortunado la agarró por la empuñadura y golpeó al orco en la pierna con su azadón. Cuando el Primogénito soltó el arma y cayó de espaldas, el gnomo descargó el azadón sobre la cabeza de su enemigo. La batalla completa apenas había durado más de veinte segundos.
—Kli-Kli, recoge los cuchillos y mis flechas. Que todos los demás agarren los cuerpos de los orcos por los brazos y se los lleven lejos del arroyo —ordenó el elfo—. Me voy a arriesgar a usar un poco de magia. Puede que consiga apartarlos de nuestro rastro.
Ocultamos los cuerpos entre las raíces de dos viejos robles que estaban casi entrelazados y luego los cubrimos con un buen montón de hojas mohosas. Anguila y Hallas recorrieron el campo de batalla y trataron de eliminar todos los rastros de sangre. Entretanto, Egrassa lanzó una especie de hechizo sobre el improvisado túmulo.
—Es una pérdida de tiempo —dijo Mumr con un suspiro mientras limpiaba la sangre de su espada con un puñado de hojas—. Parece que hubiera pasado una manada de mamuts por aquí. No se puede volver a poner la tierra en su sitio ni esparcir de nuevo las hojas. Si la Dama Miralissa estuviera aquí…
* * *
Los dioses se apiadaron de nosotros y nadie nos encontró durante el resto del día. En una ocasión, Egrassa creyó oír el ruido lejano de unos tambores, pero sólo era el viento, que soplaba entre las ramas de unos árboles que habían perdido casi todas las hojas. El arroyo que nos había servido de guía durante los dos últimos días había crecido hasta transformarse en un pequeño río, que desembocó en un lago de buen tamaño al caer el crepúsculo. La niebla y la creciente oscuridad hacían que fuese imposible ver la otra orilla.
Nos preparamos para pernoctar junto al lago, entre un tupido cañaveral. Fue una noche inquieta y muy fría. La brisa que soplaba en gélidas bocanadas entre los murmullos del mar de juncos me helaba hasta el tuétano de los huesos. Desperté varias veces tiritando, y aunque luego volvía a dormirme, en el mismo instante en que lo hacía soñaba que había orcos entre las cañas, a punto de atacarnos. Volvía a despertar y luego me pasaba largo rato mirando el cimbreo del muro de alta hierba.
El señor Alistan nos hizo levantarnos cuando aún estaba oscuro y, envueltos en una densa neblina, partimos en dirección norte.
Al amanecer habíamos recorrido bastante distancia. El lago ya había quedado lejos, pero la dichosa niebla no parecía dispuesta a disolverse en los primeros rayos de sol y Zagraba parecía un bosque sacado de alguna historia de fantasmas.
Las formas oscuras de los troncos de los árboles brotaban en medio de un denso manto blanco. A nuestro alrededor, todo parecía muerto u oculto, como si estuviera esperando a que la niebla abandonara el bosque. La única vez que había oído un silencio parecido en Zagraba fue al cruzar el Soto Rojo. Y al pensar en lo que había sucedido allí, sentí como si me clavaran una aguja roma en el corazón. Me reprendí e hice un esfuerzo por no pensar en cosas malas. Lo último que me hacía falta era atraer el desastre de un h’san’kor sobre nuestras cabezas. Pero cuanto más me esforzaba por no pensar en cosas aterradoras, con más rapidez acudía toda clase de pensamientos desagradables a mi cabeza. La aguja roma seguía allí y yo me encogía y profería un jadeo cada vez que se me clavaba con fuerza. Finalmente desistí de tratar de ignorarla y me volví hacia Kli-Kli, que había sido la primera en sentir algo la vez anterior.
—Kli-Kli, ¿no hay nada que te moleste? —le pregunté con un susurro.
Ella se detuvo, husmeó el aire un instante y luego respondió:
—Tengo la nariz helada.
—¡No me refería a eso! —protesté, ligeramente molesto por su falta de perspicacia—. En el Soto Rojo sentiste algo extraño, ¿no es así?
—En efecto —reconoció—. Allí había un peligro real. Pero aquí no siento nada parecido. Si corremos algún peligro, es perfectamente normal y ese tipo de peligros no puedo percibirlos. Pero tú… tú eres el Bailarín de las Sombras, puede que por eso… Deler, ve a decirle a Egrassa que Harold está inquieto.
Deler no discutió. De hecho, ni siquiera parecía sorprendido. Se limitó a lanzarme una rápida y penetrante mirada desde debajo de sus cejas de color jengibre y fue a ver al elfo a la vanguardia de nuestro grupo.
Pero el enano no tuvo tiempo de advertir a nadie. Todo sucedió de manera rápida e inesperada. Unas sombras con yataghans desenvainados salieron de la niebla mientras otras dos o tres saltaban desde los árboles que crecían junto a nuestro camino y, en dos lugares distintos, la tierra parecía estallar en un surtidor de hojas y unas bestias feroces salían de unos fosos camuflados, parecían híbridos entre monos y lobos. La emboscada se había preparado a la perfección. Debían de llevar mucho rato esperándonos y esta vez fuimos nosotros los sorprendidos.
—¡Orcos! —gritó Mumr mientras se descolgaba el espadón del hombro.
—¡Didre draast! ¡Pu’i edron! [¡Cogedlos vivos! ¡Salvo al elfo!] —gritó uno de nuestros enemigos.
Uno de los Primogénitos sopló un pequeño cuerno de caza y un ruido sorprendentemente fuerte resonó sobre el bosque perturbando la neblina. Egrassa ya tenía el arco preparado y el orco soltó el cuerno y se llevó las manos a la flecha que le sobresalía del pecho. Pero era demasiado tarde. Otro cuerno respondió en algún lugar muy lejano, casi al límite de lo audible. Antes de que la batalla se me tragara en un letal vórtice, tuve tiempo de ver que Anguila contenía a dos orcos que trataban de alcanzar a Egrassa. Y luego tuve que preocuparme por otras cosas.
Kli-Kli y yo éramos los más próximos a los lobos-mono, que se abalanzaron sobre nosotros gruñendo. Se movían con gran agilidad, pero casi de costado, como los cangrejos. Poseían cuerpos esbeltos, cubiertos de un pelaje amarillento con manchas rojizas, unas impresionantes dentaduras de colmillos lupinos y pesados collares con tachones de metal.
—¡Gruuns! —chilló Kli-Kli mientras lanzaba uno de sus cuchillos a la más cercana de las criaturas. El arma se clavó limpiamente en el costado de la domesticada bestia de caza de los orcos, que dio una vuelta acrobática sobre sí misma y comenzó a convulsionarse y a arañar el suelo y las hojas con las zarpas. Las demás, sin dejarse intimidar en absoluto por la muerte de su camarada, continuaron avanzando hacia nosotros.
¡Bam!, resonó un estruendo a mi espalda.
Hallas había utilizado su última pistola. El repentino sonido hizo que uno de los gruuns se parara en seco, y Deler, que acababa de liquidar a su orco, cogió la pequeña hacha arrojadiza que llevaba a la espalda y se la lanzó a la fiera. El arma destrozó el cráneo del gruun con un crujido sordo. Pero no lo mató. Ciega de dolor y de furia, la bestia le hundió los colmillos en la pierna al más próximo de los orcos.
—¡Cuidado! —chilló Kli-Kli.
Por puro instinto, levanté la krasta frente a mí y el gruun, que había dado un gran salto, se empaló en la hoja. Kli-Kli lanzó otro de sus cuchillos, pero esta vez con menos puntería y sólo alcanzó a la bestia en el muslo. Mientras ésta gañía y rodaba sobre sí misma en el mismo sitio en que había caído, las que aún seguían con vida me atacaron desde dos direcciones distintas. Desesperado, di un fuerte tirón a la krasta y logré arrancarla del pesado cuerpo en el que había quedado encajada. Uno de los gruuns dio un salto en dirección a mi garganta mientras el otro recibía un flechazo en el costado. Di las gracias en silencio a Egrassa. La bestia me embistió como un ariete y caímos al suelo. Rodé rápidamente a un lado y estuve a punto de perder la lanza, mientras el último de los gruuns aterrizaba sobre las cuatro patas en el punto donde yo había estado un instante antes.
Pero no me había movido con la suficiente rapidez y la bestia me alcanzó con las zarpas delanteras. Las uñas desgarraron fácilmente el chaquetón y lo único que me salvó fue la cota de malla que tanto me desagradaba y que llevaba puesta debajo. Ignorando el dolor, golpeé al gruun en las fauces con los dos pies. La bestia soltó un gañido y salió despedida hacia atrás, pero no sé cómo, logró caer sobre las patas y volvió a saltar sobre mí. Yo ya me había incorporado y tuve tiempo de prepararme. La lanza recibió al gruun en el aire y el acero humeante lo segó limpiamente por la mitad. No sentí la menor resistencia.
Mientras tanto, Kli-Kli había acabado con el gruun herido y estaba extrayendo rápidamente los cuchillos de los cuerpos. Oí que la espada del señor Alistan siseaba en algún lugar situado a la derecha. Egrassa había cambiado el arco por su s’kash y estaba luchando espalda contra espalda con Anguila para contener a un grupo de orcos que no les daba cuartel.
—¡Detrás de ti, Harold! —me gritó alguien.
Salté a un lado sin perder un segundo. El orco que había estado a punto de decapitarme, terriblemente decepcionado, se abalanzó sobre mí sin pensar. Uno de los cuchillos arrojadizos de Kli-Kli silbó en el aire, pero fue a clavarse en el centro del escudo del Primogénito, decorado con el dibujo de un ave extraña y fantástica. Una lanza es más larga que un yataghan, lo que me proporcionaba cierta ventaja. Contuve al orco hasta que Kli-Kli lanzó otro cuchillo.
Este lo alcanzó en el hombro, pero salió rebotado. Obviamente, el Primogénito llevaba una armadura escondida debajo del chaquetón amarillo. Ataqué con la krasta y el orco se cubrió rápidamente con el escudo redondo, pero la lanza del Gris atravesó este obstáculo sin ninguna dificultad, así como el brazo del orco. Giré sobre mí mismo y el orco perdió también el otro brazo.
—¡Karade tig su’in tar! [¡Mandadlos a la oscuridad!] —gritó alguien en orco.
Vale, muchas gracias. ¿Cómo les iba a los demás? Anguila y Egrassa seguían aguantando. No veía a Deler. Mumr estaba conteniendo a tres orcos con aquel eje de carromato en forma de espada. Hallas acababa de terminar con un Primogénito por la vía de hundirle el azadón en la cabeza. Kli-Kli corría a ayudar a Ciendelámparas… Pero el señor Alistan estaba en dificultades. El desconsiderado orco que se le acercaba a hurtadillas con una lanza se disponía a dejarlo como un pollo espetado en el asador.
Grité para llamar la atención del orco y eché a correr con la krasta en ristre para ayudar a Alistan Markauz. El orco decidió aceptar el desafío. Empuñó la lanza con las dos manos como si fuese un bastón y se dirigió hacia mí. Golpeó con la punta de su arma en el astil de la mía y continuó con una serie de ataques que a duras penas logré contener. Contraatacar en aquel momento era imposible. Bastante tenía con sobrevivir. El Primogénito era increíblemente ágil y estuvo a punto de alcanzarme en la cara con la parte baja de la lanza. Logré echarme hacia atrás justo a tiempo, pero por desgracia perdí el equilibrio y el orco avanzó y me empujó hacia atrás con la lanza sujeta por las dos manos.
A punto de caer al suelo, golpeé al orco en los dedos con todas mis fuerzas. El Primogénito aulló de dolor y su mano izquierda soltó el arma. Lancé un golpe dirigido a sus rodillas con el astil de la krasta. Mi enemigo cayó al suelo y aproveché para ensartarlo sin pensármelo dos veces. Luego saqué la krasta y miré rápidamente a mi alrededor.
El señor Alistan estaba terminando con el último de sus adversarios. El orco paraba los golpes de su espada con un escudo ya maltrecho, pero tenía las horas contadas. Kli-Kli parecía ileso. Egrassa y Anguila acudían ya en nuestra ayuda tras haber acabado con sus oponentes. Hallas, que era el que más lejos se encontraba de mí, estaba acosando a un orco.
El gnomo le había arrancado el yataghan de la mano y el Primogénito contaba sólo con una daga para defenderse. Hallas dio un paso al frente para acabar con su enemigo, pero tropezó con el cuerpo de uno de los gruuns y perdió el equilibrio un momento. El Primogénito se aprovechó del traspié del gnomo. Se acercó a Afortunado, lo agarró por la barba, tiró de él hacia sí y lo golpeó en la desprotegida cara con la daga.
Afortunado cayó al suelo sangrando copiosamente y el orco levantó la daga para asestar el golpe de gracia. Corrí hacia allí, aunque sabía que no llegaría a tiempo, pero Deler se me adelantó. Con un poderoso rugido, lanzó su terrible hacha con las dos manos. El arma centelleó por el aire mientras trazaba un resplandeciente círculo de acero y cercenó la cabeza y la mitad superior del cuerpo del orco.
—¡Deler, detrás de ti! —gritó Anguila, pero ya era demasiado tarde.
Un orco que estaba detrás de Deler golpeó al enano con una espada corta y ancha, muy distinta a los habituales yataghans de esta raza. El golpe fue tan potente que la punta de la espada asomó por el pecho del guerrero. El Corazón Salvaje se bamboleó y cayó de rodillas. Antes de que el orco pudiera sacar su espada, Egrassa volvió a coger su arco y lo convirtió en un alfiletero.
Todo había terminado.
El orco que había apuñalado a Deler con la espada era el último. Todos corrimos a ver cómo estaban Hallas y Deler. El gruun al que Egrassa había alcanzado en el costado seguía vivo y, entre gimoteos, trataba de alcanzar la flecha con los dientes. Me detuve un instante para acabar con la feroz bestia. El cuerno de caza de los orcos volvió a sonar, pero esta vez mucho más cerca.
—¡Oh, por la luz! —gimoteó Kli-Kli mientras caía de rodillas al lado de Hallas—. ¡Oh, por la luz! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre!
No dejaba de repetir estas palabras y había pánico en sus ojos. Era la primera vez que veía a nuestra pequeña amiga en semejante estado.
—¡Oh, por la luz! ¿Cómo es esto posible? —sollozó la trasgo. Había una daga orca con la hoja mellada junto a ella, en el suelo.
En cuanto vi al gnomo, supe que no estaba bien. El golpe lo había alcanzado en la mejilla derecha, donde la hoja mellada le había dejado una herida irregular. De hecho, toda la mitad derecha de la cara de Hallas era un profundo corte de bordes desgarrados. El orco había golpeado hacia arriba con el arma y ahora había un agujero grande y sanguinolento en el lugar que ocupara hasta entonces el ojo de Afortunado.
Y había sangre por todas partes. Sangre a raudales. El gnomo seguía vivo, pero parecía inconsciente.
Egrassa apartó a Kli-Kli sin contemplaciones y comenzó a susurrar no sé qué brujerías en órcico mientras espolvoreaba algo amarillo sobre la herida.
—¡Anguila! ¿Cómo está Deler? —exclamó Ciendelámparas, inclinado sobre Hallas, con la voz quebrada.
—Se muere —fue la respuesta.
—¡Ah, por la oscuridad! ¡Por la oscuridad! ¡Que la oscuridad se los lleve a todos! —rugió Mumr—. Harold, ve con Anguila, puede que aún haya algo que…
Sin esperar a que terminara, corrí a ayudar a Anguila. El señor Alistan también se encontraba allí. El garrakano no había corrido el riesgo de sacarle al enano la espada de la espalda, porque eso habría agravado una hemorragia ya terrible. Deler, que estaba consciente, trataba de decir algo, pero sólo podía mover los labios sin que saliera ningún sonido de ellos.
—¿Qué podemos hacer para ayudarlo? —pregunté.
—Sólo un milagro podría hacer algo por él —murmuró Alistan Markauz con voz torva.
Pero no hubo tal milagro. Un minuto después, el enano de cabello de color jengibre moría sin haber dicho nada.
—Que descanse en la luz —murmuró Anguila mientras le cerraba los ojos con cuidado.
¿Cómo podíamos habernos dejado sorprender de aquella manera? Deler había caído y Hallas estaba a las puertas de la muerte.
—¡Harold, ya lloraremos luego! —dijo Anguila mientras me daba una fuerte palmada en el hombro—. ¡Levanta!
El garrakano tenía razón. Mumr había sacado unos trapos limpios de alguna parte y estaba vendándole al gnomo la herida. Los trapos quedaron empapados de sangre al momento, pero parecía que, al menos, los primeros auxilios de Egrassa habían logrado contener un poco la hemorragia con su magia.
Unos cuernos orcos procedentes de la izquierda nos advirtieron de que los Primogénitos se aproximaban a toda velocidad y enseguida recibieron respuesta de otros por la derecha.
—No nos queda mucho tiempo, Mumr —dijo Egrassa.
—Ya lo sé —refunfuñó el guerrero mientras vendaba la cabeza del gnomo—. ¡Casi he terminado!
—¿Cómo está Deler? —preguntó el elfo.
—Muerto.
Kli-Kli exhaló un jadeo y se cubrió la cara con las manos. Le di unas palmaditas en el hombro tratando de consolarla.
—¡Es hora de irse! ¡Estarán aquí muy pronto!
—¡He terminado! —dijo Ciendelámparas con las manos cubiertas de sangre—. Pero no aguantará mucho tiempo. Sólo hemos pospuesto el final.
—Debemos mantener la esperanza. No hay tiempo de hacer una camilla, tenemos que llevarlo —dijo Alistan.
—Kli-Kli —dije a la aprendiz del chamán, que estaba moqueando—. Lleva tú la krasta.
Tenía que ser yo quien cargara con el gnomo, porque si los orcos nos alcanzaban, los guerreros tendrían que estar listos para luchar.
—Tú solo no podrás con él —dijo Ciendelámparas—. Anguila, coge mi espada.
El garrakano asintió y se colgó el espadón del hombro.
—Vamos allá, Harold. ¡Pero en el nombre de todos los dioses, con cuidado!
Levantamos al herido con mucha delicadeza.
—¿Y Deler? —dijo Kli-Kli entre sollozos—. ¿No vamos a enterrarlo?
—No hay tiempo para eso, trasgo. Los espíritus del bosque se encargarán de su cuerpo —respondió Egrassa.
Kli-Kli asintió de mala gana y pareció encogerse un poco. Los cuernos de los orcos seguían comunicándose a través de la niebla.
—¡Vámonos!
Al dejar el campo de batalla lancé una última mirada a Deler. Anguila se había ocupado del muerto mientras nosotros tratábamos de salvar a Hallas. Había sacado la espada del orco, le había dejado el hacha de guerra sobre el pecho y le había cruzado las manos sobre ella. Mientras nos alejábamos, Mumr susurró las palabras del canto funerario de los Corazones Salvajes. Cuando estábamos a unos veinte metros de allí, Kli-Kli se volvió de repente y regresó corriendo.
—Alto, Kli-Kli —grité, pero no me hizo el menor caso—. ¡Vuelve, idiota!
Regresó un minuto después con el casco redondo del enano en la mano.
* * *
No se puede correr muy deprisa cargando con un gnomo herido, pero nos las estábamos arreglando bastante bien… por el momento. Cuando creía que los brazos estaban a punto de caérseme, Anguila y Alistan Markauz nos reemplazaron a Mumr y a mí. Volvimos a relevarnos un par de veces y nos detuvimos otras tantas para revisar el estado del gnomo. Milagrosamente, Hallas seguía aguantando, pero Egrassa sacudió la cabeza, decepcionado:
—Es cuestión de horas. Hallas no sobrevivirá a esta noche.
—¡Eso ya lo veremos! —rezongó Anguila, furioso con el mundo entero.
—No podemos cargar eternamente con él de este modo. Así sólo estamos empeorando las cosas para él.
—¿Sugieres que lo abandonemos?
Los ojos amarillos de Egrassa centellearon de furia y apoyó las manos en la empuñadura de su cuchillo curvo.
—Estás hablando sin pensar. —El tono del elfo era muy frío.
—¡Lo último que necesitamos ahora es un duelo! —rugió furiosamente el señor Alistan—. ¡Anguila!
Anguila apretó los músculos de la mandíbula, pero dijo:
—Lo siento, Egrassa, me he precipitado al hablar.
El elfo oscuro asintió.
—Lo comprendo. Pero no podemos seguir corriendo eternamente. Los Primogénitos están sólo diez minutos por detrás. No sobreviviremos a otra batalla como la última y puede que tengan arqueros.
—Tenemos que presentar batalla —reconoció el garrakano—. Más vale hacerlo ahora, antes de que nos desplomemos de agotamiento.
—Esa batalla será la última.
—Pues que lo sea, elfo. Que lo sea. Pero no pienso quedarme sentado mientras me masacran. Me llevaré a algunos Primogénitos conmigo.
Egrassa se volvió hacia Alistan Markauz.
—¿Mi señor?
—Dame un minuto, estoy pensando —dijo el conde con el entrecejo arrugado.
—Muy bien. Harold, Kli-Kli, quedaos junto a Hallas. Anguila, a la derecha. Mumr, a la izquierda. Tratad de contenerlos todo lo posible y no los dejéis pasar hasta que se me acaben las flechas. ¿Veis ese hoja dorada…?
El elfo siguió dando instrucciones, pero yo ya no lo escuchaba. ¡Que el Sin Nombre se me llevara! ¿De verdad era el fin?
—Esperemos que no tengan arqueros —dijo Kli-Kli en voz baja.
Sus dedos se retorcían desesperadamente trazando un complicado símbolo en el aire.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo? —le pregunté con cautela.
—Nunca he estado segura de nada, Bailarín. Por descontado, no son los Abejorros de la Venganza, pero tampoco creo que el Martillo del Polvo les haga mucha gracia.
—¿Cuántos son?
—Los mismos que antes. Sólo diecisiete.
—¿Nos atacaron diecisiete orcos?
—Y cinco de esos sabuesos gruun. ¿No los contaste? De no haber sido por Egrassa y su arco, habríamos salido peor parados.
—Escuchadme —dijo Alistan Markauz, rompiendo de pronto su silencio—. No hace falta que presentemos batalla en este momento. ¡Kli-Kli, coge esto!
Le lanzó algo de pequeño tamaño a la trasgo, que lo cogió con destreza. Era un anillo de plata con el blasón familiar del conde.
—¡No, mi señor! —chilló, aterrorizada.
—Es necesario, bufón. Es nuestra única oportunidad. Si consigues regresar, entrégaselo a mi hijo.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Mumr, que no entendía una sola palabra.
No era el único al que le pasaba. No todos eran tan perspicaces como Kli-Kli y Anguila.
—¿Estáis seguro? —preguntó el garrakano—. Podría ir yo…
—Estoy seguro —respondió el capitán de la Guardia Real—. El chamán lo sabía, por eso me dio esa cosa. Trataré de alejarlos todo lo posible de vosotros. ¡Egrassa, estás al mando a partir de ahora!
—No os preocupéis, mi señor, yo los llevaré hasta Avendoom —dijo el elfo oscuro con un gesto solemne de la cabeza—. ¿Queréis llevaros la krasta? Con ella podréis aguantar más.
—No, estoy acostumbrado a la espada. ¡Harold!
—¿Si, mi señor? —Por alguna razón, se me había quedado la boca seca.
—Llévale el Cuerno a Artsivus para que pueda devolver a esa serpiente a la nieve. ¡Si no lo haces, volveré a buscarte, aunque sea desde el otro mundo!
Asentí sin más. El conde cogió el regalo de Glo-Glo y estrujó el terrón entre sus dedos. Unos dobles fantasmales de todos nosotros aparecieron de repente. Alistan dio media vuelta y echó a correr hacia el oeste sin mirar atrás. Nuestros dobles lo siguieron, dejando unas huellas perfectamente reales sobre la tierra.
—Egrassa, debemos apresurarnos. El hechizo de Glo-Glo no durará eternamente, prono volveremos a dejar huellas.
—Tienes razón, Kli-Kli. ¡Harold, Mumr! ¡Recoged al gnomo!
* * *
El sonido de los cuernos se había perdido en la lejanía tiempo atrás, pero seguíamos corriendo y corriendo sin parar. Tenía una sensación de terrible vacío: la de que sólo estábamos vivos porque el señor Alistan se había llevado lejos de nosotros a los orcos. Mentalmente era consciente de que ninguno de nosotros volvería a ver al conde, al menos en esta vida… pero la esperanza brillaba aún en algún lugar de mi corazón. Tal vez lograra despistar a los orcos y se reuniera más tarde con nosotros, ¿no?
—Hasta que no vea su cuerpo, seguiré pensando que mi señor sigue vivo —dijo Kli-Kli en voz baja mientras corría a mi lado. Era como si hubiese estado leyéndome la mente—. ¿Qué voy a decirle al rey?
Su pregunta quedó sin respuesta.
—Hay que parar —dijo Mumr casi sin resuello—. La herida se le ha abierto de nuevo.
Miré a Hallas con los ojos entornados. Sí, el vendaje estaba supurando sangre.
—¡Egrassa! ¡Anguila! —llamó Kli-Kli a los guerreros que nos precedían—. Alto.
—Aún no es el momento.
—¡Si no cortamos la hemorragia, Hallas morirá!
—De acuerdo, pero daos prisa. Las unidades de cazadores han perdido nuestro rastro, pero sólo es un breve respiro.
Depositamos a Hallas sobre una alfombra de hojas de otoño y Kli-Kli y Anguila comenzaron a atenderlo.
—Harold, Mumr, un momento —nos llamó el elfo—. Yo montaré guardia, id a buscar dos postes largos y fuertes. Ya que tenemos tiempo, trataré de hacer una camilla.
—Vamos a necesitar algo más que dos postes, tresh Egrassa.
—Lo sé. Ataremos unas tiras de drokr entre ellos. El tejido soportará el peso. No perdáis tiempo, no nos sobra.
Mumr le quitó a Hallas el azadón del cinto, lo dejó junto a la krasta y recogió su espada de dos manos. No tardamos mucho en encontrar lo que nos había pedido el elfo. Ciendelámparas cortó dos arbolitos con el espadón, les arrancó las ramas y así conseguimos dos postes que llevamos al lugar donde Kli-Kli seguía limpiando las heridas del gnomo. Con las capas élficas y los dos postes pudimos confeccionar una camilla muy presentable, sobre la que colocamos a Hallas.
—¿Cómo está? —pregunté a Kli-Kli.
—Mal. Si Miralissa estuviera aquí…
—Miralissa ya no está —le espetó Egrassa, implacable—. Deposita tus esperanzas en los dioses, no en los muertos. La vida del gnomo está en sus manos. Anguila, vamos.
El garrakano y él levantaron al gnomo. Kli-Kli marchaba por delante y Ciendelámparas y yo seguíamos la camilla. Una hora después tomé el lugar de Anguila y Mumr reemplazó a Egrassa. Era mucho más fácil llevar a Hallas así que en brazos. Comenzamos a avanzar más deprisa, sobre todo después de que Kli-Kli encontrara una ancha senda de animales que discurría hacia el norte.
Por la tarde comenzó a caer una húmeda y desagradable llovizna de otoño y tuve que tapar a Hallas con la capa. Aún conservaba el chaquetón y con eso tenía más que suficiente. Egrassa dirigía ahora a nuestro más que reducido grupo. Kli-Kli, libre de sus honorables obligaciones como guía, no hacía más que meterse por medio para comprobar la condición de Afortunado. A veces el gnomo gemía y la trasgo lo cogía de la mano y comenzaba a susurrar en voz queda para sí.
Cuando el herido se calmaba, Kli-Kli seguía caminando a su lado, con alguna que otra mirada hacia atrás. Claramente esperaba que Alistan reapareciera en cualquier momento, lo mismo que yo. Kli-Kli reparó en una de mis fugaces miradas.
—La niebla se está levantando.
—Sí, un poco —convine—. Posiblemente a causa de la lluvia.
La joven resopló de manera audible al oír esto, pero no dijo nada.
—¿Cuánto tardaremos en cruzar el Bosque Dorado?
—Si Hallas vive, semana y media, o puede que más. Si no… —Hizo una pausa—. Si no, una semana.
Así era la vida: el gnomo herido nos retrasaba. Por descontado, abandonar a Hallas no era una opción viable, pero… Egrassa podía llegar a decidirlo si las cosas se ponían realmente feas. Si tenía que elegir entre su deber como camarada y su deber para con el resto del mundo, estaba seguro de que el elfo se decantaría por el que para él era el menor de los males, por mucho que a Anguila no le gustara. Traté de no pensar en lo que sucedería entonces.
Marchamos durante dos horas por el frío y húmedo bosque. Gracias a los dioses, estábamos al sur de Valiostr. En el norte del reino, las primeras heladas habrían comenzado tiempo atrás y por la mañana los charcos estarían probablemente cubiertos por una gruesa capa de hielo. Confiaba en que pudiéramos salir de Zagraba antes del comienzo de noviembre, cuando el tiempo se volvería realmente frío e incómodo.
Hallas había dejado de gemir. Su rostro se había teñido del color de la nieve en los yermos desolados del Gigante Solitario. Ni Kli-Kli ni Egrassa podían hacer nada por ayudar al gnomo. Todos sabíamos desde hacía tiempo que Hallas no pasaría de aquella noche, pero aun así cargábamos tozudamente con su camilla, como si quisiéramos vencer a la misma muerte.
¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum!
—¡Orcos! Muy cerca —gimoteó Kli-Kli mientras sacaba sus cuchillos.
¡Ah, por la oscuridad! El tronar de los tambores de los orcos parecía venir de detrás de unos hojas doradas que había allí. Cerca. Muy cerca. Una vez más, Egrassa se agachó y pegó la oreja al suelo. Al levantarse, la expresión de su cara no auguraba nada bueno.
—Los Primogénitos no están a más de quince minutos a la carrera. Y son muchos.
—¿Cuántos? —dije. Sabía que era la pregunta que estaba en la mente de todos.
—Más de cuarenta. Estamos en las tierras de los Coleccionistas de Orejas de Gruun.
Ciendelámparas profirió una pintoresca descripción de las madres de todos los orcos. No hacía falta decir que nunca podríamos resistir contra tantos. Con quince habría bastado para mandarnos a todos a la luz. Estábamos agotados de tanto correr por Zagraba sin descanso.
—¡Necesitamos un claro! —dijo Kli-Kli de pronto—. ¡Egrassa, necesito un claro de gran tamaño!
—¿En qué estás pensando?
—He preparado el Martillo del Polvo, lo único que tengo que hacer es dibujar la runa de activación. El hechizo es nuestra única oportunidad de resistir. Para que funcione como es debido, no puede haber árboles alrededor. Necesitamos un claro y que sea grande, a ser posible.
—¿Estás seguro de tu hechizo?
—¡Sí, que los espíritus del bosque se me lleven! Esta vez tendréis que confiar en mí. ¡Es el hechizo o vuestras espadas! Y yo apostaría por el hechizo.
—Lo haremos a tu manera. ¿Un claro, dices?
Los tambores sonaban con la fuerza del latido de los corazones de los demonios. Kli-Kli corría por delante y los otros cuatro llevábamos la camilla.
—¡Alto! —ordenó Egrassa—. ¡Dejad la vereda! ¡A la izquierda!
No sé lo que había percibido el elfo allí, pero la trasgo hizo lo que decía sin vacilar y se adentró en una densa arboleda de abetos.
—¡Dejadlo en el suelo! —ordenó Egrassa.
Depositamos la camilla sobre las hojas y el garrakano gruñó al recoger al gnomo en brazos.
—¡Adelante! ¡Quitad las ramas de en medio!
Egrassa estiró el brazo hacia su s’kash, pero le ofrecí la krasta. La lanza mágica del Gris segó las ramas como si fuesen briznas de hierba y el elfo nos abrió con facilidad un camino por entre los abetos, ya sin preocuparse de que los orcos pudieran encontrar nuestro rastro. Iban a hacerlo de todos modos.
¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum!
Los abetos terminaron de repente y salimos a un claro de gran tamaño recubierto por una neblina temblorosa.
—¿Cómo lo sabías? —balbuceó Ciendelámparas.
—Lo he olido —dijo el elfo, y sonrió de repente—. Y creo que Kli-Kli también. Ha habido un incendio aquí. Mirad, los árboles están calcinados.
Un negro barro, fruto de la combinación de lluvia, cenizas y tierra, chapoteaba bajo mis botas. Era resbaladizo, lo que significaba que no sería fácil luchar allí. Al detenernos en el centro del claro, tuve la sensación de que los árboles que nos rodeaban eran fantasmas negros ocultos en la niebla. No se veía nada. Mumr dejó una capa en el suelo y Anguila depositó a Hallas sobre ella.
—Cuando empiece, quedaos detrás de mí y no avancéis hasta que yo os lo diga. ¿De acuerdo? —preguntó Kli-Kli mientras se apresuraba a dibujar sobre el barro algo que parecía una gruesa oruga con alitas.
—Muy bien. Cuando termines, ve con Hallas y quédate allí —dijo Egrassa mientras cambiaba la cuerda de su terrible arco—. Anguila, cúbreme como puedas. Mumr, Harold, a los flancos. No avances, ladrón.
—Ni pensarlo —respondí con voz ronca.
¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum!
—Están cerca. Es hora de empezar a rezar.
—Menudo momento habéis elegido. Sobre todo para una magia como ésa.
La voz joven y clara que había hablado a nuestras espaldas fue una completa sorpresa. Por un momento pareció incluso tragarse el tronar de los tambores. Egrassa se revolvió al instante, con la flecha lista para echar a volar desde la cuerda de su arco. Las «hermanas» de Anguila salieron de sus vainas y el espadón trazó un círculo sobre la cabeza de Ciendelámparas. Kli-Kli dejó de dibujar un momento y emitió un leve jadeo. Nos habían cogido por sorpresa de la manera más flagrante posible, sin que se enteraran ni la perceptiva trasgo ni el experimentado elfo.
Al ver a la persona que había pronunciado aquellas palabras, me quedé boquiabierto. Me esperaba cualquier cosa, incluido un h’san’kor a lomos de una ventripompa, pero no a cuatro jóvenes muchachas, no en aquel lugar… ¡Era totalmente absurdo!
Eran cuatro en total y se parecían mucho entre sí. Como hermanas. Un pensamiento pasó fugazmente por mi cabeza. «¿Cómo han podido adentrarse tanto en el bosque cuatro niñas de doce años y en qué estarían pensando sus padres?».
Eran simples niñas. No muy altas, con el cabello negro empapado por la lluvia. Sus ojos eran grandes y redondos, casi negros. Las desconocidas tenían una línea zigzagueante pintada en la mejilla izquierda: parecía un relámpago. Aunque en realidad, sólo tres de ellas tenían una. La cuarta, la que nos había hablado, tenía una en cada mejilla, junto a dos finas líneas rojas dibujadas debajo de los ojos.
Llevaban chaquetones de cuero, lana y piel. Faldas cortas hechas de largas tiras de cuero. Sin zapatos. Saltaba a la vista que el frío y la lluvia del otoño no las molestaba lo más mínimo. Pero yo me lo habría pensando dos veces antes de andar por ahí descalzo con aquel tiempo.
Las únicas joyas que llevaban eran unos collares y unos brazaletes de piedras rojizas. Y sus únicas armas, unas dagas de hoja ancha y fina punta.
Egrassa bajó el arco e, inesperadamente, hincó la rodilla ante ellas. Kli-Kli hizo una reverencia con el máximo de los respetos. Anguila, Ciendelámparas y yo pusimos cara de sorpresa. Lo de Kli-Kli podía pasar, pero que un miembro de la familia real de los elfos se arrodillara ante un grupito de niñas pequeñas… ¡era absolutamente increíble!
—El hijo de la casa de la Rosa Negra saluda a las Hijas del Bosque —declaró Egrassa.
Las miré con los ojos abiertos de par en par, incapaz de creerlo.
¡Las Hijas del Bosque! Así era como los elfos y los orcos llamaban a las dríades. ¿De verdad tenía frente a mí a otra de las leyendas de Zagraba?
Se contaban toda clase de cosas sobre las dríades, pero pocos hombres habían visto alguna vez a las Hijas del Bosque y a ese respecto, los elfos, los orcos y los trasgos no estaban en mucha mejor situación. Quienes tenían sangre de Zagraba en las venas no se apresuraban demasiado a la hora de mostrarse a los ojos de los demás.
Los elfos y los orcos se consideraban los amos de Zagraba, pero el Reino del Bosque tenía muchos más habitantes. Las dríades forman parte integral del bosque y son ellas las que lo gobiernan. Sólo toleran la presencia de otras criaturas en su bosque, y las razas jóvenes, conscientes de esto, intentan no importunarlas. Hasta los orgullosos e intolerantes orcos inclinan la cabeza ante las Hijas del Bosque.
Al menos, eso dicen. A las dríades no les interesaban las guerras entre orcos y elfos hasta que empezaron a causar daño al bosque. Y los hombres les interesaban menos aún. Sólo les preocupaba la vida de la propia Zagraba. Cuidaban del bosque y de todas las criaturas que lo formaban, de las polillas y las camadas de ratones, a las familias de obures y las arboledas de hojas doradas.
Y yo había imaginado toda clase de cosas sobre ellas, pero no que se parecerían tanto a un grupo de chicas humanas normales y corrientes.
—La Luna Negra… —dijo la dríade que se encontraba delante de los demás, antes de echarse a reír—. Orgullosa como el fuego y apasionada como él agua. ¿Cómo te llamas, elfo?
—Egrassa, mi señora. Estoy a vuestro servicio.
—¿A nuestro servicio? No necesitamos los servicios de nadie. El bosque nos ayuda. Pero estoy descuidando mis modales, perdóname. Me llamo Arroyo que Murmura —dijo la niña, mirando al elfo con expresión seria.
Éste inclinó la cabeza aún más.
—Es un placer conocer a las Damas —dijo Kli-Kli con voz aguda.
Los tambores resonaban detrás de nosotros. Mumr miró en derredor sin poder evitarlo. Arroyo que Murmura lo vio y dijo:
—No temas, humano. Aún tenemos un poco de tiempo antes de que suceda lo que está por suceder. Levántate, elfo. No es apropiado que un rey se arrodille, ni siquiera delante de las Damas.
—Mi señora se equivoca, no soy rey —dijo prudentemente Egrassa mientras volvía a ponerse en pie.
—Tu señora sólo se está adelantando a los acontecimientos —replicó la dríade imitando el tono del elfo—. Estoy mirando hacia el futuro, aunque no puedo ver demasiado. La superficie está completamente cubierta de ondas, porque el hombre lleva una ventisca consigo.
Arroyo que Murmura me miró.
—Te has llevado de la cuna de los muertos algo que no tendría que haber salido de allí y ahora está en mi bosque. Antes, cuando lo tenían los elfos, cerré los ojos ante el asunto, pero ahora que su poder está menguando no deseo ver Zagraba destruida. Debéis abandonar el bosque y marcharos lo antes posible.
—Creedme, mi señora —respondió Kli-Kli mansamente—, eso es lo que deseamos todos. No tenemos la menor intención de hacerle daño al bosque.
—Como demuestra el hecho de que estás a punto de usar un hechizo de batalla capaz de convertir en astillas un soto entero de hojas doradas —dijo Arroyo que Murmura sacudiendo la cabeza, pero por suerte para Kli-Kli, ningún miembro de nuestro grupo prestó atención a las palabras de la Dama—. Veo que vuestro camarada está herido.
—Los orcos.
—Los orcos. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Un flinillo me ha contado lo que está sucediendo, pero no he podido llegar antes. Luz del Sol atenderá a vuestro amigo.
Una de sus tres compañeras se acercó a nuestro camarada herido y se arrodilló sobre él.
Pensé en el flinillo. El pequeñajo me había prometido que advertiría a quien debía ser advertido, pero ¿quién iba a pensar que se referiría a las dríades?
Los tambores seguían sonando.
* * *
—Los orcos son orgullosos y tozudos —dijo Arroyo que Murmura con un suspiro—. El Cuerno los ha cegado. Se niegan a escucharme y encomendar la reliquia a su destino.
—¿Los orcos se atreven a desobedeceros? —susurró Kli-Kli con espanto—. Pero…
—Y vienen aquí para apoderarse de lo que lleváis con vosotros —declaró la Dama con tono severo.
—Pero supongo que mi Dama no permitirá que los Primogénitos se hagan con el Cuerno, ¿verdad? —gimió Kli-Kli con tono lastimero.
—No lo permitiré, aunque habría preferido que nunca hubiese salido de las tenebrosas profundidades de la Cuna de los Muertos. Los Primogénitos han tomado una decisión y yo también. El Bosque está antes que todo lo demás, así que os ayudaré a salir de Zagraba.
—Disculpadme por interrumpir. No pretendo faltaros al respeto, sólo soy un simple humano —dijo Ciendelámparas lentamente—. Pero ¿cómo van a detener a los Primogénitos cuatro niñas pequeñas?
Kli-Kli siseó al oír este sacrilegio, pero la dríade se limitó a sonreír con tristeza.
—Lo que el acero no puede hacer, lo hará el Bosque, humano.
Hubo un ensordecedor crujido detrás de los árboles y Anguila volvió a sacar sus dos espadas.
—¡Envaina las armas! —dijo una de las dríades al garrakano con voz fría.
Anguila lanzó al elfo una mirada interrogante. Egrassa asintió con delicadeza, sin apartar los ojos de los árboles. Algo muy grande estaba abriéndose paso por el bosque hacia nosotros. Los labios de Arroyo que Murmura esbozaban una sonrisa misteriosa. Los matorrales de la linde del claro se inclinaron y se hundieron con un chasquido. Unas sombras gigantescas salieron de la neblina.
—¡Sagra nos salve! —dijo Anguila con un jadeo—. Son…
—Son Trueno, Remolino, Pedrisco, Huracán, Ventisca y Estruendo —dijo Arroyo que Murmura, y me pareció captar una nota de orgullo en su voz—. Han accedido a ayudarme.
No sé cuándo me había cogido Kli-Kli la mano. Parecía tan aterrorizada como yo. ¡Y ciertamente había algo a lo que tenerle miedo!
Al poco de entrar en Zagraba, nos encontramos con un jabalí salvaje. Era un animal grande y entrado en años, y pensé que tenía que ser el rey de los jabalíes, porque era imposible que hubiera uno más grande.
Pero estaba claro que me había equivocado. Y mucho. No había comparación posible entre aquel jabalí y los seis que teníamos delante. Eran dioses del bosque. Reyes de los jabalíes. Cada uno de ellos tenía casi cinco metros de altura y no puedo ni imaginar lo que pesarían. Eran monstruosamente grandes, tan grandes que a su lado no éramos más que patéticos insectos. Tenían hocicos largos y arrugados, inmensos colmillos amarillentos que podrían haber abierto en canal a un hombre de una sola embestida, un brillante pelaje rojizo y ojillos negros y astutos. Estoy seguro de que recordaré la magnificencia de esos hermosos animales hasta el día de mi muerte. Nos rodearon formando un semicírculo y aguardaron a que la Dama de las Dríades diese una orden.
—Nosotros no damos órdenes, humano —dijo Arroyo que Murmura mirándome a los ojos—. No podemos darle órdenes al Bosque. Sólo podemos pedir su ayuda. ¡Dirige a tus guerreros, Estruendo!
Uno de los jabalíes abrió las terribles fauces, profirió un rugido tan fuerte que estuvo a punto de dejarme sordo y echó a correr hacia el sonido de los tambores de los orcos. Las otras cinco bestias fueron detrás de su líder con chillidos beligerantes. Los seis dioses del bosque corrieron hacia los árboles, se abrieron paso entre los densos matorrales y desaparecieron.
—Estruendo y sus guerreros detendrán a los Primogénitos. No es muy probable que escapen de sus colmillos y pezuñas, así que ahora disponéis de varios días.
—Muchas gracias, mi Dama —dijo Egrassa mientras se llevaba una mano al corazón—. Mi casa estará eternamente en deuda con vos.
—Recordaré tus palabras, elfo, y te pediré que me devuelvas el favor cuando llegue el momento —dijo la dríade con un gesto serio de asentimiento.
—Mi Dama, cuando los orcos encuentren los cuerpos de sus camaradas comprenderán lo que ha sucedido y reanudarán la persecución.
—No encontrarán los cuerpos —dijo Luz del Sol mientras se apartaba de Hallas—. Los guerreros de Estruendo devorarán a vuestros enemigos.
La idea de que aquellos gigantes devoraran los cadáveres de los orcos me provocó escalofríos. En ese mismo momento, los tambores de los Primogénitos guardaron silencio y, un segundo después, resonó el lastimero plañido de un cuerno. Pero el sonido se interrumpió al poco de comenzar y volvió a hacerse el silencio en el bosque.
—Ya está hecho, ahora debéis marcharos —dijo la niña al elfo—. ¿Luz del Sol?
—Es una herida muy grave, Dama. He hecho todo lo que he podido.
—¿Vivirá? —preguntó Ciendelámparas.
—Sí. Aún tiene fiebre, pero en dos días podrá levantarse. Por desgracia, no he podido salvarle el ojo.
—El Bosque no es todopoderoso —dijo Arroyo que Murmura con un suspiro—. Pero lo importante es que vuestro amigo vivirá.
¿Que el bosque no era todopoderoso? Por alguna razón lo dudaba mucho. Ni el más hábil de los curanderos podría haber hecho lo que había hecho la dríade. De hecho, no todos los hechiceros de la Orden podrían haber curado una herida como ésa y arrancar al gnomo del tenaz abrazo de la hermosa dama conocida como la Muerte. Pero la dríade, con su aspecto de niña de doce años, lo había conseguido.
—Harold, ve con Mumr a buscar la camilla —dijo Egrassa en voz baja.
—No es necesario —lo interrumpió Arroyo que Murmura—. No tengo la menor intención de tolerar la presencia del Cuerno en mi Bosque más tiempo del absolutamente necesario. A pie tardaréis demasiado en salir. El Bosque no desea eso. Si el poder abandona el Cuerno cerca de la Cuna de los Muertos, sucederá algo terrible. Cuanto más lejos estéis del lugar llamado Hrad Spein, mejor para el Bosque. Y no quiero involucrarme más en los asuntos de los hombres, los elfos y los orcos.
—¿Vais a darnos caballos? —le pregunté con sorpresa.
—No. Tampoco se moverían demasiado deprisa por el Bosque. Tengo otra cosa para vosotros. ¿Nube Esponjosa?
La dríade que se encontraba junto a Luz del Sol asintió y silbó con fuerza. Cuatro alces salieron al claro.
—Gracias por responder a mi petición, El que Corre a la Luz de la Luna —dijo Arroyo que Murmura con una sonrisa—, hay que llevar a estos extraños a las tierras de los hombres lo antes posible.
Los ojos marrones de uno de los alces nos miraron de arriba abajo. Entonces, el hermoso animal bajó la cornuda cabeza y resopló en señal de conformidad.
—Gracias, amigo. No hay tiempo que perder, Egrassa de la casa de la Luna Negra. Es hora de que tus amigos y tú partáis.
—¿Cómo vamos a montarlos y a guiarlos?
—No hace falta que los guiéis. Nube Esponjosa y Luz del Sol irán con vosotros.
Mumr volvió a mirar al inmóvil alce que tenía delante, pero no dijo nada.
Montamos en los animales en completo silencio. El primero en subirse a la bestia que tenía delante fue Anguila. Luego le tendió la mano a Mumr y ayudó a su amigo a montar tras él. Mi montura rivalizaba en tamaño con El que Corre a la Luz de la Luna y estaba tratando de averiguar cómo iba a subirme a él cuando el animal se puso de rodillas. Me monté rápidamente sobre su lomo, que la lluvia había humedecido. Kli-Kli, decidida a no dejarme a sol ni a sombra, se sentó detrás de mí y me cogió de la chaqueta.
El alce se incorporó suavemente y, para no caerme, me agarré a uno de sus cuernos con una mano (la otra sujetaba la krasta). La bestia no puso reparo alguno a este exceso de familiaridad. Con la ayuda del elfo, las dríades montaron a Hallas en un tercer alce. Luz del Sol se quedó con el herido gnomo agarrándolo con fuerza por la cintura. Egrassa y Nube Esponjosa montaron en El que Corre a la Luz de la Luna.
—Os doy las gracias de nuevo, Dama, por la ayuda que nos habéis prestado —dijo Egrassa al despedirse—. Las puertas de mi casa estarán siempre abiertas para las Hijas del Bosque, y no habrá ninguna malicia en su interior. Lo juro por el honor de mi clan.
—No me des las gracias a mí, rey. Dáselas al Bosque —dijo la niñita de ojos sabios mirando al elfo que se alzaba sobre ella—. Puede que encuentre tiempo para visitar tu casa cuando haya paz y nada amenace el equilibrio. Así lo espero. Pero ya es suficiente, oigo cómo se acercan Estruendo y sus guerreros. Será mejor que os vayáis. Tras la batalla siempre están hambrientos y no había orcos suficientes para saciar a los Hijos del Bosque. Si deciden devoraros, ni yo misma podré impedírselo. Marchaos.
Con un último ademán de despedida, Arroyo que Murmura nos dio la espalda. El que Corre a la Luz de la Luna, tomando este gesto como una orden, partió a un rápido trote hacia los árboles envueltos por la neblina.
* * *
Arroyo que Murmura tenía razón: los alces eran mejores que los mejores caballos. Los cuatro animales viajaron por Zagraba sin detenerse hasta la caída de la noche. En sitios donde unos caballos se habrían caído, se habrían roto una pata o simplemente habrían sido incapaces de pasar, ellos seguían adelante.
El que Corre a la Luz de la Luna marchaba por delante, aplastando matorrales y maleza con sus poderosos cascos. Cruzaba a la carrera o con potentes saltos las cenagosas hondonadas, inundadas por la incesante lluvia, y los árboles caídos. Los alces eran incansables y en medio día habían recorrido una distancia que a los caballos les habría llevado al menos tres o cuatro jornadas.
Al principio tenía miedo de caerme, pero mis temores eran infundados. Incluso a través de la maleza más densa, las bestias se movían con tal suavidad que los caballos del rey se habrían muerto de envidia de haber podido verlos.
Al aproximarse el crepúsculo, Nube Esponjosa pidió a El que Corre a la Luz de la Luna que se detuviera y descendió de un ágil salto. Seguimos su ejemplo y luego desmontamos a Hallas del alce. El gnomo no había recobrado aún la conciencia, pero ahora al menos no estaba tan pálido como por la mañana. El herido guerrero gemía entre dientes.
—Tiene fiebre —dijo Luz del Sol—. La herida casi se ha curado, pero aún está débil.
—Encended una fogata —dijo Egrassa a Anguila.
El garrakano miró a la dríade de soslayo, pero el elfo sacudió la cabeza.
—No tienen nada en contra del fuego.
Los alces desaparecieron en el bosque y Nube Esponjosa dijo que volverían al alba. Luz del Sol se encargó del gnomo, sin que Kli-Kli se despegara de ellos un solo momento. Nube Esponjosa nos dio unas tortas frescas para comer. Luego se acercó a un hoja dorada, apoyó las manos sobre el tronco y pidió al árbol que nos protegiera de la lluvia. ¡Y juro por mi primer Encargo que el árbol hizo lo que le pedía! Pareció inclinarse sobre nosotros y sus ramas se entrelazaron formando algo muy parecido a un inmenso toldo.
—Mañana os espera un día muy duro —dijo Nube Esponjosa—. Necesitáis una buena noche de sueño si no queréis caeros de las monturas.
Egrassa trató de organizar guardias para la noche, pero la dríade respondió con expresión de desdén.
—Podéis dormir tranquilos. No correréis peligro mientras estéis aquí.
—¿Y los Primogénitos?
—No se atreverían a atacar a las Hijas del Bosque. No tengáis miedo.
Egrassa pareció satisfecho con lo que le había dicho la dríade y se echó a dormir sin perder un minuto más. Anguila siguió su ejemplo. Mumr se quedó un rato sentado junto al fuego, suspirando para sí, y luego se tumbó también para dormir.
—¿Qué sucede, Harold? —me preguntó Kli-Kli.
—No tengo sueño —mentí—. Duérmete tú, no pasa nada. Yo me quedaré un rato despierto.
—Yo tampoco tengo sueño —respondió la trasgo.
Luz del Sol se sentó frente a nosotros y contempló las llamas de la fogata sin parpadear. Nube Esponjosa desapareció en la oscuridad del bosque. Nadie dijo nada y, poco a poco, Kli-Kli comenzó a dar cabezadas. Al fin, el sueño venció por completo a la nieta de Glo-Glo y se quedó dormida, acurrucada contra mi hombro. Incluso empezó a roncar. Estaba cansada y no era de extrañar. Todos lo estábamos después de aquel día.
Un día duro. Un día espantoso. Un día negro. Como tantos otros en los últimos meses. Nuestro grupo había sufrido pérdidas terribles, irreparables. Aún no podía creer que el buen enano estuviera muerto y lo hubiéramos abandonado a merced de los espíritus del bosque.
Deler había canjeado su vida por la de Hallas y de no haber sido por las dríades, habría pagado tan terrible precio en vano. Deler ya no estaba con nosotros, como tantos otros miembros de la pequeña banda de hermanos que había partido conmigo en busca del Cuerno del Arco iris. Alistan se había internado en la neblina para atraer a los orcos y había desaparecido. Y lo más terrible era que nunca sabríamos lo que había sido del conde ni cómo había muerto.
¿Muerto?
Estaba enterrando demasiado pronto al capitán de la guardia. Aún no había visto el cadáver, por lo que para mí siempre estaría vivo. Puede que el señor Alistan hubiera logrado despistar a los Primogénitos. Al sentir que alguien me miraba, me volví hacia la Hija del Bosque.
—No vendrá, humano.
—¿Cómo lo sabéis… señora?
—El bosque y los espíritus me lo han dicho. Tú no los oyes. Créeme, siento mucho que no pudiéramos llegar antes.
—¿Cómo…? —Sentí que se me hacía un nudo en la garganta—. ¿Cómo murió?
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó, con las llamas de la fogata reflejadas en los grandes ojos negros—. ¿Para qué quieres ese dolor? Está muerto, ¿no te basta con eso?
—No, no me basta.
—Muy bien, observa. Y luego no digas que no te lo advertí.
De repente, una intensa luz verde se encendió en sus ojos y, antes de que supiera lo que estaba sucediendo, el mundo se hundió en la oscuridad.
* * *
Los cuernos de caza plañían triunfalmente a su espalda, pero él seguía corriendo y corriendo, tratando de alejar a los orcos del grupo. Su única esperanza era que Egrassa pudiera sacarlos de aquel bosque maldito, porque entonces habría esperanza también para Valiostr. Los fantasmas creados por el hechizo del viejo chamán se deslizaban en silencio a su espalda, dejando huellas perfectamente visibles sobre la tierra y la hojarasca.
Corría con rapidez, aunque tratando de conservar las fuerzas para que no le faltasen al llegar la batalla que se avecinaba. El conde Alistan Markauz no se hacía ilusiones sobre su huida. Sabía que tarde o temprano los Primogénitos lo alcanzarían y que había muy pocas probabilidades de que sobreviviera al encuentro.
El bosque seguía y seguía, sin dar apenas tregua entre los arces apelotonados. La niebla lo rodeaba por todos lados y la larga carrera que lo había llevado hasta el límite de sus fuerzas ya no era importante. Había llegado la hora de encontrar un sitio donde morir. Nunca había creído que moriría así, bajo la lluvia y la niebla de un lóbrego bosque otoñal.
El capitán no le tenía miedo a la muerte, había visto muerte más que de sobra a lo largo de su vida. Pero lamentaba que nadie fuese a saber nunca cómo había caído. De joven se había imaginado muriendo como un héroe en el campo de batalla, defendiendo un estandarte o protegiendo al joven monarca con su cuerpo. Una muerte muy hermosa, digna de ser celebrada en una canción. Pero la muerte no siempre se dejaba escoger, decidía por sí misma cuándo acudía a buscar a un hombre para llevárselo a la luz. O a la oscuridad. Al final era lo mismo para todos. ¿Qué importaba que murieras en medio de una enconada batalla o de un bosque cubierto de niebla?
Vendería cara su vida, pues para él lo más importante era que los orcos no usaran los arcos sino que lo atacaran cuerpo a cuerpo. Es verdad que no tendría por qué haber cargado sobre sus hombros aquella responsabilidad. Podría haberle encomendado la tarea a Anguila o a Ciendelámparas, pero de haberlo hecho, ¿habría podido conciliar el sueño, sabiendo que había enviado a otro a encontrarse con la muerte en su lugar? Alistan estaba acostumbrado a ser el primero en entrar en batalla, el primero en cargar con su caballo contra las filas de los piqueros. Siempre el primero, siempre en el filo de la navaja. Por eso lo respetaban los soldados.
Los cuernos volvieron a sonar y el conde maldijo a la oscuridad. Sus perseguidores habían recortado la distancia y tendría que apresurarse, salvo que, por supuesto, quisiera dar batalla de espaldas a un arce. Alistan Markauz nunca había apelado a los dioses con plegarias, pues creía que era mejor no molestarlos con trivialidades. Había guardado su única oración para la ocasión en que tuviese todo el derecho a llamar a Sagra. Y en aquel momento la llamó con todo su corazón y toda su alma y le pidió a la diosa aterradora que le concediera un lugar apropiado para complacerla librando la batalla más importante de su vida.
Y la diosa lo escuchó.
Tras dejar atrás los arces, el bosque se abrió de pronto y el señor Alistan Markauz se encontró junto a un profundo barranco cuyo fondo estaba oculto bajo una densa capa de niebla. Un puente lo cruzaba, parecido al del Soto Rojo. Era igualmente estrecho e igualmente fácil de defender.
Hecho de piedra, de diez metros de longitud y dos de anchura. Si se empeñaban, dos hombres podían cruzarlo juntos, pero sólo había espacio para que uno de ellos luchara con eficacia. A los lados, en lugar de pasamanos, había sendas barreras rectangulares que le llegaban a la altura de la cintura. Cada dos metros, unas altas columnas se levantaban hasta alcanzar la altura de dos hombres.
Diez metros no eran nada y a pesar de la neblina podía ver con toda claridad la orilla contraria, donde había una ciudad antigua, casi intacta a pesar del paso del tiempo. Sus murallas discurrían paralelas al borde del barranco y el puente terminaba en unas puertas de piedra que estaban, por desgracia, cerradas.
Disponía de varios minutos para descansar y recuperar el aliento. Si se plantaba sobre el puente, podría enfrentarse a sus enemigos de uno en uno, puesto que los orcos no tendrían espacio para atacarlo en masa ni flanquearlo, y las puertas le protegerían la retaguardia.
Markauz recorrió lentamente el puente y al volverse de nuevo hacia los arces, los fantasmas conjurados por el chamán desaparecieron. El hechizo de Glo-Glo había expirado. Bueno, la magia había hecho su trabajo y ahora le tocaba al conde.
Por un momento, el capitán de la guardia lamentó contar sólo con armadura ligera en lugar de su coraza pesada de guerra. No llevaba casco ni escudo, con los que habría podido aguantar mucho, mucho tiempo. Como armas, sólo una espada y una daga. A pesar de la lluvia, se quitó la capa y la dejó caer a sus pies. Luego tiró la vaina y empuñó la espada con las dos manos.
La espada era algo más larga que una hoja convencional y en la empuñadura había espacio para una segunda mano. Estaba listo. Lo único que tenía que hacer era esperar.
Un cuerno sonó muy cerca de allí y los orcos emergieron del sudario de niebla. Seis, diez, quince, diecisiete. Los enemigos de Alistan Markauz lo vieron y uno de ellos levantó el puño. Sus perseguidores dejaron de correr y miraron a su alrededor con suspicacia. Estaba claro que temían una emboscada.
—¿Dónde están tus compañeros, humano? —gritó uno de ellos.
—Muy lejos —dijo el conde en voz baja, pero todos los oyeron.
—¡Ríndete o muere!
El señor Rata sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Dos arqueros se adelantaron.
—¿Es que tenéis miedo? —rugió Alistan Markauz a todo pulmón y el sonido de su voz se propagó por todo el barranco y la ciudad abandonada—. ¿O es que no sois orcos en realidad? ¿Os consideráis la raza superior y le tenéis miedo a un hombre? ¡Oh, vamos, Primogénitos! ¿No tenéis valor para enfrentaros a mí con un yataghan, por eso escogéis el arma de los niños, los cobardes y los elfos? ¡Sois diecisiete y yo estoy solo! ¡Demostradme que sois realmente los Primogénitos! ¡Lo único que tenéis que hacer es desenvainar las armas y cruzar el puente!
Uno de los orcos detuvo a los arqueros y comenzó a hablar con los demás guerreros. El conde esperó y rezó. Entonces, de repente, sintió una mirada penetrante en la espalda y se volvió bruscamente.
La mujer se encontraba detrás de él. Una mujer con un sencillo traje sin mangas y una asombrosa melena blanca que le caía sobre los hombros desnudos. La cara de la desconocida estaba oculta detrás de una media máscara en forma de cráneo. Llevaba un ramo de narcisos pálidos y miraba a Alistan Markauz con cuencas oculares vacías.
—¡No! —dijo él sacudiendo la cabeza con rabia—. ¡No! ¡Así no! ¡Con una flecha no!
Ella no respondió.
—¡Necesito tiempo! ¡Sólo un poco! E iré contigo. ¡Concédeme unos minutos, en el nombre de Sagra! ¡Me llevaré conmigo a todos los que pueda!
Por un momento creyó que la Muerte iba a negarse, pero entonces arrancó los pétalos de sus narcisos con aire pensativo y se alejó en silencio hacia las puertas.
—Esperaré, pero no mucho tiempo.
En realidad no oyó sus palabras, sino que las sintió. Agarró la empuñadura de su espada con más fuerza aún y lanzó un rugido como anticipo de la batalla que se avecinaba. Los orcos terminaron de hablar y uno de ellos llamó a los arqueros.
—¡Te damos una última oportunidad de rendirte, rata!
¿Rata? Vaya. Realmente lo era, le habían concedido el honor de llevar una rata en su escudo de armas. «Nunca arrincones una rata»: era el lema de su familia. Cuando la criatura no tiene nada que perder, vende caro el pellejo.
—¡Adelante, Primogénitos! ¡Os mostraré lo que pueden hacer las ratas!
Estas palabras sellaron el asunto. Sus enemigos entraron en el puente y comenzaron a avanzar hacia él sin prisas.
En cabeza venía un alto orco con un yataghan y un escudo redondo. Buenas armas, pero el Primogénito no tenía ni siquiera una cota de malla, sólo un chaquetón de cuero grueso y áspero y un capacete ligero que le cubría la mitad de la cabeza. Alistan Markauz caminó hacia él. Era mejor luchar en el centro del puente, así tendría sitio para retroceder.
En aquel momento, el señor Alistan se acordó de su infancia.
La primera vez que empuñó una espada fue a los cinco años, pero el arte de la esgrima le resultó difícil de dominar desde el principio. No podía sentir el ritmo, la música, el baile de la hoja.
Y las cosas siguieron igual hasta que a su maestro se le ocurrió la idea de llevar una flauta a la armería.
El viejo guerrero tocaba bien y la flauta cantaba en sus manos, y la música que flotaba en la armería ayudaba al niño a moverse con su arma. La música de la flauta lo guiaba, y a la espada con él, y les mostraba cuándo golpear, cuándo cambiar de postura o cuándo defenderse de una estocada. Y el viejo maestro quedó satisfecho con el hijo de su soberano.
Pasaron los años y aun cuando la tumba del primer maestro de Alistan Markauz llevaba cubierta de flores mucho tiempo, el canto de la flauta permanecía en el corazón del conde. En el mismo instante en que la empuñadura de la espada entraba en contacto con su mano, despertaba y cantaba en sus oídos para ayudarlo, lo mismo en las batallas que en los torneos. Debió de ser aquella canción lo que acabó por convertirlo en uno de los mejores espadachines de Valiostr.
Y ahora la flauta le estaba cantando por última vez. La alegre y vigorosa melodía tomó a Alistan Markauz entre sus brazos y lo arrojó a la batalla.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
Salió al encuentro del primer orco y golpeó primero, sin esperar su ataque. Su adversario, por desgracia para él, avanzaba por la izquierda, con el escudo por delante. Su pierna izquierda estaba expuesta, un sabroso bocado, y la espada de guerra cayó en picado trazando un destello de color rosa que segó carne y hueso por igual. El orco chilló y se desplomó. El señor Alistan asestó varios golpes rápidos y poderosos contra el casco de su enemigo.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
Aunque su camarada había caído, el segundo orco siguió avanzando. Tras un empujón con el costado derecho y una rápida estocada, se protegió con el escudo e inmediatamente lanzó un rápido contraataque. El yataghan cortó el aire con un siseo repulsivo, en dirección a la coronilla de su enemigo. La hoja del conde recibió el tajo con la parte plana, empujó al yataghan hacia atrás, buscó la cara del enemigo, cambió de dirección y se encontró con su escudo.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
El orco retrocedió tambaleándose, tropezó con el cadáver de su camarada e inmediatamente perdió el yataghan junto con su antebrazo derecho.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
Alistan no tuvo la oportunidad de terminar con el Primogénito. El siguiente orco saltó sobre su herido camarada y atacó con ferocidad. Llevaba un yataghan y una daga larga en la mano. Otros Primogénitos se llevaron de allí al orco que había perdido el brazo. Esta vez el conde se enfrentaba a un rival experimentado, al que la falta de escudo no hacía más vulnerable. El yataghan y la daga bailaron en el aire hilvanando un intrincado patrón de plata que era imposible de atravesar a golpes.
Un choque de las espadas. Y otro. Cada vez que se encontraba con el acero enemigo, la espada del conde emitía un chirrido de furia que era secundado por el eco de una flauta que los orcos no podían oír.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
El orco pasó al ataque, lanzó un tajo de arriba abajo con el yataghan, se encontró con la espada del conde y trató de esquivar el inesperado obstáculo, lo que Alistan Markauz aprovechó para desviar la hoja de su enemigo, abrirle la guardia hacia la derecha y, después de penetrar en ella, asestarle un fuerte golpe en la barbilla con el pomo de la espada.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
La gruesa bola de la empuñadura de la espada destrozó el hueso y el orco se desplomó. Alistan Markauz no tenía intención de perdonarle la vida. No era momento de nobles actos de caballería. Sólo tenía un objetivo: llevarse consigo a todos los Primogénitos que pudiera. La espada revoloteó alrededor de la muñeca derecha del conde con la ligereza de una pluma. Alistan la agarró por la empuñadura como si fuese un bastón y se la clavó a su caído enemigo con todas sus fuerzas.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
¡Aún no es hora de morir! ¡Que sigan el baile y las canciones!
Por alguna razón, tenía la mejilla izquierda húmeda y algo le goteaba desde la barbilla. Bizqueó y se miró: toda la parte delantera de su chaquetón estaba empapada de sangre. ¡Ah, por la oscuridad! El orco había sido muy rápido con la daga. El conde ni siquiera sabía cuándo había logrado alcanzarlo. Era raro, porque no sentía ningún dolor, a pesar de que tenía toda la parte izquierda de la cara abierta por un enorme tajo. Gracias a Sagra, el golpe lo había alcanzado por debajo del ojo, porque de no ser así, la sangre que le saliera de la frente lo habría estorbado en la pelea.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
La flauta cantaba y la espada lo hacía en armonía con ella. Un yataghan cortó el aire y un escudo recibió sus poderosos golpes verticales. Cuando la espada del conde volvió a caer, el orco no se quedó esperando como un idiota. Atrajo el escudo hacia sí para arrebatarle al golpe parte del mordiente. La espada se clavó en el escudo y el Primogénito levantó el yataghan triunfantemente, pero al hacerlo abrió su guardia. La daga que había aparecido de repente en la mano izquierda de Alistan Markauz se coló por la abertura, perforó el chaquetón del orco y se clavó en el punto que los guerreros conocen como la «manzana sanguinolenta». El conde retrocedió de un salto y arrancó su espada de un fuerte tirón.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
Le ardía la mejilla como si un torturador le hubiese cosido dentro un puñado de carbones candentes, pero no tenía tiempo para el dolor: dos enemigos habían saltado sobre él a la vez. El primero, armado con una lanza, cargó contra él como un jabalí salvaje. El segundo, con un hacha, se encaramó de un ágil salto al muro izquierdo del puente y se dispuso a golpear desde arriba. Alistan Markauz se agachó para esquivar el descenso del hacha y empujó con todas sus fuerzas al orco que se había subido al estrecho borde. El Primogénito perdió el equilibrio y cayó al barranco.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
Empuñando el arma sobre su cabeza con las dos manos, como si en lugar de ser una lanza fuese una especie de arpón de guerra, el orco lanzó una serie de rápidas estocadas dirigidas al cuello y al pecho de Alistan Markauz. El conde consiguió parar los golpes, aunque no sin grandes dificultades.
El sudor resbalaba por su cara, mezclado con la sangre que brotaba de su herida. Le pitaban los oídos, le pesaban las piernas y le faltaba el aire. No podía ni decir cuánto tiempo llevaba retrocediendo. La atención del conde estaba totalmente centrada en los ojos dorados de su enemigo. El afilado aguijón de la lanza describió varios círculos en el aire y luego descendió sobre su hombro, cambió de dirección para buscar la rodilla y al fin subió hacia la barbilla. Cada vez le costaba más parar los golpes. Lo único que podía hacer era desviar la lanza hacia la izquierda y hacia la derecha. Y era imposible partir el arma en dos: tenía prácticamente una cuarta parte del astil forrada en hierro.
Ambos esperaban a que su rival cometiera un error, abriera un poco la guardia, perdiera la concentración, diera un traspié o, simplemente, no consiguiera parar un golpe. La espada que Alistan Markauz llevaba en la mano se hacía más y más pesada a cada segundo que pasaba. A duras penas logró desviar hacia la izquierda la punta de la lanza y entonces trató de aprovechar la inercia del movimiento para asestar un golpe al Primogénito…
El orco fue más rápido. Se agachó hasta quedar casi tumbado en el suelo mientras empujaba la lanza hacia adelante con las dos manos. La fina punta cuádruple atravesó la cota de malla de Alistan Markauz y se le clavó en el costado derecho. Y, una vez más, él no sintió ningún dolor.
Agarró la lanza que sobresalía de su costado con la mano izquierda, dio un fuerte tirón hacia fuera y, para su sorpresa y satisfacción, la parte inferior del astil alcanzó al orco en el pecho tomándolo por sorpresa. Luego se pasó el arma a la mano derecha para poder acercarse a su estupefacto adversario.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
La cabeza del Primogénito se separó de su cuerpo y el conde se llevó la mano izquierda al costado derecho. Mala cosa. El conde sabía lo que sucede cuando el acero perfora el hígado. Era el fin.
Unas manos ávidas de dedos finos y elegantes se posaron sobre sus hombros. Profirió un rugido furioso y se revolvió para quitárselas de encima. La Muerte se vio obligada a retroceder un paso.
—¡Aún no es la hora! ¡Todavía puedo con otro!
El puente llegó a su fin. Tuvo que empuñar la espada con una mano para poder hacer presión sobre la herida con la otra. Al menos así detendría la hemorragia y podría disponer de un minuto más.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
¡Haz reír a la Muerte! Alégrala con tu canto para que recuerde esta batalla eternamente. ¡Qué desgracia que nadie, aparte de aquellos reptiles de ojos amarillos, fuese a presenciar el mayor de sus combates! Y la flauta cantó y el acero cantante de la espada la acompañó con fiera y feroz armonía. Paso atrás, golpe, parada, golpe, parada contra el contragolpe, paso a un lado. Otro golpe. Y otro. La espalda contra las puertas. Golpe. Parada.
Movió violentamente la mano delante de sí y la sangre de su guante le cayó al orco en los ojos. El Primogénito perdió el equilibrio un instante y el conde empuñó el arma con las dos manos e, ignorando la hemorragia, le cercenó la pierna y cargó contra él.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
El canto de la flauta resonó sobre Zagraba y se propagó por todo el mundo. Se preguntó si sus camaradas podrían oírlo. Probablemente no, pues ya estaban muy lejos. Muy, muy lejos. El conde esbozó una sonrisa triunfante.
Todo se volvió negro. Hubo un rugido en sus oídos y, por alguna razón, sintió que se mareaba. Golpeó a ciegas, por instinto, anticipándose a cada golpe. «Oh, sólo un poco más».
La hoja de su espada golpeó algo duro y se detuvo, y mientras la empuñadura estaba a punto de escapársele de las manos, oyó un chillido gorgoteante.
¡Canta, flauta! ¡Canta!
«¿Qué, Muerte, lo ves? Esto es mucho mejor que las flechas». Aún podía luchar un poco más. Los orcos recordarían la batalla y les hablarían a sus nietos de él.
«¿Por qué está tan oscuro? ¿Por qué me siento tan mal? ¿Son éstas tus manos de nuevo, Muerte? ¡Aún no es la hora! ¡Aún no es la hora! ¿No oyes el canto de la flauta? ¿No oyes la música?».
¡Canta, flauta! ¡Ca…!