14: El Laberinto

14

El Laberinto

Glo-Glo se había equivocado: el destacamento de orcos que llevábamos todo aquel tiempo esperando no apareció al sexto día, sino al séptimo, y sólo una vez iniciada la tarde. La inactividad estaba volviéndome loco y había tratado de dormir (hasta que la bota de Fagred se llevó el sueño) o de observar a los orcos y sus hábitos, hasta que un salvaje con la boca llena de colmillos me aconsejó (de la manera más educada posible, me apresuraré a añadir) que había llegado la hora de dormir. No podía sacarme de la cabeza lo que había dicho Olag: que después de tantos siglos de paz, los orcos habían decidido poner de nuevo a prueba las defensas de Valiostr y el Reino Fronterizo.

Tal vez el Reino Fronterizo pudiera resistir, pero las fronteras meridionales de mi nativo Valiostr (con sus guarniciones de laxa disciplina, donde los hombres no sabían ni empuñar una espada como es debido) vacilarían y sucumbirían y los Primogénitos empujarían nuestro ejército hasta el Iselina. Transcurriría al menos una semana hasta que el acomodaticio generalato comprendiera lo que estaba sucediendo y decidiera trasladar tropas desde el norte y Miranueh, tiempo suficiente para que los orcos provocaran daños catastróficos. ¿Y podríamos aguantar, aunque el ejército llegara a tiempo? Nuestra única esperanza eran los barones, como Oro Gabsbarg, y las ciudades, como Maiding y Moitsig, que se levantaban junto a Zagraba. Sus murallas podrían contener por algún tiempo los ejércitos orcos. Al menos eso esperaba, lo esperaba con todas mis fuerzas…

Tampoco me había olvidado del pequeño flinillo: si había cumplido con lo prometido y había encontrado a mi grupo, los refuerzos debían de estar acercándose a toda velocidad. La pregunta era: ¿llegarían a tiempo?

Lo que sí había llegado era un destacamento de orcos. A primera hora de la tarde cantó un pájaro entre los árboles. Los orcos que estaban sentados alrededor de la fogata y junto al obelisco se volvieron hacia allí y uno de los Primogénitos respondió a gritos. Momentos después, los orcos inundaron el claro. Parecía que eran inagotables y cuando el último de ellos hubo salido de entre los árboles, había contado setenta y seis Primogénitos.

Y también ellos traían prisioneros.

La mayoría de éstos eran elfos, pero había también cuatro hombres, guerreros del Reino Fronterizo. Al verlos, Mis se sobresaltó.

—¡Los conozco! Son los muchachos de la guarnición de la quebrada del Borracho. ¿Cómo han llegado hasta aquí? Puede que tengas razón, Harold, y esos monstruos subhumanos hayan emprendido ya la marcha.

—No lo creo —dijo Glo-Glo—. De ser así, habría muchos más prisioneros. Lo más probable es que esos idiotas irrumpieran a ciegas en el Bosque Dorado y se toparan con problemas, como vosotros.

—Supongo que es posible —suspiró Mis.

—Ahora se repetirá.

—¿A qué te refieres, Glo-Glo?

—A lo de siempre, Harold. ¡Decapitarán a unos cuantos elfos!

El trasgo tenía razón, pero no del todo. Sólo ejecutaron a dos de los elfos y no en el claro, sino en el bosque. A los demás se los llevaron al obelisco, donde los dejaron con doble vigilancia (y bajo la supervisión del diligente Shokren) en compañía de los hombres, a la espera de que les llegara el momento.

—Puede que no les corten la cabeza —dijo Glo-Glo, pensativo—. Puede que esta vez hayan decidido hacer una excepción y meter también a los oscuros en el Laberinto.

—¿Puedes ver qué insignias llevan? —pregunté al trasgo.

—Las mismas que los otros: las de los Caminantes del Arroyo. Un clan mediano, no demasiado fuerte.

—¡No me refiero a ellos! ¡Te preguntaba por los elfos!

—A-a-ah… Creo que se trata de la casa del Agua Negra. Son muy feroces, es la casa de los oscuros más cercana al Bosque Dorado. Hacen llorar lágrimas de sangre a los orcos, aunque parece que ahora son ellos los que van a tener que hacerlo.

La inseparable pareja, Olag y Fagred, se acercaba de nuevo a nosotros.

—Preparaos, monos, nos marchamos dentro de cinco minutos. Confío en que no estéis pensando en escapar, ¿verdad? Si es así, mejor será que nos lo digáis. Más vale terminar decapitados aquí mismo que acabar colgados de un árbol y destripados como peces.

Como es natural, ninguno de nosotros estaba pensando en escapar, y aun en el caso de que no fuese así, nunca habríamos informado a los Primogénitos al respecto. Olag asintió con gesto satisfecho, se ajustó el yataghan y se alejó en dirección al obelisco. Fagred se disponía a seguirlo, pero entonces se detuvo, me enseñó los dientes con una sonrisa, me agarró del pelo y me susurró al oído:

—Ayer llegó un cuervo para Shokren, Polilla. Ya no te necesitan, así que prepárate para conocer el Laberinto.

Entonces, aparentemente satisfecho consigo mismo, salió corriendo detrás de Olag.

—Lo siento, muchacho —dijo Glo-Glo mientras me daba una reconfortante palmadita en la espalda.

—La verdad es que no estoy demasiado turbado —le respondí, y era verdad—. Más tarde o más temprano…

—¡Ah, conque aún no nos hemos rendido! —me dijo el trasgo con un guiño astuto.

Como es lógico, si al final optábamos por luchar, estaba seguro de que los orcos se acordarían de nosotros durante siglos, porque ¿cómo ibas a encontrar mejores guerreros que un chamán viejo y medio loco y un ladrón lo bastante estúpido como para dejarse atrapar por los Primogénitos?

* * *

—El tal Olag decía la verdad —dijo Glo-Glo mientras alisaba un jergón de paja—. Los orcos han partido a la guerra. Todos sus pueblos han quedado vacíos. No hay más que mujeres, niños y el mínimo indispensable de guerreros. Los Primogénitos han trasladado sus fuerzas al norte. Oh, la diversión está a punto de empezar.

—Es una estupidez, ¿no? —preguntó Mis, que estaba tumbado con las manos bajo la cabeza, contemplando el techo—. Mientras ellos están ocupados con nosotros, los elfos oscuros atacarán sus casas…

—No, no lo creo… Estoy seguro de que también han trasladado fuerzas ingentes al oeste y que ahora hay una serie de guarniciones entre el Bosque Dorado y el Bosque Negro.

Puede que el trasgo tuviese razón, ¿quién podía saberlo? En todo caso, durante los cinco días que habíamos pasado viajando por Zagraba, el único tema de conversación de los orcos había sido la gran marcha. Nos habíamos alejado más y más hacia el sur, adentrándonos en el corazón mismo de los bosques orcos. Por el camino, cada poco tiempo, nos encontrábamos con pequeños pueblos. De hecho, ni siquiera sé si se los podía llamar así. Eran asentamientos fortificados y perfectamente camuflados. El propio bosque protegía a sus moradores frente a sus enemigos. Estas pequeñas fortalezas albergaban los guerreros justos para contener un ataque sorpresa. Las casas de los civiles, hechas de madera y piedra, tenían un aspecto sólido y próspero y había también pequeñas viviendas de dos, o incluso tres pisos sobre los árboles.

Unos puentes livianos y de aspecto etéreo comunicaban el ramaje, por lo que era bastante sencillo moverse con libertad de árbol en árbol… siempre, claro está, que uno no sufriera de vértigo. Los puentes y las casas eran puntos ideales para emplazar arqueros si un enemigo lograba romper las defensas e irrumpir en el asentamiento. Mientras los adversarios corrían abajo, los arqueros les harían pagar un precio muy caro por su intrusión, y los guerreros enemigos que trataran de escalar los enormes troncos de los monumentales árboles no tendrían donde resguardarse de las flechas y caerían por docenas.

Habíamos pasado las dos últimas noches en asentamientos así. Nos mantenían separados de los demás prisioneros. Glo-Glo decía que éramos propiedad de Bagard, que éramos sus caballos de carreras para el festival de otoño. Nos daban de comer, nos trataban bien y nos dejaban dormir en alguna choza que contaba incluso con jergones de paja. Pero no escatimaban esfuerzos para vigilarnos: además del círculo de Shokren, había siempre un centinela apostado en nuestra puerta.

El tiempo apenas había cambiado mientras viajábamos. Los días eran luminosos y soleados, aunque hacía bastante frío. La lluvia no hacía acto de presencia, a pesar de que la mitad del otoño había pasado ya.

—Mañana por la tarde llegaremos al Laberinto —nos informó Glo-Glo despreocupadamente.

Sentí que se me hacía un nudo en el estómago.

—Y pasado mañana es el maldito festival de los orcos, así que preparaos.

El trasgo comenzó de nuevo a murmurar entre dientes, como si no estuviéramos allí. Que el Sin Nombre se me llevase. ¿Es que todos los trasgos tenían que agriarles el humor a los demás a la hora de dormir? ¿O era cosa de mala suerte que tuviera que cruzarme siempre con los más atontados representantes de la tribu de la piel verde?

Pero el viejo trasgo volvía a tener razón. Al día siguiente llegamos a una zona de acantilados bajos y medio desmoronados, cubierta por un bosque de arces de intenso color rojo del que el Laberinto distaba sólo un tiro de piedra. Al menos, eso es lo que nos dijo Glo-Glo. En cuanto a mí, no veía el menor rastro de laberinto alguno. Estábamos rodeados de bosques, acantilados bajos que parecían más bien cerros y el silencio del otoño.

Y luego había una pequeña aldea orca sin el menor indicio de murallas o fortificaciones.

—¿Eso es el Laberinto? —pregunté. No me había sentido tan decepcionado en toda mi vida.

—Claro que no —dijo el trasgo encogiéndose de hombros—. El Laberinto está más allá, Harold.

—¡Cerrad el pico, bestias infectas! —gruñó un orco al tiempo que blandía su lanza amenazadoramente en nuestra dirección.

Tuvimos que posponer la conversación por un tiempo. Nos metieron a los tres en un profundo pozo situado en un extremo de la aldea. Y, por si acaso, taparon la entrada con una reja de acero.

—Estupendo —rezongó Mis—. No podemos alcanzarla ni saltando. Y como se ponga a llover, nos vamos a empapar.

—Mientras no nos ahoguemos, empaparse no es tan terrible —repuso Glo-Glo—. ¿Qué estaba diciendo…? ¡Ah, sí! ¡El Laberinto! Bien… Está justo detrás de esa arboleda que hemos dejado a la derecha. A diez minutos de aquí.

—¿Quieres decir que hay una ciudad a sólo diez minutos de la aldea?

—¿Quién ha dicho tal cosa? —preguntó mirándome con perplejidad.

—Tú.

—Yo no he dicho nada sobre una ciudad —objetó el chamán—, Me refería al Laberinto.

—¿Pero el Laberinto no es una ciudad, algo así como la ciudad élfica de Bosque Verde?

El chamán me lanzó una mirada sumamente recelosa, pero al ver que no estaba bromeando, resopló de manera desdeñosa.

—¡Bosque Verde y el Laberinto no se parecen en nada! Bosque Verde es la ciudad de la Llama Negra, la mayor urbe de todo Zagraba, así como, casualmente, la antigua capital de los elfos, antes de que las razas de la luz y la de la oscuridad se dividieran. Pero en cuanto al Laberinto… Me parece que vuestros «sabios» se han confundido un poco. No es una ciudad, sino una estructura. Laberíntica, claro. Los orcos no viven allí, sólo acuden al lugar una vez al año para celebrar el festival de otoño y divertirse viendo correr a unos cuantos trasgos.

—Ah, conque es eso… —dijo Mis arrastrando las palabras.

—Pero no esperéis grandes multitudes. Este año no va a estar demasiado concurrido. Los orcos van a la guerra, así que no creo que veamos a muchos Primogénitos por aquí.

—Olvídate de eso… Creía que Shokren iba a reunirse aquí con la Mano para darle el Cuerno.

—Oh no, Harold. Eso no es tan urgente, la Mano aún no lo necesita. ¿Qué iba a hacer con él? Hasta que los Primogénitos se encuentren cara a cara con el Sin Nombre, a quien nominalmente han reconocido como señor, el Cuerno no les servirá de nada. Y además, o mucho me equivoco o Shokren no podrá hacer nada con él por sí mismo. Necesitará un grupo de chamanes. Así que primero se divertirá un rato con los corredores del Laberinto, antes de partir hacia el norte con el destacamento. Al menos, eso creo yo.

—¿Es el único chamán que hay por aquí?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Ni que fuera clarividente. Confío en que lo sea, y confío también en que no sea tan poderoso como se cree, porque de lo contrario mi magia no valdrá una moneda de cobre.

—Quítate los mitones antes de intentar nada —dijo Mis con una risilla.

—Mañana nos espera un día duro —dijo el trasgo, que no estaba de humor para discutir—. Necesitaremos todas nuestras fuerzas, que los dioses nos ayuden.

Como es lógico, yo esperaba también que los dioses nos echaran una mano, pero por lo general, siempre que me meto en algún embrollo realmente complicado, resulta que todos los dioses se encuentran de viaje en algún lugar muy, muy lejano y al final tengo que enfrentarme solo a los maliciosos caprichos del destino. Conque sólo podía depender de mí mismo y de mis camaradas, que tendrían que haber llegado hacía ya mucho tiempo.

* * *

—Come, Harold —dijo Glo-Glo con la boca llena, mientras me ofrecía parte de la comida que los orcos habían bajado al pozo a primera hora de la mañana—. Hoy es mejor que no pases hambre.

—No, gracias. No me apetece —murmuré.

No podía comer nada, aunque había dormido razonablemente bien. El trasgo y Mis desayunaron hasta que la comida les salió por las orejas, pero yo no podía sacarme el ruido de la cabeza. Los orcos, la oscuridad se los llevara, habían comenzado con sus juegos nada más amanecer y ya habían metido a alguien en el Laberinto. Puede que fuesen elfos, puede que los guerreros de las Tierras Fronterizas capturados, o puede que alguien más, no lo sabía. El rugido de la multitud remitía y volvía a elevarse. Me recordaba al trueno de una tormenta lejana.

—Esa chusma asquerosa se lo está pasando en grande —siseó Mis entre dientes al oír los gritos de la muchedumbre.

Nadie respondió. Yo estaba demasiado tenso y Glo-Glo seguía farfullando en la incomprensible lengua de los trasgos. Pero al fin nos llegó el turno de participar en el espectáculo. La rejilla se abrió sobre nuestras cabezas y la cara de Fagred apareció frente al nublado cielo. Con la ayuda de un orco al que no conocíamos, bajó una escalerilla al pozo y gritó:

—¡A ver, mono calvo! ¡Es hora de sumarse a la fiesta!

Mis se levantó sin precipitarse y se estiró.

—¿Y nosotros? —pregunté en voz baja.

—Iremos en la próxima ronda —respondió Glo-Glo en voz igualmente baja.

—Guardad un buen recuerdo de mí —dijo Mis como despedida, antes de alejarse hacia la escalerilla.

Salió del pozo y los orcos volvieron a colocar la rejilla.

—Escúchame con mucha atención, muchacho —susurró Glo-Glo de repente—. No te había dicho nada hasta ahora porque no sabía con quien me tocaría y hablar antes de tiempo podía arruinar la única y minúscula posibilidad que aún nos queda. Pero como los espíritus del bosque te han escogido como compañero mío… escucha y recuerda. No tendré tiempo de repetírtelo. Yo ya he corrido por el Laberinto, hace mucho tiempo. Más de treinta años, de hecho. Aquella vez logré escapar ileso de los Primogénitos, así que sé de lo que hablo. Siempre meten a los prisioneros en el Laberinto de seis en seis: en tres parejas. Cada pareja va unida por una cadena. Y los encadenan de maneras completamente distintas, según el capricho de los espíritus del bosque: una mano con un pie, un pie con otro pie o incluso peor aún: un pie con el cuello o una mano con el cuello. Estas dos últimas serían catastróficas para nosotros: si encadenan tu cuello a mi pie, no llegaremos muy lejos, así que recemos para que no suceda eso. Cuando nos lleven al Laberinto, no te olvides de cojear…

—¿Para qué? —lo interrumpí.

—¡Escúchame, quieres! —exclamó el trasgo con furia—. Tú cojea, pero que sea convincente. A veces a los Primogénitos se les mete en la cabeza la idea de que sus prisioneros pueden correr demasiado y no nos conviene que sea así. Para ralentizarlos un poco, les cortan un tendón de la pierna. Imagino que no querrás ir por el Laberinto a rastras, ¿verdad? Ya lo suponía. Cuando nos dejen sueltos, debemos correr hacia el centro del Laberinto. Allí hay una piedra y lo único que tenemos que hacer para ganar es subirnos a ella. Pero no es nada fácil. De hecho, es casi imposible. Sólo una pareja de cada cincuenta lo consigue. Si vamos por el camino que conduce a la piedra, estamos condenados, pero resulta que hay otro. Me encontré con él la última vez, cuando cometí la estupidez de salir corriendo en dirección contraria. El camino está protegido por unos «pilares» y si conseguimos pasar entre ellos, podremos escabullimos por un estrecho pasadizo que lleva hasta la piedra. No es nada fácil, pero es mejor que correr, como hará el resto.

—¿Qué nos espera en el Laberinto, cuáles son los peligros?

—Primero están los cazadores. Cuatro orcos. Su trabajo es cortarnos la cabeza, pero nosotros también podemos matarlos y ninguno de los Primogénitos que presencian ese estúpido espectáculo nos tocará un pelo por hacerlo. No sé cómo tratarán de atraparnos los cazadores, en solitario o todos a la vez. Luego están las trampas. Corrientes y mágicas. De las segundas creo que puedo encargarme. Tercero, las fieras. Son obra de la magia de los orcos y las hay de distintas clases, pero las más peligrosas son los «pilares». Se los puede matar si uno sabe cómo hacerlo, pero esperemos no tener que llegar a eso. Lo más importante que debes recordar es esto: haz todo lo que te diga, por muy extraño que pueda parecer. ¿Está claro?

—Como el agua. Pero ¿los orcos conocen ese pasadizo secreto?

—Así es, pero no piensan que sea necesario bloquearlo. Añade un agradable toque de incertidumbre a sus apuestas. Gracias a los espíritus del bosque, no tienen ni la menor idea de que ya he disfrutado del dudoso placer de dar un paseo por su Laberinto.

—Esa información podría haberle salvado la vida a Mis.

—¿Qué quieres que te diga, Harold? —suspiró Glo-Glo sin tratar de buscar excusas—. Puede que tengas razón y le hubiera salvado o puede que te equivoques y se hubiese perdido entre los pasillos sin encontrar nunca su objetivo. Lo único que sí sé es que si se lo hubiera dicho, mis posibilidades de sobrevivir se habrían reducido de manera considerable. Los orcos nunca permitirían que dos parejas llegaran a la piedra por el pasadizo en un mismo día. La vida es así.

No respondí nada. Puede que tuviese razón. Pero puede que no. ¿Quién podía saberlo? No me sentía capaz de juzgarlo.

Presté atención al lejano rugido, tratando de deducir cuándo nos tocaría el turno. Tuvimos que esperar largo rato a que vinieran a buscarnos. Más de dos horas. Había empezado a tiritar, o más bien a estremecerme. La maldita incertidumbre estaba crispándome los nervios y lo único que deseaba era una cosa: que la condenada espera terminase de una vez.

La rejilla de metal se movió a un lado, la escalerilla bajó y el rostro de Fagred volvió a aparecer.

—Vuestro amigo ha partido al otro mundo. ¡Salid, monos! Es vuestro turno.

Conque Mis no lo había conseguido. «Descanse en la luz».

En cuanto salí del pozo, me tiraron al suelo y me ataron las manos, lo mismo que a Glo-Glo.

—Seguidme, guardad silencio y escuchad. ¿Entendido? —nos gritó uno de los orcos.

—Entendido —respondió Glo-Glo.

—Espabila, Polilla —dijo Fagred mientras me daba un empujón, pero esta vez no fue demasiado brusco. Estaba tratando con delicadeza a sus caballos de carreras, el infecto gusano.

En cualquier caso, no había olvidado las instrucciones del viejo chamán y comencé a cojear visiblemente del pie derecho.

—¿Qué te pasa en la pierna? —preguntó Fagred al instante.

—Me torcí el tobillo al bajar al pozo —mentí. Fagred frunció el ceño con gesto de inquietud, pero no dijo una palabra.

—Antes de meteros en el Laberinto, os atarán con una cadena —comenzó a explicarnos el orco—. Una vez dentro, vuestro objetivo es encontrar una piedra triangular que hay en el suelo. Si os subís a ella, se acabó el juego. Os perseguirán cuatro cazadores. Matarlos no va contra las normas. Tenéis derecho a elegir cualquiera de las armas que se os ofrezcan. No hay límite al tiempo que podéis pasar en el Laberinto. Eso es todo. ¿Lo habéis entendido?

—Lo hemos entendido —volvió a responder Glo-Glo.

Los gritos de la muchedumbre se hicieron más audibles cuando salimos de la aldea y los abedules se separaron y nos dejaron ver un estrecho valle encajado entre los acantilados tapizados de árboles. Daba la sensación de que todo aquello era obra de la magia. En cualquier caso, a unos cincuenta metros de nosotros, el valle desembocaba en un inmenso foso que se extendía entre los acantilados hasta donde alcanzaba la vista. Había plataformas de observación talladas en las paredes de los acantilados. Muchas de ellas estaban vacías, pero en otras había orcos. Glo-Glo se había quedado un poco corto en sus cálculos: había más de trescientos Primogénitos en las plataformas.

Y calculé que habría varios miles más en las laderas de las colinas, observando lo que sucedía en el foso. No todo el mundo había partido hacia el norte.

—Esperaremos aquí —gruñó Fagred tras llevarnos al borde mismo del foso.

Era la ocasión perfecta para echar un vistazo. El foso tenía unos veinticinco metros de profundidad. Estaba dividido por paredes de manera aleatoria, sin propósito aparente, y este caótico desorden era lo que creaba el llamado Laberinto. Estaba un poco decepcionado. No había esperado que la grandiosa estructura de los orcos fuera un simple agujero —por muy profundo que pudiera ser— excavado en el suelo y dividido por una serie de particiones. Las particiones estaban formadas por una especie de trepadora silvestre que, a pesar de encontrarnos a mediados de octubre, mantenía sus hojas verdes. O al menos, eso parecía desde donde yo me encontraba.

—Glo-Glo, ¿qué son esas plantas de ahí? —susurré en voz baja.

—Te recomiendo que te mantengas lo más alejado posible de las paredes —respondió el trasgo con un siseo—. Son ojos amarillos, y aparte de ser venenosos, se lo comen absolutamente todo.

—Gracias, me has alegrado el día.

En ese momento llegó Olag y nos condujo hasta una escalera que había junto al borde del foso y que descendía a su interior. En el fondo había una jaula separada del resto del Laberinto por una gruesa rejilla. Además de Glo-Glo, de mí y de los cinco orcos que nos habían acompañado (incluidos Olag y Fagred, para asegurarse de que no sufríamos ningún daño antes de tiempo), había al menos otros diez Primogénitos, así como dos elfos y dos humanos. Los elfos estaban sucios y era evidente que los habían golpeado sin piedad, pero aun así mantenían un porte orgulloso, como si los prisioneros fueran los orcos y todo el Laberinto les perteneciera.

—¿El último grupo? —preguntó a Olag un orco con un delantal de cuero.

—Sí.

—Pues empecemos.

—Mano con mano —dijo mientras apuntaba a los elfos con el dedo.

»Pie con pie. —Esto era para los dos humanos.

Dos Primogénitos comenzaron a encadenar con cuidado a los corredores. Delantal de Cuero se nos acercó, lo pensó un momento y al fin anunció:

—Cuello con pie.

Glo-Glo exhaló un gemido sordo, pero entonces Fagred se acercó, agarró a Delantal de Cuero de una manga y se lo llevó a un lado. Vi desaparecer dos esmeraldas en la mano de Delantal de Cuero. El orco volvió a nuestro lado y declaró:

—Mano con mano.

Me pusieron un grueso brazalete en la muñeca izquierda. El situado al otro extremo de una pesada cadena de un metro de longitud acabó alrededor de la muñeca derecha del trasgo.

—No me dejes en mal lugar, Polilla —me susurró amenazadoramente Fagred al oído—. Hemos invertido mucho en ti.

—¿Corres mucho? —me preguntó Delantal de Cuero.

—¿Es que no ves que está cojo? —respondió el trasgo por mi y al momento recibió un pescozón en la nuca por parte de Fagred.

Pero por suerte, Delantal de Cuero quedó satisfecho con eso.

—¿Corres mucho? —preguntó a uno de los guerreros humanos.

—Sí —respondió el hombre con tono sombrío—. Demasiado para que me cojáis.

—Eso está bien —dijo Delantal de Cuero con un gesto serio, antes de seguir adelante.

—¡Escoged vuestras armas, pero sin estupideces!

Nadie pensaba intentar nada estúpido, ni siquiera los orgullosos y taciturnos elfos. ¿Qué podían hacer con una espada cuando seis arqueros les estaban apuntando?

Había un verdadero montón de acero sobre dos grandes mesas situadas junto a las barandillas. Nada de arcos, ballestas, jabalinas, estrellas arrojadizas, u hondas, claro está. Los astutos orcos no querían que sus prisioneros atacaran a los espectadores. Así que tuvimos que escoger entre una selección de armas cortantes y punzantes.

Mientras el trasgo y yo paseábamos entre las mesas, cada uno de los elfos escogió un s’kash y los hombres se decantaron por una espada y un hacha de un solo filo. Yo habría escogido algo como una lanza o una pica. Con un arma así puedes mantener a raya a cualquier enemigo, o casi. Pero para manejarla habría necesitado tener las dos manos libres. Y con una lanza no hay quien corra demasiado. Así que tras un breve titubeo, elegí una espada corta de hoja ancha, un arma clásica de la infantería. Tenía casi la misma longitud que mi cuchillo, sólo que era más ancha y más pesada. Y tenía su propia vaina, por lo que no necesitaba llevarla en la mano.

El trasgo inspeccionó el instrumental y resopló con desaliento, pero al fin, tras hurgar un rato en el último de los montones, sacó una daga del Sultanato con la hoja en forma de llama. Probó el arma dando unos cuantos tajos al aire y luego se la metió detrás del cinturón.

—¡Muy bien, os toca salir! —ordenó Delantal de Cuero y, a su señal, los orcos comenzaron a levantar la pesada rejilla.

Sin esperar a que terminaran de hacerlo, los elfos oscuros salieron de un salto al Laberinto y echaron a correr a toda velocidad. Obviamente, también ellos tenían un plan. O al menos no el de enfrentarse al Laberinto junto con nosotros.

Entonces les tocó el turno a los humanos. Glo-Glo tampoco perdió un momento. De un salto, salió al Laberinto arrastrándome consigo. La rejilla comenzó a bajar lentamente detrás de nosotros, con un chirrido tan terrible que casi me impidió oír el grito de Delantal de Cuero:

—¡Eh, corredor!

Todos nos volvimos al mismo tiempo y uno de los arqueros orcos le clavó una flecha en la pierna al hombre que había dicho que corría mucho.

—¡A ver lo deprisa que puedes correr ahora, monito!

Los orcos respondieron con carcajadas atronadoras.

—Me dijiste que les cortaban los tendones —murmuré mientras me dirigía al hombre herido.

—Los tiempos han cambia… ¡Cuidado!

Glo-Glo saltó a un lado arrastrándome consigo. Puede que el trasgo fuese de talla pequeña, pero era muy fuerte y tuve que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio. Dos criaturas habían salido corriendo del pasadizo por el que acababan de desaparecer los elfos. Parecían esqueletos humanos normales y corrientes, sólo que un poco más grandes y con cuatro brazos en lugar de dos. Y eran del mismo color verde oscuro que las paredes del Laberinto. De hecho, parecían hechos de plantas en lugar de carne y hueso. El rugido de entusiasmo de los orcos resonó atronador entre las colinas. El espectáculo había comenzado.

—¡Corre! —gritó el trasgo—. ¡No puedes hacer nada por ellos!

Maldiciendo a todos los dioses (y, ya que estaba, también al trasgo), corrí tras él sin pensar en las criaturas que se acercaban a los dos guerreros. En pos de mi compañero, entré en un pasadizo angosto de paredes elevadas. El pequeño chamán era increíblemente ágil y me costaba mucho seguirlo.

—Izquierda… Dejar atrás tres corredores a la izquierda… Derecha… En línea recta… Izquierda de nuevo… —murmuraba el trasgo mientras me llevaba por una ruta que sólo él conocía.

Dirigí una mirada ansiosa hacia atrás, pero parecía que las criaturas verdes no nos seguían.

—¿Qué eran? —pregunté a Glo-Glo.

—Creaciones de los chamanes de los orcos, no demasiado peligrosas, salvo que dejes que te pisoteen. Una molestia, más que nada.

—¿Entonces por qué has salido corriendo de ese modo?

—¡No me distraigas! Creo que ahora es por la derecha… ¡Sí! ¡Por aquí!

Y el trasgo salió de nuevo a la carrera, arrastrándome consigo. Me había perdido por completo en el verde laberinto y corría detrás del trasgo como un perro obediente. Finalmente, Glo-Glo dobló un acusado recodo hacia la izquierda y nos encontramos en un callejón sin salida.

—¡Se acabó! —dije con la respiración entrecortada, y por todas las colinas resonó un trueno de alegría.

Decidme, si es que lo sabéis, ¿cómo podían vernos los orcos? ¡Pues podían, así se los llevasen los demonios de la oscuridad!

—¿Adonde me has traído ahora, Glo-Glo?

—¡Calla un momento y déjame pensar! Hace treinta años que estuve aquí y mi memoria ya no es lo que era. Vaaaaamos a ver, ¿dónde me habré equivocado?

—Puede que…

—¡Cierra el pico!

Tuve que hacer lo que me decía el trasgo y esperar a que se le ocurriera otra idea brillante. La verdad es que lamentaba mucho mi asociación con los trasgos. Todos están perturbados y siempre piensan las cosas al revés.

Mientras el trasgo meditaba, yo saltaba ansiosamente sobre mis pies y lanzaba miradas nerviosas hacia el verde pasillo. Gracias a Sagot, todo estaba tranquilo (esto es, sin contar los gritos de los orcos y la furibunda discusión que mantenía el trasgo consigo mismo).

Era el momento de echar un vistazo al Laberinto. La maleza verde alcanzaba los diez metros de altura, así que era ocioso pensar en escalar las paredes. Aparte de su tremenda altura, las plantas eran tan tupidas y estaban tan llenas de espinos que daba miedo sólo mirarlas. El suelo del Laberinto me sorprendió: estaba totalmente cubierto de pequeñas losetas grises, encajadas unas con otras. Y no había una sola mota de polvo por ninguna parte, como si el lugar se limpiase a diario.

—No he visto una sola trampa.

—Ni vas a verlas —gruñó el trasgo—. Están todas en los pasillos principales y por lo general nadie es tan estúpido como para correr por ahí.

—Salvo puede que nosotros —repliqué.

—Ajá. Vámonos, sabelotodo. ¡Conozco un atajo!

Glo-Glo volvió por donde habíamos llegado, arrastrándome consigo. Una vez seguro de que íbamos en la dirección correcta, el trasgo echó a correr. Nos zambullimos en el verde abismo del Laberinto y corrimos entre sus paredes hasta que apareció ante nosotros una criatura que parecía la hermana gemela de las que nos habían atacado junto a la entrada. Pero algún individuo especialmente diligente le había cercenado uno de los brazos. Al ver a unos intrusos, el esqueleto verde echó a correr hacia nosotros.

—¡Ah, por la oscuridad! —maldije mientras desenvainaba la espada.

Obviamente, Glo-Glo había perdido por completo la chaveta, puesto que echó a correr en línea recta hacia nuestra muerte. E incluso gruñó como si lo hubieran ultrajado cuando intenté detenerlo. No podía hacer otra cosa que correr tras él y esperar que hiciera lo que tuviera que hacer. De repente se detuvo, alargó un brazo, giró sobre su eje arrastrándome consigo, dijo algo en un rápido susurro y movió velozmente los dedos dentro de los mitones. Al principio no sucedió nada, pero entonces la criatura que corría hacia nosotros se detuvo y por todo su cuerpo comenzaron a brotar fiorecillas amarillas. Y lo mismo le sucedió a la sección más próxima del muro.

—Alejémonos lo más posible —dijo Glo-Glo con una voz perfectamente calmada—. Por si no ha salido como esperaba.

Retrocedimos.

—No funcionará una segunda vez. Ese hechizo lo tenía preparado desde antes de que me pusieran los mitones —declaró Glo-Glo con aire de suficiencia.

Entretanto, las florecillas amarillas habían cubierto por completo el muro y a la criatura que nos había atacado. Y entonces explotaron y el ser se disolvió en una masa muy parecida al pelo mojado. Lo mismo le sucedió al muro. Se desmoronó dejando el camino expedito al siguiente pasillo.

Pero por desgracia para nosotros, en aquel momento salió un orco estupefacto por el agujero. El Primogénito estaba armado con una lanza larga de punta ancha, que no me alegré demasiado de ver. Al vernos, el orco echó a correr hacia nosotros sin perder un instante.

Ni Glo-Glo ni yo teníamos la menor intención de permitir que un cazador de tres al cuarto se llevara nuestras cabezas así como así. De modo que salimos corriendo en dirección opuesta. Por desgracia para nosotros, el orco reaccionó con bastante rapidez y nos persiguió enarbolando la lanza. Los espectadores comenzaron a aullar.

De nuevo, me limité a correr detrás de Glo-Glo. El trasgo llegó a una intersección y, tras doblar un par de recodos, salió a un pasillo que discurría paralelo al otro en el que nos habíamos encontrado al orco.

—Ese Primogénito se cree más listo que yo —dijo de pronto el chamán trasgo con una risilla.

¡Definitivamente, había perdido la cabeza! ¡Menudo momento para ponerse a presumir!

El secreto del buen estado de ánimo del trasgo se reveló pocos segundos después. La magia chamánica de Glo-Glo había hecho aparecer un enorme agujero en el muro; lo atravesamos y volvimos al pasillo del que acabábamos de vernos obligados a escapar.

—Y ahora recto… a la derecha… recto y luego cuatro intersecciones… Eso es… Tres… cuatro… y la quinta a la izquierda…

Me asombraba que el trasgo, que sólo había estado allí en una ocasión, conservara un recuerdo tan preciso de la ruta en su cabeza. Salimos a un espacio redondo de grandes dimensiones del que nacían seis pasillos y nos dispusimos a cruzarlo a la carrera.

—¡La tercera de la derecha!

Pero nos paramos en seco a la entrada del pasillo que necesitábamos, porque Glo-Glo siseó:

—¡Quieto, no muevas ni un músculo!

Entorné los ojos y miré de soslayo al chamán, que se había transformado en una estatua sumamente convincente. ¿Qué le sucedía? Entonces mis ojos se trasladaron de su persona al centro del espacio abierto, donde había salido algo verde de la nada. Parecía un cruce entre una inmensa pompa de jabón y una araña, sólo que en lugar de patas tenía brazos humanos, seis u ocho en total. No tenía cabeza, ojos ni boca, que se viesen. La criatura permaneció allí sin moverse, con los brazos-patas doblados debajo, emitiendo un suave gorgoteo.

—Harold, no te muevas y guarda silencio —dijo el trasgo sin apartar los ojos de la araña—. No nos hará nada mientras no nos movamos.

—¿Qué es? —susurré ansiosamente.

El trasgo decidió no obsequiarme con una respuesta. En ese momento, un orco con aire de enorme seguridad salió corriendo al espacio abierto, con la lanza preparada. Al ver la araña, el cazador se puso lívido de repente y se detuvo en seco. El animal se puso en pie de un salto (o más bien abrió las manos), avanzó gorgoteando un par de metros hacia el orco y entonces volvió a sentarse en el suelo. Claramente había perdido de vista a su presa, una vez que ésta había quedado inmóvil.

El Primogénito nos miró con furia y, a pesar de lo desesperado de la situación (al menos a juzgar por el aspecto del orco y el trasgo), no pude evitar la tentación de guiñarle un ojo. El orco pareció encontrar este gesto insoportablemente ofensivo y comenzó a gruñir. Al instante, la araña se le acercó otros dos metros y nuestro amigo se vio obligado a cerrar el pico.

Glo-Glo comenzó de nuevo a murmurar para sus adentros y entonces sonó algo parecido a un chasquido de dedos, a pesar de que aún llevaba puestos los estúpidos mitones. El orco aulló con sorpresa y saltó un metro en el aire, como si alguien acabara de clavarle una aguja al rojo vivo en el trasero.

La araña dio un ágil salto hacia adelante y agarró al aullante Primogénito con sus ocho brazos. No vi lo que sucedió después, porque había echado a correr detrás de Glo-Glo como si me persiguiera la Muerte. Pero dudo mucho que la suerte del orco fuese envidiable. Al menos nos habíamos librado de uno de los cazadores, lo que sólo dejaba a tres. Finalmente, Glo-Glo decidió que después de una carrera tan prolongada sería buena idea recobrar el aliento, así que nos detuvimos en una intersección.

—¿Qué… era… eso? —dije, casi sin aliento.

—¿Eso? Un monstruo que apareció… en las profundidades de los bosques cuando los elfos y los orcos experimentaron con el chamanismo de guerra. Es el resultado de aquellos experimentos. En principio es perfectamente inofensivo.

—Creía que habías dicho lo mismo de esas criaturas de cuatro brazos.

—No, es realmente inofensivo. Lo importante es no molestarlo. Los ventripompas son muy territoriales y creen que todo el que se acerca a ellos es un enemigo. Sólo tienes que quedarte quieto y esperar a que se vayan. De hecho, ni siquiera se comen a sus presas, sólo las mastican hasta convertirlas en pulpa y vuelven a escupirlas.

—Una idea alentadora… que te conviertan en pulpa a base de masticarte. Por cierto, un truco muy hábil con el orco.

Por alguna razón, el comentario pareció abochornar un poco a Glo-Glo, que murmuró:

—En realidad se suponía que mi magia debía lanzar un relámpago sobre el ventripompa, pero gracias a los mitones, ha hecho saltar al orco.

Mmm, sí. ¡Gracias a los dioses, no nos había afectado a nosotros!

—Y por cierto, ¿qué es eso del relámpago? No sabía que los trasgos poseyerais magia de guerra. Vuestro chamanismo es meramente defensivo.

—¿Y eso quién lo dice?

—Bueno, siempre habéis dicho…

—¡Eso os lo dijimos a los hombres para no tener que ver a vuestra Orden merodeando por nuestros bosques! ¿Por qué íbamos a compartir nuestros secretos con vuestros hechiceros? ¿Nos vamos?

—¿Está muy lejos aún?

—Más o menos a la misma distancia que ya hemos recorrido —respondió el trasgo tras pensarlo un momento.

Exhalé un gemido.

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, recto, izquierda de nuevo, luego derecha, luego recto y luego atrás a toda velocidad para escapar de otro de esos esqueletos de cuatro brazos. Eran monstruos ágiles, sí, pero también estaban resultando bastante estúpidos. Al llegar a un callejón sin salida, esperamos a que la criatura diera su salto final y se dejara caer en el suelo. El esqueleto pasó volando sobre nuestras cabezas como un enorme saltamontes y se estrelló contra la pared. Al instante, el muro cobró vida, envolvió a la criatura verde con sus brazos y se la tragó.

—¡Uf! —fue todo lo que pude decir ante semejante maravilla.

—No tiene nada de raro —dijo Glo-Glo mientras se limpiaba el polvo de la capa—. A esas criaturas las creó el mismo hechizo que el muro, de modo que si entran en contacto, sencillamente se funden.

—¡Cuántas cosas sabes!

—¡Soy un chamán, muchacho, no un simple charlatán del mercado! Y un chamán tiene que saber toda clase de cosas, porque si no, su tribu no vivirá mucho tiempo. Vamos, mueve esas piernas, ya queda poco.

Y no llegamos demasiado lejos, porque en la intersección siguiente nos topamos con otro cazador. Por suerte se encontraba de espaldas a nosotros, con la mirada perdida en la distancia y una flecha lista en el arco. ¿Estaba tendiéndole una emboscada a alguien?

No más de siete metros nos separaban del Primogénito. No era una gran distancia, pero por lo que a mí se refería, no estaba convencido de que, si trataba de atacar al cazador, no acabara con una flecha en las tripas. Glo-Glo y yo nos miramos y señaló mi espada con los ojos. Suspiré y comencé a desenvainarla lentamente. Por suerte para mí, el orco no se volvió. Pero entonces el destino quiso que las cadenas tintinearan.

No tenía tiempo de pensar, así que arrojé la corta y pesada arma al orco con todas mis fuerzas. Y sucedió algo imposible. La suerte debía de estar de mi parte aquel día, porque la espada, tras dar una serie de vueltas en el aire, fue a clavarse en el pecho del Primogénito antes de que tuviera tiempo de disparar. El impacto fue tan fuerte que el orco salió despedido hacia atrás y se estrelló contra la pared.

—¡Que se me lleven los espíritus del bosque! —exclamó Glo-Glo mientras sacudía la cabeza con deleite—. No tenía ni idea de que supieras hacer eso.

—Ni yo —dije al trasgo mientras observaba con pesar cómo desaparecía el cuerpo del orco en la tupida barrera verde, llevándose mi espada consigo.

—Vamos, Harold, sólo dos intersecciones más y habremos terminado. ¡Orcos! Los vamos a dejar con un palmo de narices. —Y siguió adelante sin prestar la menor atención al cuerpo del orco y a mi perdida espada.

—¿Estás seguro de que en los últimos treinta años los orcos no han cegado tu pequeño pasadizo?

—No, pero la esperanza es lo último que se pierde.

Dos intersecciones después, el trasgo me agarró del brazo y dijo:

—Mira.

Estábamos frente a un espacio abierto idéntico al anterior, donde habíamos visto al ventripompa. Pero éste no tenía ninguna salida y había tres grandes columnas en él. Dos de ellas eran columnas normales y corrientes, pero a la tercera le salían dos brazos que se parecían mucho a los de una mantis religiosa.

—¿Y ahora qué? —rezongué.

—Son los pilares de los que te hablé —musitó el trasgo—. Los que no tienen garras están durmiendo y el otro está de guardia. Son terriblemente rápidos, pero si conseguimos pasar entre ellos, llegaremos al pasadizo.

—Pero ¿dónde está? —pregunté. Los pilares no parecían haberse percatado de nuestra presencia y me relajé un poco.

—¡Ahí, mira! —dijo el trasgo, tan fresco como un pepino, mientras señalaba al otro lado del espacio abierto.

Tuve que aguzar la mirada para ver el pasadizo del que hablaba.

—¿Estás de broma? —exclamé casi a todo pulmón—. Hasta un ratón tendría dificultades para entrar por ahí.

—No olvidemos que la última vez yo pasé sin problemas —respondió malhumoradamente el trasgo.

—¡Pero yo no soy tú! ¡No pienso entrar ahí!

—¡Oh, ya lo creo que lo harás!

—¿Por qué te haría caso, en el nombre de la oscuridad? —rezongué.

—Porque hay muchas probabilidades de que, gracias a mí, sobrevivas. —Parecía que nada podía abochornar al trasgo—. Créeme, muchacho, el pasadizo es mucho más grande de lo que parece. Muy bien, si seguimos perdiendo el tiempo, alguno de los cazadores o de los monstruos nos encontrarán. Lo único que tienes que hacer es correr con todas tus fuerzas y no ponerte al alcance de las garras del pilar.

—¿Y los otros?

—Los otros tardarán medio minuto en despertar. ¿Listo?

Tragué saliva y asentí.

—¡Corre!

Antes de que hubiéramos recorrido menos de una cuarta parte de la distancia, el pilar comenzó a moverse rápidamente hacia nosotros sin hacer el menor ruido.

En cuestión de un simple latido del corazón, se encontraba sobre nosotros, colosal. Necesité de toda mi destreza para esquivar una de sus garras. Conseguí hacerlo, pero el pilar volvió a golpear tras dar un increíble giro de trescientos sesenta grados con el brazo. Salté hacia un lado, Glo-Glo hacia el otro y la garra alcanzó la cadena que nos mantenía unidos cerca del brazo del trasgo.

La cadena se partió y Glo-Glo se quedó sólo con el brazalete y yo con el resto. Mientras profería una serie de obscenidades escogidas y recogía la cadena con el brazo, eché a correr en pos del trasgo.

El pilar me pisaba los talones, así que me lancé como un pez por el estrecho agujero, detrás de Glo-Glo. En algún lugar situado detrás de mí, unas garras golpearon las paredes de piedra y comencé a mover desesperadamente brazos y piernas para alejarme lo máximo posible del nervioso pilar. Por suerte para el trasgo y para mí, la condenada bestia no trató de derribar la pared y nos dejó escapar.

—Glo-Glo, ¿te importaría…? —gruñí al trasgo, que reptaba delante de mí—. Más despacio, no puedo seguirte.

El trasgo se detuvo amablemente y esperó a que lo alcanzara.

—Ha sido perfecto, ¿eh?

—Si no tenemos en cuenta el hecho de que ese pilar casi nos aplasta y que el pasadizo es más estrecho que el ojo de una aguja, sí… ha sido perfecto.

—No te preocupes, cabes de sobra. —Glo-Glo estaba demasiado satisfecho consigo mismo como para fijarse en mis lamentaciones—. ¡Pero ahora no levantes la cabeza si no quieres toparte con el muro!

¡No hacía falta que me lo recordara! Ya sabía que con un centímetro de más a la izquierda o a la derecha, me encontraría con las paredes verdes.

—¿Cuánto tenemos que arrastrarnos?

El chamán no se arriesgó a volver la cara hacia mí. Un mal movimiento en aquel lugar podía provocar una muerte grotesca. Sería como escapar de Piedras Grises y partirte el cuello dando un traspié. La ley de la desgracia universal en acción, por así decirlo.

—¿Puedes aguantar ciento cincuenta metros más?

Apreté los dientes y dije:

—¿Qué otra alternativa me queda? Lo conseguiré. Siempre que esto no se estreche aún más.

—No lo hará. Sigue arrastrándote.

Seguimos arrastrándonos, El único lugar en el que me había «divertido» tanto era Hrad Spein, al escapar por aquel largo y estrecho túnel de piedra. Cuando, según mis cálculos, habíamos cubierto prácticamente la distancia completa, Glo-Glo se detuvo de repente, dejó de jadear y anunció:

—Eh, Harold …Tenemos un problemilla.

—¿Qué clase de problema? —pregunté con voz temblorosa, imaginando que el trasgo se había encontrado con otro monstruo del Laberinto.

—Hay un esqueleto en medio del camino.

—¿Y cuál es el problema?

—Pues que está en medio del camino —repitió pacientemente—. Tal vez yo pueda pasar, pero dudo mucho que tú lo consigas.

—No me digas que vamos a tener que retroceder —siseé con furia.

—¡Imposible! ¡Lo desmontaré!

—¿Qué quieres decir?

—Hueso a hueso. Espera.

Tuve que quedarme allí, oyendo la respiración agitada del trasgo. Finalmente, hasta mi paciencia terminó por agotarse y siseé como una culebra de la hierba con frío:

—¿Qué, falta mucho?

—Ya está. Confío en que el fallecido no se moleste con nosotros. Vale, quitaré el cráneo de en medio… ¡Eh, tú! Ya… Ya está. ¡Vamos!

No sabía cómo lo había conseguido el trasgo, pero lo único que encontré en el pasillo eran unos huesos pegados a la tierra (no había losas en el suelo). Glo-Glo había dejado todo lo demás junto a la pared. El resto del camino a la salvación transcurrió sin más contratiempos y cuando el chamán y yo salimos del pasillo, nos recibió un rugido procedente de las gradas.

Estábamos en otro espacio abierto, con una enorme piedra triangular en el centro. Y entre la piedra y nosotros, se encontraba el tercer cazador. Al vernos sonrió, hizo una reverencia (un gesto sorprendente en sí mismo) y sacó su yataghan.

El Primogénito no tenía prisa por atacar. Claramente estaba esperando a que tratáramos de llegar a la piedra. Miré su yataghan y lamenté el mal momento en que había perdido la espada.

—¿Y ahora qué hacemos? —siseé entre dientes sin mover los labios—. Esa serpiente se muere de ganas de cortarnos en pedacitos.

—Tengo una daga —dijo Glo-Glo mientras sacaba el juguete oriental de su cinturón.

—¿Esperas que se muera de risa al ver ese mondadientes? —pregunté sin apartar los ojos del sonriente orco.

—¿Y si le lanzas la daga? Como la espada.

—Dos milagros en un solo día sería demasiado. No funcionaría. ¿Cómo va tu magia?

—Imposible. Con los mitones podría pasar cualquier cosa. Mejor no intentarlo.

El orco empezaba a impacientarse y nos llamó con un dedo, sin dejar de sonreír.

—Vamos, Glo-Glo, rodéalo —sugerí—. No podrá alcanzarnos a los dos.

—Tonterías.

—De ese modo, al menos uno llegará hasta la piedra.

El chamán no discutió y comenzó a moverse alrededor del orco en un amplio círculo. El Primogénito no se esperaba una maniobra tan ingeniosa por parte de los monos y, dejando de sonreír, corrió para interceptarlo.

Glo-Glo aceleró. Corrí hacia la piedra y el orco se olvidó del trasgo al instante y vino hacia mí. Me acerqué a él mientras hacía girar el metro de cadena que me quedaba por encima de mi cabeza.

El astuto chamán hizo lo que le había dicho y no se metió en la pelea. Subió a la piedra de un salto y al instante desapareció.

El orco me cortó el paso. Lancé la cadena en dirección a su cara, pero él la esquivó saltando a un lado con la destreza de un bailarín, antes de golpear con su yataghan. Me dejé caer con bastante torpeza, rodé sobre mí mismo y volví a hacer girar la cadena. Obviamente, el guerrero no quería matarme enseguida, sino entretener a la multitud. Ahora era yo el que se encontraba entre el orco y la piedra y no pensaba dejar pasar una oportunidad así. Corrí hacia la piedra dejando a mi adversario boquiabierto.

¿De verdad esperaba el muy cretino que tentara al destino y me enfrentara a un yataghan con una triste cadena rota? ¡Estaba claro que los Primogénitos subestimaban demasiado a los humanos! Puede que fuésemos monos indignos de vivir en Siala, pero no éramos idiotas.

—¡Alto, cobarde! ¡Lucha! —lo oí rugir detrás de mí, pero era demasiado tarde. Ya me había subido a la piedra.

¡Bam! Volví a aparecer en la jaula de Delantal de Cuero.

Y allí estaba Glo-Glo, sonriendo. Algunos de los orcos se frotaban las manos con alegría y otros proferían sonrojantes maldiciones. Por un instante, Olag y Fagred esbozaron idénticas sonrisas de satisfacción. Parecía que tanto ellos como el comandante y su chamán habían ganado gran cantidad de lo que quiera que utilizasen los orcos como moneda.

—¡Alargad las manos, monos! —gruñó Delantal de Cuero—. Os voy a quitar las cadenas.

—¡Felicidades, Harold! —dijo Glo-Glo con una risilla—. Ya puedes contarte entre los pocos que han sobrevivido al Laberinto.

—No vayas tan rápido, verdoso —retumbó Delantal de Cuero—. A ver cómo os va mañana, cuando cierren ese pasadizo.

Me quedé allí con la boca abierta hasta que Olag y Fagred nos llevaron al trasgo y a mí de vuelta a la escalera.

* * *

—¡No me dijiste nada sobre una segunda vuelta por el Laberinto! —dije a Glo-Glo, muy enfadado, una vez que regresamos al pozo.

—No quería alterarte sin necesidad —respondió el trasgo con cautela.

—Glo-Glo —dije, hablando con el corazón—, ¿cuándo pensabas decírmelo?

—Esta tarde —respondió inmediatamente.

—Bueno, ¿y cuántas veces tengo que entrar en ese condenado Laberinto?

El trasgo vaciló y evitó mi mirada.

—Venga, ¿cuántas? —pregunté, decidido a no tener misericordia.

—El festival comienza a mediados del otoño y dura ocho días.

—¿Ocho días? —repetí como un eco las últimas palabras del chamán.

Conque teníamos que entretener a los Primogénitos y arriesgar el pellejo siete veces más.

—¡Bueno, si te lo hubiera dicho esta mañana, imagina en qué estado habrías entrado en el Laberinto!

—¿Ocho días? —Seguía sin creer que el destino me hubiera hecho una jugarreta tan sumamente sucia.

—Mira, ¿lo ves? —suspiró el trasgo—. A eso precisamente me refería.

—Y dime, ¿alguien lo ha conseguido alguna vez? —Como es natural, se trataba de una pregunta retórica.

—Pues la verdad es que no —respondió el chamán con renuencia—. Nadie lo ha hecho nunca. Lo máximo han sido tres días.

—¿Entonces qué esperanza tenemos?

—Puede que se me ocurra algo.

—¿Y cómo lograste librarte de las atenciones de nuestros anfitriones durante tu primera visita al Laberinto?

—A-a-a-ah… —dijo el trasgo con una sonrisa de suficiencia—. Aquella vez escapé después del primer recorrido. Por entonces no había pozos y los orcos no eran unos centinelas tan celosos. Y además, teniendo en cuenta que se emborrachan como cubas para celebrar el festival, en los lejanos y apacibles días de mi juventud no era muy difícil escapar. Al contrario que ahora.

—O sea, que los orcos tomarán uno o dos tragos de más esta noche…

—Sí, pero ni tú ni yo podemos volar y aunque pudiéramos esa rejilla no nos permitiría escapar.

En ese mismo instante, la rejilla se deslizó hacia un lado y aparecieron las caras de Olag y Fagred.

—Corréis bien, monitos. Bagard y Shokren están muy satisfechos con vosotros.

Los orcos nos bajaron un saco lleno de comida y dos botellas.

—Comed y recuperad fuerzas. Mañana tenéis que salir otra vez.

La rejilla volvió a su lugar, pero Fagred nos recordó una última vez que nos estaban vigilando.

Aquella tarde nos dimos un verdadero banquete. Nos habían traído toda clase de comida. Una de las botellas era de agua. La otra, de vino.

Los orcos tampoco estaban de brazos cruzados y de vez en cuando los oíamos cantar y tocar los tambores. Los muy gusapos estaban pasándoselo en grande y lo cierto es que era comprensible. ¡No eran ellos los que estaban metidos en un pozo asqueroso!

* * *

—¡Chist! ¡Chist! ¡Eh! Harold, ¿estás ahí?

En mi sueño podía oír el frenético siseo de una sartén. Decidí no prestar atención a tan extraño sonido y seguir durmiendo, pero fue en vano. El siseo continuó y al poco tiempo se unieron a él unos golpecitos en mis costillas. Esto último era cosa de Glo-Glo. No tuve más remedio que despertar.

—¿Qué pasa? —pregunté al trasgo.

—¡Hay alguien ahí arriba!

Levanté la mirada, pero las nubes habían ocultado las estrellas y la luna y era una noche oscura, así que no tenía sentido tratar de distinguir nada. El extraño siseo se repitió por encima de mi cabeza.

—¡Chist! Harold, ¿estás ahí?

—Quién demonios… Kli-Kli, ¿eres tú?

—¡Al fin! —farfulló el bufón de la corte—. ¡Comenzaba a pensar que ese flinillo nos había mentido!

—¿Estás solo?

—No, con Egrassa.

—¿Podéis mover la rejilla?

Nunca había pensado que pudiera sentir tanta dicha. ¡Estuve a punto de ponerme a bailar!

—No, Harold —respondió Egrassa—. Tiene un candado. Si lo rompemos, los orcos lo oirán. ¿Sabes quién tiene la llave?

—¡Esperad un momento! Si te quito los mitones, ¿podrías abrir la rejilla en silencio? —pregunté a Glo-Glo, que había permanecido callado todo ese tiempo.

—Sí.

—Pues entonces no necesitamos una llave. ¿Tenéis algo pequeño y fino?

—¡Yo sí! ¡Un clavo! —me informó Kli-Kli.

—¡Tíramelo! —dije con alegría, tratando de no pensar para qué querría el trasgo un clavo durante un viaje y en la bota de quién pretendería colocarlo llegado el momento.

El clavo era muy, muy pequeño y muy, muy fino. Como hecho a medida.

—¿Lo has encontrado? —preguntó una voz desde arriba.

—Sí. Ahora esperad.

—¡Deprisa! Los orcos podrían aparecer en cualquier momento.

—¡No me metas prisa! —siseé mientras comenzaba a hurgar desesperadamente en la cerradura del mitón izquierdo de Glo-Glo.

El chamán aguardó con paciencia.

—¿Cuanto falta para que empiece a clarear? —le pregunté en voz baja.

—Unas dos horas… —respondió él con idéntica discreción—. Puede que un poco más. Se pondrá a llover dentro de unos diez minutos.

—¿Cómo lo sabes?

—Un chamán tiene que saber cuándo va a llover.

—¿Como las ranas? —pregunté con una estúpida risilla.

¿Fue mi imaginación, o el trasgo sonrió en la oscuridad? En ese momento, con un débil chasquido, la cerradura cedió y el chamán se quitó el mitón. Seguí trabajando con el otro.

—Si empieza a llover y aún no han dado la alarma, tendremos más posibilidades de ocultar nuestro rastro.

—¿Y si no lo conseguimos?

—Puedo imaginarme lo que nos harán los Primogénitos por arruinarles el festival después de que hayan dormido la mona.

Me estremecí involuntariamente, pero en ese momento la segunda cerradura también soltó un chasquido. Glo-Glo se había librado de los mitones.

—Excelente —murmuró—. Pégate a la pared y diles a tus amigos que se aparten de la rejilla.

—¡Egrassa! ¡Kli-Kli!

—¿Sí? ¿Cómo ha ido?

—¡De primera! Apartaos de la rejilla. ¡Unos diez metros! ¡Vamos a hacer magia!

—Pero si…

—Kli-Kli, ¡por una vez no discutas!

—Pero…

—Ya vamos —dijo Egrassa.

Supongo que el elfo agarró a Kli-Kli del cuello y se lo llevó de allí. En la oscuridad no podía ver lo que estaba haciendo el trasgo, pero de repente un viento comenzó a soplar dentro del pozo. Después ascendió y levantó la rejilla sin hacer el menor ruido.

—Ya está —suspiró Glo-Glo—. Llama a tus amigos y saquemos de aquí nuestras tristes posaderas.

—¿No se nos caerá sobre la cabeza? —pregunté. Debo admitir que la demostración del anciano me había parecido asombrosa.

—No te preocupes, muchacho.

Mis amigos bajaron la escalerilla. Yo subí primero. Al llegar arriba me agarraron un par de manos y me ayudaron a salir. Allí estaba: en la superficie de la tierra. Había mucha más luz que abajo y pude distinguir los rostros satisfechos de Kli-Kli, Alistan Markauz y Egrassa.

—¿Estás vivo, ladrón?

—Sí, mi señor.

—¡Menudo truco de magia te has sacado de la manga! —dijo Kli-Kli con voz nerviosa—. ¡Ha hecho fuuush y ha salido volando! ¡No daba crédito a mis ojos!

—No estoy solo —advertí a mis rescatadores, y en ese momento apareció Glo-Glo—. Éste es el venerable Glo-Glo, un chamán.

—¡Oh! —chilló Kli-Kli al ver a mi amigo y, por alguna razón, se ocultó detrás del elfo.

—Es un placer conocerte —dijo el señor Rata con un gesto de asentimiento—. Y ahora, si nadie tiene objeciones, vámonos de aquí antes de que aparezcan los orcos.

—Tienen el Cuerno —anuncié.

—Ya no —me contradijo Egrassa mientras me tendía mi mochila.

—¿Cómo es posible? —pregunté, incapaz de creer lo que veían mis ojos.

—Los flinillos han hecho un esfuerzo especial. Por el anillo que les diste están en deuda con nosotros hasta la tumba —me explicó el elfo.

—¿Y Shokren?

—¿Qué Shokren?

—El chamán que tenía mi mochila —les expliqué.

—Ahora tiene una flecha en el cuello —dijo el señor Alistan noticia que me dejó encantado—. Así que será mejor que nos larguemos de aquí antes de que alguien dé la alarma.

No les pregunté cómo habían conseguido internarse en el corazón de la ciudad de los orcos, matar al chamán y llevarse la mochila con el Cuerno, y todo ello sin que los vieran. Y traté de no pensar demasiado en el hecho de que habían ido primero a por el Cuerno y luego a por mí.

—Seguidme, pero sin hacer ruido —nos advirtió Egrassa, antes de ponerse en movimiento.

Fui tras él, pero Kli-Kli me adelantó y se instaló entre los dos, Glo-Glo y Alistan ocuparon la retaguardia. Había unas fogatas al borde del pueblo y se oían cantos. Anguila salió de la crecida hierba como un fantasma. Al verme hizo un pequeño gesto de cabeza y luego miró a Glo-Glo de arriba abajo y con sorpresa, pero no dijo nada hasta que Alistan Markauz le preguntó:

—¿Todo despejado?

—Sí, pero esos dos iban hacia el foso, así que he tenido que ocuparme de ellos.

Al ver los dos cuerpos muertos, no pude contenerme y me acerqué. En efecto. Olag y Fagred. Abatidos por sendos cuchillos arrojadizos prestados por Kli-Kli.

—¿Algún ruido? —preguntó mi señor Alistan con ansiedad.

—Ni siquiera se enteraron de lo ocurrido —dijo Anguila con una risilla.

Glo-Glo escupió un grueso esputo sobre el cuerpo de Fagred.

—¡Todos a los árboles!

Cruzamos el claro a la carrera y encontramos refugio entre los arces. Dos figuras de corta talla se separaron de los troncos.

—¡Te dije que lo conseguirían, cara barbuda!

—¡Y si no nos hubiéramos quedado aquí en el bosque, les habría sido aún más fácil, cabeza de gorro! ¡Albricias, Harold! ¡Llevábamos siglos sin vernos! ¡Uf! ¡Te ha salido barba, como a mí! ¿Y quién es el que va contigo?

—Parece un trasgo —dijo Deler aproximándose.

—¡Otro bufón no! —gimió Hallas, pero Egrassa les dijo a los dos que cerraran la boca inmediatamente.

Algo se movió entre las hojas de los arces y las primeras gotas de lluvia cayeron sobre mi cara.

—¡Tenemos que alejarnos, honorables señores, y mejor que sea cuanto antes! —dijo Glo-Glo, tomando la iniciativa.

—¡Conque ahora es un trasgo el que va a decirnos lo que tenemos que hacer! —rezongó Hallas.

—Debemos ir hacia el este —continuó el viejo chamán como si no lo hubiera oído—. En cuanto crucemos los acantilados, podremos seguir el arroyo. Yo me encargaré de borrar nuestras huellas.

—¡De acuerdo! —dijo Egrassa. Por alguna razón, había confiado en el trasgo desde el primer momento—. ¿Nos enseñas el camino?

—Sí, vamos.

Seguimos alejándonos por el bosque. La lluvia les cantaba una nana a las hojas. Todo era humedad, frío y oscuridad impenetrable. Yo caminaba detrás de Hallas, así que cuando Mumr se incorporó al grupo no me di cuenta. Simplemente apareció a mi lado, me dio un amistoso puñetazo en el hombro y siguió adelante para informar a Alistan.

—Anguila —pregunté al garrakano, que caminaba a mi lado—. ¿Es que los orcos no han puesto centinelas para la noche?

—Acabamos con cinco al principio, pero por lo demás las cosas han estado tranquilas —respondió el soldado—. Pensarían que no tenían nada que temer en su propia casa y al comienzo del festival. Creo que de no ser por eso nunca habríamos podido sacarte de aquí tan fácilmente, y mucho menos al Cuerno.

—Los flinillos nos lo contaron todo —dijo Kli-Kli, que acababa de aparecer a mi lado—. Sobre el Cuerno y sobre ti.

—¿Tanto vale ese anillo para ellos?

—Sí. Y por cierto, hemos tenido que correr para llegar a tiempo. ¡Hemos volado a tu rescate y ni siquiera nos has dado las gracias!

—Gracias, Kli-Kli.

—No se merecen —respondió, magnánimo, el bufón—. Me alegro mucho de que hayas sobrevivido, Bailarín de las Sombras. De verdad.

—Y yo.

—Por cierto, ¿cómo os habéis conocido? —preguntó el trasgo señalando con la cabeza a Glo-Glo, que caminaba por delante.

—Hemos atravesado el Laberinto juntos.

—Aaaaah —respondió el trasgo arrastrando las sílabas con sorpresa, y luego me dejó un rato en paz.

Después de eso continuamos sin hablar. Glo-Glo marchaba a toda prisa y a veces teníamos que correr tras él. En lugar de amainar, la lluvia era cada vez más fuerte, así que tuve que arrebujarme en el chaquetón del ahora muerto Fagred. ¡Así devorara sus huesos un h’san’kor! Caminamos durante una hora sin descanso. Sólo podía imaginar lo que debía de ser para los guerreros que habían cruzado a la carrera la mitad de Zagraba para ayudarme y ahora huían corriendo de los orcos conmigo. En cuanto empezó a clarear, salimos del área de las antiguas colinas y nos encontramos junto a un arroyo muy ancho que burbujeaba alegremente. Nuestro camino discurrió a partir de entonces paralelo a él. Unos veinte minutos más tarde, Egrassa pidió a Glo-Glo que se detuviera y levantó una mano para solicitar silencio.

—¿Qué sucede? —pregunté a Kli-Kli.

—Chitón —siseó éste.

Como todos los demás, lo único que oí al principio fue el silencio y el ruido de la lluvia. Pero entonces, algo más llegó hasta mis oídos. El ruido casi se confundía con la lluvia, así que al principio no comprendí lo que era.

¡Buiiuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum!

Muy lejano, apenas discernible: el sonido de los tambores de guerra de los orcos, que daban la alarma.

—¡Conque se han dado cuenta de que el pozo está vacío y el chamán ha partido a mejor vida! —dijo Hallas, y escupió al suelo.

—Tenemos que darnos prisa.

—¿Más todavía, Harold? —refunfuñó Deler.

—Meteos bajo los árboles, tengo trabajo que hacer aquí —dijo Glo-Glo.

El señor Alistan se disponía a protestar, pero Egrassa sacudió la cabeza. El conde frunció el ceño con fastidio, pero decidió seguir el consejo del elfo.

A esas alturas la lluvia se había transformado en una fina llovizna, lo que resultaba bastante más agradable, y los árboles nos ofrecían al menos algún cobijo. Todo el mundo se apartó del trasgo y observó cómo comenzaba a girar igual que una peonza, sacudiendo los brazos y levantando las hojas. Este baile se prolongó durante bastante tiempo y el señor Alistan comenzó a ponerse un poco nervioso, lo mismo que todos los demás.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar viendo cómo hace cabriolas ese viejo chiflando? —preguntó Ciendelámparas cuando se le acabó la paciencia.

—No es ningún viejo chiflado —le espetó Kli-Kli—. ¡Es Glorio, uno de los grandes chamanes de nuestro tiempo!

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Hallas con una sonrisilla sarcástica.

—¡Lo sé y ya está! —dijo Kli-Kli con tono malhumorado y la mirada clavada en sus botas—. Y, por cierto, resulta también que es el guardián del Libro de las Profecías del gran chamán Tre-Tre.

¡Buuuum! ¡Buuuum! ¡Buuuum! Los tambores de los orcos cantaban con voz tenue en la lejanía.

—¡No podemos permitir que nos alcancen, mi señor! —Ahora era el paciente Anguila el que empezaba a perder los nervios.

—¡Ay! —chilló Kli-Kli mientras se tapaba los ojos con los dedos.

Ciendelámparas soltó una maldición. Todos nos quedamos mirando lo que había hecho Glo-Glo. ¡Y es que era algo digno de verse! El trasgo había terminado de lanzar su hechizo y, hasta donde alcanzaba la vista, todas las hojas comenzaron a caer de las ramas y se quedaron flotando en el aire. Y entonces se unieron a ellas las que hasta entonces habían permanecido en el suelo.

Y lo que sucedió entonces resultó realmente insólito: fue como si miles de manos comenzaran a estrujar las pobres hojas y no pararan hasta reducirlas todas y cada una de ellas a un centenar de pedazos. Un instante después, se habían transformado en cientos de miles de criaturas aladas. Una densa y oscura nube que se elevaba y quedaba suspendida, temblorosa, sobre el bosque. Y entonces cada elemento de aquella vasta nube comenzó a crecer y a crecer hasta alcanzar el tamaño de un gran puño.

—¡Que los dioses nos protejan! —exclamó Hallas tratando de hacerse oír por encima del estrépito reinante.

—¡No lo harán! —gritó Anguila.

Y entonces el trasgo movió el brazo en dirección al lugar desde el que llegaba el ruido de los tambores y la nube de mágicos abejorros salió volando hacia allí. Eran miles y miles y su mera imagen resultaba aterradora. Uno de ellos se separó ligeramente de la nube y pasó volando junto nosotros. Pude distinguir con total claridad sus impasibles y brillantes ojos plateados, su peludo vientre de color negro y amarillo y su temible aguijón morado.

Sólo reanudamos la marcha cuando el zumbido de las alas de los abejorros terminó de perderse en la distancia.

—Bueno, ¿cómo llamaríais a esas hojas? —balbuceó Hallas mientras miraba a Glo-Glo con desconfianza.

—Me alegro de que te haya gustado, gnomo —dijo el chamán con el ceño fruncido, mientras se nos acercaba de nuevo—. Pasé una semana preparando ese hechizo y tenía curiosidad por ver cómo salía. Ahora tengo que descansar durante media hora. Ya no tenemos prisa. Los Primogénitos van a tener preocupaciones mayores que nosotros.

»Gnomo, ¿tienes agua?

Hallas se apresuró a ofrecerle su botella a Glo-Glo, que tomó un trago, le devolvió el recipiente y dijo:

—Podéis dar un paseo bajo la lluvia durante media hora. Yo me sentaré aquí, bajo el árbol, para recobrar las fuerzas.

Egrassa volvió a mostrarse de acuerdo con el trasgo, así que nos marchamos dejándolo solo. Sin sus hojas, el bosque estaba desnudo y parecía más frío.

—¿Has visto eso? —preguntó Deler a Ciendelámparas con expresión de pasmo.

—¿Y tú? No me cambiaría por esos orcos ni por todos los barcos de Sagra.

—¡Os dije que era el gran Glo-Glo! —dijo Kli-Kli con los ojos muy abiertos—. ¡Dad gracias de que no os haya transformado en gusanos!

Hallas lanzó al trasgo una mirada aterrorizada. Glo-Glo estaba sentado, con los ojos cerrados. Parecía dormido.

—Es un chamán muy poderoso. El más poderoso que he visto. Para conjurar los Abejorros de la Venganza habrían hecho falta cinco de nuestros diez mejores hechiceros —dijo el elfo al señor Alistan en voz baja.

Como de costumbre, el conde asintió sin decir nada y luego se sentó bajo el arce más próximo.

—No creo que perdamos nada por dejar que se recupere.

—¿Os habéis fijado en que los tambores han cesado? —comentó el bufón desde debajo de su capucha. Prestamos atención. Tenía razón. Zagraba estaba en completo silencio y ningún ruido, aparte del cauto burbujeo del arroyo, se atrevía a llamar la atención del gran chamán. Una idea muy interesante estaba tomando forma en mi cabeza. Supongamos que…

—¡Oh, Harold! —La voz de Kli-Kli hizo añicos el hilo de mis pensamientos—. Como es lógico, no has oído nada de lo que acabo de decir, ¿verdad?

—¿Eh? Lo siento, Kli-Kli. Estaba pensando.

El bufón suspiró y volvió a preguntar:

—¿Dónde está tu ballesta? ¿Se la han llevado los orcos?

—No, se quedó en Hrad Spein.

—¿Vas a contarme lo que sucedió allí?

—Ahora no. Puede que dentro de algún tiempo.

—Entiendo. —Con un suspiro, dejó de mortificarme con sus preguntas.

—¿Fue duro? —preguntó Hallas, comprensivo.

—Sí.

—Pero aun así conseguiste hacer lo que te dijo el rey que hicieras. Bien hecho. Me alegro de haberme equivocado contigo —intervino inesperadamente el capitán de la Guardia Real.

—Gracias, mi señor Alistan.

Me quité la capucha y levanté la mirada hacia la lluvia, que había vuelto a recrudecerse. Kli-Kli exhaló un jadeo casi imperceptible.

—¿Qué te ha pasado en el pelo? —preguntó Anguila.

—¿En el pelo?

Kli-Kli sacó rápidamente un espejito de uno de sus bolsillos y me lo entregó. En el espejo vi que mis sienes se habían teñido por completo de gris.