13: Cautiverio

13

Cautiverio

Mis acompañantes no se distinguían por sus modales refinados y, aunque el que se me había sentado sobre las piernas se limitaba a meterme prisa, el otro no dejaba de darme empujones en la espalda hasta que me hacía trastabillar. Finalmente salimos a un claro de grandes dimensiones en el que ardía una fogata. Había unos diez hombres (u otra cosa) sentados alrededor del fuego. Algunos otros por allí cerca, de pie o tendidos a cierta distancia, y simplemente no pude contarlos a todos. Un grupo grande.

¡Ghei, Bagará! ¡Masat’u nerashpa tut Olag’e perega! [¡Eh, Bagard! ¡Mira lo que hemos capturado Olag y yo!] —gritó Fornido.

Las figuras sentadas junto al fuego se removieron y se levantaron. Me acercaron a la fogata a empujones. Los muchachos que me habían capturado tenían piel oscura, ojos amarillos, labios negros, colmillos y el pelo de color ceniza.

«¡Elfos!», pensé aliviado, pero entonces, al mirar mejor, me embargó una decepción realmente intensa. Mis temores se habían cumplido. De los dos posibles males, había caído en el peor. Los elfos nunca se recogían el cabello en colas de caballo, los elfos no eran tan corpulentos y los elfos no usaban yataghans.

¡Primogénitos! ¡Había caído en manos de los orcos! Pero algo de suerte sí había tenido: las insignias de la ropa amarillenta y marrón de los Primogénitos pertenecían al clan de los Caminantes del Arroyo, lo que era mucho mejor que los Coleccionistas de Orejas de Gruun. Al menos éstos no me matarían al instante.

—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó un orco menudo.

—Estaba merodeando cerca del fuego, Bagard —dijo el amigo de Fornido en la lengua de los humanos.

—¿Estaba solo el monito?

—Sí. Antes de llevárnoslo, hemos explorado toda la zona. Estaba solo. Olag puede confirmarlo.

El amigo de Fornido asintió. Los orcos volvieron a su propia lengua y empezaron a hablar a toda prisa. Yo me quedé donde estaba como un corderito, mientras esperaba a ver lo que salía de aquel galimatías. El tal Bagard parecía al mando del destacamento. Pronunció unas frases en tono seco, y seis Primogénitos desaparecieron entre el oscuro follaje.

—¿Armas? —preguntó Bagard, de nuevo en la lengua de los humanos.

Olag le entregó mi cuchillo. Bagard le dio varias vueltas entre las manos mientras lo examinaba con aire impasible y se lo entregó a uno de los orcos que lo acompañaban.

—¿Eso es todo, Fagred? —El Primogénito parecía un poco sorprendido.

—Sí —dijo Fornido asintiendo.

—¿Lo habéis registrado?

—Kro.

—No tiene mucho aspecto de guerrero —dijo uno de los orcos.

—Pronto lo veremos. ¡Traedlo junto al fuego!

Fagred y Olag me agarraron de los brazos y me arrastraron hacia la fogata. Como es natural, pensé que querían asarme las plantas de los pies y traté de resistirme, pero el orco que me había quitado el cuchillo me golpeó con fuerza bajo las costillas y de repente se me pasaron las ganas de ofrecer resistencia. Lo único que me preocupaba era seguir respirando. Me obligaron a sentarme junto al fuego y Fagred comenzó a hacerme preguntas:

—¿Quién eres? ¿Cuántos sois? ¿Qué estáis haciendo en nuestro bosque?

El orco acompañaba cada pregunta con una sonora bofetada en mi cara. Teniendo en cuenta el tamaño de sus mitones —y es que el orco era tan grande como Panal— empecé a temer que mi cabeza fuese incapaz de soportar aquel vapuleo. Por desgracia, no tenía tiempo de responder, porque los golpes llovían sobre mí tan rápidamente como las preguntas. Y las preguntas se sucedían a un ritmo realmente furibundo. Cuando Fagred comenzó a formulármelas por quinta vez, cada vez más furioso por mi silencio, la voz de Bagard lo interrumpió.

—¡Ya es suficiente!

Fagred rezongó por lo bajo y se alejó.

—Regístralo.

Volvieron a levantarme, me quitaron la mochila y hurgaron sin contemplaciones entre mis ropas.

Nedl kro. [Nada por aquí.]

—Ya os he dicho que no parecía un guerrero —murmuró uno de los orcos mientras arrojaba al suelo unas ramitas de abeto.

Para entonces, los seis guerreros a los que Bagard había enviado en misión de reconocimiento ya habían vuelto. Uno de los Primogénitos sacudió la cabeza y volvió a meter una flecha en el carcaj.

—Si no parece un guerrero… —Los ojos amarillos de Bagard me estudiaron con detenimiento—. ¡Shokren, registra a este mono!

Un orco salió de las sombras y al verlo me quedé helado: el maldito llevaba un tocado que se parecía demasiado a un gorro de chamán. ¡Y un chamán era justo lo que me faltaba para alegrarme el día! Shokren y Bagard tenían un vago parecido, así que debían de ser parientes. El chamán se nos acercó y me pasó una palma abierta por delante sin llegar a tocarme.

—El cuello —murmuró Shokren y unas manos hábiles me despojaron del collar en forma de lágrima de Kli-Kli. El chamán asintió con gesto satisfecho—. El brazo izquierdo.

El brazalete de Egrassa fue a reunirse con el medallón de Kli-Kli en el suelo.

Shokren bajó la mano hasta la altura de mis botas y dijo:

—Eso es todo, está limpio.

—¿Qué son estos juguetes? —preguntó Olag mientras daba vueltas al brazalete de cobre rojo entre sus manos.

—Es una larga historia —dijo Shokren mientras se guardaba el medallón en forma de lágrima en su bolsa. A continuación le quitó a Olag el brazalete de las manos.

Lo sostuvo en alto un instante, mientras lo estudiaba detenidamente, y entonces lo arrojó sobre la hierba y dijo:

—¡Todos atrás!

Los orcos se apartaron obedientemente y Olag se hizo cargo de mí y me llevó consigo a rastras. Mientras tanto, el chamán musitaba algo, retorcía los dedos de la mano izquierda formando un símbolo complicado y el brazalete de Egrassa se fundía y se transformaba en un pequeño charco sobre el suelo.

—Ya no podrán encontrarte, monito —dijo el chamán con una sonrisa de sorna.

—¿Una correa? —preguntó Bagard a Shokren. Parecía saber de lo que hablaba.

—Sí.

—¿De los inferiores?

—Probablemente.

¿Los inferiores? Si no me equivocaba, así era como los Primogénitos llamaban a los elfos. Sea como fuere, ahora le sería complicado a Egrassa encontrarme.

—Conque nuestra polilla se ha mezclado con esa chusma, ¿eh? —dijo Fagred con una sonrisilla ominosa.

—Dadme su bolsa —dijo de pronto el chamán.

Al instante, uno de los Primogénitos le entregó mi mochila. ¿Hace falta que diga lo que sucedió cuando los orcos sacaron el Cuerno del Arco iris? Como es natural, los simples guerreros no entendieron nada, pero Shokren, Bagard y Olag intercambiaron miradas cargadas de significado. Y al chamán le temblaban las manos.

—¿Qué es eso? —preguntó Fagred con el cuello estirado.

—Algo que ayudará a la Mano en su batalla con los inferiores —dijo Bagard con reverencia—. Acordaos de este día, guerreros.

—¡Bien hecho, polilla! —dijo Olag con una sonrisa ladeada—. ¿Qué otros tesoros nos has traído?

Shokren dejó el Cuerno con todo cuidado sobre una capa que había extendido en el suelo uno de los guerreros y volvió su atención a la mochila. Apartó los frutos desdeñosamente a un lado y luego sacó la Llave. La lágrima de dragón resplandeció a la luz de la fogata y todos los Primogénitos contuvieron la respiración con asombro y maravilla. Parecían saber lo que tenía el chamán en la mano. Éste cogió la reliquia entre el índice y el pulgar, como si tuviera miedo de que pudiera desaparecer en cualquier momento.

—¡La Llave de las Puertas! —dijo uno de los guerreros, boquiabierto.

—Exacto. Pero ¿cómo se ha hecho un humano con la reliquia de los inferiores? —dijo Shokren con la mirada clavada en mí—. ¿Has estado en Hrad Spein?

—Sí. —No veía qué sentido tenía mentir.

—¿Lo has sacado de allí? —preguntó el chamán apuntando el Cuerno con la cabeza.

—Sí.

—Muy bien. —El chamán parecía contento con mis monosilábicas respuestas.

—¿Nos ha traído la polilla más regalos? —inquirió Fagred.

El chamán dio la vuelta a mi mochila sin decir nada y una lluvia de esmeraldas cayó en cascada sobre la capa de los orcos. Uno de los Primogénitos se aclaró la garganta quedamente.

—¿Qué hacemos con él, Bagard? —preguntó Fagred.

El comandante del destacamento se encogió de hombros con indiferencia.

—No necesitamos más bocas que alimentar.

El enorme orco soltó una risilla de complicidad y se llevó una mano al cuchillo.

—Espera, Bagard —dijo Shokren mientras volvía a guardar tranquilamente todos los tesoros en la mochila—. Este monito no es tan inocente como parece. Cuando tengamos tiempo, me gustaría mantener una pequeña conversación con él y seguro que a la Mano también.

—La Mano está muy lejos —dijo Bagard con el ceño fruncido.

Por alguna razón, los orcos parecían resistirse a hablar en su propia lengua.

—Le enviaré un cuervo mensajero, él decidirá lo que hay que hacer con todas estas cosas. En cualquier caso, la polilla será una buena presa para el festival de otoño. Poned al monito con los demás.

—De acuerdo —dijo Bagard y entonces comenzó a hablar en órcico.

Los Primogénitos, perdido aparentemente todo interés en mí, siguieron conversando excitadamente mientras volvían a sentarse alrededor del fuego. El chamán se colgó la mochila del hombro y me dije que ya no se separaría de ella aunque lo atacasen todos los elfos oscuros del Bosque Negro.

¡Maldición! ¡Ahora los orcos tenían el Cuerno del Arco iris y la Llave! Si Egrassa lo averiguaba, quedaría desolado. Le daría un ataque de apoplejía. Los orcos no parecían tener el menor interés en mí, así que decidí arriesgarme a huir. Correr por Zagraba con las manos atadas a la espalda me parecía preferible a permanecer en compañía de los Primogénitos.

Pero como es natural, los errores estúpidos se pagan y yo pagué el mío. Fagred no me había quitado los ojos de encima un solo instante y no conseguí alejarme ni seis metros. La maldita rata de ojos amarillos me alcanzó, me tiró al suelo y me propinó un puñetazo tan fuerte en la nuca que aparecieron cinco lunas delante de mis ojos y perdí el conocimiento.

—Déjalo. De todos modos, ninguno de nosotros va a vivir demasiado tiempo…

—Es mi trabajo. Tráeme un poco de agua, hombre.

Sentí algo frío e increíblemente agradable en la frente. Pensé que sería buena idea abrir los ojos.

—Bienvenido.

Me quedé mirando con asombro a quien había pronunciado esta palabra. No creía que estuviera soñando, sino teniendo visiones. ¿O sería un sueño realmente?

—¿Eres tú, Kli-Kli? —dije con voz cascada mientras trataba de incorporarme.

Fue un error. El suelo y los árboles comenzaron a dar vueltas y me desplomé con un gemido sobre el lecho de agujas de abeto.

—Te equivocas, hijo. —El trasgo soltó una risilla y me quitó la tela húmeda de la frente.

En efecto, no se trataba de Kli-Kli. Aquel trasgo era mucho mayor que el bufón real. Su piel era de tonalidad más apagada y de un verde más claro, tenía unas cejas muy tupidas y una nariz aguileña, le faltaba la mitad de la dentadura y sus ojos no eran azul claro sino violetas. Parecía un monito verde y arrugado.

—No…

—Ha sido una tontería tratar de escapar de los Primogénitos. Me asombra que ese animal no te haya matado. ¿Cómo te encuentras?

—Me duele la cabeza —dije con una mueca, mientras hacía un segundo intento por incorporarme. Esta vez lo conseguí sin que el suelo se pusiese a dar vueltas.

—No te preocupes, hijo, dentro de poco te cortarán la cabeza y no sentirás nada más —dijo alguien a mi lado, entre toses.

Hice el esfuerzo de volver la cabeza y entornar la mirada para ver al que había hablado. Era un hombre enorme, con una barba negra que empezaba a crecerle justo debajo de los ojos. Me devolvió una mirada desafiante y comenzó a toser de nuevo.

—Ese es Kior —me explicó el trasgo y no percibí ningún amor por aquella hirsuta maravilla de la naturaleza en su voz—. Y éste, Mis.

Había un hombre flaco de unos cuarenta y cinco años sentado junto a Kior. Era calvo y tenía ojos castaños y bigote. Su hombro derecho estaba envuelto en un improvisado vendaje. Me saludó con un gesto amigable de la cabeza.

—Bienvenido a nuestro desgraciado grupillo, hombre.

—¿Eres guerrero? —pregunté mientras, no sé de dónde, sacaba las fuerzas necesarias para devolverle el saludo.

—Sí —respondió Mis, y luego cerró los ojos.

¿Cómo había terminado allí, en medio del bosque, un guerrero del Reino Fronterizo?

—¿Tienes nombre? —preguntó el trasgo.

—Harold.

—Yo soy Glo-Glo —dijo el trasgo con una sonrisa—. Encantado de conocerte.

Estaba amaneciendo sobre Zagraba, pero no había demasiada luz porque el cielo estaba cubierto de nubes e iba a ponerse a llover en cualquier momento. ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? ¿Toda la noche? El tal Fagred tenía la mano muy dura, sin duda. Sentía un dolor sordo y palpitante en la nuca y me encogí al llevarme una mano allí. Entonces me di cuenta de que ya no tenía las manos atadas.

—No hay ninguna necesidad —dijo el trasgo como si pudiera leerme los pensamientos—. ¿Adonde ibas a ir? Mira allí.

Volví la cabeza en la dirección que señalaba el trasgo. Y vi a un hombre colgado por las piernas de la rama del árbol más próximo.

—Es el compañero de nuestro amigo Kior —me explicó Glo-Glo con tono alegre—. Ayer se le metió en la cabeza la idea de escapar, así que lo colgaron ahí para darnos una lección al resto.

Y lo abrieron en canal por si las moscas.

—¡Por qué no cierras el pico y te quedas calladito, verdoso! —dijo Kior con un centelleo de furia en los ojos.

—¡Ya he pasado demasiado tiempo en silencio, estoy harto! —El trasgo se sentó a mi lado y comenzó a susurrarme al oído.

»No le hagas caso, Harold. Kior es un furtivo. Cazaba felinos dorados en el territorio de los orcos hasta que los Primogénitos lo atraparon. De hecho, lo hicieron ayer, unas tres horas antes de que aparecieras tú.

—Ya veo —murmuré.

—Pero ¿cómo es que has llegado a Zagraba?

—Estaba dando un paseo —dije con una risilla.

Glo-Glo suspiró.

—Ve a contarle eso a Kior, si quieres. ¿Crees que no he visto lo que han sacado los Primogénitos de tu mochila?

—¿Y cómo sabes lo que era? —pregunté con curiosidad.

—Porque resulta que soy un chamán.

Me aclaré la garganta, dubitativo.

—Un chamán no se dejaría atrapar por los orcos con tanta facilidad.

—En efecto, siempre que estuviera atento —dijo Glo-Glo con un suspiro cargado de remordimientos—. Pero soy un auténtico chamán.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

Pensé que, si el trasgo hubiera sido un chamán, podría haber encontrado el modo de desvanecerse.

—Lo mismo que tú. Mira. —El trasgo me enseñó las manos y vi que estaban cubiertas por unos mitones.

Unos mitones muy extraños, debo decir. O al menos, cada uno de ellos tenía una cadena y un candado, de modo que más bien parecían unos grilletes. No sería fácil quitárselos. Aunque los candados eran toscos y pensé que podía forzar las cerraduras si me lo proponía de verdad. Además, los mitones tenían unas runas grabadas.

—¿Para qué son?

—Para que no pueda usar hechizos —rezongó el chamán miserablemente—. Los mitones no me dejan mover los dedos y las runas impiden que funcione la magia, de modo que los hechizos quedan descartados. Podría intentarlo, pero sólo los espíritus del bosque saben lo que sucedería.

—¡Y algunos todavía dicen que el chamanismo es mejor que la hechicería! —murmuré.

—Dame tiempo. ¡Cuando consiga soltarme las manos, bailarán al son que yo toque! —siseó el trasgo mientras entornaba los ojos y miraba a los orcos.

—Si no te cortan las manos antes —dijo Mis alentadoramente.

—No lo harán —respondió el trasgo haciendo un ademán despreocupado—. No tengo de qué preocuparme hasta el festival de otoño.

—¿Qué sucederá entonces? —pregunté.

—Ya lo verás —replicó Glo-Glo.

Entretanto se había puesto a llover y ésa no es nunca la mejor manera de iniciar una mañana. El campamento estaba despertando poco a poco. A pesar de la lluvia, los orcos volvieron a encender su fogata. Luego comenzaron a encargarse de sus quehaceres mientras nosotros permanecíamos sentados bajo la lluvia y nos calábamos. Una escena idílica. Pasaron dos horas así y, a pesar de la continua llovizna, logré dormitar un rato. Me despertaron los violentos codazos de Glo-Glo en las rodillas.

—Ha comenzado —dijo Mis, acompañando sus palabras por un malsonante juramento.

—¿El qué? —pregunté confuso, pero ninguno de mis compañeros de penurias creyó conveniente responderme.

Estaban todos con la mirada fija en el centro del claro. Como nadie se dignaba a darme explicaciones, comencé a observar yo también a los orcos. Algunos de ellos estaban apagando la fogata mientras otros recogían precipitadamente sus cosas. Dos orcos sacaron del bosque un enorme tocón. ¿Para qué demonios lo querían?

—¿Cuántos de ellos hay?

—¿A quiénes te refieres? —tuvo Mis la delicadeza de responder.

—A los orcos.

—Diecinueve. Son un destacamento de avanzada, están persiguiendo a los oscuros.

—¿Los oscuros? —pregunté.

—Los elfos oscuros. Un destacamento de ellos estaba sembrando el caos en territorio orco y enviaron a la unidad de Bagard tras ellos. Al final atraparon a los elfos y a todos nosotros con ellos —dijo Glo-Glo mientras escupía.

—¿Atraparon a los elfos? —No estaba muy rápido aquel día. Pero claro, eso es lo que suele ocurrir cuando alguien decide aplicarme una terapia de trompazos en la cabeza.

—Bueno, no a todos ellos… —dijo Glo-Glo arrastrando las palabras, mientras observaba cómo dejaba Fagred el tocón en el centro del claro—. Sólo a los que no tuvieron la suerte de morir en la batalla. Ahí están.

Ocho orcos sacaron a cuatro elfos de detrás del árbol del que habían colgado al humano. Estaban demasiado lejos para distinguir las caras y los emblemas de los prisioneros, pero uno de ellos era, sin ninguna duda, una mujer. No tenían buen aspecto. Era como si hubieran pasado la noche entera en una habitación llena de gatos rabiosos. Los Segundos Nacidos estaban cubiertos de golpes y magulladuras, prueba evidente de que se habían ensañado con ellos. Uno de los elfos no podía casi ni andar y dos de sus camaradas tenían que sujetarlo. Llevaron a los oscuros hasta el centro del claro, donde estaban reunidos todos los orcos, y Bagard asintió con energía.

—¿Qué van a hacer con ellos? —pregunté, a pesar de que ya conocía la respuesta.

Las ejecuciones fueron sanguinarias y rápidas. Los orcos no perdieron el tiempo con torturas sutiles. Simplemente sacaron a cada uno de los elfos al improvisado bloque y allí el enorme Fagred les cercenó la cabeza con el hacha. Los demás orcos observaron las ejecuciones con mirada impasible y una vez terminadas se llevaron los cuerpos junto al muerto que colgaba del árbol.

—Parece que se acabó —dijo el trasgo mientras se aclaraba la garganta.

—No del todo, creo —siseó Mis.

Seguí su mirada y sentí que se me helaban las tripas. Bagard estaba acercándose a nuestro grupillo con algunos de los Primogénitos. Tres guerreros se separaron del destacamento.

—No dejaré que me cojan tan fácilmente —musitó el guerrero del Reino Fronterizo—. Que se busquen otra oveja para llevarla al matadero.

Vi que ocultaba un palo puntiagudo y corto en la mano. Ignoraba de dónde lo habría sacado, pero podía usarlo para clavárselo en un ojo o en el cuello a alguien. La pregunta era, ¿le darían los orcos la oportunidad de hacerlo?

Dos de los guerreros se acercaron a nosotros y me preparé por si Mis decidía intentar algo y tenía que propinar una patada al más cercano de los orcos. Pero los Primogénitos, sin hacernos ningún caso a Mis o a mí, agarraron a Kior y se lo llevaron a rastras hacia el bloque. El trampero comenzó a gritar y trató de zafarse, pero entonces el tercer orco le dio un golpe en la boca del estómago con el astil de su lanza.

—¿Por qué él? —pregunté con voz ronca.

—Es un furtivo —dijo Glo-Glo de mala gana—. Cuando lo cogieron, llevaba varias pieles de felino dorado encima. Y para los orcos un furtivo es tan malo como un leñador.

Arrastraron al aullante Kior hasta el bloque, pero no lo pusieron sobre él, sino que lo estiraron sobre la hierba como si fuesen a descuartizarlo y Fagred levantó su terrible hacha. Con dos rápidos hachazos, los aullidos del furtivo quedaron reducidos a un débil resuello.

—Sagot nos salve a todos —murmuré mientras apartaba la mirada.

El orco le había cortado los dos brazos a la altura del hombro.

—Sagot no nos será de mucha ayuda aquí —dijo Mis—. Lo que necesitamos son veinte de nuestros muchachos de la brigada de los Gatos del Bosque, con sus arcos…

Kior había quedado en silencio. A los orcos ni siquiera se les pasó por la cabeza la idea de vendar las atroces heridas y el furtivo se desangró muy rápidamente. Si los dioses eran misericordiosos, perdería el sentido al instante. Mientras tanto, los orcos habían colgado los cuerpos decapitados de los elfos junto al amigo de Kior y en aquel momento estaban clavando las cabezas de los oscuros en lanzas dispuestas a tal efecto en el suelo.

Olag se acercó, nos miró fijamente a los tres y dijo:

—Echad un vistazo a la carne colgada y recordad: los tres correréis la misma suerte si uno solo de vosotros trata de escapar. ¿Me entendéis, monitos?

—No creas que somos más estúpidos que tú, orco —dijo Glo-Glo entre toses—. No somos idiotas, te entendemos.

El chamán no parecía tener miedo de que los Primogénitos le hiciesen daño. Olag se echó a reír y miró al trasgo como si fuese la primera vez que lo veía.

—Bueno, pues ya que lo entiendes todo, verdoso, encárgate de que los monos se preparen para marcharse, nos vamos.

Y se alejó.

—¿Adonde nos vamos? —pregunté mientras tiritaba bajo la dichosa lluvia que caía del cielo.

—A otra parte —murmuró vagamente el trasgo, antes de envolverse en una capa.

* * *

La idea de escapar estaba totalmente descartada. Nos colocaron en el centro de la fila, lo que convertía la huida en una propuesta sumamente complicada. Además de que no había forma de olvidar que Olag caminaba detrás de nosotros, canturreando una cancioncilla para sí, lo mismo que Fagred, con su hacha. Este último me ponía especialmente nervioso, porque cada vez que nuestros ojos se encontraban, esbozaba una sonrisa anhelante y acariciaba su terrible arma.

Estaba muy claro lo que le pasaba por la cabeza. No estaría contento hasta haberme decapitado. Tenía que tratar de retrasar todo lo posible el momento en que pudiera darse este placer.

Por suerte había dejado de llover, pero aún no estaba lo bastante cálido y seco como para sentirme cómodo. Mis dientes castañeteaban, mi cuerpo tiritaba y rezaba a los dioses para que se llevaran las nubes y nos obsequiaran con un poco de sol. Tenía que seguir adelante, mantenerme con vida… No podía permitir que el sacrificio de Miralissa fuese en vano. No podía permitirlo. El pequeño Glo-Glo caminaba sin prisa delante de mí, tosiendo, refunfuñando y maldiciendo entre dientes. Y parecía que los orcos lo encontraban divertido.

—¡Eh, amigo! —me dijo Mis.

—¿Qué pasa? —pregunté sin volverme. No convenía atraer la atención de los Primogénitos si no era necesario.

—Has mencionado a Sagot. ¿Eres un ladrón, entonces?

—Premio —dije mientras pasaba sobre una gruesa rama tirada encima de una vereda de animales.

—¿Y cómo has terminado aquí?

—¡Nada de hablar, monos! —rugió Fagred—. ¡Ya podréis hablar todo lo que queráis cuando paremos!

Cerré el pico. Ya sabía que Fagred no tenía sentido del humor y que Olag no era la persona más paciente del mundo.

Bagard llevó al destacamento en dirección sur, hacia el corazón de Zagraba. No puedo decir que fuésemos de paseo por el bosque, pero tampoco teníamos demasiada prisa. Hasta Glo-Glo, a pesar de sus cortas piernas, podía seguir el ritmo marcado por los orcos.

Pero para ser justos con Bagard, hay que reconocer que no era descuidado y que siempre había varios orcos en vanguardia explorando el camino en busca de problemas potenciales, como arqueros elfos o un h’san’kor echando la siesta. Shokren pasó corriendo por delante de nosotros en dirección a la cabeza de la pequeña columna. El chamán tenía un cuervo de gran tamaño posado sobre el hombro. Miré con nostalgia mi mochila, colgada de su costado. Shokren reparó en mi interés y frunció el ceño. Vi que se acercaba a Bagard y le decía algo mientras me señalaba. Bagard asintió pensativo, se detuvo y esperó a que llegase a su lado.

Cuando me tuvo junto a sí me dijo:

—Mi hermano dice que deberíamos ponerte un chaquetón.

Debo admitir que no supe qué responder a eso.

—Te lo agradecería mucho —dije con cautela.

—No necesito la gratitud de ningún mono —me espetó el orco—. Sois seres inferiores y lo más gracioso es que ni siquiera os dais cuenta de ello. ¡Fagred, skell drago s’i llost! [¡Fagred, dale tu chaquetón!]

Sólo la oscuridad sabe lo que había ladrado Bagard, pero oí rezongar a Fagred, descontento, detrás de mí:

¿Prza? ¡Shedo t’na gkhonu! [¿Para qué? De todos modos va a morir.]

—Aún no. Puede que la Mano tenga planes para él. ¿Quieres que el mono se muera de frío por el camino?

El enorme orco dejó de discutir al instante y un minuto después me entregó un chaquetón de piel con capucha que había sacado de la mochila que llevaba al hombro. Estaba forrada de piel. ¡Un día lleno de sorpresas! Claro está, la prenda era un poco más grande de lo necesario, pero como es natural, no me quejé. Comencé a sentir menos frío al momento. Pero la expresión en los ojos de Fagred indicaba que no estaba precisamente encantado por haber tenido que sacrificar su chaquetón.

Hicimos tres paradas para descansar. En una de ellas nos dieron de comer y luego volvimos a la vereda. Al caer la tarde habíamos recorrido bastante distancia y cuando Bagard detuvo el destacamento para pasar la noche, me desplomé.

—¡Aún no es hora de dormir, monito! —dijo Fagred mientras me daba un doloroso puntapié en el costado—. Antes tienes que hacerte la cama.

Tuve que levantarme apretando los dientes de rabia y recoger hojas para amontonarlas. Luego nos ordenaron a Mis y a mí que arrancáramos ramas de abeto, pero después de eso, los orcos me dejaron en paz. Shokren se presentó, hizo unos cuantos pases con las manos y volvió a marcharse.

—¿Qué era eso?

—Una especie de alarma —me explicó Glo-Glo de mala gana—. Si pones el pie fuera del círculo sonará un fuerte ruido y todos los orcos acudirán corriendo.

Se hizo la oscuridad. Los orcos encendieron una fogata y parecieron olvidarse de nosotros. ¿Por qué no iban a hacerlo? La magia de Shokren les hacía todo el trabajo. Entonces los Primogénitos comenzaron a preparar la comida y sentí que se me hacía la boca agua. Pero sorprendentemente, una vez que estuvo terminada, Olag y otro orco se acercaron y nos dejaron una ración decente de carne y agua. Así que, al menos, los Primogénitos no pretendían matarnos de hambre.

Hablamos mientras comíamos. Glo-Glo comenzó a incordiarme con preguntas sobre el Cuerno del Arco iris y tuve que darle al pequeño entrometido una versión reducida y censurada de mi aventura. El viejo chamán pareció quedar satisfecho con mi relato y me dejó tranquilo.

—¿Y tú cómo has acabado aquí, Mis? —pregunté al guerrero del Reino Fronterizo cuando terminamos de comer.

—Bueno, esos… —comenzó el curtido luchador sin demasiado entusiasmo, señalando a los Primogénitos con un gesto de la cabeza—. ¿Sabes lo que es una incursión de larga distancia?

—Tengo una idea bastante aproximada —respondí—. ¿No es algo como lo que hacen los Corazones Salvajes cuando marchan hasta las Agujas de Hielo?

—Exacto —respondió Mis de forma arisca—. Lo mismo. Pero en nuestro caso, una incursión de larga distancia es una excursión al Bosque Dorado para comprobar si los orcos están comportándose o están pensando en prepararnos alguna sorpresita. Bueno, el caso es que los chicos y yo nos encontramos metidos en un buen lío. La situación se nos fue de las manos sin comerlo ni beberlo y nos liquidaron como si fuésemos patos mareados antes de que hubiéramos tenido tiempo de decir ni mu. Y encima ese hechicero suyo me enredó en una especie de telaraña por mera diversión.

—Ya veo —dije con tono comprensivo—. Glo-Glo, aún no me has dicho para qué nos quieren con vida y adonde nos llevan.

—La razón por la que te quieren a ti con vida es bastante evidente. Van a mantener una conversación muy seria contigo. Pero con nosotros lo que van a hacer es divertirse, aunque seguramente tú acabes corriendo la misma suerte —respondió el trasgo mientras se ponía cómodo sobre las ramas de abeto.

—¿Qué quieres decir?

—¡Como si no lo supieras! —replicó Glo-Glo con un alegre cacareo.

—Lo creas o no, no entiendo nada de lo que dices.

—Nos llevan al Laberinto. ¡El Laberinto, muchacho! ¿No has oído hablar de él?

—Sí, así es —dije, aterrorizado hasta la médula.

—Así es, dice —se burló el trasgo—. Esas ratas de ojos amarillos van a celebrar dentro de poco su festival de otoño. ¿Y qué sería un festival de otoño sin un trasgo en el Laberinto? ¿Crees que no nos han matado todavía por bondad? Me están reservando para su condenado Laberinto, por eso se tragan toda la basura que les arrojo.

—¡Eh, vosotros! ¡Monos! ¿Ya habéis comido? ¡Pues a dormir, mañana marchamos de nuevo! —gruñó uno de los centinelas.

* * *

Ya había transcurrido la mitad de la noche, pero aún no podía conciliar el sueño. Obviamente, era el efecto de la noticia de que iban a meternos en el Laberinto.

El Cuerno del Arco iris estaba en manos de los orcos, me habían hecho prisionero, la lúgubre perspectiva del Laberinto asomaba por el horizonte y mis amigos y camaradas de armas nunca podrían acudir al rescate porque el chamán había fundido el brazalete. Tratar de escapar era imposible, al menos mientras Shokren y Fagred estuvieran cerca. Y además, ¿adonde iba a ir? El tupido bosque nos rodeaba por todos lados y era el hogar de los orcos, que encontrarían al pobre Harold en menos que canta un gallo y acabarían con él para siempre. El chamán seguiría teniendo el Cuerno… ¿De qué serviría eso, entonces? Lo único que podía hacer era esperar a que se presentara una ocasión y confiar en que la fortuna me sonriera. Me quedé dormido tratando de encontrar consuelo en esta pálida ilusión de esperanza.

El día siguiente no fue distinto del que lo había precedido. La condenada llovizna no había parado, pero me sentía más o menos cómodo, porque el chaquetón de Fagred me protegía contra las inclemencias del otoño. Continuamos marchando por un bosque amarillo y rojo que aún no había despertado por completo de su letargo.

—Confío en que hagamos una parada pronto —dijo Mis, que caminaba detrás de mí. Escupió al suelo, lo que le valió una pulla de Fagred.

—¿Estáis cansados, monitos? —inquirió el orco—. Decídmelo y pondré fin a vuestro sufrimiento. Para siempre.

Como es natural, a nadie se le ocurrió responderle. No queríamos recibir más golpes de aquel animal.

—Habrá oscurecido dentro de media hora —murmuró Mis.

—Ya casi hemos llegado —dijo el trasgo mientras se frotaba la dolorida espalda—. Lo veréis por vosotros mismos dentro de un momento.

Menos de diez minutos más tarde, los matorrales dieron paso a unos arces rojos, que luego fueron reemplazados por poderosos robles. Las rocas dejaron de parecer rocas y comenzaron a adoptar la forma de ruinas. Y pocos minutos después caminábamos por una ciudad parecida a Chu, aunque en mucho peor estado.

Lo único que quedaba de ella eran los esqueléticos vestigios de los antiguos cimientos de los edificios y enormes bloques y sillares de piedra esparcidos entre los árboles. No se veía una sola construcción completa. Sólo vi una columna caída en una ocasión, enterrada en su mayor parte. Luego llegamos a un lugar en el que los robles crecían tan juntos que casi formaban una muralla y tuve que pasar con cuidado entre sus troncos para llegar al claro formado por los árboles.

¿Serían aquellos árboles otra de las bromas de la naturaleza o habrían sido plantados por la mano de alguien? El lugar me recordaba mucho al anillo de hojas doradas que había a la entrada de Hrad Spein. De haber pasado por allí solo, sin la vigilancia de los orcos, nunca habría sospechado que podía haber algo escondido detrás de los árboles.

Justo en el centro del amplio claro, cubierta de jóvenes retoños de roble, había una plataforma redondeada de piedra, de la que sobresalía un alto obelisco blanco, tan fino y afilado como una aguja. Parecía absorber toda la luz de su alrededor e incluso delante de aquel escenario majestuoso, era una imagen de absoluta perfección.

—La única cosa que ha sobrevivido en esta ciudad —dijo Glo-Glo mientras señalaba con un cabeceo de indiferencia el edificio, sin el menor rastro de la admiración que había demostrado Mis al contemplar la desnuda belleza del lugar—. El tiempo ha convertido en escombros todo lo demás.

—¿Es la ciudad de Bu? —pregunté al viejo trasgo al recordar lo que me había contado Kli-Kli en una ocasión.

—No, ésta es la Ciudad sin Nombre —respondió Glo-Glo—. Pero ¿cómo es que conoces la ciudad de Bu?

—Me habló de ella un trasgo amigo mío.

—Ah, sí, hay gente que tiene amigos trasgos. ¿Cómo decías que se llamaba? ¿Kli-Kli?

—Sí.

—¿Y dónde está ahora?

—En algún lugar cerca de la entrada a los Palacios del Hueso.

Glo-Glo frunció el ceño, contrariado, pero no dijo nada.

Nos habían obligado a sentarnos al borde del claro marcado por los robles y Shokren había trazado de nuevo su círculo mágico por si se nos pasaba por la cabeza —no lo quisieran los dioses— la idea de escapar. Nadie quería que los monos se acercaran al obelisco. Una lástima. Tenía muchas ganas de tocar aquella extraña piedra. Podía sentir la calidez que irradiaba.

—Glo-Glo, ¿sabes quién construyó esa maravilla? —pregunté al trasgo, que ya se había acostado para pasar la noche.

—Los que estaban aquí antes de los ogros y los orcos —respondió el chamán—. Vamos a dormir, no creo que hoy nos den de comer.

Glo-Glo se equivocaba. Exactamente una hora después, nos trajeron comida y —¡por todos los dioses de Siala!— vino. Genuino vino orco, que pocos hombres han tenido la oportunidad de probar alguna vez.

De modo que al caer la noche, celebramos un modesto pero auténtico banquete. Olag incluso tuvo la amabilidad de traer una antorcha montada sobre un largo poste y dejarla plantada junto a aquella prisión nuestra sin barrotes ni muros.

—Los Primogénitos han decidido hasta darnos luz para que podamos comer —dijo Glo-Glo mientras masticaba la comida (pues había despertado un instante después de que la trajeran).

—¡Alto! —resopló Mis mientras olisqueaba el contenido de la botella—. ¡Esto es para que les sea más fácil vigilarnos!

—¡El hombre no es tonto! —dijo Glo-Glo con una risilla, al tiempo que se metía un buen trozo de carne en la boca.

—¿Por qué se han vuelto tan generosos de pronto? —pregunté mirando el obelisco, que brillaba en la oscuridad.

Era una imagen impresionante, si se me permite decirlo.

—Somos prisioneros valiosos. Y mañana no tendremos que caminar. Lo más probable es que nos quedemos aquí unos seis días. Podemos relajarnos.

—¿Y cómo sabes tú todo eso, verdoso? —preguntó Mis mientras me ofrecía la botella. Se lo agradecí con un gesto de la cabeza.

—Pues porque soy chamán —dijo el trasgo con tono resentido—. Hace dos horas, justo después de pasar por la ciénaga, llegó un cuervo mensajero para Shokren.

—¿También sabes leer desde lejos? —pregunté, asombrado.

—¡Pues claro que no! —repuso Glo-Glo—. Pero los trasgos tenemos buen oído. Mucho mejor que vosotros, enormes gorilas. Oí que Shokren se lo contaba a Bagard. Básicamente, sus instrucciones eran llevar el destacamento hasta la Ciudad sin Nombre y esperar en el obelisco de los Antiguos a que llegue otro destacamento. Y ese destacamento sigue en las colinas Peladas, así que todavía tendrán que caminar unos seis días para llegar hasta aquí.

—Por cierto, por un casual no sabrás lo lejos que estamos de las puertas orientales de Hrad Spein, ¿verdad? —pregunté al chamán tratando de aparentar despreocupación.

Glo-Glo me lanzó una rápida mirada desde debajo de sus tupidas cejas y respondió:

—Si te refieres en vuestras leguas, no lo sé. No entiendo vuestras distancias. Pero en días… Bueno, tú tardarías dos semanas o más, pero yo podría llegar en semana y media si me lo propusiera. Y los elfos y los orcos, en una semana, si estuvieran desesperados. ¿Crees que tus amigos aún están esperándote?

Me encogí de hombros.

—Aunque así fuese, pensarán que sigo bajo tierra.

—O muerto —dijo Glo-Glo para animarme aún más—. El brazalete ha sido destruido y es posible que quien te lo dio piense que has fallecido.

—¿No podrías hacerles llegar un mensaje? —le pregunté con la esperanza de que se sacara un milagro de la chistera allí mismo.

—¿Cómo? ¿Pidiéndoselo a un pajarillo o a una polilla? Ese tipo de cosas sólo pasan en los cuentos de hadas. Vamos, durmamos un poco. Mañana ya podremos hablar todo lo que queramos. Es casi medianoche.

* * *

Las pesadillas son la maldición de mi vida. Y después de pasar por Hrad Spein no había noche en que no cayera sobre mí algún horror espantoso. Aquella noche soñé que volvía a estar en la sala del techo descendente, sólo que esta vez no había ningún agujero en el suelo y lo único que podía hacer era correr de un lado a otro esperando a que la habitación me aplastara.

Desperté. A juzgar por la posición de la luna, aún faltaban unas tres horas hasta el alba. La antorcha que nos había dejado Olag se había apagado y nadie había tenido la deferencia de reemplazarla. Cuatro fogatas ardían alegremente en el claro, y el obelisco despedía la luz suficiente para ver a los orcos que dormían aquí y allá. El único que estaba despierto era el que se ocupaba de las fogatas.

Como todo el mundo dormía, habría sido una ocasión perfecta para escapar, de no haber sido por el dichoso círculo mágico de Shokren. Me pregunté si Glo-Glo podría haber anulado la magia del orco de no haber tenido los mitones en las manos. Llevaba dos días dándole vueltas a la loca idea de quitarle al viejo trasgo los grilletes mágicos. Por desgracia, al inspeccionarlos mejor, había descubierto que los candados eran bastante ingeniosos y me sería imposible abrirlos con una vulgar astilla de madera. Necesitaba un trozo fino de metal y ni Mis ni Glo-Glo llevaban encima una cosa así. De modo que no había nada que pudiese hacer, salvo esperar un golpe de suerte que me permitiera abrir aquellos candados en miniatura.

Por puro azar, mi mirada recayó entonces sobre los restos de nuestra comida y me quedé boquiabierto. Allí sentada, sobre un trozo de salmón frito, había una cabrílula. Y cerca de ella un flinillo, tratando por todos los medios de quitarle el tapón a la botella de vino. El corazón comenzó a latirme furiosamente. ¡Hiciera lo que hiciese, no debía asustarlo!

Me apoyé cautelosamente en el codo y susurré:

—¡Oye, flinillo!

La criatura dio un respingo, se revolvió y sacó una daga en miniatura. La cabrílula abandonó también su comida y voló hasta su amo, temblando levemente. Por desgracia, aquel flinillo era un desconocido y no se parecía en nada a Aarroo g’naa Shpok. Hasta la melena del pequeño visitante era negra, en lugar de dorada.

—¡Atrás, larguirucho! —dijo mientras blandía amenazadoramente su ridícula arma.

—No pensaba que hubiera ladrones flinillos.

—¡No soy ningún ladrón! —exclamó el pequeñajo con aire resentido—. ¡Esta comida no es de nadie!

Chasqueé la lengua a modo de reproche.

—Me pertenece a mí y lo sabes perfectamente.

—¡De acuerdo, muy bien! —rezongó el flinillo con irritación mientras se montaba en su cabrílula.

—¡Aguarda! —me apresuré a susurrar.

—¿Qué quieres? —preguntó con tono muy poco educado, pero la cabrílula se detuvo y permaneció en el aire, flotando.

Luché desesperadamente por dar con las palabras apropiadas.

—Quiero que lleves un mensaje para mí.

—¡De eso nada! —resopló el pequeño tunante—. ¡No quiero saber nada de chusma como tú!

—¡Te pagaré!

—¡Imposible! ¿Qué podría tener un prisionero al que los orcos registran cinco veces al día?

Pero el pequeño granuja seguía sin tener prisa por marcharse volando. Esperó, por si sucedía que de repente me encontraba con algo… Y algo sí tenía. Shokren no había encontrado el regalo del rey elfos. Puede que no lo hubiera sentido o puede que el anillo no tuviese ningún poder mágico y los latidos del diamante negro no fuesen más que una especie de truco. Sea como fuere, el anillo había permanecido todo el rato en mi poder, escondido dentro de uno de mis guantes. Pero ahora iba a tener que separarme de él.

Era una lástima desprenderse de una cosa tan hermosa cuando la había tenido tan poco tiempo, pero al menos podría darle un buen uso al regalo del rey. Recordaba que Kli-Kli había dicho que a los flinillos los volvían locos los anillos. Me quité el guante de la mano y vi que incluso entonces, a la luz del obelisco blanco y de la fría luna, la lucecilla seguía palpitando en las profundidades de la piedra, al compás de los enloquecidos latidos de mi corazón.

—¡Oo-oo-ooh! —exclamó el flinillo con voz sorprendentemente aguda.

La pequeña criatura era incapaz de apartar los ojos del anillo. Me senté y la cabrílula aterrizó a mis pies. Me quité la joya y le di varias vueltas en la mano para que el diamante negro atrapara los dispersos rayos de la luz de la luna y los transformara en un espectacular despliegue de llamas de hielo. Creo que el flinillo había entrado en un estado de éxtasis absoluto.

—¿Es lo bastante valioso como para realizar un simple trabajito?

El canijo se recobró lo bastante como para asentir, pero no apartó los ojos de la recompensa.

—Soy Iirroo z’maa Olok, de la rama del Lago Mariposa. ¿Qué he de hacer a cambio de eso?

—¿Puedes liberarnos y sacarnos de aquí sin que los orcos se den cuenta?

—No —dijo con un suspiro de pesar—. ¿No habría otra cosa que pueda hacer por ti?

De repente, el flinillo era la educación personificada.

—Te daré el anillo si llevas un mensaje para mí.

—¡Convenido! ¿Qué es, quién es su destinatario y dónde se encuentra? —preguntó el pequeño traficante de noticias sin pararse a respirar.

—Vuela hasta las puertas orientales de Hrad Spein, busca a Egrassa de la casa de la Luna Negra o al señor Alistan Markauz y diles que Harold está vivo y es prisionero de los Primogénitos. Los orcos tienen también el Cuerno y van a llevarme al Laberinto. Diles también dónde me has encontrado. ¿Está claro?

El flinillo repitió todas mis palabras como un loro. Asentí y dejé el anillo en el suelo. La cabrílula saltó al instante sobre el precioso objeto, y el flinillo, apresurándose por si acaso cambiaba de idea, ató la joya al vientre de su pequeña montura voladora.

Observé toda la operación. Para ser sincero, debo decir que me sentía un poco nervioso. Las dudas que me roían por dentro eran perfectamente comprensibles. El pequeño mensajero había cobrado por anticipado. ¿Cumpliría con el trabajo o se marcharía volando a su casa para divertirse de lo lindo contándoles a sus parientes y amigos lo astutamente que había engañado a uno de los larguiruchos?

Algo de esto debió de reflejarse en mis facciones, porque el flinillo me lanzó una rápida mirada y se rio comprensivamente.

—Tranquilo, hombre. Siempre cumplimos lo prometido, es cuestión de etiqueta profesional.

¡Qué palabras tan elegantes conocía! Bueno, pues si era cuestión de «etiqueta profesional», podía relajarme, en efecto.

—Puede que no estén junto a las puertas.

—No sería la primera vez —respondió el flinillo encogiéndose de hombros con aire indiferente—. Los buscaré. ¿Cuánto hace que podrían haberse marchado?

Hice las cuentas.

—Tres o cuatro días.

—¡Excelente! ¡Te deseo lo mejor, hombre!

—¿Cuándo llegarás a las puertas de Hrad Spein?

—A mediodía de hoy —respondió el flinillo. Al ver mi cara de asombro se rio entre dientes—. Tenemos algunos secretillos en lo que se refiere a viajar por Zagraba. Si no fuese así, las noticias que llevamos llegarían demasiado tarde para ser de algún valor.

—Date prisa, flinillo.

—¡No intentes enseñar a un cuervo cómo se grazna, hombre! Lo que me has dado es de incalculable valor, así que, sólo por cortesía, una vez que haya encontrado a tus amigos, avisaré también a la gente apropiada. ¡Vamos, Lozirel!

Antes de que tuviera tiempo de preguntarle a quién se refería con lo de la gente apropiada, la cabrílula había desaparecido en el cielo nocturno, llevándose a su minúsculo jinete y todas mis esperanzas.

—Esperemos que el flinillo encuentre a tus amigos y puedan llegar a tiempo —dijo una voz detrás de mí. Me sobresalté y di media vuelta.

Glo-Glo estaba observándome con mirada burlona. El viejo trasgo había estado despierto todo el rato mientras yo negociaba con el flinillo.

* * *

En el oficio de ladrón, una de las principales virtudes es la capacidad de esperar. En el techo de un edificio, en un agujero oscuro y polvoriento, metido hasta la garganta en la mierda… Lo de menos es dónde estés o lo que estés esperando. Si eres paciente, la fortuna siempre acabará por ponerse de tu lado. Así que después de que se marchara el flinillo, traté de apartarlo de mis pensamientos, porque de lo contrario el tiempo habría avanzado con catastrófica lentitud.

Al cabo de cuatro días, los orcos seguían sin pensar en marcharse. Los Primogénitos no nos prestaban ninguna atención, a excepción de Olag, que siempre se aseguraba de que no estuviéramos urdiendo algo, y de Fagred, que no paraba de lanzar miradas siniestras en nuestra dirección. No es ningún secreto que todo el conocimiento sobre los orcos está basado en fantasías ociosas y leyendas. Pocos de los eruditos que estudian la raza de los Primogénitos han llegado a ver a alguno de ellos en carne y hueso. Así que en mi cabeza (sobre todo después del primer y breve encuentro con los orcos en el campo de repollos y de determinadas visiones que había tenido) los Primogénitos eran criaturas crueles, toscas, sin ningún refinamiento y, en conjunto…

En conjunto, su personalidad era tan parecida a la de los elfos que a veces me dejaba totalmente asombrado. Pero en realidad, ¿qué tenía aquello de asombroso? ¡Eran parientes cercanos, por la oscuridad! La única diferencia era que los orcos no soportaban el olor de los forasteros y consideraban que todas las demás razas eran inferiores a ellos.

Lo cierto es que yo había esperado que nos mataran de hambre, nos pegaran palizas a diario, nos clavaran agujas al rojo vivo debajo de las uñas y cometieran otras atrocidades similares. Pero las cosas no eran así en modo alguno. Nadie tenía la menor intención de tocarnos (aparte un par de pescozones de Fagred, que realmente no contaban), nos alimentaban razonablemente bien y comíamos lo mismo que ellos (aunque sin vino, después de aquella primera vez).

El tiempo mejoró, el viento se llevó las nubes hacia el sur, en dirección a las montañas de los Enanos, y una vez más, el cielo recobró ese asombroso azul del otoño que tan bien armonizaba con las hojas amarillas de los árboles. Y la temperatura también subió. Probablemente fuese la última o la penúltima semana más o menos cálida del año.

* * *

Shokren recibió cuervos mensajeros un par de veces, pero sólo podíamos hacer cábalas sobre el contenido de sus misivas. Glo-Glo se pasaba el día acurrucado bajo su vieja y remendada capa, respondiendo sarcásticamente a nuestras preguntas o realizando absurdos comentarios durante mis conversaciones con Mis. La principal ocupación del viejo chamán era farfullar. O se había vuelto completamente chiflado o estaba preparando una especie de hechizo, a pesar de los mitones. Posiblemente esta segunda deducción fuese la más acertada, puesto que Glo-Glo cerraba el pico en el mismo instante en que aparecía uno de los orcos y cuando el rostro de Shokren asomaba por el horizonte, el viejo chamán se hacía el dormido.

Al principio, Mis no parecía demasiado inclinado a entablar conversaciones sinceras, pero al cabo de un tiempo el hombre de las Tierras Fronterizas demostró ser un excelente conversador. La herida del guerrero estaba cerrándose poco a poco y los orcos le prestaron una atención absolutamente insólita dándole un trapo limpio y una especie de ungüento para colaborar en el proceso. Glo-Glo pegó la nariz al ungüento y, aparentemente satisfecho con el resultado, aconsejó a Mis que se cambiase el vendaje con la máxima frecuencia posible antes de volver con su juego de susurros.

Al quinto día vino Olag acompañado por Fagred, qué sonreía y traía un rollo de cuerda en las manos. Al instante se me ocurrió la desagradable idea de que alguien iba a ser ejecutado.

—¡Te he dicho que te levantes, Polilla! —me dijo Olag.

Como ya habréis podido imaginar, la sugerencia me perturbó en tal medida que decidí quedarme sentado en el suelo.

—¿Adonde os lo lleváis? —intercedió el trasgo.

—¡No es asunto tuyo, verdoso! —gruñó Fagred.

—¡Levanta te he dicho, Polilla! ¡A Shokren no le gusta que lo hagan esperar! ¿O quieres que te levante yo? —preguntó Olag.

Tras decidir prudentemente que Shokren no era lo mismo que el cadalso, me puse en pie. Fagred me echó inmediatamente un dogal alrededor del cuello y se ató el otro extremo de la cuerda alrededor de la mano. Me llevaron con el chamán con esta correa improvisada.

Shokren estaba hablando con Bagard de algo, pero al verme aparecer, cortó la conversación en seco.

Pero at za nuk na tenshi [Traedlo aquí] —dijo el chamán mientras se dirigía al obelisco.

Hay veces en que realmente lamento no saber órcico.

Fagred dio a la cuerda un tirón que estuvo a punto de romperme el cuello y me arrastró detrás de Shokren. Olag, que venía con nosotros, me empujaba de vez en cuando en la espalda. ¡Me llevaban como un cordero a la feria del mercado! Pero como es natural, opté por ocultar mi indignación, puesto que mostrar resistencia allí era el mejor modo de recibir un golpe en los dientes de Fagred.

Me llevaron hasta el borde del claro, donde Shokren se sentó en el suelo y me clavó una mirada pensativa. Como es lógico, nadie sugirió que Harold pudiera sentarse, así que tuve que quedarme allí de pie, con la estúpida correa alrededor del cuello, y comportarme como un idiota aburrido. El chamán parecía un poco contrariado por el hecho de que el tratamiento de la mirada dura no hubiera producido los efectos que él deseaba. Frunció el ceño y dijo:

—Tengo que aclarar algunos detalles sobre tu aparición en el bosque y sobre cómo llegó el Cuerno a tus manos. ¿Vas a responder o tengo que pedirle a Fagred que te cuelgue un rato del cuello?

—Responderé —me apresuré a decir.

Sa’ruum [chamán] —siseó Olag, que se encontraba detrás de mí.

—Responderé, sa’ruum —repetí.

—Bien. Como crea que me estás mintiendo, Fagred te colgará del cuello.

Miré de reojo la cara de felicidad del enorme orco. El muy desalmado estaba soñando con que Shokren me sorprendiera en una mentira.

Entonces las preguntas comenzaron a sucederse sin pausa. Como es natural, a pesar de las amenazas del orco, no tenía la menor intención de largarle toda la verdad sobre el Encargo. Cuatro días ociosos habían sido tiempo de sobra para inventar una historia plausible, repasar todos sus detalles y modificar un par de ellos, de modo que al final, ni siquiera mi inestimable conocido, el jefe de la Orden en Valiostr, Artsivus, habría sido capaz de distinguir la verdadera de la inventada, y mucho menos aquel chamán orco. Así que obsequié a Shokren y a mis los centinelas con la conmovedora historia de un conde muy anciano y muy rico que había contratado a un ladrón para obtener cierto cuerno del que el ladrón no sabía nada y sumarlo a su colección.

Me dieron una montaña de oro, me ayudaron a llegar a Hrad Spein y después de eso todo quedó en manos de los dioses. Encontré el Cuerno tras haber recogido unas cuantas esmeraldas por el camino y entonces, de algún modo, volví a encontrarme en Zagraba. ¿Cómo había llegado hasta allí? No tenía ni la más remota idea. Por algún hechizo, un truco de la oscuridad. ¿Que cómo había acabado la Llave en mis manos? Eso era muy sencillo, señor sa’ruum. Ya formaba parte de la colección del conde, los elfos debían de habérsela vendido.

Al oír esto, Olag soltó un fuerte resoplido que reveló al bosque entero lo que pensaba de la idea de que los elfos vendieran sus reliquias a los humanos, pero Shokren dijo al guerrero que se estuviera quieto y comenzó de nuevo con sus interminables preguntas. ¿Cómo había llegado hasta Hrad Spein? ¿Con qué clase de grupo? ¿Había elfos en él? «Claro, si os dijera que sí, me colgaríais el sambenito de ser uno de sus amigos».

—No había elfos —respondí, y al instante lamenté haberlo hecho.

De repente, una expresión de enorme satisfacción apareció en la cara de Fagred.

—Eso es mentira —respondió Shokren con voz fría y siniestra—. En la ciudad de Chu, tus amigos monos y tú matasteis a varios de nuestros guerreros. Fagred fue el único que logró escapar. ¡Cuélgalo!

—¡Matasteis a mi hermano! ¡Estaba herido! —gritó Fagred y entonces dio un tirón tan fuerte a la cuerda que caí de rodillas mientras trataba de arrancarme el dogal con los dedos.

«Lástima que no acabáramos también contigo», pensé. ¡Por la oscuridad, qué modo más tonto de meter la pata! Hablar con aquel chamán era tan complicado como hacerlo con Vukhdjaaz. Tuve que improvisar de nuevo.

—¡Había elfos! ¡Los había! —grité con voz aguda al ver que Olag lanzaba la cuerda sobre una rama del árbol más próximo-Lo que pasa es que no eran de verdad.

Shokren levantó la mano para indicar a sus guerreros que demoraran la tortura un momento.

—¿Qué tontería es ésa, monito? ¿Qué quiere decir que no eran elfos de verdad?

¿Qué era eso que siempre solía decir? Si vas a contar una mentira, que sea realmente grande.

—¡Eran bastardos!

—¡No hace falta que nos digas que los elfos son unos bastardos! —dijo Fagred antes de volver a tirar de la cuerda.

—¡No! ¡Me refiero a que eran hijos de hombres y elfas!

Cuanto más increíble es una falsedad, más auténtica suena. Ignoraba si lo que acababa de decir era incluso posible (nunca había oído hablar de nada parecido), pero los orcos mordieron el anzuelo, el sedal y la plomada. De todos modos no tenían una opinión demasiado buena sobre los elfos y cuando oían algo como lo que les había dicho, tendían a darle crédito. Creo que Olag soltó una maldición y el aspecto de Fagred era aterrador y risible al mismo tiempo: pensé que iba a vomitar. Shokren se rascaba la barbilla, pensativo.

—Sabía que eran criaturas depravadas, pero hacer… eso… con monos… —Olag no se molestó siquiera en usar su lengua para decir esto.

—Muy bien, traedlo aquí de nuevo. Tengo que hacerle unas pocas preguntas más —ordenó Shokren.

Al comprender que la sentencia quedaba postergada de momento, me animé un poco. Las «pocas preguntas» se prolongaron durante una hora larga, pero en justicia debo decir que no volví a tener un solo desliz, a pesar de que el chamán no me daba respiro. Finalmente se levantó y dijo:

—Lleváoslo. Ya he averiguado todo lo que quería saber.

Con estas palabras, el orco se alejó en dirección al obelisco mientras a mí me llevaban de nuevo con Mis y Glo-Glo, que se encontraban al otro lado del claro. A medio camino de allí, Fagred decidió que tenía ganas de jugar. Comenzó a tirar de la cuerda entre carcajadas y me preguntó si quería hacer de perrito.

—¡Venga, vamos, Polilla, di «guau»! No te costará mucho, ¿a que no? ¡Oh, vamos! ¡Di «guau»!

Cada frase iba acompañada de un tirón de la cuerda. Opté por mantener un estoico silencio.

—¡Perro malo! ¡Perro malo! ¡Di «guau»!

—Ya basta, Fagred —le advirtió su camarada—. Aún podría sernos útil.

—Shokren ya le ha sacado todo lo que quería. ¡Di «guau», Polilla, si no quieres que te castigue!

—Y cuando llegue el momento, ¿por quién vas a apostar? —preguntó Olag de repente—. ¿Por el verdoso y un mono herido?

Fagred frunció el ceño, lo pensó un momento y por fin asintió.

—De acuerdo, tienes razón, Olag. No hace falta que ladres de momento, Polilla. Ya te llegará el momento, dentro de poco. ¡Ah, por el bosque eterno! Bagard me llama. Vigila al mono, volveré enseguida.

Fagred le entregó la cuerda a Olag y se alejó hacia el comandante de los orcos.

—Siéntate —me ordenó Olag y, como si quisiera dar ejemplo, se sentó sobre las hojas amarillas que cubrían el suelo.

No me quedó más remedio que obedecer. Tal vez hubiera podido con el orco, uno contra uno, pero dos cosas me impedían intentarlo: la daga que había sacado Olag en cuanto se marchó su compañero y el hecho de que estábamos a la vista de todos. Me habrían cosido a flechazos mientras huía hacia los árboles. Así que me senté junto al Primogénito y esperé a que volviera Fagred.

—Eres un monito estúpido —dijo Olag inesperadamente—. ¿Por qué no podías seguirle el juego a Fagred?

—No me veo a mí mismo como un monito tonto y no quería servir de diversión para tu amigo.

Con Olag podía decir cosas que nunca habría dicho cuando hablaba con Fagred.

—¿Que no eres un mono? —dijo el orco con una tenue chispa de curiosidad en los ojos—. Entonces, ¿quién eres?

—¿Yo? Un mono no, desde luego.

—¡Todos los humanos son monos! —declaró Olag—. Sois peores que animales, sois seres inferiores, sois un error de los dioses, como los elfos, que aparecieron justo después de nosotros. ¡Este mundo debería ser nuestro! Éramos sus únicos amos hasta que aparecieron los seres inferiores. Sí, podéis hablar, pero dame dos meses y enseñaré a un cuervo a hablar. ¡El mero hecho de que podáis hablar no quiere decir que podáis pensar! Habéis invadido nuestras tierras, vosotros, que taláis nuestros bosques y nos expulsáis de nuestro territorio. ¡No sois más que monos apestosos que han aprendido a hablar y a forjar armas! ¡Una manada de bestias salvajes! Si no estuvierais aquí, Siala sería un lugar mucho mejor. Los orcos somos los primeros hijos de los dioses. ¡La raza superior! ¿Por qué deberíamos compartir Siala con los elfos, que llegaron a Zagraba cuando todo el trabajo ya estaba hecho, cuando habíamos expulsado de aquí hasta al último de los ogros, sacrificando a miles de los nuestros para ello? Qué conveniente les resultó, ¿no? Son crueles y astutos y han convertido la vida de mis hermanos en una miseria, pero tarde o temprano los aplastaremos. Y en cuanto a los hombres… Fuisteis los últimos en llegar. ¡Hasta los doralissios, esos zoquetes con cerebro de mosquito nacidos de cabras, llegaron antes que vosotros! Aparecisteis en el mundo y no nos dimos cuenta de la amenaza que representabais. Qué tontos fuimos. Mientras combatíamos contra los elfos y tratábamos de expulsar a los enanos y a los gnomos de las malditas montañas, vosotros os esparcisteis por todo el mundo y luego ya fue demasiado tarde. ¡Lo único que sabéis hacer es matar y destruir todo cuanto de bello contiene el mundo! ¡Los hombres sois monitos estúpidos y no pararéis hasta haber destrozado Siala en mil pedazos! ¡Nunca habrá sangre y vino suficientes para saciaros!

Hizo una pausa para tomar aliento.

—Es nuestro deber hacer todo lo que podamos para deteneros, para erradicar a la raza humana de la faz de Siala, para que no quede ni el menor rastro de vosotros. Y cuando el último de vuestros hijos se haya ahogado en el océano, volveremos y saldaremos cuentas con los elfos y el resto de vuestros amigos. ¡Si os vencemos, podremos aplastar a todos los demás! Lo que no conseguimos en la Guerra de la Vergüenza, lo conseguiremos ahora. Mientras hablo contigo, monito, la Mano parte de nuestras ciudades con mis hermanos y pronto, muy pronto, saldremos de Zagraba y marcharemos sobre Avendoom y Shamar, y luego les tocará el turno a las demás madrigueras de los humanos. No dejaremos piedra sobre piedra, porque no hay sitio en el mundo para seres como vosotros. ¡Y lo que nos has traído nos ayudará en esa batalla!

Lo escuché con atención y sin hablar. Un sentido discurso de boca de un fanático, pero claro, todos ellos lo eran. Los ojos del orco despedían un fuego dorado y sus manos aferraban la daga, claramente preparadas para utilizarla si yo presentaba la menor objeción. Los Primogénitos, ya. Me pregunté qué pensaría de haber sabido algo sobre los Caídos.

—¡Sois animales y carecéis de sentido del honor, nos exigís admiración, nos exigís una alianza! Decís que tenemos que entregaros nuestros bosques, ¡los bosques que pertenecen por derecho a los Primogénitos, los primeros en llegar a Siala! ¿Cómo podéis exigirnos nada? ¿Creéis que sois mejores que animales? ¿De verdad? Los elfos merecen morir, y eso que ellos al menos comprenden el significado del honor y el orgullo, pero el ganado como vosotros merece la muerte sin más. ¡Si hasta el hijo mayor de vuestro rey está loco!

—Déjalo, Olag —dijo Fagred con voz sorprendentemente delicada. Se había acercado mientras yo escuchaba—. De todos modos, nunca lo entenderá.

—No, en efecto. —Olag suspiró y volvió a guardarse la daga bajo el cinturón—. Arriba, Polilla, y recuerda: si vuelves a abrir la boca antes de que lleguemos a tu jaula, te corto la lengua.

Pero yo no estaba pensando en decir nada. Estaba alarmado por la grave noticia que se le había escapado al orco mientras hablaba. Parecía que aquel otoño, los Primogénitos habían decidido tantear las fronteras del reino e iniciar una nueva Guerra de la Primavera.